Las lápidas se suceden hasta donde alcanza la vista y se recortan sobre un mar en calma. Un velero navega al fondo y se esconde tras las cruces de piedra. A ambos lados del camino se agolpan esculturas suntuosas, panteones familiares y lápidas deformadas por la desidia. Sobre algún que otro mármol, pequeñas piedras han sido alineadas formando figuras, símbolos de posible significado para quien yace bajo tierra, indescifrables para el forastero. La ladera baja hasta la carretera que rodea la costa y la pendiente ofrece a cada lápida una impagable vista. Caminamos entre tumbas, respetando el silencio del lugar y apreciando su singular belleza, en busca de la inspiración que llevó a Paul Valéry a escribir su más célebre poema.
El cementerio marino es uno de los lugares más emblemáticos de Sète. Esta ciudad de pescadores del sur de Francia, cerca de Montpellier, conserva el encanto de los lugares en donde el tiempo discurre de otra manera. Tal vez su singular ubicación guarde parte de su secreto: la población ocupa el monte de Saint-Clair, se extiende a lo largo del brazo de tierra que delimita el étang de Thau y es surcada por varios canales que le dan el nombre de “Venecia del Languedoc”. Lejos del turismo masificado de La Grande-Motte o de los veraneantes VIP de la Côte d’Azur, Sète propone una variada oferta cultural. Si bien en verano abundan los festivales de música, para todos los gustos, no hay que olvidar las exposiciones de pintura, una muestra de fotografía documental o las jornadas “Paul Valéry”, que reflexionan sobre la obra del más célebre vecino de Sète, con permiso de Georges Brassens, cantautor francés cuyas canciones (muchas de ellas interpretadas en español por Paco Ibáñez) están grabadas a fuego en el imaginario galo.
Faro de esta efervescente actividad cultural, el museo Paul Valéry se encuentra en la parte alta del monte de Saint-Clair, dominando el cementerio marino. Pero no nos dejemos engañar por su nombre, pues no se trata de una institución dedicada exclusivamente al poeta. La colección permanente acoge obras de pintura (sobre todo del siglo XIX) y escultura, destacando aquellas de artistas locales (la ciudad cuenta con dos escuelas de pintura surgidas en el sigo XX) y una sección de tradiciones populares. Además, un generoso espacio recibe exposiciones temporales de gran calidad y, por supuesto, una sala está dedicada a Paul Valéry.
En las vitrinas, además de manuscritos del escritor, se exponen numerosos dibujos, que muestran una faceta desconocida de su obra, y objetos que le acompañaron durante su vida. Mención especial merece el primer manuscrito de El cementerio marino (facsímil, pues el original solo se expone cada tres años). Junto a los versos escritos con pluma sobre un papel cuadriculado encontramos indicaciones a lápiz, palabras tachadas y opciones entre las que su autor tuvo que elegir. Aunque algunas indicaciones son indescifrables, no puedo evitar pensar en ese íntimo momento de creación. El poeta frente a su obra desnuda, intentando vestirla, no solo a su gusto, sino de manera que el conjunto obtenga el equilibrio que lo convierta en un texto intemporal. El poeta frente a sus dudas, que dan forma a la angustia de quien no sabe si ha dado con la fórmula que transmita sus reflexiones de la manera deseada. El poeta frente al escrito que le dará la inmortalidad. Y en este mundo en donde el uso de ordenadores elimina todo rastro de ese proceso, en donde borramos, cortamos y pegamos sin dejar rastro, me pregunto si tengo derecho a asistir al espectáculo de lo que fue y nunca será, de cuanto no pasó la criba de la eternidad. Me pregunto si al autor le hubiera gustado que incontables ojos fueran testigos de su proceso creativo, de la forma en que se materializaron sus más profundos pensamientos sobre la muerte. Me pregunto si se avergonzaría de sus primeros titubeos.
Frente a la vitrina que protege las hojas de papel se halla una estrecha y larga ventana cuya horizontalidad divide en dos partes la fachada de la sala. No me cuesta imaginar que el arquitecto construyó todo el edificio alrededor de esa ventana, estratégicamente situada a la altura de los ojos, enmarcando el paisaje que los versos de Paul Valéry transformaron a la medida de su imaginación. Al otro lado del rectángulo, las cruces de piedra y los tejados de los panteones se recortan sobre el mar. Y yo, dando la espalda a la profanada intimidad del manuscrito y frente al eterno silencio de las tumbas, en donde el mismo Valéry está enterrado, me dejo llevar por la lectura e intento sentir el magnetismo que hay entre ambos. Como toda fuerza invisible que no se puede explicar con palabras. ¡Se levanta el viento!… ¡Tratemos de vivir!
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