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Sesenta y seis metros, de Manel Loureiro - Zenda
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Sesenta y seis metros, de Manel Loureiro

Manel Loureiro (Pontevedra, 1975) es uno de esos buenos tipos que te caen bien al instante. Pero su cara de buen tipo y sus ademanes de buen tipo no deben confundirte. En el interior de este nervudo pontevedrés se esconde uno de esos hijos de puta mediterráneos que haría palidecer de envidia el hijoputismo más...

Manel Loureiro (Pontevedra, 1975) es uno de esos buenos tipos que te caen bien al instante. Pero su cara de buen tipo y sus ademanes de buen tipo no deben confundirte. En el interior de este nervudo pontevedrés se esconde uno de esos hijos de puta mediterráneos que haría palidecer de envidia el hijoputismo más acendrado de sicilianos y cartagineses.

Manel tiene un talento sobrecogedor. De ello da buena cuenta que ha logrado vender millones de libros en todo el mundo, incluyendo el difícil mercado norteamericano, donde sus novelas han alcanzado lo más alto de las listas mundiales. Para este libro, y dado que somos íntimos amigos, le supliqué que nos llevara de nuevo a su universo de zombies. Este es su primer relato de muertos vivientes en muchos años. Si por mí fuera, le ataría a la pata de una mesa y le obligaría a rellenar página tras página como estas. Dado que su mujer e hijos me lo impiden, tendremos que conformarnos con esta pequeña joya. (Juan Gómez-Jurado)

Por décima vez en lo que iba de mañana, repasó de nuevo el camino. Veinte metros hasta el primer coche, otros catorce metros hasta llegar a la furgoneta y por último, lo más complicado, treinta y dos metros totalmente despejados hasta la verja. Sesenta y seis metros, en total.

Sesenta y seis. Qué poco era. Qué fácil parecía. Y sin embargo, nadie lo había logrado. Ni papá, ni el tío Carlos. Y por eso estaban allí.

Atrapados.

Bárbara recordó el día que habían llegado a aquel lugar, dos semanas atrás. Papá, su hermano Arturo y ella misma. No había sido un camino fácil.

En el caos de la caída de las comunicaciones, que tuvo lugar casi al principio de todo, habían perdido el contacto con mamá, a la que el colapso había atrapado en algún lugar cerca del trabajo. No habían vuelto a tener noticias de ella desde entonces.

Habían pasado los dos primeros días encerrados en casa, con papá pegado a la televisión y llamando cada diez minutos al teléfono de mamá, aunque las líneas estaban muertas. Papá había procurado que Arturo y ella estuviesen entretenidos y ajenos a todo lo que pasaba, aunque solo lo había logrado a medias.

A sus cinco años, Arturo se había comportado como cualquier niño de esa edad, entretenido con sus Legos y comiendo todas las golosinas guardadas desde Navidad, hasta que le había dado dolor de tripa. Todas las noches, a la hora de acostarse, preguntaba por su madre y todas las noches papá le respondía lo mismo: «Está ocupada, pero llegará pronto». Cada vez que decía esa frase, mientras les arropaba, su boca esbozaba una sonrisa tranquilizadora, pero sus ojos, rodeados de arrugas cada vez más profundas, no reían. Aun así, Arturo se lo creía y dormía, feliz como un cachorrito gordo y patoso, agarrado a su muñeco de Iron Man.

Pero con ella era distinto. Bárbara ya tenía trece años y aunque no era una adulta, tenía la edad suficiente como para descubrir las finas hebras de la mentira escondidas detrás de las palabras de consuelo de su padre. De alguna manera, ya se había hecho a la idea de que mamá no iba a volver. Aquello debería haberla roto por dentro, pero de una forma que no era capaz de explicar, se las había apañado para encapsular aquel dolor en algún lugar recóndito de su corazón, como una bolsa de regalo envenenada que en algún momento, tarde o temprano, tendría que abrir.

Pero todavía no.

