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Silencio tras el telón del sueño - Mariano Antolín Rato - Zenda
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Silencio tras el telón del sueño, Mariano Antolín Rato

Silencio tras el telón del sueño es una historia de amor rebelde y explosivo entre el The End de los Doors y el No Future de los Sex Pistols. A continuación puedes leer las primeras páginas del libro de Mariano Antolín Rato. 1 Antes de convertirse en personajes de novela, Kay Quirós y Pedro Velasco eran ya de los...

Silencio tras el telón del sueño es una historia de amor rebelde y explosivo entre el The End de los Doors y el No Future de los Sex Pistols. A continuación puedes leer las primeras páginas del libro de Mariano Antolín Rato.

1

Antes de convertirse en personajes de novela, Kay Quirós y Pedro Velasco eran ya de los jóvenes dispuestos a experimentar un cambio de época. Para conseguirlo, y como entonces los dos encontraban insoportable el tiempo que les había tocado vivir, oponían resistencia a las imposiciones de los mayores. Y hasta tal punto, que esa actitud de desafío terminó formando parte llamativa de su forma de estar en el mundo. Incluso hizo que cada uno por su cuenta, sin mucha precisión y poco eco, se atrevieran a resumir aquellas muestras de ineficaz rebeldía en un tajante: «Ellos contra nosotros».

Aunque aún lo ignoraban, Pedro Velasco y Kay Quirós también compartían un propósito. Excluir de su proyecto de futuro cualquier colaboración voluntaria en el mantenimiento del autoritario catolicismo militarizado y la obligada mediocridad hecha modelo de vida. Estaban en Madrid, año 1966, y ese oblicuo rechazo exigía desobediencias repetidas a las leyes y costumbres impuestas por los represores profesionales en el poder. En aquella España trituradora de cuerpos y decencias se consideraban unas víctimas más de otra de las aberraciones históricas propias del país. Y en momentos de flaqueza, a pesar de las pruebas en contra de los auténticos machacados que recurrían a la acción política, llegaban a creer que nadie había pasado nunca por unas pruebas tan difíciles como las de ellos. Una ingenuidad, según los trabajadores de la cultura que seguían una lógica revolucionaria. Para ellos, entregados al combate político que derrocaría a los opresores franquistas, las provocaciones y descaros de Kay Quirós y Pedro Velasco resultaban inútiles. Hijos malcriados, dependían económicamente de unos padres explotadores. Y la economía era el eje de la Historia.

Una noche de octubre (todavía en Madrid, 1966) salían del cine por separado. Pasaron al lado de un chico de más o menos su edad. Conocido por el apodo de Chino, pensó que se movían de modo raro. Y que parecían ocupar un espacio peculiar o un tiempo distinto al de la otra gente. Él no lo podía explicar mejor.

Primero se fijó en el que todavía ignoraba que su nombre era Pedro Velasco. Moreno, alto, llevaba gafas de sol a aquellas horas de la noche. A lo mejor para disimular una cicatriz de la cara. Acababa de prender un pito y metía prisa a otro con ojeras, cara muy pálida y un pelo rubio pero más corto que el de Brian Jones. Habían quedado con alguien en un pub. ¿Santa Bárbara, dijo, al que llamó Gálvez?

—A estas horas ya estará cerrado —fue la contestación del rubio, con acento como andaluz. No, entonces desde más cerca, a Chino en realidad no le dio la impresión de que se pareciera a Brian Jones. Y además eso se la sudaba.

Allí sólo merecía la pena mirar a dos señoritas. Sí, señoritas, no chicas normales. También bajaban los escalones del cine y Chino vio que se detenían a encender un pitillo.

La más alta —y a ninguna se la podría considerar un retaco— tenía el pelo rizado. Debía de estar segura de que gustaba mucho para atreverse a llevar puesto aquella especie de chaquetón verde como de plumas y no sentir vergüenza. Nada cohibida, pisando fuerte con sus botas de ante, trasmitía una sensación de dominio y suficiencia —tal vez hubiera pensando Chino de Kay Quirós (con otras palabras, claro), de no sentirse tan colgado de lo buena que estaba.

Se acercó a él, perfume en movimiento. Necesitaba un taxi inmediatamente, decía a la otra. Chino se quedó con la boca abierta. Casi hablaba como todo el mundo.

—Esa película es una maravilla, Leonor. Increíble, alucinante. Se me saltaron las lágrimas. ¡Qué genial es siempre Lean! —oyó que decía según pasaba cerca de él.

