Cuando Siddhartha ruega a Vasudeva, el barquero, que le permita ser su aprendiz y quedarse con él a la vera del río, se abre la última etapa de un aprendizaje que culminará en la perfección. “Has elegido una vida muy bella”, le dice al barquero. “Debe de ser muy hermoso vivir junto a estas aguas y deslizarse por su superficie”.
Si Hermann Hesse (1877-1962) retrata a los personajes de su ficción de tal forma que se acercan al lector para nutrirse de sus propias inquietudes, en Siddhartha (Alemania, 1922; Estados Unidos 1951) es el lector quien debe caminar de la mano del protagonista por el devenir de su existencia. Y es un camino rico en desengaños y despertares en el que nunca hay un momento vacío ni un sentimiento de mezquindad. Acompañamos a Siddhartha cuando abandona el hogar junto a su amigo Govinda con el deseo de unirse a los samanas, monjes ascetas errantes, con la única ambición de adquirir conocimiento. Al partir ya sabe mucho, pues domina la meditación, practicada en el hogar de su padre el brahmán; pero con los samanas llegará a saber cómo pensar, cómo ayunar y cómo esperar. Le muestran el arte de la ensimismación para abrirle el conocimiento de la reencarnación y de la conciencia de las cosas que pertenecen al mundo.
Los parajes hollados por Siddhartha y Govinda se distancian de toda referencia moderna. La narración transcurre en una región alejada en el tiempo, probablemente en una India paralela de la que el autor recoge algunos topónimos para facilitarnos la localización, como el monasterio Jetavana, lugar de predicación de Gautama buda. Y en sus jardines es donde Siddhartha, convertido en samana, habla con el majestuoso y le expone por qué rechaza su doctrina. Siddhartha le reconoce “por el sosiego de su figura, en la que no había búsqueda, ni voluntad, ni imitación, ni esfuerzo, solo luz y paz”. Escoge un camino en solitario, alejado de cualquier maestro y de cualquier dogma. Sabe que las enseñanzas del buda son perfectas, pero se basan en palabras, en construcciones verbales levantadas sobre estructuras perfectas dotadas de significados perfectos por medio de los cuales enseña el mundo. Siddhartha desea el alejamiento de toda ordenación y por ello se despide de Govinda, que decide convertirse en discípulo del majestuoso, para irse del jardín de Jetavana en solitario.
Es un punto de inflexión para Siddhartha el haber rechazado al buda. Más adelante en su vida, cuando haya aprendido a escuchar el río, verificará su acierto al haber seguido su propio camino, pues ahora se da cuenta de que nada sabe de su persona, ya que siempre ha sido instruido por sus maestros. “Quiero aprender de mí mismo, deseo ser mi discípulo, conocerme, adentrarme en el misterio de Siddhartha”. Con esta reflexión, ese despertar en su conciencia, se inicia una de las etapas más importantes de su vida en la que deja atrás todos los contenidos y se adentra en el frugal mundo de los significantes. La manifestación de todo lo que se expresa, más de lo que se representa, queda insinuado en su afán por rodearse de personas, un impulso inconsciente que le guiará hasta la gran ciudad, lugar que el joven samana desconoce por completo.
Y a la entrada de la ciudad, junto a un pequeño vergel, posando en una litera, Siddhartha conoce a la bella Kamala. Será esa mujer quien prive al samana de la necesidad de contenido. “¿No te basta con Siddhartha tal como está, con aceite en el cabello, pero sin vestidos, ni zapatos, ni dinero?”, le pregunta cuando la cortesana se muestra reacia a ofrecerle sus enseñanzas. Para Kamala no es suficiente: debe presentarse ante ella con finos ropajes y bellos regalos. Solo así le instruirá en los secretos del amor, en los misterios del placer. En la mente de Siddhartha, ajena a todo concepto de posesión material, sus peticiones le resultan meras trivialidades, aunque necesarias. Y así se adentra en una vana convivencia con los humanos. Al principio los escucha en silencio; luego, se mezcla en sus vidas, en sus negocios y en sus rutinas, aprendiendo de unas conductas con las que cada vez de siente más identificado. Siddhartha, antes el profundo samana, es ahora un hombre lleno de juventud con ganas de probar todo lo que el mundo tiene para ofrecerle. Se hace rico, conoce el amor, el éxito, el juego, la diversión; mas cada mañana se despierta sintiéndose ridículo, cansado y vacío. Lentamente comprende cómo la muerte se funde con la vida y así, en un inacabable devenir de pérdida y renacimiento, van transcurriendo los años para Siddhartha.
No es un febril despertar de la conciencia lo que obliga a Siddhartha a abandonar todos sus bienes y comodidades materiales, a romper con su forma de vida dedicada al juego y al placer, sino más bien el súbito percatarse del bucle infinito en el que se halla inmerso. Es el ciclo que jamás concluye; un ciclo que, a pesar de formar parte del equilibrio del universo, constituye un veneno para el alma humana: el samsara, que se erige como el mayor infierno que Siddhartha haya conocido nunca. Él lo sabe y rompe el ciclo gracias al conocimiento que permanecía enterrado en su conciencia y que renace al meditar durante la noche bajo un árbol del jardín. Hasta ahora, la vida de Siddhartha se ha manifestado como un estado semiológico que trenzaba el significado con el significante, formando respectivamente una equivalencia entre la primera existencia como samana y una segunda existencia, totalmente mundana, junto a Kamala y los seres humanos. El samsara como alegoría del significante se traduce en la ignorancia suprema del yo, algo realmente mortal para el avance personal de Siddhartha. Pues en el mundo de los significantes todo es hueco y efímero, dispersándose en la nada como se dispersa la palabra hablada en el aire.
Para Siddhartha se ha cerrado un sistema completo de significación al oponerse binariamente el significado con el significante. Ha sido samana y ha interiorizado su conocimiento; ha sido un hombre frívolo y hedonista, y ha aprendido lo que no ha de aprender nunca más. Tales conceptos deberían convertirle en un hombre aceptado por la sociedad en la que vive. Pero seguir esa senda equivaldría a no abandonar jamás el samsara. Por eso, Siddhartha experimenta una muerte interior en la ribera de un río donde está a punto de hundirse para olvidarse de sí mismo y expiar su fracaso como individuo. Y allí, paradójicamente, siente de nuevo que la vida entra en su corazón con “sus ondas cristalinas, con dibujos llenos de misterio”. El río le ha llamado. “Jamás un agua le había gustado tanto, jamás había percibido la voz y el ejemplo de la corriente con tanta fuerza. Le parecía que ese río poseía algo especial, algo que aún desconocía, pero que le esperaba”. Siddhartha destruye sus centros de significado y se reinventa a sí mismo.
La placidez de la prosa de Hesse enfatiza su poder en las descripciones de esas aguas, escogiendo los adjetivos de un campo semántico que bebe de las emociones, y en los diálogos con Vasudeva, el barquero, en los que nunca median palabras vacías. Siddhartha necesita aprender del fluir de las aguas y con humildad solicita a Vasudeva que le enseñe a bogar por el río de una a otra orilla. Y así como la corriente discurre frente a su choza, así transcurre el tiempo sobre la piel y la mente de ambos hombres, cada vez más ancianos. Pues lo que Siddhartha deseaba aprender del río es un largo proceso cuyo objetivo no se atañe a menos que esté revestido de una templanza interior inquebrantable; Siddhartha, simplemente, deseaba aprender a escuchar.
Son muchos los viajeros y peregrinos que necesitan cruzar el río y para ello requieren los servicios de ambos barqueros. Con cada trayecto de una ribera a otra va desapareciendo, con atroz lentitud, el total asociativo de significado y significante que había mellado el alma de Siddhartha en su vida previa. Las orillas simbolizan los dos términos, el estado de interiorización y el estado de los sentidos, respectivamente, y a medida que la barca toca una y otra ribera se va formando en Siddhartha la última posibilidad que resta al binomio: el estado deconstructivo que huye de todo centro, de toda jerarquía. A medida que aprende del río, Siddhartha va reinventándose a sí mismo y, poco a poco, va deconstruyendo su propio interior. Si hasta el momento de iniciar su vida como barquero toda su existencia se había conducido de tal forma que estuviera marcada por hitos estructurales, por momentos definidos que fijaban su línea vital, su final queda establecido por una ausencia completa de interpretaciones, por una inversión del orden, por un vacío de lo significativo. Siddhartha logra rozar la perfección cuando aprende de la polifonía de la corriente, de las mil voces del río que le enseñan que todo es omnipresente, que todo existe a la vez. Pero el río “sobre todo le enseñó a escuchar, a atender con el corazón tranquilo, con el alma serena y abierta, sin pasión, sin deseo, sin juicio ni opinión”. Y una vez que ha aprendido, solo media un final posible para la historia de Siddhartha. Y ese final es una vacuidad completa del tiempo y del espacio esculpida en una cálida sonrisa.
Mucho hay de didáctico en Siddhartha, pero su enseñanza no puede ser aprendida. No es una idea paradójica, sin embargo. Tal como le dice en un momento a su amigo Govinda, “el saber es comunicable, pero la sabiduría no”. Empero sería muy interesante aplicar las enseñanzas que Siddhartha puede ofrecer a los trajines de la vida cotidiana.
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