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Selección del concurso de relatos #HistoriasdelCamino - Zenda
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Selección del concurso de relatos #HistoriasdelCamino

Hoy publicamos la selección de los 10 relatos que optan a los premios de #HistoriasdelCamino El viernes 3 de junio de 2022 se difundirán los nombres del ganador del primer premio de 1.000 euros y de los ganadores de los segundos premios de 500 euros. El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava...

Para participar en este concurso, patrocinado por Iberdrola, había que escribir una historia del Camino de Santiago, ficticia o real, ambientada en la ruta jacobea en nuestro tiempo o en cualquier otra época. Desde el miércoles 11 de mayo de 2022, hasta el domingo 29 de mayo de 2022, se han presentado casi 500 reseñas en nuestro foro.

Hoy publicamos la selección de los 10 relatos que optan a los premios de #HistoriasdelCamino El viernes 3 de junio de 2022 se difundirán los nombres del ganador del primer premio de 1.000 euros y de los ganadores de los segundos premios de 500 euros.

El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

A continuación ofrecemos los diez primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar.

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1

Autor: Eduardo Noriega Seijas

Título: Al salir de Burgos

Al salir de Burgos, mi mente está ya acorazada ante lo que me espera. Paso revista a mi desgracia de persona.
Ánimo: bien.
Comida: bien.
Pertrechos: bien.
Pies… no tan bien. ¿Tendré problemas? Si es así, me lo merezco, después de lo de ayer.
Ayer prescindí de la parada intermedia y, como si hubiera nacido en la plaza de Moyúa, hice dos etapas en una sola. El tramo de los Montes de Oca, un desierto montañoso de doce kilómetros sin un alma, debía añadirse al principio de una etapa o al final de otra. Opté por la primera opción.
La partida desde el albergue de Villafranca fue silenciosa. La algarabía comunitaria del inicio de otras jornadas no apareció. Intenté no despertar a mis compañeros. Todos estamos necesitados de descanso y, si un loco con agenda distinta a la de la mayoría despierta a la tropa antes de tiempo, no resulta plato de buen gusto. Aunque nadie protesta: cada uno tenemos nuestro Camino y en ese Camino caben todos los horarios.
Un refrigerio de nada sobre los coloridos manteles de hule del comedor, y… ¡listo!
Al poco de iniciar la caminata, un cartelón con el perfil montuoso de Oca prepara para lo que resta. «¡Allá tú, que entras aquí!», parece anunciar. Después, por doce largos kilómetros, solo piedra en el piso, un sendero que se abre y cierra a voluntad y oscuridad. A lo lejos, un tenue resplandor de lo que supuse que era Burgos, fue el único hermano de mi linterna frontal hasta que el canto de los pájaros anunció el amanecer. Poco después, al fin, el alba se enseñorea con todo.
Sentado frente a la espadaña ocre de San Juan, cayó el bocata del posdesayuno, recién amanecido. Diría que es el mejor momento de toda la jornada. Nada más hay un bocadillo que sepa mejor que este: el que se come pescando. Es el instante más frío del día, arrecido como el culo de un pingüino. En el suelo perennigélido del invierno burgalés vi a ratos hojas muertas, con bordes helados que brillaban en tanto la aurora lo permitía. Dura poco y, al extinguirse, su rebaba brillante desaparece sin remedio hasta el rocío del día siguiente. Caricatura de lo perecedero y lo eterno.
Atapuerca sin visita y un nuevo ascenso esculpido en roca, hasta la Cruz. Está bien un recuerdo de tanto en tanto de por qué estamos aquí. O, al menos, por qué estaban aquí quienes iniciaron esta correría, que antaño atravesaba el mundo y hogaño cose a las personas. Me han dicho que, allá donde nos aguarda el apóstol, cuando me den la Compostela, hay que rellenar un impreso y especificar las causas que me empujaron a hacer el Camino. No sé qué voy a poner. Las razones religiosas que me recordó esa Cruz nunca han sido las más importantes, aunque siempre sean las primeras. ¿Habrá una casilla para motivos gastronómicos?
Desde ese alto, flecha en piedras y todo bajada hasta Burgos. Los pasos pesaban pero, no queda otra, continué. Sumergirse en el Camino de Santiago confiere al peregrino una resistencia que no sabe que tiene hasta que se calza las botas.
Lo que siguió, no fue memorable, ni digno. Adentrarse en un entorno urbano tras hollar el monte sugiere algo tan romántico como una colonoscopia. Peor aún si se cuenta ya con más de cuarenta kilómetros bajo las suelas. Coches, aceras, semáforos, gentío… en fin: una ciudad. Aunque sea Burgos. Hasta que pisé el primer empedrado y me dejé llevar por el gótico, el cansancio y el bajón se unieron en mi contra. No todo es bonito en el Camino, pero todo es el Camino.
Algo surgió de unir dos etapas en una. Con permiso de mi economía tuve la feliz idea de prescindir por un día del bullicio del albergue y hacer noche en el hotel más cercano a la catedral. Y masaje en las doloridas piernas. Y vino. Y cordero. Y sueño plácido sin ronquidos. Restablecimiento. No lo sentí como mejor ni como peor. Solo diferente.
Una dimensión más de este universo.
Vuelta al tajo. Esta peripecia que es el Camino ofrece la seguridad de lo previsible, por repetido, y la maravilla de lo inesperado y sorprendente tras cada recodo. Mientras trasiego un caldero de café con leche, la tele habla de la mil veces mentada ciclogénesis explosiva que acecha hoy.
—La tormenta de toda la vida —dice el camarero—, vestida para los tiempos de Twitter.
No es hasta que arranco la caminata que soy consciente de que, sea como sea bautizado por la prensa, un temporal no se sortea igual en medio del páramo castellano que acurrucadito en casa ante la chimenea.
Al no comenzar desde el albergue, la compañía de todos los días no existe. Estamos desperdigados. Llevo ya un trecho y comienzo a advertir cómo y cuánto arrecia el viento. La lluvia no cae: golpea de lado. Estoy a más de ciento cincuenta kilómetros del mar más cercano y, pese a ello, todo me recuerda a mi casa y su nordeste. Este toldo de todo a cien que me cubre hace efecto vela y provoca que cada paso cueste más que hacer gárgaras boca abajo. Tan es así, que me despojo de él: prefiero calarme a no avanzar. Mis pies se clavan en el lodo hasta los tobillos. De no ser por Magdaleno, mi bastón de haya, ya habría caído al suelo, seguro.
Por fin, un feliz encuentro: una caja de zapatos gigante formada por pacas y plantada en mitad de la nada se me ofrece como parapeto salvador ante este vendaval. A sotavento, culo en el barro y espalda sobre la paja mojada, descanso al menos media hora, hasta que el aliento, la glucemia y el ánimo regresan.
Desde aquí, hasta el paraíso que será Hontanas, solamente lluvia, algo más liviana, y más Camino.
¿Quién necesita buscar una aventura e irse de viaje al Kanchenjunga teniendo esto aquí al ladito?
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2

Autor: Francisco López

Título: Como si fuera ayer

El hombre que me acompaña dice ser mi hijo. No sé qué pretende ni qué se trae entre manos. Yo no he tenido hijos. Me sigue a pasos cortos, cogiéndome con dulzura de mi codo mientras caminamos lentos y firmes hacia la Plaza del Obradoiro, que ya se divisa a lo lejos. Mi frente está perlada de sudor, la suya también, pero menos. Es curioso pero no tengo miedo. Ni siquiera temo que me robe la mochila o la cartera, porque ni siquiera creo llevarla encima. Juraría que no la he traído. Quizá sea simplemente un mentiroso que necesitaba hacer el último trayecto acompañado. ¿O quizá estará siendo buscado por las autoridades y se ha pegado a mí con el fin de pasar desapercibido entre los miles de peregrinos que nos disponemos a llegar en breve a la Catedral? Lo ignoro. Solo sé que estoy demasiado cansado para que me importe. Ni siquiera sabría decir en qué punto del trayecto se pegó a mí como una lapa a una roca. Han sido varios días de caminata, de pequeños pasitos hacia un objetivo final. Y el muy desgraciado aún se atreve a ofrecerme un cigarrillo, cuando yo no he fumado en mi vida. Lo tengo claro: en cuanto lleguemos a la plaza, buscaré a algún agente de policía y le diré que no conozco de nada a este extraño y que me ayuden a que deje de seguirme.

Él mira al suelo, yo miro al frente. Respiramos de forma entrecortada. Tengo la sensación de haber estado caminando toda la vida. ¿Lo habré estado haciendo? Empieza a bajar la luz del paisaje como si el brillo del mundo se estuviera atenuando lentamente. Anochecerá pronto. Y estamos ya tan cerca… ¿Por qué hago esto? ¿Por mí? ¿Por Fina? ¿Por Fernando o Carlota? No sé ni dónde estoy, ni por dónde camino. No recuerdo haber estado nunca en Santiago, tan cerca del edificio donde descansan los restos del Apostol. A medida que me acerco y veo la fachada imponente, bella, preciosa, se me saltan las lágrimas. Qué ilusión me hace. Lo he conseguido. A mis 74 años nadie pensaba que lo conseguiría. Todos intentaron convencerme de la locura que sería ir caminando hasta Santiago a mis años y en mi estado. ¿Pero de qué estado me hablan? Si todavía soy un chaval recién salido de la facultad. Llevo toda la vida jugando al baloncesto y haciendo remo. Corro dos días por semana y he participado en el maratón de… de… ¿cómo era ese maratón? ¿Qué es un maratón? ¿Por qué se me ha venido esa palabra ahora a la cabeza? ¿Y se puede saber qué demonios hago yo en Santiago? ¿Cómo demonios habré llegado aquí?

De repente, me viene un latigazo de cordura y comprensión. Son pocos los momentos que tengo así cada día, así que quiero aprovecharlos al máximo. Antes de que se vaya la luz y la lucidez que ahora mismo me acompaña, me giro hacia Fernando, mi hijo, y con lágrimas en los ojos lo abrazo y lo beso, y le digo lo mucho que lo quiero. Le agradezco que me haya acompañado hasta aquí. Le comento lo orgulloso que he estado de él toda la vida aunque no se lo haya dicho ni demostrado lo suficiente nunca. Que cuide de su hermana Carlota porque es la niña de mis ojos, que ambos han sido el faro y la luz que me ha guiado toda la vida. Y que visite más a mamá, a mi Finita. Que no ha habido ni un solo segundo de mi existencia con ella en el que hubiera querido estar en otro sitio que no fuese a su lado. Le digo que disfruten, que vivan la vida, el presente. Que no se arrepienta de nada. Que sea un hombre íntegro y valeroso. Que no se deje amedrentar por el miedo ni los problemas. Que disfrute todo lo que le queda. Que haga el bien. Y que atesore cada instante de cada día y lo exprima como si fuera el último. Que a mis 74 años he hecho el camino de Santiago unas 25 veces. Y que si algo bueno tiene el alzheimer, es que puedo repetirlo siempre con la emoción de la primera vez.

No sé cómo habré llegado hasta aquí. Supongo que llevo caminando toda mi vida.

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3

Autor: Guillermo Ángulo

Título: Mano de santo

Mi nombre es Gonzalo Núñez, natural de Tardajos, cristiano viejo y muy devoto servidor de Nuestra Señora de la Asunción. Con esto sabrán vuestras mercedes que lo que yo escriba a continuación será fiel a la verdad en todo punto, ya que es grande pecado escribir falsedades y herejías como pudiera parecer lo que aquí he de contarles. Lamento que mi estilo, por no ser tan florido y ornamentado como el del maestro Góngora, desluzca y haga poco interesante lo que es, en mi humilde opinión, una advertencia sensible y grandemente acertada. Sin más preámbulo, comienzo el relato de mi infortunio. Vale.

Hace ya un año que abandoné las bondades de mi pueblo para peregrinar a Compostela con la intención de castigar mi cuerpo pecador con muchas leguas de incomodidades, limpiar mi alma eterna y ganar el favor del apóstol que en tantas dificultades ha acudido en ayuda del pueblo español contra el enemigo moruno. Por toda la tierra castellana tuve la dicha de conocer a muchos buenos cristianos, gentes piadosas y trabajadoras que con el sudor de su frente sirven a nuestro rey Felipe IV, Dios lo proteja muchos años, y a nuestro grande imperio que con tanta gloria se extiende allende la mar océana hasta los rincones más distantes de este mundo. Pero dejemos al rey tranquilo, que bastante labor tiene con gobernarnos tan acertadamente y con tanto juicio, y centrémonos en los hechos extraños, casi inverosímiles, que me acontecieron la noche de mi llegada a O Cebreiro.

Después de una jornada especialmente trabajosa por la irregularidad del terreno, encontré consuelo para mis doloridos pies y alivio para mi reseca garganta en una pequeña posada que ofrecía un vino excelente y un jergón razonablemente confortable. El dueño de la hospedería era un gallego que, si bien me atendió de forma educada y correcta, nunca quiso trabar conversación conmigo ni entretenerme durante la cena a pesar de ser yo el único huésped y de mis infructuosos intentos para que me acompañase. Agraviado por este desaire injustificado hube de acabar mi cena en solitud y encerrarme en mi habitación, deleitándome ante lo que prometía ser una noche de descanso reparador.

* * *

No habría dormido yo ni dos horas cuando desperté sobresaltado por un grande estruendo de ladridos de algunos perros que me encogieron el alma por la forma terrible en que desgarraban el silencio de la apacible noche ¿Quién me mandaría a mí echarme la capa a los hombros a toda prisa y salir a investigar el motivo de semejante algarabía? En la oscuridad impenetrable de la noche pude divisar unos destellos de luz tenue en una arboleda cercana. Ante la posibilidad de estar en presencia de un milagro semejante al que llevó a Pelayo a descubrir la tumba del apóstol Santiago muchos siglos atrás, salí como una flecha en busca de aquellas luces que seguro me convertirían en un santo tan querido por todos como Santo Domingo o San Ignacio.

¡Que infortunio y cruel tragedia cuando, empapado en sudor por la intensa galopada y con la cabeza llena con mil fantasías de los honores que la Santa Iglesia tendría para conmigo, di de bruces con una imagen aterradora! Una procesión de ánimas caminaba despacio entre los robustos árboles en un silencio sepulcral. Quedé como de piedra ante este espeluznante panorama. Un miedo indescriptible paralizaba todo mi cuerpo y me impedía huir despavorido. De los espectros emanaba una luz fascinante cuyo origen era claramente infernal. Se levantó un viento helado, como el de la meseta en los inviernos severos. Un intenso olor a cirio impregnaba el aire gélido. Mi corazón palpitaba desbocado, a punto de escapárseme por la boca. Entonces sentí una mano cálida en el hombro y, con ese sobresalto que mis nervios crispados no pudieron soportar, me desmayé.

Espero que sus mercedes no me tomen por un cobarde por esta reacción inevitable. El más valiente héroe, el más aguerrido soldado habría palidecido y enmudecido sin duda ante una visión tan estremecedora. Ni el espíritu de los personajes más ilustres de la historia de nuestro país habría soportado tamaña prueba; aun siendo tantos, tan bizarros y tan gallardos los ejemplos de hidalguía que nuestra España ha dado a la historia. Defendido mi honor, continúo.

Cuando desperté sentía la mente embotada. El sol rozaba lo más alto del cielo y las campanas de la iglesia anunciaban el mediodía. Inmediatamente recordé los extraños sucesos de la noche anterior e inspeccioné mi cuerpo con celo. Sin duda alguna, aquella mano que sentí sobre mi hombro tembloroso estaría pegada a un brazo, ese brazo a un tronco y de aquel tronco nacerían la correspondiente cabeza, piernas y otro brazo. A tan temible cuerpo, que mi imaginación asignaba dimensiones desproporcionadas, ciertamente se ceñiría una gigantesca espada o hacha que habría mutilado mi cuerpo inconsciente, con intención de hacer sabe Dios qué brujerías malignas y actos heréticos. La simple idea de que esa hueste infernal hubiese usado mi sangre para tales menesteres me producía una nausea insoportable. Gracias a Dios, a Nuestra Señora y a todos los ángeles y arcángeles del cielo, mi cuerpo estaba intacto. Fue entonces cuando reparé en una mesa que había en la alcoba. Sobre ella reposaba una concha, como esas que dan a los peregrinos al llegar a Compostela, grabada con una cruz. Aquella mano cálida y reconfortante no pertenecía a ningún espectro. Aquella mano pertenecía, ahora lo sé con absoluta certeza, a Santiago Apóstol. El Santo salvó mi cuerpo y mi alma de aquellos espíritus oscuros y me arropó de nuevo en mi cama. Desde entonces nunca me acuesto sin hacer mis oraciones al Santo y sin mi concha. Pero aun sabiendo que el apóstol siempre acudirá en mi ayuda si la oscuridad vuelve a cernirse sobre mí, no puedo evitar pasar alguna noche en vela, como embrujado por la visión de aquella temible compañía de los muertos.

Tardajos, a 12 de Mayo del año de nuestro Señor de mil seiscientos veinte y cinco.

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4

Autor: Ignacio Hormigo de la Puerta

Título: Echar a andar

Eché a andar por el mero placer de hacerlo, sin necesidad ni propósito, como quien tira piedras a un río o se rasca la barba cuando no le pica. Encontraba una rara satisfacción en poner primero un pie delante del otro y luego el otro delante del uno, en ir bebiéndome metros y ver cómo se convertían en kilómetros, en constatar que iba dejando a mis espaldas un espacio que se hacía cada vez más grande.

Hubo días y hubo soles, también lluvia, claro, de eso hubo bastante. A veces el viento soplaba de cara, con fuerza o no, según le diera. Viento, lluvia, sol. Yo lo recibía todo de la misma manera, con una ecuanimidad inquebrantable. En eso no me diferenciaba demasiado de los álamos blancos o de los hórreos de piedra que bordeaban la carretera. Hacer distinciones hubiera estado fuera de lugar, desentonaba con el espíritu del momento, me daba, además, una pereza muy grande.

Mi cuerpo respondía cada vez mejor, los músculos aprendían sobre la marcha, ya no sentía los dolores de los primeros días. De repente, me había convertido en un movimiento sistemático, en un discurrir fluido. Ya no era yo, sino una férrea voluntad de avanzar, rayana en la obsesión. Después de una semana en el camino, me sentía un poco hombre, un poco máquina bien engrasada. Un poco pájaro también, para qué negarlo. En ocasiones ocurre eso; uno se siente algo, lo es incluso, en cierta forma, aunque no sepa explicar muy bien por qué.

Pasaron lugares, pasaron gentes, pasaron cosas.

Sentado en una piedra permanecí horas escuchando el correr de un arroyo. Mentiría si dijera que me habló, que logré descifrar en su murmullo un mensaje oculto, entender un alfabeto de agua desconocido hasta entonces por el ser humano. No hubo epifanía entonces ni saqué enseñanza alguna de ello. Tan solo estuve sentado en una piedra, oyendo el sonido que hace el agua al acariciar piedras a su paso. Eso bastaba.

En un albergue un niño coreano me dio una piruleta. Lo hizo con esa sonrisa triste que les sale a los niños coreanos cuando te dan una piruleta que, en realidad, les gustaría seguir teniendo.

Una tarde miré de cerca el ojo de una vaca, me dejé absorber por él, por primera vez fui consciente de todo lo que de bueno, puro e infinito hay en el ojo de una vaca. Aprendí esa tarde que el ojo de una vaca y la bóveda celeste vienen a ser la misma cosa.

Ya entonces, mientras los vivía, tuve claro que si alguna vez en el futuro decidía recordar todos esos momentos, lo haría en Super-8.

Un día como cualquier otro, creo que fue un miércoles, llegué a Santiago. Me dio lástima hacerlo.

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5

Autor: Juan Fernando Collados

Título: Una línea roja

—¿Es eso cierto?

—Una verdad como no he dicho otra en mi vida, majestad. Es la tumba del hijo de Zebedeo.

Don Alfonso mira con persistencia al muchacho sucio y cansado que dice venir en nombre del obispo. Teodomiro de Iria; le conoce y sabe que no mentiría ni bromearía con un asunto tan serio como la tumba del apóstol. Sabe también que ya se ha discutido el tema de las reliquias del santo, de su posible traslación a alguna diócesis de Hispania, donde había predicado, y sabe que no era precisamente el obispo su principal defensor. Le cree porque quiere creerle.

No obstante, teme lo que dirá Nepociano sobre las reliquias:

—Oh, que buen momento, ahora que los sarracenos nos acosan. Sin duda un descubrimiento así unirá a la cristiandad. Carlomagno nunca dejará que los mahometanos pongan sus infieles manos sobre un discípulo de Cristo. Estamos todos salvados.

Sobre todo, teme como lo dirá, con ese sarcasmo que es impropio de un conde y menos de un creyente como debería ser. Sabe y teme. Pero por encima de todo tiene fe.

—Ha habido una revelación —dice el chico. Y a Alfonso se le incendian las pupilas—. Yo mismo lo he visto. Todos lo hemos visto: sobrenaturales luminarias sobre la tumba del de Zebedeo.

El muchacho cierra los ojos con fuerza, tratando de recordar con exactitud. Han acercado dos sillas al fuego y al chico le brilla la cara sucia. Enseguida recita:

—«Como los cuerpos de los mártires acostumbran a aparecer, por revelación de Dios cuando el Creador lo ha juzgado conveniente». Teodomiro me dijo que así decía San Agustín. Una revelación.

Por suerte para la corte están solos los dos, el muchacho y el rey. Solo buenos cristianos. Don Alfonso se levanta de su silla con lentitud, pues muchos dolores le achacan el cuerpo viejo, y se dirige hacia la puerta a comunicar a un mayordomo que necesita un mapa.

—Haced enviar también a don Ramiro —añade, y cuando va a cerrar la puerta añade otra vez—: Y traedme mis cálamos.

Rápidamente sus deseos son concedidos, no en vano es don Alfonso el rey de Asturias. Ramiro trae varios mapas de la costa, de los montes y los valles, plagados de los nombres de cada una de las villas, aldeas y lugares, así como el largo cálamo de oca, el favorito del rey, y su tinta roja de minio.

—Son más de cincuenta leguas, don Alfonso —dice Ramiro, echado sobre los mapas—. veintitrés leguas hasta Granda, quince más hasta Lugo y no menos de dieciocho hasta el bosque de Libredón.

El muchacho asiente en silencio. Acaba de hacer ese mismo camino en el sentido contrario y le ha llevado cinco días, y eso viajando solo y pudiendo disponer de cuatro caballos.

—Mi señor, no quiero ser imprudente al decirlo, pero creo que a vuestra edad, un viaje tan largo y casi entrado el invierno…

—Sois imprudente Ramiro, pero comprendo vuestras intenciones. Sin embargo, no se trata de mí, sino del apóstol. Si como me juran han descubierto el sepulcro de Santiago el Mayor, no seré yo el último en ir a visitarlo.

Ramiro asiente y el muchacho baja la cabeza cuando escucha el nombre del mártir. Un silencio de fondo del mar colma la sala mientras el rey decide. Se levanta de la silla haciendo susurrar la saya y moja el cálamo de oca en la tinta roja. Mira el mapa que tiene debajo, todas sus tierras: el reino del fin del mundo.

Entonces traza una línea insegura entre Oviedo y el bosque de Libredón, cubriendo los nombres de muchas villas y concejos. Una línea todo lo recta que puede ser con el pulso de un anciano. Una línea que, ahora no lo sabe, marcará la historia de su país.

—Ensillad mi caballo —dice.

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6

Autor: José Ignacio Tofé Ortego

Título: Sombrero de pirata

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7

Autor: Inmaculada Bosch Racero

Título: El camino de la vida

204,8 kilómetros se abren ante mí.

Tomo aire y empiezo el camino con una mochila como equipaje, y la naturaleza como copiloto. El sonido de los pájaros y el crujir de las ramas en nada se parecen al de los coches y la rutina.

Una piedra en medio del sendero me saca del ensimismamiento. Por suerte, una mano me agarra fuerte del brazo y me salva de la caída. Levanto la mirada para darle las gracias y veo la cara de mi padre, joven, sonriente. Me ayuda a sacudirme la tierra de las rodillas y caminamos juntos de la mano. Torpemente, enlazo una zancada con la siguiente.

En la fuente más cercana, me refresco y limpio la herida. Papá se sienta en un banco y me dice con gestos que siga, que ya me alcanzará.

Apenas he dado un centenar de pasos cuando toda mi atención se dirige hacia mis pies. Un repentino dolor en las puntas de los dedos me hace detenerme; el calzado se me ha quedado pequeño. Mis piernas se vuelven largas y gráciles, y gano varios centímetros de altura.

En ese momento, aparece mi madre. Apoya su brazo sobre mis hombros y me anima a continuar la marcha. Caminamos en silencio y me atrae hacia ella en señal de que todo está bien.

Veo un prado a lo lejos y me invaden las ganas de salir corriendo, de disfrutar del golpe de aire en mi cara. Ruedo colina abajo y llego hasta los pies de Marcos, mi primer amor.

Sin mediar palabra, me pongo de pie y me coloco los mechones rebeldes. Él decide seguir mis pasos. Bajo un castaño nos damos el primer beso. Mi primero.

Al despegarme de sus labios, enrojezco, cierro los ojos para evitar su penetrante mirada y los abro ante un paisaje sin igual.

«Cuánto verde», pienso, mientras una mano se posa en mi hombro.

Mi profesor de universidad, tal como lo recuerdo, me da unas palmadas en la espalda y me desea buen camino, y lo veo adelantarme, bordón en mano. La concha que cuelga de su mochila se hace cada vez más pequeña con la distancia.

Me paro exhausta junto a un río donde chapotean unos niños. El menor de ellos me salpica a conciencia.

«Venga, mamá, tú puedes», me grita, y corre hacia mí.

Lo subo a mis hombros y recorremos el trayecto hasta el siguiente pueblo, donde un grupo de peregrinos se para a observar el paisaje. Entre ellos, una mujer nos ofrece algo de fruta. Su cara me resulta familiar.

«¿Elena?», le pregunto, asombrada de lo remoto del encuentro. Mi mejor amiga, llevando el traje del día de mi jubilación, afirma con la cabeza y me sonríe.

Las fresas me saben a gloria, y dejo atrás al grupo para continuar.

Mi hijo, ya adolescente, entabla conversación con los jóvenes del pueblo y me guiña desde lejos.

Algo vibra en mi bolsillo.

«Felices 70, mamá», reza el pie de una foto de mi familia. Me adecento la melena canosa y les envío una junto a una flecha amarilla.

Aprovecho el parón para descansar en un banco. Con mis manos arrugadas, y algo temblorosas, sostengo el mapa. Observo todo lo recorrido como un gran símil con la vida.

Dos viandantes me ayudan a ponerme en pie y me apoyo en mi bastón para continuar hasta Santiago de Compostela.

En mi mochila, aún queda espacio para nuevos recuerdos.

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8

Autor: Elena Bethencourt

Título: Y al volver la vista atrás…

Mi madre, al quedarse embarazada, eligió el Camino Inglés para que yo aprendiese idiomas. De Ferrol a Neda rompió aguas y unos peregrinos la ayudaron a traerme al mundo. Nada más avanzar unos kilómetros conmigo a cuestas, empecé a ir por mi propio pie.

En Neda aprendí a leer y escribir. En la siguiente etapa terminé los estudios, solté la mano de mi madre y en Pontedeume me enamoré. Mi novia y yo anduvimos solos 21 km y al llegar a Betanzos nos casamos.

Celebramos la boda con la mejor tortilla del mundo y seguimos con la mochila al hombro hasta el Hospital de Bruma donde nacieron nuestros hijos: Santiago y Camino. Vivimos en el albergue un tiempo y luego hicimos un tramo con los niños que fue como recrear con ellos lo andado por nosotros otra vez, pero al alcanzar Sigüeiro querían ir por libre y nos dijeron adiós. 

Ahora estamos a punto de llegar a Santiago con las botas puestas, los pies llenos de ampollas y un saco colmado de anécdotas. Ya nuestros hijos y nietos nos aguardan en la Plaza del Obradoiro, al tiempo que suenan campanas en la catedral. Nos apresuraremos a hablarles del trayecto recorrido y les daremos el relevo, seguros de que cuando un camino termina, otro tiene que empezar. 

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9

Autor: Félix Arce

Título: Cuando las ramas de los pinos cambian de color

Serpenteando, el camino blanquea mientras se adentra en el pinar.
Hace tiempo que no nos veíamos. Los amigos. Los peregrinos. La vida nos ha llevado por caminos separados. Eso que llaman vida, eso tan grande que lo abarca todo. El gran camino. Lo bueno, lo malo.
El tiempo.Los pinos, la luz de la tarde.La compañía es más hermosa cuando se reencuentra caminando aquí, ahora. Hablando de todo y de nada. De aquellos días.

Me gusta el verano. Me gusta caminar en sandalias. Sentir el aire en los pies, el roce de la hierba. Dejar que las piedrecillas del camino entren y salgan sin más. La sensación de necesitar menos cosas.

Las cosas tontas. Las cosas que pesan.

Es el Camino quien te enseña el verdadero peso de las cosas. Su importancia. Las que merece la pena llevar, las que no. Es el Camino quien te permite dejar atrás las cosas tontas que pesan, los prejuicios, las expectativas vanas, el jersey demasiado gordo que no usarás…

Todavía no, sobre la flor del cardo, la mariposa aún no levanta el vuelo.

A veces creo que estuvimos aquí siempre. Allí. Charlando sin más. Caminando hacia el corazón del bosque, de las montañas y los campos. Sin necesitar nada más. Caminando despacio, con una mochila a la espalda, lejos.

Es curioso. Cuando pienso en mis amigos siempre los veo como al principio. Como siempre. Qué cosas.

Ellos fueron las verdaderas etapas de mi viaje. Ahora lo sé.

Lo son ahora. El verdadero lugar donde refugiarme cuando me aqueja el cansancio o la tristeza. Un hogar, mi albergue en el corazón, al que volver, siempre.

“Cambian de color”, dice el niño levantando los ojos a las ramas de los pinos.

Caminamos.

Al principio. Como siempre. ¿Cómo serían las cosas al principio? ¿Cómo serán siempre?

Una rana, luego otra. Miramos el arroyo señalando algo que ya no está.

El reflejo de los pinos.

El fuego, la barbacoa. En la luz que se desprende de las brasas nos reconocemos. Como siempre. Hablamos de la vida, de los nombres de las flores que vimos en el bosque. De los hitos del Camino. Esta tenue luz… Esta tenue luz que se adentra en la noche…

Supongo que mi corazón, siempre friolero, despistado, está aquí ahora, susurrando algo que no entiendo del todo.

El camino, qué blanco era, adentrándose en la profundidad de aquel olor, los pinos, la tarde.

Después, en casa, creo que soñé con el Camino y antiguas acampadas, con fogatas y estrellas fugaces.

Siempre me pasa.

Creo que soñé con aquella tarde en que nos quedamos dormidos en la playa, cerca de Naves, en el Camino del Norte. Las olas… recuerdo el rumor de las olas al despertar y cómo sentí mi cuerpo limpio del cansancio del camino, sin más, como si la marea lo hubiese llevado lejos.

