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Sergio Pitol: el viaje oblicuo de la memoria - Zenda
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Sergio Pitol: el viaje oblicuo de la memoria

Foto: Daniel Mordzinski Estar lejos de la familia, del mundo literario, de los suplementos y revistas culturales, de los grupos de poder y, sobre todo, estar lejos de las modas, permitió al escritor mexicano Sergio Pitol (Potrero, 1933 – Xalapa, 2018) buscar lo que quería encontrar en el campo de la creación y desarrollar un...

Foto: Daniel Mordzinski

A lo largo de veinte años conversé con Sergio Pitol en innumerables ocasiones. Siempre que pasaba por Madrid, su generosidad refrendó en nuestros encuentros una amistad que se fue acrecentando con los años, lo que me permitió conocer y profundizar en las razones de su experiencia y su vida literaria a través de su propia voz. El texto que sigue a continuación es el resumen de esa larga entrevista que, como un viaje oblicuo a través de la memoria, refleja las conversaciones y encuentros que sostuve con él, donde aparece esbozado el perfil de un creador entrañable e imprescindible.

Estar lejos de la familia, del mundo literario, de los suplementos y revistas culturales, de los grupos de poder y, sobre todo, estar lejos de las modas, permitió al escritor mexicano Sergio Pitol (Potrero, 1933 – Xalapa, 2018) buscar lo que quería encontrar en el campo de la creación y desarrollar un estilo único que se convirtió en una auténtica pedagogía sobre la manera de escribir en absoluta libertad, privilegiando los ambientes naturales a su manera de ser y estar en el mundo para concebir una literatura compleja, culta y muy refinada, pero a la vez marcada por la parodia, lo grotesco y la risa más corrosiva frente a los ritos vacuos y la ridiculez de los solemnes, una literatura muy alejada de los habituales esquemas de tantos escritores.

—Sergio, ¿qué razones marcan tu estilo literario?

"No estar en México era muy bueno porque no tenía que tomar partido por ninguno de los grupos y en ninguna de estas cosas tan gelatinosas que se vuelven las luchas entre clanes"

—Siempre quise perderme en otras literaturas y esto me hizo conocer recursos diferentes, otras fuentes que marcaron la forma de mis libros y de mi escritura. Viví 28 años en Europa y desde mi primer viaje sentí que nunca podría escribir con la libertad, con la independencia que podía hacerlo fuera de mi país. Así es que los viajes, las estancias largas en el extranjero que crean nuevos intereses, los autores que uno lee y de los que no ha oído citar, la experiencia de comenzar un periodo de vida, para mí han sido extraordinariamente estimulantes. A mí, los viajes me daban situaciones, temas, telones de fondo donde mis personajes se martirizan o se debaten o se santifican. No estar en México era muy bueno porque no tenía que tomar partido por ninguno de los grupos y en ninguna de estas cosas tan gelatinosas que se vuelven las luchas entre clanes que han marcado nuestra vida cultural.

—Sin embargo, un día decidiste volver a México.

—Sí. Necesitaba un estímulo lingüístico mucho más poderoso. Esa fue la razón más importante. Y al llegar a México tuve un periodo inicial difícil. Yo había dejado de vivir en México en 1961 y había vuelto a vivir ahí en 1988. Era mucho tiempo. Había dejado la capital cuando tenía poco más de 4 millones de habitantes y regresé a una ciudad de 22 millones, donde el aire casi me faltaba, donde sentía que la respiración de esos 22 millones me jalaba todo el oxígeno que necesitaba. Los usos y hábitos eran distintos, las zonas donde se movía la gente eran lugares muertos y se habían trasladado a otras zonas de la ciudad, que en mi tiempo ni siquiera existían. Así que decidí irme a mi estado, a Veracruz, pensando en pasar unas temporadas allí y otras en la Ciudad de México. Pero me di cuenta de que eso era absurdo, que no viviría en ninguno de los dos lugares. Entonces quemé las naves y me fui definitivamente a Xalapa.

—Fue entonces que escribiste El arte de la fuga. ¿Cuál fue su génesis?

