Más de 500 usuarios, mediante cerca de 900 respuestas, han participado en nuestro foro en el concurso de historias de libros, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros para el ganador y 1.000 euros para el finalista. Este viernes, 28 de abril de 2017, anunciaremos los nombres del ganador y del finalista. Y ahora ofrecemos una selección con los veinte relatos que optan a los premios.
En Zenda hemos querido así celebrar el Día del Libro, que se conmemora el 23 de abril, como Sant Jordi, mediante este concurso de historias de libros (además de con el sorteo de #100librosy100rosas). Para participar, había que escribir un relato en internet en lengua española que incluyera la palabra LIBRO. El relato debía ser publicado en internet mediante una entrada en un blog, una anotación en Facebook o un tuit en Twitter. Una vez los usuarios hubieran publicado el texto, debían inscribirse en el Foro de Zenda en el apartado https://foro.zendalibros.com/forums/topic/historiasdelibros-en-zenda/. La extensión mínima de los textos era de 100 caracteres. La máxima, de 1.000 palabras.
El jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Lara Siscar y Paula Izquierdo, seleccionará un ganador y un finalista, tras valorar la calidad literaria y la originalidad de las historias. Aquí puedes consultar las bases del concurso.
El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las veinte #historiasdelibros seleccionadas.
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Todo lo que he sido
He sido amiga de un león.
He viajado a Fantasia.
He entrenado dragones.
He construido catedrales.
He sido replicante de combate.
Me han nombrado caballero, siendo mujer;he defendido castillos y he vivido entre cátaros.
He sentido la sombra del viento, he jugado con el ángel y he caído prisionera del cielo.
He descifrado enigmas en la antigua China.
He sido pirata en el mar Caribe.
He buscado el símbolo perdido.
He resuelto asesinatos en Mesopotamia y en el Orient Exprés.
He luchado en las cruzadas y he encontrado las santas reliquias.
He dado vida a un cuerpo inerte.
He vencido a vampiros.
He viajado al centro de la Tierra.
Al fin tuve noticias de Gurb.
He sido hormiga, cobaya, lombriz, vaca…
He comprendido la importancia de llamarse Ernesto.
He sufrido una extraña e irremediable metamorfosis.
He sido cortesana, he paseado por los campos Elíseos.
He hecho pactos con el diablo.
He vivido tiempos de guerra y tiempos de paz.
He sido pícaro y alcahueta.
He cometido un crimen y sufrido el castigo.
He volado cometas en el cielo.
He vivido cien años de soledad.
He amado a Romeo y a Heathcliff.
He besado a una fiera.
Y mucho, mucho más.
Gracias a los libros.
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Dos palabras y un libro
Leías en alto mientras yo cortaba el caldo del puchero con un chorrito de agua. Después me iba y te dejaba con tu libro en mitad de la cocina, tan grande y deshabitada que el sonido de tu voz rebotaba en las paredes y volvía a ti como un eco de soledad. Pero yo también estaba sola. ¿Qué te habría costado decirme dos palabras? Te lo preguntaba y tú contestabas con un ya lo sabes. Así que yo, cuando empezabas otra vez con la lectura, miraba a través de la ventana los almendros en flor en primavera, o la escarcha en los días de frío, y añoraba ese te quiero que tú no estabas dispuesto a darme. Te dejaba solo. Como yo, ya te lo he dicho. Porque no me bastaba con tu presencia.
Lo tuyo eran los libros, lo sé. Con ellos te llevabas bien. Decías que no podían defraudarte, que te reconciliaban con el mundo. Y claro que no te defraudaban. Tú siempre leías los mismos, aquellos que te gustaban, sobre todo uno. Releías. Lo abrías y podías pasar toda una noche con él. Te oía llegar de madrugada, retirar la sábana y meterte en la cama. Te pegabas a mí y a veces parecía que tu cuerpo temblaba de llanto. Era en esos momentos cuando te sentía más cerca. Hubiera sido bonito darme la vuelta y abrazarte. Pero no, yo quería el te quiero que no me dabas.
Ayer, desde el mostrador, metida en ese aire rancio que lo impregna todo, vi pasar por la calle a Natalio sobre el burro. Está mal. Anda vociferando todo el día. Enfadado con los vecinos, a los que acusa de una confabulación contra su persona. Ve peligros en las esquinas. Esto ya lo sabes tú, que unas veces se calma y sus quejas son un susurro, y otras da un paso más al desvarío y molesta con sus gritos hasta que acaba zarandeando al primero que se le cruza o dándole con un palo en la cabeza. Así que está mal. No creo que tarden en venir a buscarlo. Tú decías que está cuerdo, más cuerdo que los demás. No sé dónde veías la cordura. ¿Porque acertó cuando dijo lo del cura con la sobrina? Eso no cuenta. Decía que los cangilones de la noria eran manos que secaban la tierra. Decía que las bellotas estaban envenenadas y que matarían a los cerdos. Un disparate tras otro. Eso es lo que cuenta. Pero tú nada, erre que erre. Te llevabas bien con él. Ahora que está solo, anda más perdido que nunca. Temo que no vuelva a recuperarse. Sentí, desde mi atalaya de quesos tiernos, curados y semi- curados, que el peso del mundo se me venía encima. Porque fue como si al ver a Natalio gritando y gesticulando, te perdiera del todo. ¿Y qué me quedaría, Alonso? El comercio. El olor de los quesos que no se me va con el jabón. Y ese trozo de vida que pasa por el cristal de la puerta: Torcuato con los pies rozando el suelo, azotando a la mula con la vara. Paulina, la maestra, con los libros bajo el brazo, y la mirada perdida en el suelo, camino de la escuela. Mariana paseando el cántaro sobre el rodete y haciendo corrillos con las vecinas. Manuel, borracho desde primeras horas de la mañana. De vez en cuando, el ruido de los goznes de la puerta y alguien que entra a comprar un trozo de queso. El resto del día estirándose como una solitaria reproduciéndose. Infinito.
Pero anoche soñé contigo. Eso dirías tú, que fue un sueño. No voy a llevarte la contraria. No es bueno contrariar a los espíritus. Entrabas en el cuarto, te inclinabas sobre la cama y me decías al oído: Te quie-ro. Así, deletreando bien para que me enterara. Cuando desperté, aún quedaba la humedad de tus labios en el hueco de mi oreja.
Esta mañana, por primera vez desde que te fuiste, me he vestido con mi mejor traje y me he puesto los zapatos que llevaba cuando paseábamos por la calle Real. Al salir de casa, he arrancado una ramita de mimosas y la he metido en el ojal de mi blusa. Llevo tu libro, ese de caballerías que tanto te gustaba. Voy a leerlo para ti. Sé que desde donde estés, vas a escucharme como yo te escuché esta noche cuando pronunciaste las dos palabras. Porque yo, Alonso, también te quiero.
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Allanamiento
Me preocupo demasiado por todo. Por eso voy tanto a la biblioteca. Mi forma de desahogarme de la frustración es tomar un libro y desactivarlo. Ayudar a los demás, eso sí que me hace sentir bien. Si es una novela de misterio, siembro de breves anotaciones las hojas, apunto la identidad del asesino o los futuros giros que la trama reserva. En las novelas románticas trazo lazos con tintas de distintos colores: roja para los finales felices, negra para los trágicos. Siento debilidad por el negro. Disfruto especialmente escribiendo en las tapas de los libros aburridos NO PASA NADA. Sé que con ellas he ahorrado muchos disgustos y angustias, muchos arrepentimientos.
No hago todo esto por molestar. Más bien soy yo el que se toma la molestia. No creo que la decepción aleccione. Hay ya bastante dolor en el mundo, demasiados libros para el pedazo de tiempo que se nos ha dispensado. Por eso mismo ayer, al llegar a casa, no me sorprendí al ver cruzar mi puerta una raya de pintura blanca.
