Ya se sabe que, con cada nueva generación, la juventud tortolita tiende a pensar que lo ha inventado todo, como en un desastre sabiniano de adanes y evas. Pero no. En España, pongamos por caso, el zasca pseudoideológico, sin más intríngulis que el hooliganismo de un equipo de fútbol —o del contrario—, no lo ha inventado la neopolítica de coleta y Orangina —como tampoco ha inventado los cortes de pelo, ni los polvos blancos pica-pica—, sino que es una cosa muy filosófica y muy antigua: que si tú eres un cavernícola de Platón; y tú, un inverosímil de Aristóteles. Así fue como estalló la Guerra Civil: entre azules agustinianos y materialistas rojohistóricos.
El 17 de enero de 2002 fue la festividad de los santos Espeusipi, Eleusipo, Meleusipo y Leonila (¡toma nombres retromodernos y alternativos!). El dato es importante para rememorar el óbito de Cela, ya que él era muy de citar el martirologio, a pesar de que iba de ateo/agnóstico por la vida, o sea: que Dios, simplemente, se la traía al pairo, excepto por el odio visceral que le tenía al Opus Dei. En San Camilo, 1936, que es probablemente su mejor novela —con deuda y permiso de James Joyce—, Cela hizo coincidir el comienzo de la Guerra Civil con el 14 de julio de ese año, que era el día de su santo, pero en plan mentirijilla narrativa, porque la cosa bélica estalló, en verdad, un 17/18 de julio. Don Camilo era así, qué remedio.
Don Camilo se miraba el ombligo todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches, con coquetería de narciso ante el espejo. Don Camilo se angustiaba de timidez y por miedo a la derrota, contemplando su altura inmensa como una L, espalda larga y rabo corto. Don Camilo despotricaba, de puro alifanfarrón, cuando escuchaba esas maledicencias hideputas de cultura popular, solo para intentar hundirlo.
—No se sulfure, don Camilo.
—No me sulfuro, gilipollas, ¡no ve que tengo una verga como el cipote de Archidona!
—Y ¿por qué no escribe un poema surrealista?
—La mujer goza y se regodea con una gruesa polla con una recia polla con una buena polla dentro del coño del culo de la boca mientras el hombre verriondo glorioso y ciego el mismo macho de la verga de hierro le marca las nalgas a latigazos.
CJC era Dios en España, como un Dalí consentido por el papa Franco, y era Dios en sus libros, siempre él, repetido y barajado entre los nombres: Celso Jerónimo Camarillas, Ciprianillo Juvenal Corcuera, Carolo Julio Cebollero, Comer Joder y Caminar. CJC le copiaba su anécdota decimonónica a un ministro de O’Donnell: que no era lo mismo estar dormido que estar durmiendo; ni era lo mismo estar jodido que estar jodiendo. A CJC le henchía de orgullo ser capaz de absorber un litro o litro y medio de agua por el culo, como en un ejercicio de yoga, y casi se lo hizo en directo a Javier Gurruchaga en una entrevista a la vera de un descapotable.
—Y usted, don Guillermo, ¿cómo sabe estas cosas?
—Me las contaba y repetía incansablemente mi suegro, como estrategia, obviamente, de acercamiento al yerno, amenizando el sopor de la filología cuando nos tomábamos unas cañas. Era perro viejo y buena gente.
Cela, en cambio, tenía “una personalidad marcadamente anal” (Ian Gibson dixit). Era su manera porculera —defecante y defecada, como un poema machirulo de Juan Ramón Jiménez— de triunfar. No importaba tanto la calidad: se trataba de no cejar en el empeño de la gloria, de modo que se sacaba artículos y cuentos carpetovetónicos como churros, para ser el protagonista constante de los periódicos. Y se iba de viajes medio inventados por las alcarrias, acompañado de un Rolls-Royce, de una negra despampanante y de un anuncio de la guía Campsa, a tope de millones de pesetas. Cuando el rey don Juan Carlos le creó/concedió el marquesado de Iria Flavia, Cela adoptó esta actitud en un lema nobiliario, con dos unicornios en un escudo, sin olvidar la coma criminal entre el sujeto y el predicado: “El que resiste, gana”, como una canción del Dúo Dinámico.