¿Lin? ¡Ah, sí! David Lean, el director de la película. Se titulaba Doctor Zhivago. Chino se enteró al alzar la vista hacia la cartelera de la fachada del cine.

Como ya las tenía a unos cuantos pasos de distancia, no oyó lo que dijo después aquella buena jaca. Sí la respuesta de la menos llamativa, pero también guapa. Fue:

—Yo prefiero irme a casa, Kay. —Y el pelo liso oscuro con mechas rubias se le movió mientras miraba a su alrededor como si lo que veía fuera algo que no había visto nunca.

O a lo mejor —pensó de modo aún menos articulado Chino—, encontraba que las cosas estaban mucho peor de lo que creería cualquiera. Vamos, que se daba cuenta de pronto de que algo había salido mal y no tenía remedio.

La del chaquetón verde soltó una risa de las que da gusto oír. Luego se despidió de la otra con una sonrisa como ésas que no existen fuera del cine. Ninguna de las dos, que se metieron en taxis distintos, le había mirado.

Chino no se consideraba ningún gilipollas. ¿Cómo iba a creerse él que tenía algo que hacer con aquel par de princesas? Pero, oye. Que se jodan. Aunque les sobrara pasta para pagarse la entrada de una película de estreno, también a ellas les obligaron a tragarse las banderas al viento y los ta, tarará, tarará tarará tarará del NO-DO. Serían todo lo fardonas y tal que quieras, pero en eso no les quedaban más cojones que hacer lo mismo que los mataos que van a los cines de sesión continua. Muy bien, ¿verdá? Chino, sin embargo, se equivocaba. Ninguno de los cuatro había visto el documental que siempre protagonizaba Franco. Antes de entrar en la sala, de pie en el vestíbulo del cine, y por separado ellas y ellos, esperaron fumando a que empezara a oírse la musiquilla de los anuncios de Movierecord.

Seguramente no hicieron lo mismo los espectadores que Chino había visto salir cuando pasó por delante del cine Carolina. Entonces él supuso que en la televisión no habría concursos o algo que los dejaran soldados a la butaca del tresillo. En el programa doble ponían una película de Alfredo Landa y otra de Sofía Loren. Y el NO-DO. Lo proyectaban por obligación y a veces salían cosas que le gustaba ver. Como que el Real Madrid volvía a pisar fuerte en Europa. O que Santana humilló a otro tenista nada menos que en una cancha de la Pérfida Albión. Pero, claro, aquello sólo era propaganda de los fascistas.

Algo así dijeron, le parecía a Chino, los de la reunión en la que estuvo. Uno de ellos debía de tener la mecha muy corta porque explotaba enseguida. Se empeñó en protestar a gritos. Para él, la llamada apertura —y Chino jamás lo explicaría así— era un engaño consecuencia de los grados crecientes de bienestar de la sociedad española. Pero no iba a conseguir la desactivación del combate contra el capitalismo monopolista. El progresivo aburguesamiento observable en ciertos sectores de las clases oprimidas, tenía una contrapartida. Aumentaba la militancia activa de obreros, estudiantes, intelectuales. Que no los engañase la prensa, la radio, la televisión controladas por Fraga Iribarne. Tenían prohibido difundir las importantes acciones que se estaban llevando a cabo en fábricas y universidades.

Se alzaron protestas. Aunque el objetivo de quienes organizaban el acto era tratar de las estrategias necesarias para derribar el régimen dictatorial, la mayoría de los asistentes había acudido con intención de que se debatieran cuestiones concretas referidas a sus problemas laborales. Delante de un cartel sujeto con chinchetas a la pared (decía: Como firmes el finiquito, te corto la mano) hubo abucheos. Menciones irreverentes a Dios y a su madre. Ellos ya sabían perfectamente por qué estaban allí. Menos teóricas.

Una voz potente consiguió que los que más guirigay armaban de las dos docenas de obreros presentes fueran cerrando la boca. Hubo gestos de asentimiento cuando el activo miembro de un sindicato ilegal expuso brevemente la línea del Partido (la mayúscula no es un error tipográfico). Sus últimas palabras fueron:

—¿Qué hacer? Eso ya se lo preguntaba Lenin. Yo os digo que no bajar nunca la cabeza. Mantenerse unidos. Y sobre todo nada de desánimo.