Quizás, pese a todos los prejuicios en mi contra, alguien me admire. Esta es su forma de agradecérmelo. Algunas gotas caían aún sobre el felpudo. Pasé la mano sobre la madera negra y cedió. Entré y vi más pintura en los cojines, bordados con bodoques apelmazados y frescos, y sobre las fotografías, el espejo del baño, los botes metálicos para la pasta, la cola del perro. ¿Habrían usado al perro como brocha?
Me divertía. Yo no tengo miedo. Alguien se habría enterado de lo que hago, alguien que ama tanto como yo la lectura. Quizás me dejé la puerta abierta o la forzaron, como en las malas novelas, con la radiografía de una cadera rota. Me pasé varias horas raspando con la espátula, tratando de descubrir el significado que ocultaban aquellos pegotes y líneas. Me acosté cansado y sereno, orgulloso de mis buenas acciones, satisfecho de haber captado la atención de un desconocido.
He dormido del tirón toda la noche. Me he levantado con unas ganas terribles de volver a la biblioteca. He soñado con el allanamiento. Estaba entusiasmado, notaba el corazón bajo la tenue piel del pecho, me picaba todo el cuerpo. Me ardía. Necesitaba una ducha de agua fría. He entrado a ciegas en el baño, frotándome aún los ojos, me he metido en la bañera y he abierto el mando para espabilarme. He creído seguir soñando: ríos rojos bajaban por mi cuerpo hasta el desagüe. He mirado hacia arriba. Agua. Me he palpado la cara y me he manchado los dedos. He corrido a mirarme en el espejo, he querido gritar pero no he sabido, he visto un mapa de heridas cruzarme la cara, profundas líneas rojas, moratones, parches lívidos. Bajo el ruido del agua cayendo he oído un portazo, he oído ladrar a mi perro. Alguien me conoce mejor que yo mismo.
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Reflexiones desde mi celda
La mayor cicatriz no es vivir cien años de soledad, sino recordar el perfume de la mujer a la que amo encerrado en una oscura celda, donde cada día puedo leer la crónica de una muerte anunciada, la mía.
Los ángeles y demonios de mi interior lucharon entre ellos durante un tiempo, pero ahora la metamorfosis ya está completada, nunca volveré a ser lo que fui. Las mil y una noches que llevo en esta celda son mi peor enemigo. Ya he olvidado el color, el olor y, casi, el nombre de la rosa. Crimen y castigo que ni cometí ni merezco… si al menos tuviera la oportunidad de matar a sangre fría a los que me hicieron esto… La conjura de los necios funcionó, y mientras ellos, los miserables, celebran mi falta de libertad, yo sólo pienso en el extranjero que un día me avisó de todo esto. Lo hizo en 1984, el día de los santos inocentes. Su voz adelantándome todo lo porvenir vuelve a mi mente una y otra vez. El gran Gatsby se hacía llamar… Vaticinó todo lo que me iba a suceder cuando yo sólo pensaba en un mundo feliz. ¿Acaso debería haberle creído? ¿Yo? ¿Un poeta en Nueva York en el mejor momento de su vida? No, la odisea por la que he pasado no entraba en mi mente. Quizás mi orgullo y prejuicio me obligaron a rechazarle, a llamarle idiota y renegar de sus narraciones extraordinarias… ojalá pudiera retroceder en busca del tiempo perdido.
El ruido y la furia que inundan mi interior son capaces de destruir hasta los pilares de la tierra, pero de nada sirven en este reducido espacio, entre mi propia sangre derramada y la oscuridad, entre rojo y negro. Aquí ni siquiera podría componer 20 poemas de amor y una canción desesperada. Quizás el secreto esté en resistir, pero me niego a comprobarlo. Mi final se acerca, y cuando me muera, nadie preguntará por quién doblan las campanas, pues estas no sonarán. Joder, ni siquiera tengo un maldito libro con el que poder escapar de aquí. Niebla, ven a mí, estoy preparado para sucumbir. Las tumbas de Saint Denis me esperan como a tantos hombres buenos que llegaron antes que yo. El club de los suicidas va a tener un nuevo miembro.
Adiós, muñeca.
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Porvernir
Tú sigues en paro. Yo sigo sin buscar razones para trabajar. Tú sigues buscando empleo. Yo sigo esperando triunfar.
Comemos pasta y patatas casi crudas. Comemos poco y sin aliñar. Hacemos el amor y paseamos. Nos cogemos de la mano, nos reímos del mañana, le damos lo mismo al mundo y a nosotros nos da igual.
Hoy he cobrado mi último relato. Hemos ido a comprar jamón, queso, una botella de vino y una barra de pan; a pasar el día al río, a nadar y a bostezar.
Mañana vuelta a la pasta, mañana vuelta a empezar. La noche pasa, el sol alumbra tus entrevistas y el libro que vendrá. El sol siempre acaba saliendo. Mañana qué más da.
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Como un rumor
El kiosko se oxida. La casa que habitan a diario las palabras se desmorona. De nada sirve la lona roja que lo cubre, pintarlo de verde o revestirlo de pegatinas.
La avenida despierta sus rutinas. Sopla un viento de levante. José arrastra un carrito que chirría con los periódicos del día. Tintinean las tazas del café en las manos de Antonio. Se encienden las casas, la fachada de cristal desnuda el edificio y una luz difusa alumbra la disposición de los muebles que ocupan los funcionarios.
El semáforo alterna el tiempo para los coches y los peatones. Alicia cruza pisando las rayas blancas de la cebra. Espera encaramada en los botones de las baldosas, protegida por los bolardos, a que se abra el kiosco para recoger su bolsa con diarios.
Cuando José despliega las puertas, como pájaros enjaulados, revolotean las páginas. El peso de las piedras contiene la fuga de las hojas. En las estanterías se suceden los sobres con cartas infantiles, los álbumes de cromos y las golosinas mientras que un puñado de libros se desparrama por el suelo.
La primera bocanada huele a encierro, se hace pesada y embriaga sus sentidos. En cuclillas los apila, con el cuidado de sus manos, ventila las hojas, las separa con sus dedos sin romperlas y lee.
Alicia repite los saludos y le desea buenos días. Para que lo sean sólo tiene que empujarlo en ese mar de renglones como olas. Sólo tiene que saltar tras él para capuzarlo, y lo salpica con palabras y nadan entre pececilllos de plata, mientras se pliegan las solapas como un rumor del oleaje.
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Las alas de Julia
Julia tiene 9 años. Sabe contar hasta 2213. Su camiseta favorita es de color lila y tiene una enorme estrella estampada en el centro con una frase debajo que dice «shine as you usually do»; ella no tiene ni idea de qué significa, pero le encantan las estrellas. Ama leer libros de princesas para escribir luego en su diario cosas como: «Querido diario, el libro nuevo también habla de una princesa a la que le salva su príncipe, pero si yo fuera princesa quisiera tener un caballo para subirme a él y huir yo solita. Un caballo blanco y bueno. O un unicornio, aunque dice Jaime que no existen ni jamás van a existir. Jaime es tonto, solo dice eso para sentirse como los mayores». Todo esto, obviamente, con un par de faltas. Su comida favorita es el helado de pistacho y se enfada cada vez que mamá le dice que eso no es una comida de verdad. Tiene una cicatriz encima de la ceja porque cuando era más pequeña su primo mayor la columpió muy fuerte y salió volando un par de metros. Ella siempre dice que parece una pirata, entonces sonríe orgullosa y la señala. Su mejor amiga es su tortuga Macarena. Su día favorito son los domingos porque van a casa de la abuela a comer y su tío Miguel le explica cosas de baloncesto. Al principio le aburría un poco, pero ahora entiende casi todo cuando escucha al comentarista en la tele y se siente más lista.