Cuando Arturo dormía, ella se deslizaba sigilosamente por el pasillo hasta la puerta del salón. Allí, oculta detrás de un ficus, veía la figura de su padre, recortada a oscuras frente al brillo fantasmal de la televisión, con el teléfono en una mano y un vaso en la otra. Apenas quedaban canales en emisión y los pocos que aún estaban en el aire reproducían las mismas noticias, una y otra vez. Un patrón desquiciante se repetía por todo el mundo. De alguna manera, los muertos no estaban muertos. O, mejor dicho, aquellos que morían volvían a un estado parecido a la vida al cabo de unos minutos, transformados en algo que recordaba a un humano, pero que ya no lo era. Y lo peor de todo es que aquellos No Muertos, como ya les llamaban, estaban poseídos por una rabia incontrolable, que les impulsaba a atacar a cualquier persona que se cruzase en su camino.

Sonaba tan absurdo que parecía sacado de una mala película, pero el mundo se derrumbaba.

Era un hecho.

Y lo más grave era que nadie parecía tener un plan.

Bárbara sentía la necesidad de abrazar a su padre, decirle que todo saldría bien y que mamá volvería en cualquier momento, pero no se atrevía a hacerlo. Primero, porque sabía que era mentira. Y segundo, y más importante, porque ella solo era una niña. Lo más arriesgado que había hecho en su vida era abrir una cuenta de Tik-Tok sin que se enterase papá y cada vez que él se acercaba a su móvil se le aceleraba el corazón.

Aquel era un asunto para los mayores, se repetía. Que lo arreglen ellos.

Dos días después, se fue la luz. De golpe se quedaron sin televisión, sin calefacción y sin poder cocinar. La cara de Arturo, perplejo ante unos interruptores que no hacían nada, habría resultado cómica en cualquier otra situación. Por las tardes, cuando la luz exterior se extinguía, se acurrucaba con él debajo de un montón de mantas y le entretenía contándole todos los cuentos que podía recordar. Por una vez, su hermano había decidido portarse bien y no transformar cada pequeña lucha en un drama de pucheros y berrinches. Hasta él podía percibir, de alguna manera, que las cosas estaban mal.

Al día siguiente, se quedaron sin agua. Bárbara estaba a punto de meterse en la ducha cuando el chorro de agua perdió presión poco a poco, como si alguien estuviese estrangulando la cañería, hasta convertirse en un goteo arrítmico que finalmente cesó.

Quedarse sin electricidad era un cosa, pero no tener agua era un problema totalmente distinto. Papá no dejaba de dar vueltas por casa, angustiado. Finalmente se puso el abrigo, los sentó en el salón y les hizo prometer que no se moverían de allí hasta que él volviese y que nunca, jamás, bajo ningún concepto, le abrirían la puerta a nadie. Asintieron muy serios y les dio un abrazo. Bárbara no se habría preocupado de no ser porque había visto cómo su padre, antes de salir, metía bajo el abrigo uno de los cuchillos de cocina más afilados que tenían.

Fueron las dos horas más largas de su vida. Arturo no paraba de quejarse y lloriquear y ella no tenía ganas de aguantarlo. A través de la ventana solo se podía ver las calles desiertas complejo residencial en el que vivían. No había ni un alma a la vista y la mayor parte de las viviendas estaban a oscuras, aunque aquí y allá se adivinaban figuras agazapadas tras las ventanas, todos igual de encogidos por el miedo. A lo lejos, sobre el centro de la ciudad, se elevaban varias columnas de humo y al cabo de un rato oyó una serie de explosiones sordas.

Cuando papá volvió, estaba pálido como una vela. Ya no llevaba puesto el abrigo y una de las mangas de su jersey estaba desgarrada y sucia, como si se hubiese tenido que arrastrar por el suelo. Temblaba tanto que la primera copa de whisky se le derramó casi entera sobre la alfombra persa que tanto le gustaba a mamá.

«Nos vamos» fue todo lo que dijo, demudado. Metió en una maleta varios puñados de ropa arrugada, un montón de papeles que ya no valían para nada y la última botella que le quedaba. Arturo no paraba de llorar, asustado, y papá estaba tan alterado que solo contestaba a sus preguntas con murmullos ausentes. Bárbara jamás lo había visto tan fuera de sí.

Salieron en coche al cabo de media hora. Cuando las ruedas tocaron la calle, pudo ver que no eran los únicos que habían tomado la misma decisión. Docenas de vecinos subían a sus vehículos en medio de una sensación de urgencia palpable en el aire. Dos hombres se peleaban a puñetazos al lado de una furgoneta cargada hasta los topes, junto a una mujer que lloraba de forma histérica abrazada a un bebé. Alguien gritaba «¡ya vienen!» una y otra vez, con la voz rota, como si hubiese perdido el juicio. El caos estaba a punto de desatarse.