Siguieron intervenciones dispersas. Trataban de despidos injustificados, huelgas y el amañado referéndum del próximo diciembre. Luego, cuando dos de los abogados laboralistas que prestaban su despacho para la reunión asumieron el papel protagonista y concertaron citas con los afectados por abusos patronales, se clausuró la asamblea.

Con la dispersión de los asistentes desapareció la amenaza más inmediata. Esto es, que irrumpiera la policía y los sacara de allí de mala manera para llevarlos a la DGS. Y si las cosas se ponían feas, hacerlos comparecer ante los jueces de comunión diaria, encaje y terciopelo del TOP, que condenarían al encierro en el ala de presos políticos de un penal.

Fue un respiro que celebraron tres de los que habían salido del bufete de la calle General Yagüe tomando una botella de vino en un bar cercano. Dentro, un televisor encendido sobre una repisa del extremo de la barra, soltaba risas, musiquillas y voces impostadas atronadoras.

Uno de los que habían entrado y ocupado la mesa más alejada del ruidoso aparato, imán para las miradas de casi todos los presentes, era Chino. Otro, de casi su misma edad, también callaba. El tercero, un hombre de edad madura, pronto hablaba exaltado de que había que dar la vuelta a la tortilla.

Estaba cagándose en la madre que parió a las reaccionarias potencias dueñas del planeta que apoyaban la dictadura, cuando salieron a relucir los americanos. Los muy cabrones habían firmado acuerdos con la jodida dictadura.

—¿Y el cine que hacen? Y la música, ¿qué? Tienen colgados a bastantes chavales a los que les da mucho por culo la Falange… o quien mande ahora —apuntó sin alzar la voz, entrecortado, Eustaquio Valero, conocido en su barrio por Chino. Le costaba dar con las palabras, y cuando las encontraba salían con dificultad, pero se las arregló para añadir—: Sí, tíos. A mí me mola cantidá el rocanrol. También cuando lo tocan los Estones, los Ju y otros ingleses de la misma cuerda. ¿Y qué?

La respuesta inmediata, desdeñosa, provino del otro joven, Chus Rubio, estudiante y miembro activo de la HOAC. Para él, la popularidad y comercialismo de aquellas mú- sicas alienantes respondía a una táctica del imperialismo yanqui para neutralizar las auténticas protestas. Las de izquierdas de verdad.

—Desorientan a buena gente como tú, Valero. Os distraen de los auténticos objetivos con eso que llaman contracultura. Sólo fomenta el consumismo de los jóvenes. —Y Rubio continuó más conciliador—. Pero a mí me da la impresión de que tú no caerás en esa trampa. —Viendo que Valero, o Chino, se disponía a decir algo, le dejó con la palabra en la boca—. Ya, ya, tú seguramente no serás sospechoso de proamericanismo. Lo que pasa es que tienes contradicciones y podrías terminar siendo uno de esos rebeldes sin causa. —Al pronunciar las últimas palabras, el que al curso siguiente formaría parte de una escisión trotskista recuperó el tono despectivo.

El tercero de los que bebían, Juanjo Moreno, un cuarentón de Comisiones Obreras, terció afirmando, con otras palabras, que la falta de una conciencia de clase, de un combate coordinado contra los dueños de los medios de producción, alejaba del compromiso con la realidad. Y ahuecando una voz que probablemente resultaba menos heroica de lo que pretendía, arremetió contra los que se dejaban engañar por el consumismo.

—Porque aquí nada de bromas —ahora se dirigía de modo directo al que para él siempre fue Eustaquio Valero, no Chino—. Hacemos las cosas en serio, nos jugamos el tipo por algo que merece la pena.

Se les había calentado la boca. Después del vino y unas tapas, pasaron a los licores fuertes.

Menudas mujeres las que los anunciaban a caballo. A ellas la dirección artística de TVE —un eufemismo de la censura impuesta por las mujeres de los ministros— no les dictaba el escote, entallado y largo de falda que debían llevar. Montadas en blancas jacas jerezanas, escasas de ropa, las piernas al aire, melena rubia al viento, conseguían que todos las devorasen con la mirada en aquel televisor cuyas emisiones pronto terminarían con oración, despedida y cierre.

Siguieron chistes sobre Franco, contados en voz bastante baja por Juanjo Moreno pero reídos estruendosamente por los tres. Y luego quejas, también del mayor, porque muchos vecinos de su bloque estaban agobiados. Plazos del piso, créditos, pluriempleo. Unos parientes suyos tuvieron que emigrar a Alemania. Sus explotadores de allí los llamaban Gastarbeiter, «trabajadores invitados».