El arte de la fuga tuvo su origen precisamente cuando al volver a México encontré que en las gavetas de mi escritorio se habían ido acumulando una serie de textos sobre pintura, cine, ópera y literatura, que eran prólogos, artículos y conferencias, y tuve la sensación de que era bueno reunirlos en un libro. Empecé a afinarlos y buscar cómo se podrían agrupar y al repasarlos tuve que ir a Guadalajara. Me habían hablado mucho de un psicólogo que trabajaba a través de la hipnosis. Esta hipnosis había roto las barreras que algunos escritores habían tenido y les había resuelto otras cosas. Oyendo los casos de estas curaciones pensé en lo que necesitaba para quitarme el tabaco. Esa experiencia, que no me quitó de fumar tabaco, fue sin embargo una de las más importantes que he tenido en mi vida, quizá la más importante. El psicólogo me hizo una hipnosis blanda. Me dijo que repasáramos algunas cosas para ver dónde estaba la fuente de mi tabaquismo, me dijo que pensara en algunos momentos interesantes de mi vida. Y empecé a ver frente a mí, hipnotizado, imágenes de mi vida que, sin orden cronológico, iban pasando frente a mí como si alguien estuviera manejando un carrusel de diapositivas; pero ninguno de ellos eran momentos importantes de mi vida, sino trivialidades absolutas. Y de repente pasó una imagen y se detuvo. Y era una imagen en la que yo tendría cuatro años, casi cinco, y mi hermano tenía ocho o nueve, y estábamos sentados en la terraza de una villa cerca de un río. Al instante recordé que ésa era la villa de unos amigos de mi familia y pude ver dónde estábamos. Recordé que ése era el día posterior a la muerte de mi madre, que se había ahogado en ese río. Empecé a sentir un dolor brutal, una desesperación inimaginable. Mi angustia fue tremenda porque no sabíamos qué hacíamos en esa casa. Y pensé que ahí nos íbamos a quedar y que ya no teníamos padres. De esa experiencia salí en estado cataléptico. Al salir de ese estado delirante le conté al psicólogo todo lo que había vivido y pasado, y me recomendó que me fuera caminando lentamente hacia mi hotel.

Durante el transcurso de esa caminata sentí con asombro que había llevado una herida abierta, una llaga que no estaba cerrada y que había condicionado los 60 años posteriores de mi vida. Me había acorazado ante muchas situaciones y de ese momento dependían mi conducta, mi instinto, mi escritura, mi relación con el mundo. A la mañana siguiente fui muy feliz de haber sabido esto, y con una sensación de vitalidad muy intensa, regresé a Xalapa; volví a mis papeles y me di cuenta de que mucho de aquel material que había estado revisando no tenía sentido. Decidí entonces hacer un libro que fuese un desplazamiento por distintos momentos de mi existencia como lector y como autor. Seguí el método que el hipnotista había aplicado: empecé a dejar fluir la memoria sabiendo que ya no había nada traumático. Y casi todos estos circunloquios de la memoria se fijaban en algún momento de mi vida, y me obligaban a hacer la crónica de ese momento: una cena en Roma con María Zambrano; un viaje a Italia donde conocí a Tabucchi, haciendo un texto literario sobre determinados episodios. Y el libro se fue creando a través del instinto. Sabía que no era ni una crónica de mi vida ni una autobiografía, ni estaba yo escribiendo mis memorias. Rompí la cronología, traté de desgastar los géneros para que se imbricaran uno con otro: partes que parecían crónicas que terminaban en un cuento; ensayos que de repente se volvían narración y al final tenían una fuga ensayística. Eran acercamientos y fugas de lo narrado. La estructura iba a la par que el instinto narrativo. Traté de trabajar este libro como una casi novela con un texto carnavalesco, paródico o inserto en el mismo relato para hacerlo explotar con unas circunstancias chuscas. Y puedo decir que fue el libro que más disfruté escribiendo, pero también el que más retos me produjo, el que más desconcierto me creaba. Pensaba que iba a tener muy pocos lectores; que estas cosas tan personales les iban a interesar a unas cuantas personas. Y mi sorpresa de ver que es el libro más popular que haya yo escrito, ha sido para mí una sorpresa muy agradable.

—¿Dónde nace en tu caso la escritura?