Circularon por la carretera durante un buen rato hasta que tropezaron con el primer atasco de docenas de coches abandonados en medio de la calzada, detenidos a saber por qué. Papá soltó un juramento y tuvieron que deshacer parte del camino hasta un desvío. Por allí pudieron seguir durante unos cuantos kilómetros hasta que volvieron a tropezarse con otro corte de carretera, esta vez a causa de un camión volcado. Había manchas de sangre en la calzada, y casquillos de cobre relucientes que brillaban bajo los faros desde las cunetas.

Entonces papá tomó la primera de sus Tres Malas Decisiones. De un volantazo sacó al coche de la calzada y se internó en el campo lleno de maleza que bordeaba la carretera. Solo habían hecho cien metros cuando una de las ruedas se metió en una zanja tapada por los helechos. El coche hizo un «crac» seco cuando golpeó contra las rocas afiladas que brotaban por todas partes y se detuvo para siempre.

No hubo manera de volver a ponerlo en marcha. Papá apretó el acelerador, empujó, gritó y luchó, pero no existía forma humana de sacar el vehículo de allí sin una grúa. Finalmente descargó un puñetazo en el salpicadero, respiró hondo durante unos segundos y entonces se giró hacia ellos: «Ahora tendremos que caminar. Venga, será una aventura divertida».

Mentía, por supuesto. Bárbara no veía nada de emocionante en todo aquello. Divertido era ir con sus amigas al cine del centro comercial, ver una película y probarse ropa en Bershka, por ejemplo. Caminar en medio de la noche no era divertido. Pero, al fin y al cabo, tan solo era una niña asustada. Papá sabría lo que había que hacer.

Hacía frío, mucho frío. Arturo fue capaz de caminar por el arcén durante un kilómetro entero antes de empezar a gimotear. Al cabo de dos kilómetros, lloraba tan desconsolado que papá se lo cargó sobre los hombros. Un minuto más tarde estaba profundamente dormido, con la cabecita rebotando sobre la capucha.

Media hora más tarde vieron al primero. Era una mujer descalza vestida con unos leggins rotos en los tobillos y que llevaba una camiseta de color rojo. Cuando la mujer se giró hacia ellos, Bárbara se dio cuenta de que el color de la prenda era a causa de la sangre que había manado de su cuello desgarrado. Sus ojos estaban vacíos y tenía la piel cubierta por un millar de pequeñas venas de color negro. Con un gruñido, echó a andar en su dirección. A pocos metros, otras tres figuras oscilantes la seguían.

Corrieron sin mirar atrás. Papá sujetaba a Arturo entre sus brazos y ella jadeaba a su lado, tratando de seguir su ritmo. Dejaron a la mujer de los leggins rotos muy lejos, pero cada poco rato, otro grupo de figuras oscilantes surgía de entre la oscuridad. Parecían estar en todas partes.

Avanzaron a oscuras hasta que tropezaron con la verja.

Era una red metálica de unos cuatro metros de altura, firmemente anclada en unos postes de acero de aspecto recio. Papá sacudió la malla, pero no se movió más que unos centímetros. Los gemidos de sus perseguidores se oían cada vez más cerca, a izquierda y derecha. En el aire flotaba un olor extraño, una mezcla de sangre, putrefacción incipiente y algo más. En un rapto de lucidez, Bárbara adivinó que ese último aroma venía de ellos mismos.

No había sabido que el miedo tenía olor hasta aquel momento.

Entonces alguien abrió una puerta situada a apenas unos metros a su izquierda. «¡Por aquí!», gritó una voz masculina. Era la primera vez que Bárbara oía aquella voz y aún no sabía que acabaría odiando cada tono que vibraba en ella.

Se lanzaron por la abertura. La sujetaba un hombre de unos cincuenta años, grueso, de calva reluciente y con una barba rojiza que le cubría media cara. En las manos sostenía un rifle de caza y les hacía señas agitadas para que se diesen prisa. Cuando Bárbara cruzó la puerta, justo detrás de su padre, el hombre intentó cerrar la verja, pero ya era demasiado tarde. Uno de los No Muertos, un chico delgado de pelo largo, había llegado hasta ella e intentaba seguir sus pasos.