Hubo más risas exageradas de los tres. Y todos ellos estuvieron de acuerdo en que este país —y se referían a España— era una mierda. Sí, todavía mayor que Alemania. Aunque, claro, los que tenían que irse por ahí a buscarse la vida echaban de menos su pueblo. Estaría en el culo del mundo, pero era el suyo.

Los mandaron abandonar el bar porque ya cerraban. En la calle Bravo Murillo, aquella noche de octubre de 1966 cantaron por lo bajinis Asturias patria querida y Santa Bárbara bendita patrona de los mineros. Y sin importarles que se acercara el sereno, no se privaron de despedirse puño en alto como si estuvieran seguros de que el mundo sería un paraíso a la vuelta de la esquina.

Luego, el de más edad hizo eses en dirección a una boca de metro. Y Chus Rubio y Chino siguieron caminos distintos. El primero se dirigió andando a su colegio mayor. El segundo tomaría un autobús. Tenía parada varias calles más abajo y pasaba por la Gran Vía.

Al alejarse del Cine Carolina, Chino pensó que también Chus Rubio dijo algo sobre los medios de propaganda del fascismo. Sería así, si él lo decía. Con su barba y bigote, gafitas, un revolucionario de foto, el tío se explicaba bien. Para quien lo entendiera, claro.

Ahora él tenía cosas más importantes de qué ocuparse. El turno de Puri, su novia, despachando perritos calientes en Los Sótanos de la Gran Vía, terminaba dentro de una hora. Bajó hasta la avenida del Generalísimo. El aire fresco le aclaró un poco la cabeza, aunque allí dentro seguía fija, vaya putada, la idea de que le quedaban pocos días para ir a la mili. Y cuando se subió al autobús le entraron ganas de vomitar. Tuvo que bajarse varias paradas antes de la de Callao.

Anduvo de nuevo, notando la cogorza, avenida José Antonio arriba. Dos individuos de gabardina ocupaban mucho espacio en la acera. Le miraron chulescamente. Serían de la secreta dispuestos a pedirle la documentación. La primera en la frente.

Pero el nene como si nada. Fuera paranoias. No podían saber de dónde venía. Juanjo Moreno y Chus Rubio le dijeron que fuera con ellos. Desde meses antes, en el taller, Moreno siempre procuraba tirarle de la lengua a la hora del bocadillo, y eso que él sólo era un puto aprendiz. Seguramente para saber hasta dónde podía fiarse. También quiso que conociera a Chus Rubio. Y como Rubio era estudiante sabía la hostia de cosas. Le puso a prueba. Total, que no debió de quedar tan mal pues aquella tarde quisieron que fuera con ellos. ¡Vaya jarca que había allí reunida! Acojonaban de lo lanzados que parecían.

De modo que nada de mosqueos aunque los dos con pinta de pasma le siguieran con la vista. Tendría cuidado de no dar tumbos. Tampoco le costaría tanto. Con sólo verlos se le pasó casi del todo el pedo que llevaba encima.

En la plaza del Callao, Chino volvió a fijarse en otros que salían del cine. Allí de una película de estreno, lo que yo te diga. Los ricos tienen eso. Y que no te hacen ni puto caso. Las dos princesas y el par de chorbos raros, uno con una cicatriz y el otro rubio se acababan de abrir en tres taxis distintos. No se fijaron en él. Natural. Era un muerto de hambre.

¡Coño! A Chino, parado junto a la pipera que le vendió tabaco, se le quitaron las ganas de ver a Puri. Dejar allí tirada a su novia cuando saliera del curro era una auténtica cabronada, lo sabía. Pero mira, hoy no estaba por la labor. La titi una noche sí y la otra también tocándole los huevos con que los maromos le querían echar mano. ¡Si lo iba enseñando todo! ¿Es que creía que los tíos somos de piedra? Y encima, nunca le hacía caso cuando él empezaba a contarle que las pasaba canutas en el taller de chapistería. Y que la puta mili le estaba esperando pa pasao mañana o casi.

Que no. Ni aunque dejara que la magrease iba a acercarse hasta Los Sótanos. Daba igual que estuviera a un par de pasos de Callao. Aquella noche le apetecía más dejarse caer por el garito de Pepe el Viejo.

Así que adiós muy buenas a Puri. A ella no le gustaba nada la música que ponía Pepe. Le llamaban El Viejo, aunque no era mucho mayor que los demás colegas. Sólo lo parecía. Lo mismo que con su mote de Chino. Todos creían ver en aquella jeta suya algo chinesco. Como si su familia no hubiera emigrado al Barrio del Pilar, creyendo que eso era Madrid, desde cerca de Trujillo o por ahí. Tierra de conquistadores, ¿eh? Y una polla como una olla.

Y como un día es un día, tomó el último Minilip que le quedaba dispuesto a ir en taxi. Tardaba en pasar uno con la luz verde encendida. Se estaba mosqueando, ¡copón! No tanto como cuando Chus Rubio, en el bar, después de la asamblea o como se llamase, dijo que él era proamericano. ¿Es que está uno a favor de los americanos si oye música de la emisora de la base de Torrejón? ¿Y qué pasa con el programa ése de la radio, Vuelo 605? ¿Eres un reaccionario si te dejan patas arriba? ¡Anda ya!

A él le flipaban las canciones de esos discos, y Pepe el Viejo los ponía sin parar. No entendía ni papa de las cosas que gritaban, ¿y qué? Con un canuto es que le daban mucho cuartelillo. Y en el garito de Pepe seguro que encontraría mandanga. A la puerta nadie le impediría dar caladas como hacía con el Bisonte que tuvo que apagar nada más entrar en el taxi que al fin se había detenido.

—En este vehículo está prohibido fumar —le ladró el taxista, un tipo joven con todas las papeletas para terminar de guardia civil o gris, si no lo era ya.

Resignándose a no fumar, Chino le dio la dirección del tugurio de Pepe el Viejo, y no le quedó más remedio que oír a un par de tontolculos que chamullaban cantarines por 18 la radio del coche, y de lo más merengue, que quisieran ser aurora boreal y darte así un mundo de color. Y luego a otros más bronca pero igual de gilipuertas que soltaban muertos de risa que se mueran los feos y que si tuvieran una escoba cuantas cosas barrerían.

Para saber que España iba de culo, no necesitaba haber estado en aquella reunión donde los viejos la liaron sobre si el país tenía remedio o no. Como si hiciera falta andar dándole tanto al tarro. Era que no, y que se dejasen de tanta hostia. Él, Chino, estaba seguro. Le bastaba con oír rock español.

Sinopsis de Silencio tras el telón del sueño, de Mariano Antolín Rato

Kay Quirós.

Pedro Velasco.

Ella, madrileña e hija de la alta burguesía. Él, un gijonés que se convertirá en famoso pintor. Ambos, jóvenes de espíritu libre e indomable, mantienen una relación intensa y explosiva donde las drogas, el arte y el rock’n’roll toman las riendas de una existencia enfebrecida y romántica. Una historia de amor rebelde que transcurre entre 1967 y 1977 —entre The End de los Doors y el No future de los Sex Pistols— y nos arrastra hasta la actualidad por diversas ciudades de Europa y América: Londres, Madrid, Gijón, Oviedo, Nueva York, Anchorage…

Y todo en un tiempo en constante avance y retroceso, pues no importa el tiempo cuando lo importante es el deseo de vivir a fogonazos.

Más allá del deseo, después del fin.

Autor: Mariano Antolín Rato. TítuloSilencio tras el telón del sueñoEditorial: Pez de Plata. VentaAmazon

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Mariano Antolín Rato

Mariano Antolín Rato (Gijón, 1943). Sin duda uno de los novelistas más renovadores y originales de la literatura española actual, ha contado siempre con la atención entusiasta de crítica y lectores. Definido por Juan Cueto como «el escritor más moderno de su generación», que es la del 68, ha ganado premios como el de la Nueva Crítica (por Cuando 900 mil Mach aprox), el Fernando Quiñones (por Fuga en espejo), el Villa de Madrid (por No se hable más) y el Juan March Cencillo (por Picudo rojo). Otras novelas muy celebradas suyas son Mar desterrado, Abril Blues, Botas de cuero español y Lobo viejo. Ha publicado ensayo y numerosos artículos en diarios y revistas. Traductor prestigioso, ganó el Premio Nacional de Traducción en 2014. Destacan sus versiones de Kerouac, Burroughs, Gertrude Stein, Faulkner, Scott Fitzgerald, Malcolm Lowry, Baudelaire, Easton Ellis, entre otras muchas. Silencio tras el telón del sueño constituye una de las cumbres de su narrativa. Foto: El Comercio

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