Los años ochenta son sinónimo de apertura, de libertad, como seguro que algunos de ustedes pudieron comprobar en primera persona. A Ángel González, el maravilloso poeta asturiano, le escuché contar una anécdota que me parece muy adecuada para abrir hoy estas Romanzas. Velintonia, la casa de don Vicente Aleixandre, era por aquel entonces el corazón lírico de España. Por allí pasaban todos los grandes: desde el grupo poético catalán que gravitaba en torno a Barral, hasta los andaluces de la Generación del 50, pasando por el propio González, norteño como ya se ha dicho. Toda la geografía española en un único punto. Muerto ya el dictador, contaba don Ángel cómo a estos artistas les costaba romper con la dictadura en las tertulias: seguían vigilando a los recién llegados como si fueran espías, seguían hablando francés por si algún soplón escuchaba, etc. Sin embargo, un día a finales de los setenta apareció por Velintonia un joven perteneciente a los Novísimos —no recuerdo cuál de ellos, espero sepan perdonarme—. Lo primero que hizo aquel poeta de la nueva generación fue ciscarse en el generalísimo, sin vigilar el volumen de sus gritos. Ángel González afirmaba, con la gracia que le caracteriza, que ese día por fin enterraron a Franco.
A finales de los ochenta, Hombres G se subía a los escenarios con un pelotazo que rompía por todas partes: Sufre, mamón, devuélveme a mi chica, etc. —es imposible escribir sin cantar el estribillo completo—. La canción es hija de su tiempo, habla libremente con la jerga que una parte de la sociedad esgrimía, con la misma falta de tabúes que aquel poeta novísimo exhibía cuando se cagó en el dictador diez años antes. A nadie le importaba entonces quién se ofendía, porque la libertad era tal que hasta el hecho de no ofenderse era un acto reivindicativo. Sin embargo, treinta años más tarde el mundo es otro. El otro día, en Pasapalabra, Ana Morgade se quejaba de que la canción utilizaba el término «maricón» de manera despectiva y de que la letra cosificaba a la mujer. No tardaron en salir a la palestra los colectivos ofendidos, y a su vez colectivos ofendidos por los ofendidos, en una especie de bucle guerracivilista que, ciertamente, dista mucho de aquel ambiente ochentero.
Creo firmemente que la concordia que maceró aquellos años está cimentada no sólo sobre la capacidad del español para sentirse libre, también sobre la capacidad para vivir la libertad del contrario. Sin embargo, la aparición de esta fiebre identitaria que nos aturde lo ha cambiado todo. Ahora el españolito siente que debe formar parte de una tribu, me da igual sin nacionalista catalán, activista transinclusivo o seguidor del Real Betis Balompié. Este taifismo social ha conseguido que miremos hacia el reino de enfrente con recelo. Es exactamente lo contrario: ya no se percibe la libertad del otro, los límites de la moral ocultan todo a nuestro alrededor. Por eso cualquier canción de los ochenta sería hoy censurada: estaban pensadas para la gente, no para la tribu. Yo sólo puedo pedirle al mamón que siga sufriendo. Y al que se ofenda, le dedico aquella frase de uno que tuvo mucho que ver con el año 84, aunque no llegara a pisarlo: la libertad es el derecho de decirle a la gente lo que no quiere oír.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: