Lo que dicen las palabras
Nadie sabe exactamente qué le ocurrió a Nietzsche en la mañana de aquel 3 de enero de 1889. Suele contarse que paseaba por la Piazza Carlo Alberto de Turín cuando observó cómo un cochero maltrataba a su caballo y, de inmediato, se lanzó hacia el animal para rodearle el cuello con sus brazos en un abrazo desesperado e intentar protegerlo así del ataque de su dueño. Luego se desvaneció y, cuando recuperó la consciencia, ésta se encontraba ya aquejada por el delirio que lo acompañaría durante los once años largos que transcurrirían hasta su fallecimiento, en Weimar, el 25 de agosto de 1900. Fue como si, al adentrarse en los territorios de la locura, su biografía se anticipara a las controversias póstumas que iba a levantar su legado, que se mostraría lo suficientemente dúctil como para justificar postulados diametralmente opuestos. Los escritos de Nietzsche ampararon las tesis que desde la izquierda trataban de impulsar el avance de Alemania en la última década del siglo XIX, pero varios lustros más tarde, cuando la Primera Guerra Mundial extendió el caos por el continente, sostuvieron los discursos que desde la derecha defendían un militarismo implacable. Antes, durante el caso Dreyfus, se acusó de nietzscheanos a los judíos y a los intelectuales que defendían al aludido sin sospechar que algunos años después los nazis iban a encontrar en el autor de Así habló Zaratustra la coartada intelectual para sus atropellos. No resulta muy extraño si se tiene en cuenta que su hermana Elisabeth se había encargado de tergiversar sus ideas para usarlas como aval del antisemitismo que comenzó a profesar su marido Bernhard —el mismo que intentó crear en Paraguay un asentamiento ario que resultó un fracaso, pero que aún constituye un pintoresco exotismo en esas latitudes sudamericanas—, aunque tampoco es el de Nietzsche el único caso de un autor cuyo legado se aprovecha para causas divergentes a partir de una lectura entre líneas. Juan Cueto habló alguna vez de los progresemas y regresemas que adecúan los textos a una u otra ideología dependiendo de las necesidades, y hasta los autores menos sospechosos de maniqueísmos han visto sometida su memoria a los caprichos del mandamás de turno, si es que lo había. Por mucho que las palabras se fijen y perduren, nunca están libres de manipulación ni se puede asegurar que digan siempre lo que quien las dejó escritas quiso que dijeran. El franquismo redujo la obra de Machado a su vertiente más folclórica y procuró desproveerla de sus matices, hasta el punto de que un poema como «La saeta», escrito contra los rituales propios de la Semana Santa, se convirtió en el himno de una cofradía sevillana. Los manifiestos contra los judíos que perpetró Céline en el último tramo de su vida eran tan furibundos que nadie se los tomó en serio y terminaron causando el efecto contrario al que pretendían: al ser leídos en clave paródica, se entendieron como una crítica hilarante del antisemitismo y no como un alegato a favor del holocausto. El actual ajetreo dialéctico de las redes lleva a que un libro, un artículo, una opinión, un párrafo, se lean al gusto de cada cual, y nada importa que el autor aún viva y colee y explique cuál era su intención verdadera, porque cualquiera se sentirá capaz de refutarlo y hacerle ver que lo que quería decir, en realidad, era otra cosa. Nunca sabe uno qué va a decir un texto cuando lo deja suelto por las calles y queda a disposición de cualquier ojo que quiera recorrerlo, y ni siquiera puede asegurar quien lo escribió que él mismo vaya a estar conforme con su contenido cuando transcurra el tiempo y la experiencia modifique su opinión o su criterio y sean otros quienes le vengan a recordar —para reprochárselas, o para apoyarse en ellas— aquellas palabras viejas que para él se han convertido ya en papel mojado, pero que pueden ser arma arrojadiza o escudo defensivo si a alguien se le antoja usarlas como tal. «Toda convicción es una cárcel», escribió Nietzsche cuando acaso tuvo la premonición de que, una vez que él no estuviese, otros aprovecharían sus dudas para respaldar dogmas que de ningún modo habría admitido. Si esto fuese cierto, se puede comprender que su último arrebato de cordura consistiera en abrazar el cuello de un caballo.
Historia de un romance
Cuando hace unos días, en una antigua farmacia de Dublín, me tendieron irresponsablemente una guitarra y me preguntaron si conocía alguna canción de mi tierra, se me vino a la cabeza —quizá porque estábamos al lado de la casa de Oscar Wilde y mi cabeza asocia la memoria del autor a un profundo aroma carcelario— un viejo romance del que apenas sé gran cosa y cuya letra siempre me ha llamado la atención por enigmática. Se trata de una canción tradicional, pero no demasiado popular, en la que un hombre lamenta el desdén de la mujer a la que brinda sus amores y confiesa una estancia en prisión que se nos traslada entre brumas: no sabemos el motivo exacto que lo condujo hasta allí, ni el tiempo que pasó dentro, ni la razón de que sus custodios le permitieran quedarse con el pañuelo de esa mujer que lo rechazó y que, según intuimos, sigue viva y va teniendo noticia puntual de sus pesares. Indagar en su historia me resulta complicado, por no decir casi imposible. No aparece recogido en el libro de Torner y tampoco doy con referencias hasta que me encuentro con un foro de Internet, inactivo al parecer desde hace años, en el que se cuenta que el lugar al que hace referencia su título no es ninguna de las cinco polas o pueblas asturianas, como yo había presupuesto —lo he escuchado interpretado por músicos de la vertiente norte de la cordillera Cantábrica—, sino a la leonesa Pola de Gordón, por más que el autor de la entrada asevere que también se conocen versiones procedentes de Grajalejo, Comilas o el Valle del Acumuer, en la parte este de Aragón. Parece que la canción adquirió cierta fama en las campañas de la División Azul, donde la cantaban soldados oriundos de Asturias, Cantabria, León y Euskadi, y que a partir de la década de 1959 —y quizá como consecuencia de lo anterior, tal vez la llevaran hasta allí algunos combatientes que tras sobrevivir a la crudeza del frente ruso ya no regresaron a su tierra natal y optaron por abrirse camino en la capital— también comenzó a extenderse por Madrid. No sé qué razones llevan al anónimo erudito a fechar su melodía en el siglo XX y la letra en el XIX, ni estoy de acuerdo con el breve análisis que hace de su estructura literaria —«deja para el final lo importante», dice, como si lo importante no fuese la composición al completo, tan breve como delicada, sus merodeos circulares en torno a ese gran enigma que la vertebra y nunca se desvela—, y desde luego ignoraba las variantes territoriales que otros comentaristas incorporan en sus respuestas —una de ellas más zafia y nada misteriosa, mucho menos sugerente que la versión canónica— y que me dan a suponer que quizá la canción no sea tan «de mi tierra» como yo mismo pensaba y dije al simpático anciano irlandés que me ofreció su guitarra tras cantarme una canción en gaélico cuya letra, evidentemente, no entendí, pero que tal vez contase algo parecido a lo que relataba la mía, porque la única gran lección que cabe sacar de esta historia es que, por mucho que cambien los espacios y las épocas, nosotros, los humanos, siempre somos los mismos.
Muerte de un escritor
Me cae en el atardecer la noticia de la muerte de Raúl Guerra Garrido, un autor al que no frecuenté mucho pero del que guardo un grato recuerdo a causa de dos títulos, Lectura insólita de «El Capital» y Quien sueña novela, cuya lectura me impresionó, por razones diferentes, en dos momentos muy distintos de mi vida. Recuerdo que lo conocí personalmente hace algunos años y que por alguna parte de mi biblioteca debe de andar el ejemplar de La Gran Vía es Nueva York que me dedicó entonces. No volvimos a vernos ni tuvimos relación ninguna, pero de vez en cuando me llegaban noticias suyas a través de amigos comunes que, con mayor o menor asiduidad, lo frecuentaban. Se referían a él como un hombre educado, cabal, lúcido, bienhumorado, y mencionaban siempre el placer que emanaba de las conversaciones compartidas al filo de las sobremesas. Su nombre forma parte de la historia reciente de nuestra literatura. La constancia de su ausencia es un frío añadido al que marcan los termómetros en esta repentina glaciación con que el año que termina presagia su final.
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