Julia tiene 9 años. Vive con su madre, su padrastro y su hermano Jaime. Tiene un diario donde escribe cosas como «hoy estaba jugando con Macarena y Luis ha entrado en mi habitación. Mamá estaba trabajando y Jaime en clases de pintura. Me ha dicho de jugar a un juego muy raro, decía que se jugaba sin ropa. Me ha acariciado y besado el cuerpo, luego me ha hecho un poco de daño. Dice que es un juego secreto y nadie lo puede saber. Que es solo para niñas bonitas como yo. Dice que es parte del juego el dolor, que me acostumbraré. La verdad que he llorado un poco, pero no le puedo contar a mamá porque entonces Luis se enfadará y mamá quiere a Luis». Aquel día aprendió a contar hasta 2213. Su camiseta favorita es lila y tiene una estrella en el centro; la razón por la que le gusta tanto es que se la compró papá cuando aún vivía en casa. Ama leer libros de princesas, pero también de magos, de gente corriente, de brujas y animales fantásticos, de cualquier cosa que se le presente. Lee para escribir en su diario notas sobre ellos, que le sirvan de base para escribir ella algún día el suyo propio; pero por encima de todo, lee porque solo así consigue durante un par de horas evadirse de la horrible realidad en la que vive. Su mejor amiga es su tortuga Macarena porque es a la única que le puede contar acerca de ese extraño juego. El domingo es su día favorito porque va a casa de su abuela y no tiene que estar con Luis. Tiene una cicatriz encima de la ceja y le encanta porque con ella está más fea. Julia no quiere ser más bonita, odia los juegos creados para ellas.
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Llamadme libro
Si somos lo que comemos, entonces llamadme libro.
Primero soy apariencia. De ti depende juzgarme o no. Por cordialidad siempre devuelvo el saludo. Una palabra, dos como mucho. No me abro más. Claro que si pasas de página sabrás algo sobre mí; aunque advierto que el primer capítulo es amable, breve, poco claro y falto de profundidad. Decisión del autor.
Por algún lugar ronda una persona a la que si le preguntas si me ha leído, contestará: sí, aguanté hasta la página diez. Diré que yo tampoco le dejé ir a más. Me cansó al par de capítulos, pero me empeñé en seguir, tontamente ilusionado, pese a sus repetidas faltas. Mandamiento del lector: dejarás un libro al mínimo disgusto. Aplíquenlo sin miramientos acabarán con una doblez marcada de por vida.
Total, que cuestión de apariencia o quizá de prosa, sólo se me acercaban manos iletradas. Ya no tanto que no leyeran libros, sino que ni sabían cómo abrir uno. Hubo que poner punto y aparte. Aunque la decisión me condenara al rincón polvoriento de la estantería, opté por ser mi mejor lector.
Ahora resulta que… Que se me han ablandado las tapas. La tripa y la encuadernación. Tras tanto tiempo inerte he encontrado a mi lectora. Un día de compartir afición, de la nada dijo: mis libros favoritos son 1984 y Un mundo feliz. Zas. Zas. Dianas en mi corazón. Encima lee en el idioma original. Zas mayúsculo. Y claro, la tinta es débil. La primera frase de su primer capítulo y yo lanzándome de cabeza a su lectura, cual pavo real literario que despliega sus páginas en abanico.
Y qué bien huelen las suyas.
Querría hacer lo habitual en mí: llevármela a la cama hasta el amanecer, reposar su anatomía entre mis manos, deslizar las uñas por una tira de papel y colocarla entre los pliegues de sus mejores pasajes. Estimular su mente mientras recorro las formas de su alfabeto. Pero mejor calma, no vaya a pensar que soy del género equivocado. Atrás queda la lujuria del << sólo un capítulo más >>. Bienvenida la paciencia, enemiga de la tentación, recompensa en los juegos del corazón.
Toca disfrutar del camino. Enseñar poco y avanzar despacio. Leernos sin pensar en el final. Hacer malabares con la intriga, ¿estaré en su cabeza como ella tanto en la mía? Los capítulos del futuro que surjan a consecuencia de los anteriores, no del monótono desgaste. Lo que otros llaman palabras por no haber cultivado su vocabulario que sean para nosotros recuerdos con la impresión de nuestras huellas sobre el papel. Contigo me hago ligero. Ya no importan las etiquetas convencionales de género o edad de lectura; llegar a ser best seller; alcanzar la segunda hornada de ejemplares.
Sólo tú, conjunción, yo.
Y cuando mis palabras no alcancen a definirte, simplemente y en silencio, pasearé mis ojos por tu léxico.
Quiero ser una historia compartida.
Tu punto y seguido.
Hacerte literatura.
Devorarte en prosa.
Y también a versos.
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Alicia y las vincapervincas
Carlos siempre odió la rapidez con la que se secaban las vincapervincas. Bastaba un fin de semana sin agua y las plantas se echaban a perder de manera irremediable. Desde que Alicia falleció, Carlos debía hacerse cargo de tareas domésticas a las que hasta ese momento no había prestado atención.
Formaban un matrimonio clásico, de los de antes, de los que apenas se miran ni se hablan y creen adivinarse en gestos repetidos durante décadas. Él: trabajo en el banco de 8 a 17, cartas, petanca con los amigos, cognac y fútbol. Ella: compra, cocina, limpieza, costura y una afición desmedida por las plantas y los programas del corazón.
Hasta en la cama eran tradicionales. Carlos siempre encima en estos vaivenes del amor que, recién casados se repetían cada sábado, al año de la boda un sábado cada mes y a los cinco años los quince minutos del sábado habían dejado de existir.
Tuvieron un hijo que reprodujo el patrón clásico de sus padres. Se llamaba Carlos, como su progenitor, estudió empresariales, se casó con una chica bien, la novia de toda la vida, y se colocó en una gestoría del Paseo Espolón. Su mujer, Lucía, como Alicia, condenó, con el matrimonio, su existencia a una suerte de esclavitud bien avenida.
Carlos padre había dejado de besar a Alicia hacía muchos años. En los tiempos de la comunión del niño, a mediados de los 80, ya no había fotografías cogidos de la mano, no tenía su vida espacio para los libros ni los sueños, ya no había miradas encendidas en él, ni se dibujaba en el rostro de Alicia el sonrojo perenne del pudor que le provocaba el deseo malentendido que jamás llegó a satisfacer.
Carlos hijo tuvo una infancia normal, coches de choque en la feria de finales de mayo justo antes de los exámenes, quince días en agosto en Benidorm y los tuppers de tortilla de patata y judías verdes con tomate cada sábado que salían los tres juntos al campo.
La rutina y el cansancio floreció en sus vidas, mientras la terraza de Alicia rebosaba de vincapervincas. Carlos no entendió jamás el apego de su mujer por la planta, a la que dedicaba horas de atenciones y mimos. Nada más levantarse, con la bata sobre el camisón, preparaba el desayuno a su marido y corría a la terraza para revisar el estado de sus plantas. Las regaba a las ocho de la mañana y el tiempo se paraba para ella en esos momentos de calma en que la ciudad se desperezaba al tiempo que lo hacían sus plantas.
En ocasiones les hablaba. A todas les puso nombres. Nombres femeninos, robados de las hijas que nunca tuvo. Aprendió a hacer ganchillo con unas revistas que le prestó una vecina y cubrió las macetas con un delicado traje de hilo egipcio blanco. Las vincapervincas de Alicia lucían inmaculadas.
La primera llegó ese febrero en que Carlos hijo superaba sus primeros exámenes universitarios. Alicia llevaba ese cuatrimestre huérfana de hijo y llegó Irene. Irene era una planta ya madura y aguantó toda la temporada en la terraza, a la izquierda de la puerta era la primera en recibir el sol en las mañanas de esa estación. Alicia la mimó todos esos meses en que la indiferencia de Carlos padre y el olvido de Carlos hijo llegaron para quedarse. Irene acompañó a Alicia hasta mediados de junio, que comenzó a apagarse mientras la rutina asolaba de nuevo la existencia de Alicia: Carlos padre y Carlos hijo, los tuppers de judías y las tortillas de fin de semana, el resto de los días, soledad, televisión y charlas con la vecina. Entonces llegó la revista de ganchillo y la primera bobina de hilo egipcio y los planes que atajaban la soledad de la mujer.