Ya que era tan alto, Cela se las daba de respingón: que “todos los premios literarios son una casa de putas”. Excepto cuando él los ganaba, naturalmente. Y lo de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela fue muy distinto, ¡hombre ya!, porque ese no era Hugo Chávez, sino un dictador de vox mucho más diestra. En 1953 Pérez Jiménez le dio a Cela una paguita de ¡tres millones de pesetas (de las de entonces)! para que viajara por su país y escribiera una novela. Así surgió La catira, que en bolivariano de la RAE quiere decir: mujer rubia, en especial con el pelo rojizo y ojos verdosos o amarillentos, por lo común hija de blanco y mulata, o viceversa. Al fin y al cabo, don Camilo fue académico y enciclopedista de diccionarios secretos y erotismo.
A pesar de estos histrionismos viscosos —o gracias a ellos—, Cela es un monumento de la literatura española. Con poco más de veinte años, supo rellenar el páramo cultural que había provocado el exilio en la España de los 40. La familia de Pascual Duarte fue y sigue siendo una novela excelente, con un personaje potentísimo y con una combinación de crueldad —en la mejor tradición de Cervantes y la picaresca— y de ternura lírica —aprendida de Gabriel Miró—, y puso las bases de toda una corriente narrativa: el tremendismo. En los 50, La colmena adaptó al John Dos Passos de Manhattan Transfer, logrando ahí que su obsesión fálica sirviera de acicate subversivo, incluso con surtido de homosexuales, para horror de la Iglesia… pero sin meterse, naturalmente, con la rechonchez del muñequísimo diabólico.
Las empresas editoriales de Cela, aunque gestadas con el egocentrismo de ayudarse a sí mismo, resultaron fundamentales para la historia cultural del país. La editorial Alfaguara, que él fundó, es hoy el buque insignia de un grupo editorial de cuyo nombre no quiero acordarme. Y sus Papeles de Son Armadans fueron un hito. A Cela los escritores del exilio le parecían una mierda, seguramente porque los veía como competencia literaria de calidad, pero quiso publicarlos en su revista de Mallorca, ayudando con ello a convencer a Europa de que España no era tan facha, coño. Y que él era un hombre bueno, a quien le había sorprendido la guerra en el bando nacional, pobrecito, y había sufrido graves heridas, carita de ojos tiernos.
En realidad, Cela se fugó de la Madrid republicana, con una salud flacucha y tuberculosa, se enroló a posta con los sublevados y llegó a solicitar convertirse en delator de rojos… ¡Hala! ¡Ya estamos de nuevo con el revanchismo y con la memoria histórica! ¡Dejen en paz a los muertos!
Siguiendo esta lógica de paz, al entierro del día 18 de enero en Padrón unos fueron y otros no. Fueron, naturalmente, José María Aznar, Federico Trillo y por ahí. Y no fueron los otros… Bueno, sí. Por la capilla ardiente del día 17 en Madrid, con oficio de tinieblas de Rouco Varela (¿pero Cela no era ateo?), se había paseado Jorge Semprún, el escritor comunista que fue Ministro de Cultura con Felipe González y con quien Cela no consiguió el Premio Cervantes. ¡Toma gresca para el Interviú!
Mientras tanto, Marina Castaño estaba allí para malmeter. A Marina la conoció Cela cuando ella tenía 28 años y él 69, como una casualidad de posición sexual: está claro que era el hombre que más y mejor jodía de España, coño, hasta setentón. Así que estuvo un par de años jodiendo con ella, le hizo el piropo de llamarla Marinne Brown en Cristo versus Arizona y abandonó a su mujer, Rosario Conde, después de un infarto, desde la camilla de un hospital, porque creía que se iba a morir. No fue entonces cuando la espichó, sino que se casó con la querida, de modo que Marina pudo ejercer de viuda máxima. Y, en su papel de madrastra de Disney, parece ser que va y le suelta al hijo único, Camilo José Cela Conde, todavía frente a la exquisitez del cadáver paterno: que tenemos que hablar de la herencia.
La herencia —of course— era una fortuna inmensa, incluyendo presuntos delitos fiscales de la Fundación Camilo José Cela concernientes a subvenciones públicas. Y, sobre todo, la factura de los abogados que estaban gestionando ciertas acusaciones de plagio… Pero esta es ya otra historia, que solo podría contar la voz narrativa de una Ana Rosa cualquiera.
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