Si la monarquía española ha dado lecciones de pintura al mundo, la británica es su maestra de arte dramático. Cuando llegas del paseo del Prado a Trafalgar Square, la National Gallery se te antoja un almacén (en el que destacan un velázquez y un goya), pero si se trata de teatro, con Britania sólo compite el Vaticano. Prueba de ello, la retransmisión de la Coronación de SM el rey Carlos que la BBC ofreciera el pasado 6 de mayo. ¡Qué ropajes! ¡Qué escenario! ¡Qué trompetazos! Ni Hollywood, ese reino de cartón-piedra regentado por gañanes, puede con la abadía de Westminster llena de cabezas coronadas. Ni con el ejército de voces y músicos que nos deleitó con las antífonas barrocas que hace tres siglos compusiera Händel, (nada de Quincy Jones ni de Burt Bacharach).
Lo único que hace falta es un poquito de “educación”, saludable curiosidad y una pizca de “cultura”. Tout simplement, my dear.
“Cultu ¿qué?”, inquirirán aquí los cansinos que en el pasado derruían templos románicos por “inútiles”. Son los mismos que hoy cuestionan la enseñanza del latín, la necesidad del arte abstracto y hasta la existencia del parque del Retiro, ese solar desaprovechado en el centro de Madrid. Lo único que esperan es su pronta recalificación (para aprovecharlo ellos, imagino) mientras se entretienen derribando las columnas y arbotantes que lo sostienen todo.
Es sorprendente que con semejantes derroches de ignaro fanatismo campando por ahí, signo lamentable de este tiempo, aún acierten a brillar entre nosotros miles de disciplinas, ruinas, ritos y legajos, genuinos legados analógicos que, como esta ceremonia de la Coronación, el paso de los años no acaba de destruir ni, por fortuna, borrar. O como las corridas de toros. O como el acueducto de Segovia (levantado, con toda probabilidad, por esclavos desnutridos). O como el afrancesado Peinado Cien de Ciudad Real, las mil estatuas de Cristóbal Colón desperdigadas por el mundo o las danzas, vertiginosas unas veces y de beatífica lentitud otras, que al ir terminando el verano se prodigan a lo largo y ancho de los atrios de España para honrar a Nuestra Señora.
Puertas abiertas al tiempo, testimonios irrefutables, huellas petrificadas y una certeza inequívoca: la de que ni siquiera nuestro propio mundo ha sido siempre como lo vemos ni como creemos ni, mucho menos, como nos gustaría que hubiese sido.
Un buen motivo para pactar con todos esos residuos, parar su deterioro y, sin necesidad de experimentar orgullo ni desagrado, mantenerlos ahí, de pie delante de nosotros para siempre.
Su presencia resulta no pocas veces incómoda y, a ratos, hasta inquietante, pero su desaparición tampoco haría desaparecer la verdad que proclaman. Y pactar con el pasado (para asumir que fue lo que fue, aunque pueda parecer mentira que así fuese) no es sólo una estimulante muestra de valor.
Es una reconfortante señal de inteligencia.
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