El hombre calvo gruñó, levantó su arma y con toda la calma del mundo apretó el gatillo a tan solo veinte centímetros de la cara del muchacho. La cabeza del No Muerto reventó como una sandía bajo una prensa y se desplomó. Su cuerpo quedó atravesado en el marco de la puerta, con las piernas fuera y el torso dentro. El hombre calvo hizo el ademán de arrastrarlo, pero en aquel instante ya llegaban el resto de No Muertos. No le quedó más remedio que salir corriendo hacia la seguridad de la casa, detrás de los recién llegados.

Una vez asegurados dentro, llegó el momento de las presentaciones. El gordo se llamaba Carlos Martínez, era electricista y vivía allí solo, les dijo. Su casa era una pequeña vivienda unifamiliar totalmente rodeada por la resistente verja de alambre con la que habían tropezado. En ocasiones guardaba material de trabajo alrededor de la vivienda, y harto de robos de bobinas de cobre había decidido levantar aquella valla, que ahora servía de frontera entre el caos del exterior y la seguridad del interior.

Papá y él charlaron el resto de la noche, mientras Bárbara y Arturo dormían en una cama del piso superior, agotados. Fuera, retumbaban los golpes secos y monótonos de uno de los No Muertos contra la puerta.

Durante los siguientes cinco días, esperaron. Carlos (el «tío Carlos», como insistía que le llamasen los niños) estaba convencido de que tarde o temprano alguien vendría a por ellos. Aquella situación no podía durar, insistía. Solo era cuestión de tiempo. Papá no estaba de acuerdo, pero no discutía. Ya no era el mismo. La desaparición de mamá le había afectado profundamente, pero toda la experiencia sufrida hasta llegar allí, escapando in extremis, había roto algo dentro de él. Por eso no fue extraño que tomase la segunda Mala Decisión.

Carlos tenía alcohol en casa, una bodega amplia y surtida, y papá se refugió en ella como si la respuesta a todos sus problemas se escondiese en el fondo de alguna de las botellas. Y el tío Carlos le animaba a ello, porque mientras papá estaba borracho, él podía estar con Bárbara.

Al principio fue sutil, casi como un juego inocente. «Qué guapa eres», «Pareces mucho mayor de trece años», «¿Tienes novio?» y cosas así. Bárbara no entendía muy bien qué estaba sucediendo, pero de lo que estaba segura era de que se sentía profundamente incómoda cada vez que aquel hombre enorme y que olía a sudor se sentaba a su lado en el sofá.

Le daba miedo, pero aún más vergüenza. No sabía muy bien cómo explicar aquello y aunque estuvo tentada de hablar con papá un par de veces, nunca dio el paso. Al fin y al cabo, el tío Carlos era bueno, ¿verdad? Había salvado sus vidas y les había dado un lugar seguro en el que vivir. Y por otro lado, papá seguía atrapado en el fondo del vaso, incapaz de ver lo que sucedía a su alrededor.

Cuando ya llevaban allí una semana, Carlos habló con papá. Le dijo que ya había muchos menos de aquellos monstruos allí fuera y que era necesario cerrar la verja. La puerta seguía abierta, atascada por el cuerpo putrefacto del chico delgado y por allí podría colarse cualquiera de esos cabrones. Y dado que había tenido que abrirla por su culpa, era responsabilidad de papá y él debía cerrarla. Solo había sesenta y seis metros hasta la puerta, insistió Carlos. Lo haría en un abrir y cerrar de ojos. Estaba chupado.

Entonces papá tomó la tercera y última Mala Decisión, porque aceptó sin rechistar. Quizá se sentía culpable, quizá no era consciente de lo que le estaban pidiendo. Tanto daba. El hecho es que se ató las botas, se puso una pesada parka de Carlos sobre los hombros y salió al exterior.

