Joan Margarit me lo dejó por escrito: debes leer a Sharon Olds. Él no sabía entonces que me guardé cada una de sus palabras en el bolsillo como una suerte de amuleto, como la moneda que se encuentra el niño y aprieta fuerte entre los dedos para protegerla. Eso son para mí las palabras de mis poetas: un talismán, la mejor de las herencias.
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Leerla es leer a una mujer libre, comprobar de primera mano cómo sería una mujer despojada de las imposiciones, recuperada de la ceguera que provoca una educación machista, lejos ya de una sociedad opresora. Eso, sin duda, puede resultar extrañamente incómodo porque pocas veces las mujeres nos enfrentamos a un espejo limpio de suciedades, pero la poesía de Olds es futuro y acierto.
Existe en sus palabras una atracción que hace que no puedas dejar de leerla. Estoy segura de que habrá quien la lea con culpa o incluso con cierto rubor. Habrá quien considere ilícita su manera de hablar del sexo, de los cuerpos y de la toxicidad de la relación padre-hija. Habrá quien encuentre en ella verdades que molestan y una realidad convertida en inconveniente. Pero yo, al leerla, aprendo, crezco, me libero. Como escritora, contemplo la maravillosa sensación de leer a una poeta que escribe sin ataduras. Como lectora, descubro una poesía distinta en la que no hay espacio para lo políticamente correcto, solo para la verdad de la autora. Y como mujer, me cobijo, progreso y me empodero en sus poemas con una libertad que ya no sale de este cuerpo.
Leer a Sharon Olds es un deber. No lo digo solo yo, también lo dijo Joan. Cada uno desde su sitio, desde su experiencia, desde su palabra. Olds es un deber para todos y todas.
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