"La escritura viene de los recuerdos de la infancia. Las grandes obsesiones tienen ya su semilla ahí"

—La escritura viene de los recuerdos de la infancia. Las grandes obsesiones tienen ya su semilla ahí. Pero la forma es otra cosa. Yo empecé a trabajar una forma que sólo dependiera de mi instinto literario para que me diera satisfacción. Porque mi lema ha sido no estar a la moda y leer aquello que uno considera que va a ser su alimento. Desde que estaba en Roma me sentía irritado por esta cuestión de borrego que son las modas, una especie de corsé muy fuerte. Todo eso me ha parecido una ridiculez inmensa, todas esas fidelidades ideológicas, pensar políticamente de una manera u otra según fuera la marea.

—¿Se puede hablar de una pedagogía de la escritura literaria?

—Es difícil. Witold Gombrowicz, uno de los grandes autores del siglo XX, fue invitado por la Fundación Ford para pasar una temporada en Berlín dando clases en una escuela de creación literaria en la que participaba un joven Günter Grass, quien, como ha hecho siempre, profesaba mucha fe en la educación en todos los niveles. Cuando lo presentaron, Gombrowicz les preguntó a todos cómo trabajaban y ellos le expusieron un método. Y entonces él les dijo que lo único que podía recomendarles es que se fueran lo más rápidamente de esa escuela y que buscaran personalmente su propio camino. Tengo la sensación de que es muy riesgoso tratar de enseñar creación literaria, porque el maestro, que está cerca de la literatura pero generalmente no es creador, empieza a dar normas, y cuando lee un cuento fulano o fulana, le quitan cosas, le dicen que eso no puede ser así, que tiene que ser de otra manera, y entonces se puede acabar ahí un proyecto de escritor, se le puede castrar y enseñar todo aquello que va contra su temperamento e instinto literario.

—No obstante, ¿habría algún consejo que pudieras transmitir a quien quiere escribir literatura?

—Hay cosas que son fundamentales para ser escritor. En primer lugar, se tiene que conocer el idioma, jugar, hundirse con él, mimarlo o violentarlo si uno siente la necesidad de hacerlo. La literatura tiene un material que es la palabra, y si uno no se va afianzando en ella, mejorando el oído, no se avanza mucho. Esto es lo que uno puede transmitir: que se metan a fondo al lenguaje, que no consideren que las reglas de la redacción son lo fundamental. La redacción es importantísima para expresarse, pero muchas veces estorba en la creación de prosa y poesía literaria, porque hay que forzarla también, hay que hacer sentir que debajo de esa escritura hay otras zonas, ecos, un claroscuro que no da la redacción. Eso se descubre discutiendo entre escritores, leyéndose y leyendo a otros. Yo soy partidario de que uno tenga dos o tres maestros a los cuales venere, sin miedo a la influencia o a la imitación; ser la sombra de un grande no importa, porque llega un momento en el que uno siente que sale de la crisálida, de la cáscara. Pero al principio hay que tomar modelos muy altos, porque eso implica un nivel de exigencia.

 

Sergio Pitol fotografiado en su casa de Xalapa en 2013 en el marco del HAY Festival.

—¿Cada autor pide para sí mismo su género?

—Sí. Y hay muchos subgéneros dentro de los cuales el temperamento del escritor es el que rige.

—¿Entonces no es la historia la que determina el género?

—Sí, también la historia lo pide, pero el temperamento lo aplica. Puede una historia pensarla Faulkner, Carver o Woolf, y esa historia les pide a cada uno de ellos un género, pero ellos la van a transformar según su temperamento.

—Con El mago de Viena cerraste un ciclo literario que fue diseñado como un tríptico junto con El arte de la fuga y El viaje, en los cuales has ensayado y relatado de forma novelística una especie de autobiografía y crónicas de vida afinando un género híbrido muy personal.

"De las tres obras de ese tríptico, El mago de Viena es la más radical, pues todo está en todo y no hay títulos ni capítulos y su estructura está muy trabajada, a pesar de que parece caótica"

—Sí. Es una obra que emana felicidad y en la que he querido que el lector sienta el gozo de la lectura, del viaje, del vivir, y que pueda percibir que su tono general es feliz. De las tres obras de ese tríptico, El mago de Viena es la más radical, pues todo está en todo y no hay títulos ni capítulos y su estructura está muy trabajada, a pesar de que parece caótica, porque se trata de un caos ordenado y cada texto, cada entrada, potencia a la anterior o posteriores. En cuanto a su personaje central, yo mismo en esencia, me he encontrado muy cercano del budismo, sin serlo. He logrado crear una armonía entre la persona y el entorno, la naturaleza y los demás. El lenguaje de esta obra está modulado mediante varios tonos para evitar la monotonía y apartarlo de la literatura ensayística tradicional, de modo que hay registros casi académicos y, de pronto, entra una racha de fantasía o de crónica. Si hiciera otro libro bajo este mismo procedimiento, sería mecánico, porque siento que en este género ya he dado todo, por lo que ahora escribiré novela.