Desde la azotea, Carlos le cubría con su rifle de caza, con Bárbara a su lado. Papá bizqueó bajo la luz del sol al salir y se lanzó a la carrera hacia la verja. En el exterior tan solo se adivinaban una docena de No Muertos vagando muy a lo lejos. La mayoría se habían ido, atraídos por el ruido de algo que sonaba como una batalla en el norte de la ciudad. Dentro de la propiedad tan solo quedaban dos, un hombre bajito y de pelo cano al que le faltaba la mitad de la cara y una mujer de aspecto vagamente sudamericano con una camiseta que ponía «Soy una Barbie» y que caminaba arrastrando un pie.

Por un momento Bárbara estuvo segura de que todo saldría bien. Papá esquivó al hombre bajito con una finta de fútbol americano y corrió hacia el coche de Carlos. Veinte metros. De allí, catorce hasta la furgoneta con el rótulo de «Eléctrica Martínez» en el costado y por último los treinta y dos restantes hasta la verja. Sesenta y seis metros. Fácil.

Entre arcadas, papá empujó el cadáver del chico delgado. El olor de aquel cadáver era espantoso incluso desde la azotea. Cuando lo consiguió, cerró la puerta y corrió el pasador. Desde allí levantó la vista y le dedicó una sonrisa radiante a su hija, mientras levantaba un pulgar. Entonces volvió hacia la casa, caminando y sin perder de vista a Bajito, que ya se dirigía lentamente hacia él.

Barbie, que vagaba cerca de la puerta, se giró con un gemido profundo. Papá le hizo una seña clara a Carlos, llevándose un rifle imaginario a la cara. «Acaba con ella», decía.

Entonces Carlos asintió, pero hizo algo que a Bárbara le heló la sangre. La cogió del hombro y le dijo: «Vamos adentro». Bárbara chilló y pataleó, pero la presión de la mano del hombre era como un cepo y la arrastró al interior.

La primera vez que Carlos la violó, aún podía oír los gritos desesperados de su padre en el exterior, golpeando la puerta. Cuando todo acabó, la voz de papá también se había apagado para siempre.

La siguiente semana, siempre se repetía el mismo ritual. El tío Carlos los subía a ella y a Arturo a la azotea y les señalaba a su padre, que se tambaleaba entre Bajito y Barbie con la piel cubierta de miles de venas reventadas. «Si no eres buena conmigo, tiraré al mocoso cabrón de tu hermano ahí abajo, junto a tu padre». Entonces Arturo rompía a llorar y se meaba encima, de puro terror. Y ella bajaba al dormitorio sin rechistar. Y mientras el corpachón del tío Carlos la aplastaba contra el somier, ella miraba al techo y se repetía que solo eran sesenta y seis metros.

Tardó cuatro días en pensar cómo lo iba a hacer. Aquella noche, subió con Arturo a la terraza y lo colocó en el borde. «Tienes que ser valiente», le susurró. Y Arturo empezó a berrear.

Tal y como le había pedido que hiciese.

El tío Carlos apareció apenas un minuto más tarde, aún medio dormido y con expresión confusa. Cuando vio a Arturo en el borde, lanzando alaridos, maldijo por lo bajo. Aquel condenado niñato iba a atraer a todos los No Muertos en dos kilómetros. Se abalanzó sobre él, dispuesto a lanzarlo por el borde de la cornisa. Que se lo comiese su puto padre.

Y entonces Bárbara atacó.

Era una barra de acero de unos cuarenta centímetros, lo único que había encontrado. Golpeó con todas su fuerzas contra la rodilla derecha del tío Carlos justo cuando este casi rozaba el pelo de Arturo. El golpe cogió por sorpresa al hombre, que se tambaleó durante un segundo al borde de la azotea, braceando inútilmente en el aire.

Y entonces cayó. Bárbara oyó el sonido secó que hizo su cuerpo al impactar contra el suelo después de una caída de siete metros.

Le oyó gritar. Le oyó gemir. Le oyó suplicar. Le oyó insultarla, amenazarla y prometerle un infierno de dolor. Pero no tuvo que escucharlo demasiado. Al cabo de un minuto, sus gritos se mezclaron con los gruñidos de papá y los otros dos No Muertos de la finca.

Y después, el silencio.

A la mañana siguiente, Bárbara estaba de nuevo en la terraza, mirando hacia el exterior. Veinte metros hasta el primer coche, otros catorce metros hasta llegar a la furgoneta y por último, lo más complicado, treinta y dos metros totalmente despejados hasta la verja. Sesenta y seis metros, en total. Parecía fácil.