Carlos hijo volvió a la universidad y Alicia se centró en la costura. Terminó una colcha de verano que tenía pendiente y trabajó con ahínco en los trajes blancos para las macetas de la siguiente primavera.
Llegó febrero y en la terraza de Alicia nuevas huéspedes disfrutaron del sol de primavera. Carla, Sofía y Alba centraron la atención de la mujer. Carla ocupó la maceta de la difunta Irene y las tres vistieron delicados trajes de hijo egipcio confeccionados los meses anteriores. Alicia salía con una silla a la terraza y se desvivía por darles conversación. Nadie le respondía, claro, pero las flores moradas fueron girándose en dirección a la silla. Y con el transcurrir de los meses, antes de que entrase junio, parecían niñas aplicadas en torno a una maestra.
En junio Alicia volvió a quedarse sola. 3 macetas vacías aguantaron el resto del año, esperando nuevas vincapervincas. Tres cada temporada: María, Beatriz y Paloma, Leonor, Elena y Arantxa… nunca repitió un nombre ni un vestido de hilo blanco. Alicia desarrolló un amor por la aguja y olvidó pronto los desayunos opíparos de Carlos padre y la atención completa que su marido le requería.
Cuando Alicia enfermó, pidió que la llevaran al hospital sus tres vincapervincas. No quería que estuvieran desatendidas y sin ellas no tenía con quién hablar. Volcó sus últimos afectos en ellas, mientras sus pétalos se arrugaban al tiempo que su madre se apagaba para siempre. El amor hay que regarlo todo el año, decía Alicia en sus últimos días a su nuera Lucía. Y Lucía suspiraba y atendía con respeto a su suegra mientras soñaba con un amor despreocupado y atento, y con olvidarse de la vida de rutina y desafectos que parecía convertirla en el eco desdibujado de la mujer que amaba las vincapervincas.
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Una trágica pérdida
El niño lloraba desconsoladamente. Las enormes llamas que surgían de lo que hasta ahora había sido su casa lamían el cielo y arrancaban destellos de su cara, inundándolo todo de un calor infernal. Incluso allí, a unos cien metros del incendio, todavía podía notarse el ardor del fuego.
No había tenido tiempo para reaccionar. El fuego comenzó a comérselo todo durante la madrugada y el humo fue apoderándose de cada rincón de la casa mientras todos dormían. Se despertó tosiendo bruscamente, sin tener tiempo para asimilar lo que estaba pasando. No podía apenas respirar, tosía y tosía una vez tras otra. Los ojos le escocían y no dejaban de llorarle. Su instinto, en contra de su voluntad, le había hecho salir corriendo en busca de aire fresco. No había tenido tiempo para nada, ni siquiera para salvarlos a ellos, quienes le habían enseñado todo hasta ahora.
Le habían enseñado a comportarse y a ser educado, a leer y a escribir. Le habían dado valores con los que enfrentarse al mundo y mostrado lo que era el coraje, la honestidad, la fuerza moral, la dignidad, la valentía, la lealtad, la amistad, el amor, la muerte, la pérdida. Le habían llevado a mil lugares de viaje, contándole en cada lugar el por qué de cada cosa, su historia. Le habían ayudado a comprender el mundo y a tener una visión diferente de la vida, a diferenciar el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto. Y ahora, los había perdido entre las llamas. Se culpaba sin cesar y se maldecía a sí mismo por no haber percibido antes el fuego, por no haber sido capaz de salvarlos.
—Había más de quinientos ¿verdad hijo? —su padre se había acercado hasta él con mucha templanza. Consciente de la desolación de su hijo, le colocó una mano sobre el hombro. Su madre y sus hermanas se encontraban junto a la ambulancia con mascarillas de oxígeno, no habían sufrido ningún daño—. A partir de mañana, nos dedicaremos a recorrer el mundo entero hasta dar con todos y cada uno de ellos. Volveremos a recuperarlos todos
—Por supuesto que sí —dijo el niño apretando los puños—. Volveré a recuperar todos esos libros.
***
Libros de ida y vuelta
Fue totalmente casual que justo en ese momento Triana Quevedo se asomara a la ventana. Había llegado hacía un año a New York con la misma maleta cargada de sueños que tantos inmigrantes antes que ella. Sin embargo, a esas alturas, la ciudad se la había comido por los pies, la había vomitado, se la había vuelto a comer y la había vuelto a vomitar. Dicho en corto: estaba en el límite, en ese punto de la hoja de navaja en que pasito acá, pasito allá, te caes y te rebanas el alma en dos. Se acordaba siempre de aquella película de Woody Allen con la pelota de tenis dando en la red al final.
La habían insultado, escupido, gritado y hacía tan sólo unos días casi la viola un tipejo muy grande. Sólo se salvó porque apareció un pandillero que le pegó una puñalada al otro al reconocerlo de una banda rival. Luego la ayudó a levantarse y, cuando se recompuso, le robó la mochila con el portátil y su libro “salvavidas”, una primera edición de los Esbozos líricos de Juan Miguel Pomar, que su mejor amiga le había regalado en su decimoctavo cumpleaños. Una cosa no quita la otra, nena, parecía decir con la cara mientras se daba la vuelta el animal del navajazo. Ese día casi tiró la toalla, pero su casera, italiana, le contó unas cuantas historias de otros huéspedes y entendió que todo eso casi era un peaje que imponía la ciudad más cosmopolita del país más libre del mundo a los recién llegados; learning curve, sweetheart. Parte de la curva de aprendizaje, vaya. Y, de alguna forma, aguantó.
Con todo eso a la espalda, llevaba días sumida en una especie de sopor que la impedía levantarse de la cama por las mañanas. No es sopor, le dijo una mañana su jefa del Instituto Cervantes, es amago de depresión, se te pasará. Venga, a trabajar. Pero hoy era sábado y, aunque no tenía que trabajar, antes del amanecer se le habían abierto los ojos como platos y no podía volver a dormirse.
Mientras los primeros rayos de sol se filtraban por entre los edificios de Manhattan, Triana miró hacia arriba y respiro una bocanada de aire aún no demasiado viciado por el tráfico. Observó movimiento en el edificio de enfrente, a unas decenas de metros, en una de las cornisas intermedias donde el anticuado rótulo aún iluminado con el nombre del Gran Hotel Waldorf brillaba anacrónico. Era un vetusto y honorable edificio de imponente fachada mezcla del verticalismo propio de la gran manzana y detalles palaciegos franceses. Al fijarse mejor vio a dos personas que se besaban apasionadamente justo delante del rótulo. Esto sólo pasa en New York, pensó, mientras la imagen atrapaba toda su atención y la hacía contener la respiración.
Algún tiempo después, la chica abandonó la cornisa y el tipo, que llevaba un sombrero muy peculiar, como de aventurero, empezó a cantar a voz en grito y a bailar en la cornisa, de forma bastante temeraria. El viento llevó la música hasta su ventana y Triana reconoció claramente uno de los himnos indios del Mardi Gras de New Orleans: Indian red. No conseguía identificar la edad del hombre pero parecía contento, exultante; tanto que casi se cae durante el baile. Antes de irse, el hombre lanzó al aire un puñado de papeles mientras reía sin parar. Pura felicidad.
Los papeles volaron como si fueran confeti el 4 de julio en la 5ª Avenida y quiso el azar que las corrientes llevaran varios de ellos contra la fachada de su propio edificio, uno de ellos fue a parar a su ventana, y lo agarró al vuelo. Al mirarlo, pudo leer, estupefacta, las líneas que contenía.
Al primer golpe de vista ya había adivinado que los papeles que llegaban traídos por el viento eran las hojas sueltas de los Esbozos líricos que había perdido unos días antes cuando la asaltaron.
Aunque días más tarde quiso encontrar al misterioso hombre del sombrero y averiguar cómo había llegado el libro a sus manos, le fue imposible. Supo entonces que la chica de la cornisa había desaparecido y el NYPD la buscaba ya en el Hudson. También que el hombre, un trompetista de jazz, huésped fijo, estaba destrozado por ello.
Pero en ese instante, junto a su ventana, apareció en Triana una potente determinación que la llevó a salir corriendo escaleras abajo a recuperar todas las hojas que pudiera, lo que casi consiguió gracias a que el tráfico a aquellas horas aún no era infernal.
Empezó a repasar ansiosa los números de las páginas que había encontrado y a ordenarlos. Supo que sólo le faltaba una página. Solía ser perfeccionista en su trabajo, no se lo tomó bien. De alguna manera aquella página que faltaba era una pieza importante y le dolía no haberla encontrado. Allí, en medio de la calle, se sentó en una escalera dispuesta a llorar aquella página, cuando inesperadamente una mano ajena puso la página perdida sobre las demás. Ella levantó la vista y se encontró con un joven de aproximadamente su misma edad.
—Hola, me llamo Banky. Venía por la avenida y te he visto agobiada recogiendo todos esos papeles del suelo. Debe ser importante porque vas en pijama, de Hello Kitty, lo sabes ¿no?ꟷ Triana se moría de vergüenza.
—No te preocupes —siguió Banky— esto es New York, aquí nada es demasiado raro. Tengo que abrir mi librería en media hora pero si no te importa ir en pijama… ꟷtitubeóꟷ ¿Café con bagels y me cuentas lo de esas hojas?
—Banky, sin duda estoy teniendo la semana más jodidamente rara de mi vida, así que sí, te acepto ese desayuno y el pijama me da igual.
Y ese desayuno fue el primero de muchos. Triana Quevedo intuyó que los Esbozos líricos de Juan Miguel Pomar de 1927, que le habían dado compañía durante años, ahora, quizás, también le darían algo más.
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Más allá del Toboso
Mi mujer se levanta cada noche a esa hora en que las estrellas pierden los contornos puntiagudos que les salen cuando las dibujamos sobre un papel. Después de dar una vuelta por la casa y comprobar que está todo en orden, enciende la radio y se pone a limpiar la plata, a bordar cuadros de punto de cruz o a retocar con acuarelas los desconchones de los imanes de la nevera.
—Cualquier cosa es mejor que perder el tiempo ahí tumbada —replica con su voz cavernosa cada vez que le llamo la atención porque no me deja dormir.
¡Estoy desesperado! Si hasta le he regalado un libro para que se esté quieta y callada. Pero que no le gusta la historia, dice, que don Quijote está como una cabra y el Sancho ese es un resabidillo que le cae fatal, así que me lo ha devuelto y se ha puesto a ordenar el cajón de los calcetines.
Ya no sé cómo hacerle entender que, cuando uno se muere, es para toda la vida.
***
Entre líneas
Si pudiese ser tu prólogo y esconder mis caricias en un punto de libro. Si pudiésemos posponer el epílogo mientras giramos las páginas entre miradas cómplices y sonrisas indescifrables. Si pudiese eludir el final con un punto y seguido y leer tus deseos entre líneas, sin paréntesis ni elipsis, recorriendo con los dedos tu espalda atesorada de puntos suspensivos. Y pronunciar tu citación favorita con mis labios pegados a los tuyos. Si la portada y la contraportada nos diesen alas para volar en forma de aves del paraíso o ultrasónicos aviones de papel.
Y, puestos a elegir, que hubiese muchos capítulos trepidantes y uno dedicado al amor. Que la nuestra fuese una saga que ocupase el número uno de todas las librerías. Que la historia lograse llegar hasta los agradecimientos, para decirle al camarero que tiró mi copa encima de tu libro que me gustaría que fuese el padrino de nuestra boda. Si la tinta traspasase las letras pero nunca el significado verdadero de la palabra. Si tú y yo juntos para siempre, enlazados con el mismo vínculo invisible e inquebrantable que une al autor con su obra.
El título, eso sí, lo eliges tú.
***
Leer demasiado nunca fue bueno para la salud
Cada lunes Gregorio tomaba prestado un libro de la biblioteca en la que trabajo, y cada viernes, al devolvérmelo, se presentaba invariablemente transformado en algún personaje de la novela que hubiera leído durante la semana.
Así, repentinamente flaco y lanza en ristre, lo vi desfilar ante mí con el porte caballeroso de Alonso Quijano. Tuve que soportar en otra ocasión el incesante parloteo del loro que decidió colocarse al hombro para emular a John Silver, “el Largo”. Y hube de frotarme los ojos varias veces aquella tarde en la que me asaltó en la sección de “Clásicos universales”, vestido con minifalda, mordiendo una piruleta y con un ejemplar de “Lolita” entre sus manos.
El paso del tiempo, sin embargo, hizo que me acostumbrara a sus excéntricas mutaciones, cada vez reparaba menos en él y por eso, aquel viernes, hasta que llegó el momento de cerrar la biblioteca no caí en la cuenta de que no me había cruzado con Gregorio en todo el día. Fue entonces cuando observé en un estante el hueco del libro que se había llevado esa semana. Me extrañó que, fiel a su costumbre, no lo hubiera devuelto e hice memoria. “La metamorfosis” de Kafka, recordé de pronto. Horrorizado no pude hacer otra cosa más que mirarme los zapatos, preguntándome con cuál de los dos había aplastado a una cucaracha junto a mi mostrador, esa misma mañana.
***
Vacío a la nada
Don Kendall
—Necesito un voluntario que me ayude —vocea el sacerdote.
—¿Valdría una voluntaria? —susurra la mujeruca.
—Repito y aclaro. Necesito que alguien me ayude —dice la figura seca de hábito ennegrecido.
—Yo lo haría, si no tuviese que… —musita el joven rubicundo.
—Tú no harás nada hasta que se te diga —habla el adusto padre de familia.
En el exterior la multitud convertida en turba baila entre los restos del campamento festivo recién arrasado. Sobre uno de los catafalcos hay un hombre echado de bruces y convulsionando. Su lengua está clavada a una tabla cubierta por seda de color bermellón. Entre las piernas una estaca sujeta un cartel en el que se puede leer: «Gloria al Poeta».
Al fondo de la sima los únicos supervivientes del festín religioso se miran entre sí. El clérigo blande el hisopo.
—Parece que no se dan cuenta de que esto se hunde. Si no me hacen caso, me retiro solo —grita hacia las tres figuras situadas más abajo.
—Quiero volver a casa de la abuela —dice el orondo adolescente entre hipidos.
—Tú te empeñaste en venir. La virgen ni apareció ni va a aparecer —solloza la mujer enteca apoyando en su protesta al que parece hijo de la pareja.
El fraile se quita el ropaje con el que está disfrazado para el oficio. Debajo solo lleva una malla ajustada, de rayas horizontales amarillas y negras.
—Si quieren salir bien de esta situación, debe ayudarme alguien —dice en el último intento de arrastrar fuera del pozo a los insensatos personajes.
—Señor mío, si no hace más precisa su petición, nadie se moverá de aquí —habla con pomposidad el petimetre que ejerce de padre de familia—. Debo recordarle que la falta de precisión en el lenguaje puede llegar hasta provocar tragedias.
Afuera, los otrora pacíficos habitantes del valle, transformados en invasores, dan los toques finales al saqueo del campamento de “los extraños”. En un momento se consolida una pintoresca columna humana que va dando vueltas alrededor del catafalco sobre el que agoniza el supuesto poeta. Un venerable anciano comienza el canto de “Vacío a la nada”, la única obra conocida del yaciente sufridor :
Sin balas en la recámara,
Sin recámara en la pistola,
Sin pistola en la funda,
Sin cartuchos en la cartuchera.
Con lágrimas resecadas,
Con surcos sin sementera,
Con temblores sin montura,
Con estribos en la chaqueta.