—¿Qué tipo de novela?

—Estoy escribiendo una que se titula provisionalmente El triunfo de las mujeres (obra que permanece inédita), de un marcado carácter decimonónico, porque el siglo XIX es un periodo impresionante de la vida mexicana, es la hechura de México.

—¿Y de qué trata?

—Es una historia que tengo en mente desde hace veinte años. En mi novela Juegos florales había un párrafo sobre un circo que llega de Estados Unidos a México en 1880, cuando es presidente Manuel González, quien, fascinado con ese espectáculo, iba a verlo todos los días. Así que los payasos y los trapecistas estaban casi siempre en palacio, y la más importante trapecista de ese circo era una enanita. Aquel párrafo cuenta la ocasión en que la enanita les baila can-can en una de esas fiestas, mientras un apache empieza a disparar flechas, lo que provoca la felicidad del Presidente, en tanto que el resto de la gente permanece aterrada. Esa anécdota de Juegos florales quedó ahí; pero muchas veces había querido ampliar y continuar esa estancia del circo, para lo que, cuando terminaba un libro, comenzaba a crear más anécdotas sobre la historia y la época, concebía personajes y hacía apuntes. Sin embargo, en cierto momento se me cerraba la escritura, hasta que por fin logré resolver los problemas que me planteaba la realización de esa obra. Se trata de una novela folletinesca que comienza en 1862 y termina en 1882, desde la intervención francesa, el Imperio y el juarismo hasta el Gobierno de Manuel González. Pero no será una novela histórica. Mis personajes no serán ni Maximiliano, ni Carlota, ni Bazán, ni Juárez, ni Díaz. Lo importante es que esa época me permite tener un espacio y un tiempo que me da mucha libertad, porque es un México transformándose, quebrándose, al que llega mucha gente, entre ella un circo con la enanita, que se llama El Gran Circo del Mundo. La novela tiene mucha intriga y es también una comedia de equívocos.

—¿Y cuándo la has escrito?

"Fue una bendición: hacía viento y llovía. Entonces sólo salía a la acera de enfrente, compraba el periódico y volvía a escribir. Todo el tiempo fue trabajar"

—Durante una estancia en Barcelona decidí hospedarme en Sitges, un lugar que me permitía estar aislado de la vida social. Y cuando iba a comenzar un libro de ensayos empecé involuntariamente a narrar unas cosas que había leído sobre el siglo XIX y, de repente, todo me llevó a mi circo, a la historia y a la entrada de la novela, algo muy importante, porque nunca había podido encontrar el paso a la historia que quería contar. Y encontré la manera exacta. Cuando sentí que sabía esto comencé ya a pensar en la novela, en cómo se podría desarrollar. Fue como si las musas me estuvieran llevando la mano hasta el amanecer. Y me asombré, porque con esa entrada ya tenía todo. A partir de ese día seguí escribiendo desde que desayunaba hasta muy tarde por la noche. Y no hubo primavera, porque llegué en marzo y hacía un tiempo de perros. Fue una bendición: hacía viento y llovía. Entonces sólo salía a la acera de enfrente, compraba el periódico y volvía a escribir. Todo el tiempo fue trabajar. Y después sentí que sólo tenía que corregir, resolver algunas cosas y leer mucho sobre la época para darle verosimilitud a El triunfo de las mujeres, porque los personajes fundamentales son las mujeres, aunque no estoy del todo convencido de ese título.

—¿Qué puedes decirnos de tus cuentos?