Sujetaba la escopeta de caza de Carlos en las manos, pero había un problema. Tan solo tenía dos balas cargadas en sus cañones dobles. Por más que había rebuscado, no había encontrado el lugar en el que guardaba la munición. Quizá no tenía más. En todo caso, ya no se lo podía preguntar.

Se colgó la mochila a la espalda y puso otra más pequeña sobre Arturo. «Ahora yo cuido de ti», le susurró mientras le daba un beso cariñoso en la cabeza. «Dame la mano y cierra los ojos hasta que yo te diga», añadió.

De reojo, vio su imagen reflejada en el espejo antes de abrir al puerta. Era ella misma, pero había algo diferente. Sus ojos habían cambiado. Su expresión. Su manera de caminar. Algo. Todo. No sabía qué era.

Pero sabía que nadie les volvería a hacer daño.

Jamás.

Sesenta y seis metros.

Salieron a la carrera. Los podía oír a sus espaldas, gimiendo.

El coche, primero. Veinte metros. Ahora a la furgoneta, catorce metros. Estaban cerca. No se atrevía a mirar atrás. Si era papá el que estaba detrás de ellos, sabía que no podría hacer nada.

La verja, treinta y dos metros. El último tramo fue atroz. Le dolía el brazo por remolcar a Arturo, que brincaba como podía sobre sus piernecitas.

«Descorre el pasador, abre la puerta, cruza a Arturo. Ahora tú. Cierra el pasador». Se obligaba a repetirse en voz alta cada uno de los pasos, temerosa de olvidar algo crucial.

Y de repente, estaban fuera. Los cuatro No Muertos se agarraban a la verja, con la mirada vacía clavada en ellos, furiosos por tenerlos tan cerca y tan lejos a la vez. Bárbara sintió una descarga de alivio que casi le hizo caer.

Tan solo faltaba una cosa.

Con los ojos arrasados en lágrimas, apoyó el cañón de la escopeta contra la frente de papá. Era la única manera de estar segura de acertar.

«Te quiero, papá», murmuró, justo antes de apretar el gatillo. El disparo sonó como un trueno y el cuerpo de su padre cayó, por fin en paz. A sus espaldas, Arturo lloraba.

«Y esto es para ti», susurró, venenosa. Se acercó a Carlos hasta que casi pudo tocar su cuerpo. Apoyó el cañón en la frente del No Muerto, pero lo fue bajando con parsimonia, hasta dejarlo apuntando a su entrepierna. Entonces disparó.

El boquete que abrió a esa distancia era aterrador y el No Muerto salió proyectado de espaldas, aún atrapado en esa pesadilla entre la vida y la muerte, pero terriblemente mutilado.

«Jódete», fue todo lo que pensó. Dos semanas atrás, ni se habría atrevido a decir algo así.

Abrazó a Arturo y con él de la mano, se echó a caminar, sin mirar atrás. Los primeros sesenta y seis metros habían sido difíciles y algo le decía que los siguientes no iban a ser mejores.

Pero estaba en paz. Estaba viva.

Y, por fin, sabía perfectamente lo que era capaz de hacer para sobrevivir.

—————————————

Autores: Elia Barceló, Espido Freire, Luz Gabás, Arturo González-Campos, Alaitz Leceaga, Manel Loureiro, Raquel Martos, José María Merino, Bárbara Montes, César Pérez Gellida, Blas Ruiz Grau, Karina Sainz Borgo, Mikel Santiago y Lorenzo Silva. Título: Heroínas. Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Ilustraciones: Fran FerrizDescarga gratuita: en Amazon y Fnac

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Manel Loureiro

Manel Loureiro (Pontevedra, 1975) Su primera novela, Apocalipsis Z: El principio del fi n, un thriller de terror, comenzó como un blog en Internet que el autor escribía en sus ratos libres. Debido al gran éxito que alcanzó (tuvo más de un millón y medio de lectores online y se transformó en un fenómeno viral), fue publicado en 2007 y se convirtió automáticamente en un bestseller. Sus dos siguientes novelas, Los días oscuros y La ira de los justos, continuación de la primera, se han convertido de manera inmediata en un éxito de ventas no sólo en España, sino en otros muchos países del mundo. @Manel_Loureiro

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