Nada y todo van revueltos,
Un algo sin el con
vale más,
que toda la nada muerta.
La música de fondo para la salmodia se asemeja al runrún de una gigantesca gata en celo. Con la melopea improvisada los procesionarios se apropian también del himno sagrado de “los extraños”.
Los únicos recuerdos de su aparición en la comarca están en «EL LIBRO» :
«No llegaron de golpe. Se establecieron en la ladera de la montaña cerca de la balsa en la que vertían los residuos de la fábrica de mercurio. Cumplieron como mano de obra barata para las minas de cinabrio. Al paso del tiempo también se ocuparon de los trabajos que nadie quería en el valle. Seguían a un gurú nombrado “Poeta”, autor del LIBRO. Cuando cerró la primera mina, el maestro se retiró al fondo de la misma y tuvo una visión celestial. Así empezó el culto a “Nuestra Señora de Cinabarita”.»
Con el culto comenzó el negocio y la riqueza para los habitantes de la montaña. No hay recuerdos del inicio de la ruina de los habitantes del valle, aunque parece coincidir con el éxito de los montañeses .
En el interior de la mina-santuario, el religioso termina de despojarse de los hábitos, se afianza en un resalte de la pared y ve como las tres figuras se hacen más pequeñas a medida que el terreno se va hundiendo bajo sus pies.
—Ahí se quedan. Nada se puede hacer ya. —Tira al vacío la estola blanca que aún tenía en las manos—. Luego repta rápido hacia el punto de luz que señala la salida.
—¡Imbéciles!
El desfile de los saqueadores continúa desde el campamento devastado hasta cerca del santuario. A la bocamina solo llega un pequeño grupo empujando una vagoneta cargada de dinamita. En la estrofa final del estribillo: “…toda la nada muerta”, encienden la mecha, empujan el carretón y se vuelven corriendo.
Tal vez por eso no pueden disfrutar de la visión de una extraña figura, vestida de amarillo y negro, surgiendo de las entrañas de la tierra. Sólo hay tiempo y lugar para la gran explosión final. Amén.
***
Creatividad subordinada
Mandé mis letras al campo de batalla con nulas esperanzas de obtener una pronta victoria, pues sabía bien de la ferocidad de sus oponentes, que llevaban a gala su imbatibilidad.
Haciendo buen uso del cobijo que el interlineado a doble espacio les ofrecía, se acercaron al enemigo por la retaguardia, más fueron muchas las que hallaron su fin en la sangría, promontorio desde el que las supervivientes veían caer al vacío a sus hermanas, imposibilitadas para ofrecerles su ayuda.
Estancado en un punto y aparte, un pelotón de vocales aguardaba el momento propicio para lanzar su ofensiva, pero las esdrújulas se encargaron de arrasarlas haciendo un magistral uso de sus tildes, que empleadas a modo de azote propiciaron la apertura de una brecha en mis filas.
El asalto a cada nuevo párrafo suponía toda una odisea, pues las letras combatientes no hallaban el tiempo que precisaban para reponerse, dado el acelerado ritmo imprimido a la narración sobre la que se veían forzadas a moverse. Tras recurrir al subterfugio de camuflarse como cursivas, el progreso pudo seguir adelante con mayor facilidad, pero como en todo grupo, también en éste existían los traidores, y la letra H, que siempre había llevado a gala su silencio, demostró no ser la fiel guardiana de secretos por la que se la tenía.
La delación condujo a las consonantes a ver sus esbeltas caligrafías tornadas en negrita, el blanco fácil de todo líquido corrector que se preciase. Fueron muchas las que desaparecieron del libro en el camino, pero el refugio de las comillas, que las convertía en una cita textual, las salvó de verse diluidas bajo la presión del pequeño pincel blanco.
Mis órdenes, transmitidas gracias al arrojo de las oraciones copulativas, les llegaban con dificultad, pues el bloqueo de las mayúsculas suponía una barrera a las que muchas preferían no tener que enfrentarse, so pena de acabar convertidas en borrones que harían olvidar su sentido original.
Traté de situar mis adverbios en el tiempo y el lugar adecuados, pero esas terminaciones en “mente”, siempre dispuestas a recargar un texto hasta conducir a la extenuación del sufrido lector, rompieron las ordenadas filas de la formación con el único afán de hacerse un sitio entre ellas, conduciendo al caos total.
El pelotón de los gerundios seguía intentando avanzar, luchando por cada palmo de hoja en blanco, saltando sobre los adjetivos que los descalificaban, y llegando hasta el punto de llevarme a creer que la victoria podía no encontrarse tan lejos como todo hacía pensar, pero mi contrario aún ostentaba el control sobre la mayor parte de los verbos, a cuyo mandato se debían mis huestes.
Alarmado por la pasividad de algunas formas verbales, recurrí al as que guardaba en mi manga, y haciendo uso del siempre dispuesto imperativo, me dispuse a enfrentar el combate definitivo, aquel que decidiría la facción que habría de salir victoriosa de tan cruenta batalla.
Las eses lanzadas por mi oponente alcanzaron a varios de mis sustantivos, tornándolos al plural y haciendo que su peso los llevase a caer en picado, arrastrando con ellos a las preposiciones que les habían servido de amarre a sus predicados. Las conjunciones a las que recurrí en un último intento desesperado por reagrupar sus fuerzas poco pudieron hacer, y las interjecciones de angustia acudieron a mis labios.
Tal como solía hacer con cada nuevo lanzamiento, me situé en un lugar de la librería desde el que poder observar a quienes se acercaban hasta mi nueva novela para, tras ojearla, tomar la decisión de llevarla con ellos a casa.
La satisfacción por el esfuerzo recompensado se quedaba en nada cuando pensaba que la obra que leerían jamás se correspondería con aquella que imaginé. Una vez más, había perdido mi particular guerra contra el corrector de la editorial.
***
Jubilación anticipada
Doce de la noche…
A Beatriz le inspiraba la noche. Aquel silencio. Era un momento enteramente suyo, aunque sabía que al día siguiente el insomnio pasaría factura. Estaba a punto de concluir su séptima novela policíaca, con una extraña sensación de ansiedad. Se daba cuenta de que escribir la saga se estaba empezando a convertir en una obligación. Lo que ignoraba es que era el protagonista que había creado el que se había cansado de su propia historia y que él solo estaba precipitando su final.
Ánimo –se decía la escritora–. Tan solo dos capítulos más.
Capítulo IX
Sebastián Ponce estaba frente su vieja mesa de trabajo contemplando distraído el café humeante, demasiado amargo. ¿Es normal que tenga ese olor tan rancio? Para qué hacerse preguntas. Nunca obtengo respuestas, aquí todo viene impuesto, me guste o no.
Ahí entra el joven, ese que muestra tanto entusiasmo. Ingenuo. Solo lleva tres semanas aquí, claro.
– Jefe, ¿has leído las noticias? ¡creo que esta vez lo tenemos!
Ese tuteo. Qué manía. Yo le doblo la edad, tengo un rostro adusto con cara de malas pulgas, y soy seco. Todo el mundo lo sabe. Por qué me tutea.
– Jefe –insiste– ha dejado demasiadas pistas esta vez, fíjate–. Se me acerca con el periódico abierto, plantándomelo en las narices, casi me tira el café encima.
– Lo sé –respondo, y procuro que mi tono disminuya su exceso de optimismo.
– Mira la foto que han captado las cámaras –me señala una imagen borrosa– ¡es una mujer! y no precisamente joven. Mira la silueta encorvada, fíjate el cabello cano que apenas cubre el pañuelo. Justo después de marcharse encontraron otra de sus notas….Ya sabemos dónde actuará la próxima vez ¡¿Puedes creerlo?!
Pues claro que puedo creerlo –piensa para sí–. Estás hablando con el detective Ponce, principiante. Ya hace tres días que sé quién es la responsable de las fechorías. Y la deducción no podría ser más rutinaria. Más aburrida.