—El cuento es un género mayor y no menor, como parece considerársele en España, donde todos los editores son renuentes al cuento porque creen que no tiene lectores. Los libros de cuentos que han tenido mucha fortuna en España son algunos americanos, quizá porque su disposición dentro del libro puede hacer pensar que son novelas. En cambio, en América, el cuento no padece este menosprecio, y cuenta con grandes maestros del género en el mundo, como Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti o Augusto Monterroso. Un autor de cuentos se emplea desde el primer párrafo a adelgazar una o varias anécdotas; después, trata de mantener un lenguaje eficaz, con frecuencia elíptico. En el subsuelo de la escritura serpentea imperceptiblemente otra corriente: una escritura oblicua, un imán. Es el misterio. De esa corriente depende que el cuento sea un triunfo o un desastre.

—La biblioteca de la sede del Instituto Cervantes en Sofía, Bulgaria, lleva tu nombre. ¿Cuál es la importancia que tienen los libros para ti?

—El libro es uno de los instrumentos creados por el hombre para hacernos libres. Libres de la ignorancia y de la ignominia; libres de los demonios y tiranos; de fiebres milenaristas y turbios legionarios; libres del oprobio, de la trivialidad, de la pequeñez. Al final, el libro es un camino de salvación. Una sociedad que no lee es una sociedad sorda, ciega y muda. Hay por ahí una idea de que el libro ya es obsoleto, que internet y la informática lo van a sustituir. Pero siempre que voy a la Ciudad de México, y lo mismo ocurre en Xalapa, veo cada vez más librerías llenas de lectores.

—En 2005 fuiste galardonado con el Premio Cervantes. ¿Cómo te sentiste cuando te dieron la noticia?

—Eran las siete y media de la mañana en México cuando sonó el timbre del teléfono y me arrebató del sueño. Me llamó la Ministra de Cultura española, Carmen Calvo, pero yo pensé que era una amiga que me estaba haciendo una broma, hasta que me di cuenta de que era algo muy serio ¡y salté de la cama y abracé a mi gente!

—¿Gritaste?

—Un poquito; pero no, eran risas, risas, risas.

—¿Te preocupa la situación de violencia que se ha vivido en México?

—Sí, estoy preocupado por la tensa e incluso violenta situación política y social de México. Los políticos han llegado a una situación de grosería y mentiras insoportable.

—¿De qué hablas en tu discurso de aceptación del Premio Cervantes?

—Tuve poquísima tranquilidad para escribirlo y me costó mucho trabajo iniciarlo. Hice distintas variables, pero estaba bloqueado, y entonces decidí entrar primero en el cuerpo del texto. Tenía notas y la parte más importante la dediqué a hacer un homenaje a mis maestros, ya todo muertos y entre ellos algunos exiliados españoles. Más tarde encontré algunas partes del Quijote donde toca el tema de la libertad. Y al final volví al inicio del discurso, para el que al fin decidí abordar el tema de mi niñez, las condiciones de mi infancia y mis lecturas: mi orfandad, mi enfermedad de malaria, mi fascinación por el mundo de Julio Verne y la felicidad que sus obras me produjeron.

—¿Qué balance harías de tu obra en su conjunto?

"De entre todos mis libros, lo que considero mi principal legado es el Tríptico de la Memoria"

—Mi archivo está prácticamente publicado por completo y, salvo algunos pequeños textos, no hay nada pensado por el momento. He venido recuperando textos como la Autobiografía precoz, aparecida en 1967 y que trabajé mucho reescribiendo algunos pasajes nuevos que titulé Memoria; y estoy trabajando en la organización del archivo completo. He traducido una obra de teatro titulada Las tinieblas cubren la tierra, de Jersey Andreyevsky, así como una selección del escritor polaco Witold Gombrowicz. De entre todos mis libros, lo que considero mi principal legado es el Tríptico de la Memoria, integrado por los libros El arte de la fuga (1996), El viaje (2000) y El mago de Viena (2005). Y hay algunas cosas más, como los cuentos. Pero creo que lo que tendrá más influencia será el Tríptico de la Memoria.

 

Sergio Pitol falleció en su casa de Xalapa, Veracruz, el 12 de abril de 2018, poco menos de un mes después de haber cumplido los 85 años de edad.

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C. Rubio Rosell

Periodista y escritor mexicano. Es autor de la novela Los Ángeles-Sur (2001); del libro de poemas Los Paraísos Industriales (2008); y de los “reporsayos” El Territorio de La Mancha. Cartografía esencial de la literatura contemporánea escrita en lengua española (2017) y Desde la otra orilla. Dos décadas de cultura mexicana en España. Una crónica (2018).

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