En alguna ocasión, todos hemos oído a los de nuestro entorno el mensaje de estar haciéndonos mayores. Sin hostilidad, claro. Y están en lo cierto, es ley natural cumplir años. Aunque, en mi descarga, he de decir que, si bien uno no tiene ya el mismo ímpetu y nervio que cuando tenía veinte años, sí mantengo las mismas ganas y fuerzas con las que disfrutar de todo aquello que la vida aún me regala como aventura. Lo bueno de esto, al menos para mí, es que me permite ver con ecuanimidad y con una mirada, aún jovial, a todos los que, a mi alrededor, también van creciendo en edad. Tal vez porque la mirada con la que uno ha mirado casi todo nunca ha abandona los litorales de la infancia y la juventud. Y es en aquellos lugares donde uno se siente fuerte y eternamente nuevo. Como si quienes cumplieran años fuesen los otros y no el que observa. Pero, aun así, todo ahora sigue con esa bonita nostalgia definida en aquella frase de Joseph Conrad en Juventud, y que, en cierto sentido, encierra con belleza la inexperiencia de la vida: “Recuerdo mi juventud y aquel sentimiento que nunca más volverá. El sentimiento de que yo podía durar más que todo, más que el mar, más que la tierra, más que todos los hombres”.
A lo largo de nuestra vida vamos almacenando tantas cosas casi como hechos que, por su propia durabilidad, resultan innecesarias de mantener, dada su obsolescencia. Siempre hay un instante donde las palabras «por si acaso no lo tiro» funcionan. Otras, en cambio, es la voz de un tercero la que impele la advertencia de que esto o lo otro «no me lo tires, que es para guardar» (aunque sepas que jamás se usará o se reutilizará por quien te pide que lo guardes, o incluso por aquellas personas a quienes pudiera estar reservado). Pero más tarde, a sabiendas de que todo estaba predestinado, decides deshacerte de muchas de ellas, siendo consciente de que su utilidad está muy lejos de alcanzar dignidad. No sólo cuando vives en familia pasan estas cosas. Cada uno establece su escala de valores con cada cosa que ha de mantener o velar por que perdure. A veces hay recuerdos que carecen de un valor sentimental y que en la mayoría de las ocasiones trasciende a lo material. Por ejemplo, yo tengo claro que jamás me desharía de mi biblioteca, y menos tirarla a la basura. Otros, sin embargo, no establecen esa escala de valores, y así, en ese acto inicuo, están dispuestos a arrojar al contenedor del papel o a un cubo de basura sus libros, o los de otros. Los libros, como el arte, nunca caducan. Carecen de obsolescencia, sirven de guardianes a quien los ama, y escoltarán a su dueño hasta el final de su vida o hasta que el pasto de las llamas consuma sus últimas palabras.
Y dependiendo del grado de lucidez o de sentimiento, casi siempre yuxtapuestos, uno ha de hacer un alto en el camino. De ahí que hace poco me dispusiera a limpiar un pequeño trastero y acudiese, como en otras ocasiones, al punto limpio de donde vivo. Siempre me pareció una buena medida la de habituarnos a reciclar, y por eso suelo ir a tirar esos trastos inservibles de los que hablo: esa plancha fundida de hace más de siete años que jamás usaré ni nadie arreglará; el aspirador que, echando humo negro, dio su último respiro diciendo adiós a esta vida; esas viejas sillas de cocina fabricadas en el año en que se inventó la tos y en las que ya nadie se sentará a riesgo de caerse al suelo, etc. En fin, una serie de artilugios y cachivaches que, entre cartones, plásticos, vidrios y madera, tuvieron su triste destino en el almacén de la oscuridad. Cosas, algunas, que ya no recordabas que estuviesen allí porque nunca las echaste en falta después de que desaparecieran de tu vista, todo aquello que ya no contemplas como antes, ni tan siquiera tocas de vez en cuando. En definitiva, que ya no utilizas ni usarás, porque no te sirven para nada.
Es cierto que casi nadie repara en el olvido que algunos objetos reciben. La vida parece mucho más efímera de esa manera. Lo cierto es que yo jamás tiraría, como he dicho, mis libros, o los de otros. Antes de cometer dicho sacrilegio los donaría a una buena causa. No me desharía con indignidad de aquello que me ha ayudado a sobrevivir, que me ha acompañado durante este largo noviciado, en los buenos y en los malos momentos. Objetos sagrados, los leídos y sin leer que morirán conmigo hasta el final de la última batalla. Dicho lo cual, es lo que me pasó en la zona del punto limpio donde se deposita el cartón y similares. Allí, en la máquina que lo engulle todo, me encontré con una pareja que estaba vaciando varias cajas de libros y que iban a ser pasto de la destrucción. A pesar de haber habilitado un espacio nuevo al que llaman “segunda oportunidad” y donde dejar aquellas cosas que a otros les pueden servir (léase los libros), sigue habiendo desaprensivos que van a la suya y, como con casi todo, tiran lo que jamás merecieron tener. Conozco desde hace años a uno de los tipos que lleva el punto limpio. Benjamín, así se llama, es un tipo cordial y afable. Casi siempre nos echamos alguna conversación y risas para arreglar este mundo. Es un tipo fuerte, tostado por el sol y la faena. Al ver a la pareja tirando los libros, les advirtió para que no lo hiciesen. «Si no los quieren, no los tiren, por favor», dijo. Disciplinadamente y con cara de pánfilos, dejaron las cajas en el suelo. Benjamín paró la prensa del contenedor (se lo huele cada vez que ve a alguien con cajas en los brazos y con el portón abierto de sus fantásticos coches), y se tiró a recoger los libros que habían caído. Las piernas y los brazos lo son todo —pensé—. Acto seguido, después de haber salvado de la hoguera unos cuantos libros, me dice que, a veces, la gente tira las cajas enteras y se olvida de mirar lo que hay dentro. Puede ser, le digo, pero antes de echarlas al contenedor hay que cogerlas, y pesan, Benjamín, con lo que… una miradita no estaría de más, ¿no crees? «En este pueblo hay mucho despistado», me dice. Y mucho gili, le digo yo. Nos miramos y sonreímos. Hablamos un rato sobre lo que le gusta leer y de los libros de mi pequeña biblioteca. De la magia que surgió el día en que nuestros padres y profesores nos enseñaron a leer y que, desde entonces, la vida es mucho más rica y cobra mayor sentido. Los libros no merecen un destino tan cruel. Me cuenta que cuando detecta que hay libros los retira para un amigo suyo que tiene una oenegé en Salamanca. Qué suerte tienen los salmantinos. Al rato de ayudarle con los libros que ha sacado, me dice: «Si quieres llevarte alguno, coge los que quieras. Tuyos son». Mi sorpresa recae al reencontrarme con un viejo amigo, El Capitán Alatriste. No doy crédito. Le acompañan en el descrédito y la infamia La cartuja de Parma, de Stendhal, y El coronel Chabert, de Balzac. Éstas y otras joyas, camino del contenedor. Hay que joderse, dónde vamos a ir a parar —digo—. Deshacerte de tus libros, en cualquier momento y estación del año, es alta traición —pienso—. Mientras levanto la mano con los tres libros para avisar a Benjamín de lo que me llevo, pienso en que todos los héroes mueren varias veces. Por la faena que tiene no me presta mucha atención, y aunque sigue a lo suyo, su mano y una sonrisa me dicen que sin problema. Me despido con un «adiós, cuídate», mientras él, agachado, sigue guardando libros en cajas para dejárselos a su amigo el de la oenegé.
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