Tres de la madrugada…
Beatriz resolvió el capítulo explicando los detalles, las claves del nuevo misterio por el inteligente, carismático y malhumorado detective que había salido de su imaginación hacía ya casi diez años. Pero el personaje que tanto la sedujo por la cantidad de matices que se podían hallar en él ahora se le antojaba anodino, demasiado previsible. Había sucedido lo que más temía como escritora: la inspiración se había esfumado. Quizá no debí eliminar a su gran amor de la escena, daba mucho juego –se preguntaba–. Pero claro, ahora no puedo resucitarla. Tal vez le ha faltado un verdadero amigo…quién sabe si un hijo.
Pero Beatriz había ido restándole más de lo que le daba. Lo estaba convirtiendo en un pobre diablo, alcohólico y solitario. Si el lector ve lo mismo que yo percibo –meditaba-, va a cerrar el libro antes de llegar a la mitad.
Tres horas después, decidió tomar una resolución. Drástica, sí. Pero la única posible.
Capítulo X
Cuando Ponce bajó la escalinata, sumido en sus pensamientos, no se percató de que le habían estado siguiendo. Llegó al andén. No había nadie a esas horas. La llegada del último tren estaba anunciada para dentro de cuatro minutos y medio. Otro día más – pensó, con amargura-. No me importaría jubilarme hoy mismo.
A sus espaldas, una voz le formula una pregunta. Apenas es un susurro. Ponce se da la vuelta con desgana, dando por supuesto que alguien necesita orientación en el laberinto de las líneas del metro. Pero lo que ve le deja estupefacto. La figura enjuta de la mujer de la foto que había visto esa misma mañana, pañuelo sobre la cabeza, vestimenta sencilla, figura encorvada. Y lo peor de todo. Esa sonrisa.
– Le estoy preguntado si me reconoce.
No le da tiempo a responder, ni a reaccionar. El resplandor de los faros del tren lo ciega, y luego…nada. Aún en esos breves segundos le sucede un torbellino de pensamientos, que son un reproche más bien. Parece mentira, todos estos años de reflejos tan rápidos, de salir airoso de todo, y va a acabar conmigo una ancianita.
Seis de la mañana…
Cuando Beatriz concluyó, se mezclaron varios sentimientos pero predominó el alivio. Era consciente de que el final precipitado, inesperado, e incluso cómico, no estaría exento de las críticas de sus seguidores. Pero la serie policíaca a la que se había consagrado, y que la había consagrado a ella como escritora, le había robado otros terrenos fascinantes por recorrer, y ahora solo sentía ansias por recuperar el tiempo perdido. Emoción, era la palabra. Al fin. Y pensó en Sebastián Ponce, a quien por mucho tiempo que pasara jamás podría olvidar.
Tal vez pueda darle otro papel, bajo otro disfraz, en mi próximo libro…
Y en algún lugar de su mente, Ponce sonrió, satisfecho.
***
La extraña calma
Todas las noches Jim Hawkings abandonaba su puesto para subir hasta la cofa del palo mayor y observar a todos aquellos pobres secundarios con los que compartía viaje, resignados todos ellos a llevar a cabo las pequeñas tareas impuestas por el narrador.
No podía evitar poner especial atención en aquellos personajes bendecidos con un nombre como el señor Arrow, el desagradable segundo de a bordo que bebía a escondidas cerca de los botes, o Israel Hands, cuya canosa cabellera estaba siempre junto al timón, orientada hacia el horizonte mientras mantenía firme el gobierno de la nave. Pero de entre todos ellos Jim sentía especial lástima por el viejo Tom Redruth, tan silencioso y leal como un perro, al que ahora encontraba con un ojo puesto en las velas plegadas y el otro en la monótona calma previa al capítulo del tonel de manzanas. Jim sabía que a Redruth la historia le tenía reservado un oscuro revés, pero todavía faltaba mucho para llegar a eso.
El hecho es que aquella jornada resultaba tediosa, tal vez porque en ella no había forma de encontrar algo que la memoria pudiera usar para distinguir un día de otro.
La mayoría de la tripulación ya había dejado de contar los días que llevaban navegando y no era raro escuchar por las noches la palabra «maldición» cuando John Silver se decidió por fin a convocarlos a todos en la segunda cubierta para abordar el problema.
No pocos culparon entonces al capitán Smollett e incluso hubo alguno que se atrevió a decir que todos habían sido condenados al olvido y que se mantendrían así por siempre, navegando hacia un destino inalcanzable.
Todas aquellas razones fueron poco a poco caldeando el ambiente y cuando la idea de amotinarse comenzó a cobrar fuerza, muchos dirigieron una larga mirada hacia John Silver el Largo.
– Nadie abandonará la trama sin que yo lo diga.- zanjó -. Hemos hecho este viaje juntos muchas veces y sabéis bien que no hay manera de llegar a la isla sin seguir al pie de la letra todas las palabras. ¿Queréis saltar por la borda? Muy bien, adelante. Pero yo os juro que mas allá de este libro no hay tesoros, ni fama. No hay nada.
El doctor Livesey asintió y señaló con un gesto el separador que estaba sobre sus cabezas.
– Silver tiene razón, caballeros. Esa cosa desaparecerá como siempre y antes o después alguien retomará la historia justo donde la dejó.
– O nos llevará al inicio de nuevo.- apuntó Silver.
Después de aquello los ánimos parecieron volver a la normalidad para todos menos para Jim, que por primera vez desde lo de la posada del Almirante Benbow sintió miedo y rezó para que algún lector acudiese pronto a «La Isla del Tesoro» y todos pudieran pasar página.
***
Jorge Naranjo
Mateo nació entre la página 11 y 12 de un libro de autoayuda colocado por error en la sección de jardinería de unos grandes almacenes del centro de Madrid. Nueve meses antes, sus padres se habían amado sobre una preciosa edición descatalogada de la biografía de Philip Norman sobre los Stones. Y setenta años, tres meses y cinco días atrás, sus abuelos habían retozado en una estantería de manuales de cine, bajo un enorme póster donde bailaba un latigazo de Fellini.
Mateo era un hijo y un nieto. Y ante todo, era Mateo. Una página en blanco. Un libro por escribir. Cinco letras que se habían colado, de pronto, en otras vidas.
Como cualquiera, Mateo dio sus primeros pasos entre la A y la U. Con la “A” no tuvo problemas. En ese peldaño estaban incondicionales como “mamá”, “papá” y ah, los aullidos, además de varias formas de llamar a una “abuela” que tenía dos aes en el cargo y en su nombre: “María”. La “E” y la “I” pasaron sin pena ni gloria, pero cuando descubrió la “O”, mantuvo su boca abierta en forma circular durante dos semanas, preso de una emoción que no volvería a vivir jamás. Tanto le conmovió que, al llegar a la “U”, aplaudió con desgana de funcionario.
Su despertar sexual coincidió con el salto a las consonantes. A pesar de que tardó en llegar a la “X”, deambuló con placer entre la “C” de cama, la “M” de masturbación y la “P” de paja, que es como le gustaba llamar a lo segundo. Y fue con los números donde descubrió que no importaba tanto el 69 como el 2. Porque, sin el segundo, nunca existiría el primero, y mucho menos el tres, su sueño favorito. Fue entonces cuando quiso independizarse. Y saltó del estante.
Allí encontró la “L” de libertad. Fueron años benditos y gozosos. En su primera borrachera, entendió que solo una letra podía convertir su nombre en “mareo”. Y que, para tener novia, era necesario entender perfectamente la conjunción “y”, porque en el momento en que la cambiase por la “o” disyuntiva, el amor se hacía pedazos. Mateo tardó dieciséis romances en aprenderlo. Y aún le cuesta.
