Si Val Lewton hubiese producido una cinta sobre Lamia, la seductora terrible de la mitología griega, a la que algunos demonólogos asocian a Empusa o a la hebrea Lilith, le hubiera confiado el personaje a Simone Simon; la realización, a Jacques Tourneur. Así las cosas, Simone —cuya sonrisa era tan magnética como los abismos para cuantos se sienten impelidos a arrojarse a ellos—, hoy se nos antojaría como ese mal que hace tanto bien a cuantos se saben desahuciados por alguna sustancia tóxica sin la que ni quieren ni pueden vivir.
Hasta cierto punto, Simone Simon fue el equivalente femenino a Eric von Stroheim. El público se complacía odiándola. De hecho, cuando se vio obligada por la guerra a volver a Estados Unidos, que abandonó en el 37 bastante decepcionada con la experiencia, no llegó más allá de la serie B. Sin embargo, fue en esa serie B en la que encontraría sus mejores personajes: la Belle de El hombre que vendió su alma (William Dieterle, 1941), Irena Dubrovna y la Elisabeth Rousset de Mademoiselle Fifi (1944), la bella patriota de aquella espléndida adaptación del relato homónimo del gran Guy de Maupassant. Uno de aquellos cuentos de guerra del maestro francés que leíamos con tanto deleite en los años 80 del pasado siglo, en las esplendidas ediciones que Esther Benítez traducía y antologaba para el Libro de Bolsillo de Alianza Editorial.
Hubo en el Hollywood de los años 40 un cine de misterio, de vocación claramente realista pero trufado por la fantasía. Cada vez que descubro uno de sus nuevos títulos, esta pantalla reviste mayor interés para mí. Su cinta más conocida es Jennie (William Dieterle, 1948), sobre un artista, Eben Adams, incorporado por Joseph Cotten. Está prendado de una chica de otro tiempo a la que, tan turbadora como esporádicamente, encuentra patinando en Central Park.
No hay duda de que Jennie es la cinta emblemática de aquellas producciones en que dos realidades —la cotidiana y la fantástica— parecen superponerse armoniosamente. Con todo, a mi juicio, el ejemplo sumario de este cine es Alias Nick Beal (John Farrow, 1949). En las secuencias de esta última, Joseph Foster, un fiscal de distrito recreado por Thomas Mitchell, quiere entrar en política haciendo gala de su honradez en todos los pleitos en los que ha intervenido. Hasta que decide dedicarse a la profesión más despreciable que puede ejercer el ser humano, y el mismísimo Diablo —un Maligno interpretado por Ray Milland en el mejor trabajo de toda su filmografía—, se convierte en el director de la campaña electoral de Foster. Salvo algunas tomas con niebla en un inquietante embarcadero, no hay ni una sola secuencia en Alias Nick Beal que presente los recursos habituales de las cintas de miedo. Es una película tan realista como pueda serlo el Último hurra (John Ford, 1958), sobre la campaña postrera de un alcalde para su reelección. El único detalle fantástico es que es el Diablo, con todas sus corrupciones y capacidades para el mal, quien acaba haciendo a Foster gobernador del estado. Una fantasía, bien es cierto, pero con apuntes acertadísimos a la práctica de la ciencia política.
En Mil ojos tiene la noche (1948), también de Farrow, un clarividente ayuda a una rica heredera, encarnada por la maravillosa Gail Russell, a librarse de aquellos que le quieren dar muerte para apoderarse de su fortuna. Pero fue en El hombre que vendió su alma donde Simone incorporó a la enviada de los infiernos más seductora de toda la historia del cine, esa Belle ya referida. Recuerdo su entrada en escena, suplantando a la joven que ha de encargarse del hijo recién nacido de James Graig (Jabez Stone) y supongo que Lamia, Empusa o Lilith hubieran dedicado esa misma sonrisa a cualquiera que hubieran decidido arrastrar hasta el infierno.
Decir que la inquietante belleza de Simone Simon, merced a su creación de Irena Dubrovna en La mujer pantera, sentó uno de los cánones del cine de terror producido por la RKO en los años 40 es decir mucho. Sin embargo, no es bastante para honrar la memoria de una de las mejores actrices que diera el realismo poético francés. Inteligente, atractiva, maravillosa. Al igual que posteriormente le sucedería a la fascinante Anouk Aimée y a Brigitte Bardot, de la que fue un verdadero antecedente pues, como ella, era una mujer con trazas de niña a la que Hollywood nunca supo entender.
Tras pasar sus primeros días en Marsella —donde había nacido en 1911—, Simone llegó a París con 20 años. Acaso confundidos con Irena —diseñadora de modas en la ficción— algunos de los biógrafos de la actriz le adjudican este empleo en las primeras líneas que la dedican. Por el contrario, otros se inclinan por apuntar que sus comienzos fueron como maniquí en una casa de modas parisina. En cualquier caso, en los albores de los años 30 empieza a verse a la joven Simone en una suerte de operetas filmadas de las que sólo se recuerda On opère sans douleur (1931).
Parece que en aquellos días la actriz participó en alguna comedia dirigida por Sacha Guitry, pero fue Marc Allégret quien le encomendó su primer papel cinematográfico de relativa importancia en Mam’zelle Nitouche (1931). Sus creaciones en Durand contre Durand (Léo Joannon, 1931), Le Chanteur inconnu (Viktor Tourjansky, 1931) y Un fils d’Amérique (Carmine Gallone, 1932) la convierten en el prototipo de joven francesa de los años 30. Todos los personajes que encarna en estas cintas tendrán su colofón en la Puck de Lac aux dames (1934), una nueva colaboración con Allégret. Tourjansky vuelve a contratarla para dar vida a la Tania de Les yeux noirs (1935), una de las primeras versiones de Ojos negros de Chejov.
Reclamada por Hollywood, Simone hace una primera incursión en el cine estadounidense a las órdenes de Henry King en la versión sonora de El séptimo cielo (1937), pero como la práctica totalidad de las actrices galas, la gran Simone no se siente a gusto entre los norteamericanos. Frágil y con aspecto de eterna adolescente, hay algo en lo más profundo de su mirada que anuncia esas brumas que horadan la inocencia que muestra a simple vista.
De ello viene a dar buena cuenta Jean Renoir quien, cuando ella vuelve a Francia tras la primera experiencia americana, encomienda a la actriz la Séverine Roubaud de La bestia humana (1938). Basada en una novela de Émile Zola, en la que las mezquindades del adulterio se mezclan con los desequilibrios que heredan los descendientes de alcohólicos, la cinta resulta ser una de las primeras obras maestras del realismo poético francés y la inolvidable Simone se convierte en una de las musas de aquella pantalla.
A diferencia de Arletty, la gran estrella gala de aquellos días que colaboró con el invasor, la gran Simone se ve obligada a volver a Hollywood con la ocupación nazi. Afortunadamente, allí ya está condenada a la serie B. Es así como da vida a la serbia Irena Dubrovna, estigmatizada por una antigua maldición que la convierte periódicamente en el más cruel de los felinos. De regreso a Francia, Simone Simon se pone a las órdenes de otro de los grandes, Max Ophüls. Para el maestro será la representación ideal de la heroína de Guy de Maupassant en genialidades como La ronde (1950) y Le plaisir (1951). Y puede que sí, que en efecto fuera la mejor representación en la pantalla de las mujeres descritas por Maupassant. A excepción de Bola de sebo.
Como las grandes estrellas de su tiempo, Simone Simon se retiró en silencio cuando empezó a envejecer. No volvió a trabajar fuera de Francia. Murió en 2005.
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