Al cruzar la veintena, Mateo se zambulló en la “V” de “viajar”, “viento” y “vela” y se lanzó a recorrer océanos y, con ellos, el mundo. Le hechizaron paraísos con “P” como Patagonia, Panamá o Plasencia, que se coló sin avisar. Y, sin salir de la “V”, encontró su “vocación” de “vendedor”, y abrió una tienda de puntos y coma, producto en desuso que, como todo lo vintage, podría ponerse de moda.
Y así fue.
Pronto, su pequeño establecimiento situado entre la página 34 y 35 de una biografía de Mastroianni dificilísima de encontrar, pasó a la portada de una reedición de “El nombre de la rosa” que estuvo meses en el escaparate de una librería cinéfila de Martín de los Heros. Allí conoció el éxito. Y tuvo que ampliar.
Mateo empezó a importar signos de puntuación de todo el mundo y, durante años, en “Mateo y Medio” (nombre que le dio a su local porque “Mateo” a secas ya existía) se podían encontrar, junto a comas españolas y latinoamericanas, algunos puntos y aparte extraídos de los mejores párrafos franceses, deliciosos puntos y seguidos de la Toscana, diéresis polacas, neozelandesas y alemanas (las más vendidas), curiosas contracciones inglesas y hasta símbolos traídos desde Norteamérica como “&” y “$”, que se vendían como la “ch” de churros.
Y como la “ch” de Charlot, por cuya biografía salía a correr todos los días y en la que, una mañana de tormenta de tinta (no tinto) de verano, encontró la frase
…Siempre había pensado que me gustaría la popularidad y allí la tenía, aislándome, paradójicamente, con una abrumadora sensación de soledad…
Y Mateo se dio cuenta de que le faltaba algo. Algo que empezaba con esa “A” que encerraban “mamá”, “papá” y “abuela”, y seguía con lindezas como la “M” de su propio nombre, su “O” querida y la “R” de “mareo”, algo que iba más allá, hacia el sitio donde reinan las conjunciones y al que llamó Romance Diecisiete.
Algo nada fácil de encontrar. Había que investigar, visitar enciclopedias, lomos endiablados y volúmenes bañados en polvo de varias guerras. Y justo al darse por vencido, cuando esas cinco letras decidieron transformarse en un solitario vendedor de interrogantes al por mayor, Mateo, al fin, encontró lo innombrable.
Romance Diecisiete se había apoltronado entre dos títulos subrayados a lápiz incluidos en la bibliografía de una tesis sin encuadernar, y fue el destino el que quiso que Mateo, aquella tarde anodina y lenta como la voz pasiva, volcara una taza de té en el estante de su izquierda, y fue el destino el que quiso que, de esa taza, cayeran un par de gotas (no muchas más) en el borde de ese libro que sobresalía entre los otros y, probablemente, fue ese mismo destino (y no cualquier otro) el que empujó a Mateo a bajar inmediatamente a limpiar aquella mancha ocre de aquel endiablado y enorme estudio titulado “Las relaciones de pareja en la adolescencia tardía de la realidad sociocultural actual”. Qué ironía.
Y fue allí donde Mateo encontró a Romance Diecisiete. Y donde se encerraron a pasar tantas noches de pasión e incendios que no hay gramática para contarlo.
Y justo nueve meses más tarde, entre la página 45 y 46 del último libro con el que Murakami volvería a intentar (de nuevo, fallidamente) alcanzar el Nobel, nació una nueva letra. Una letra que aún no se puede descifrar. Una letra que se encuentra en algún poema de Borges y, posiblemente, en cualquier obra menor de Dostoievsky. Una letra perfecta y luminosa como las que Lorca perseguía en Nueva York y otros, como Machado, en un patio de Sevilla. Una letra con capacidad para ser Arial, Helvética e, incluso, Courier, pero que en el fondo más fondo de su alma solo persiguió vivir hasta el límite del vocabulario.
***
El libro
«Mil caballitos persas se dormían
en la plaza con luna de tu frente,
mientras que yo enlazaba cuatro noches
tu cintura, enemiga de la nieve.»[1]
Ya han apagado las luces, y los perros están guardados con las herramientas de labrar. Cuando baja la luna salgo al balcón porque el calor se calma, porque en las calles corren ecos de risa y murmullos bajos de canción de cuna. Huele a jazmín y a hierba regada. Cuando baja la luna se perfila la tinta de estas páginas marcadas con un cordoncito rojo, y yo leo. Leo. Pronuncio el nombre de todos mis muertos, y la luna les trae conmigo uno a uno y les busca asiento a mi lado.
Escuchamos juntos el gemido lento de las ventanas abiertas, de donde se asoman las cortinas manchadas de intimidad. Si alguna brisa mueve las ramas nosotros cerramos los ojos, y soñamos con el rumor de un océano lejano de olas negras. Un barco blanco se pierde en los pliegues de seda, la mar lo envuelve sin despertar ningún grito.
Sigo leyendo. Leo. Leo sobre cúpulas rotas como una cáscara de huevo abandonada en la llanura, con sus ventanas sin cristales, con sus muros de barro bajo un sol ansioso por devorar el silencio. Las cigüeñas han huido. Los hombres tienen las cuencas vacías, donde una vez estuvieron los ojos hoy han hecho su nido el azor y las arañas. Aquí el corazón es un tambor resonando en el espacio vacío, y las venas llevan el rumor de un río oscuro.
La noche avanza. Los muertos ya han vuelto a sus camas, arropados bajo una sábana de polvo y barro. Las flores nacen de la herida de sus calaveras, y esparcen su perfume desde las cunetas. La luna cuelga en lo alto de la iglesia. No hay gemidos lentos ni risas ni rezos ni melodías de canción de cuna para mis muertos.
De abajo me llega la respiración de un millar de cuerpos cálidos, porque la plaza se ha llenado de caballos, con sus cascos les sacan brillo a las piedras y se sacuden el calor mansamente, sin apenas ruido. Huelen a camino y a hombre como el jinete huele a caballo y camino. Me esperan y yo voy con ellos. En la fuente me mojo el cuerpo y me inundo la cara, luego me dejo ir por las calles seguido del sonido quedo de las castañuelas. Se acaba el pueblo, salimos al campo, amarillo cuando hay un sol amarillo, ahora sin color como pelo de luna. Los caballos se asustan de sus pasos enmudecidos, corren, galopan y revuelven esta quietud estéril hasta desaparecer a la sombra de un árbol solitario, viejo olmo de todos mis sueños, inclinado en la orilla de una laguna llena de juncos, ese árbol tiene el nervio quemado por un rayo de plata que rasgó la noche cuando yo era un niño.
Tengo miedo. Tengo miedo porque la nariz se me llena de incienso y los oídos del murmullo de hojas muertas. Tengo miedo porque la espada brilla sobre mi cara y me marca las mejillas con arañazos de cristal. Tengo miedo del percutor y su trueno, de la pólvora que me llega con el incienso y de la bala que despierta una flor carmesí. Tengo miedo del aire que no me llega y del tiempo que ha de pasar, de las sabanas arrugadas y de los espejos. Pero el miedo sí me permite avanzar por el campo que la luna hechiza, reconozco en la hierba crines de caballo blanco, y los arbustos son huesos retorcidos llenos de botones dulces.
Camino y me pierdo. Me pierdo con todo mi cuerpo, con mis pies y mi cabeza, con mis pulmones y mi pelo, con mi lengua, con mis manos. De estas manos ha comido un príncipe de piel de trigo y perfume de tierra. Sus ojos eran dos alfileres de plata y hería mirarlos. Yo le esperé en mi casa, pero llegó turbio, comió, bebió un poco de agua, limpió sus labios en los míos, y se lo llevó la noche en su caballo. Después bajó la luna.
Sigo leyendo. Leo. No. Ya no leo. He cerrado el libro.
No.
No.
Despierto.
[1] Federico García Lorca, Gacela del amor imprevisto (fragmento)
***
El barco de papel
Embarcada en su libro favorito va capeando el temporal, por más que su madre sea un mar de lágrimas y su padre se pase el día soplando.
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