Y los tritones en aquel pequeño remanso en la montaña, al salir de Foncebadón. Que eran tritones lo supe después. Pero recuerdo mirar y preguntarnos qué eran aquellas criaturas maravillosas que no habíamos visto antes, flotando entre dos aguas, parecían volar, allí en el agua de la montaña. Lo recuerdo muy bien. Regalos del Camino. Así lo sentíamos entonces. No sé por qué siempre me acuerdo de aquel momento entre tantos otros. Más grandes, más brillantes. No sé. No sé por qué…

Santiago. La Plaza del Obradoiro. Reencuentros y adioses…. Justo entonces salió el sol. Finisterre. Fuegos junto a los acantilados. Caminar descalzo buscando conchas de vieiras redondeadas por el mar.

Miro atrás, en la arena húmeda, huellas de peregrinos medio borradas por las olas.

Sí. Creo que soñé, pero no lo sé, en las noches de verano en que éramos nosotros. Caminando. Los de siempre, los de todos los principios. Sin las pesadumbres que valen nada. Sin las cosas tontas que nada eran.

Que pesan.

Que nada son.

Creo que soñé, no estoy seguro, que la noche de verano nos atravesaba junto al camino. Y se adentraba en nosotros. Que llegaba justo al centro de mi corazón y seguía más allá. Como el destello de una brasa que serpentea más allá de todo lo que conozco.

Creo que soy una flor que no conoce su nombre.

Una tarde de verano, mientras los pinos crecen sin que nadie se dé cuenta. Y sus ramas cambian de color.

Tú que caminaste a mi lado, amigo, peregrino, a la sombra de las hayas y los pinos, descendiendo laderas, atravesando los campos de trigo, las vides. Tú que guardaste silencio junto a mí en las noches de grillos y luna al pie de las montañas. Tú que escuchaste el canto de la alondra remontar el aire y el silencio de las nubes, tan blanco. El olor de la lluvia que vendrá. Nuestro corazón callado. Transparente.

Tú, peregrino, ¿estás aquí todavía? ¿contemplas aún la sombra de los tritones sobre el fondo de la alberca? ¿oyes los bordones sobre el pavimento de las rúas hilvanadas de golondrinas? ¿ves las espadañas, sus cigüeñas? El camino que blanquea al adentrarse en el mundo…

Es hoy, es entonces. ¿Es siempre? ¿Estrenaremos el mundo en cada amanecer? Justo al salir del albergue. En la luz tenue que hace temblar el aire cristalino de la mañana. Respira conmigo todo el aire del mundo recién hecho. Y después déjalo ir. Aquí están todos los comienzos. Todos los pasos por dar.

Amigo, peregrino…

¿Quién estará allí cuando la mariposa abandone la flor del cardo?

Cuando las ranas salgan a la orilla y vuelvan a cantar.

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10

Autor: Inés Muñoz Aguirre

Título: Transporte oficial

Una cayó al lado de la otra, un tropiezo en el tronco del árbol atravesado en el camino, les hizo perder el equilibrio. No había forma de enderezarse. Literalmente estaban patas arriba y necesitaban de toda su energía para dar la vuelta sobre sus propios cuerpos e incorporarse. El viento soplaba tan fuerte que producía un silbido largo al tropezar con las ramas. Al girar su cuerpo, recuperándose del golpe que le produjo la caída, descubrió frente a ella una gran piedra sobre la que estaba pintada una flecha amarilla como indicativo del camino a seguir. Sintió como si aquella señal se prendiera de su espíritu para acompañarla hasta el punto mismo de entrada de la Catedral, aunque sabía que el incienso esparcido por el botafumeiro podía producirle algunos trastornos. Se reconocía alérgica a los olores intensos. En algún momento como buenas amigas discutían por el disfrute de ciertos privilegios. La mayor admitió que lo sucedido era consecuencia de su afán por llegar cuanto antes a la Azabachería. Reconocida la culpa respiró tranquila.

La más joven, siempre rebelde y algo acontecida, después de caerse estiró su cuerpo a pesar del golpe. Pensaba en el único objetivo que tenía: llegar a un rincón protegido de La plaza del Obradoiro. Cuando sintió que la vista se le nublaba una gota de agua explotó tan cerca de donde estaba que se sobresaltó. Se incorporó con prisa, aquella gota también podía ser del sudor de alguien. Sintió asco. Vio unas botas, luego otras. Descubrió la cara de los dueños de semejante indumentaria. Caminaban con pasos firmes. La brisa les alborotaba el cabello. Los peregrinos avanzaban sin reparar en ellas, quienes ya estaban una al lado de la otra. Por suerte se encontraban al borde de la vía. Los veían desaparecer camino arriba con sus mochilas sobre la espalda mientras entonaban con voces afinadas: “Señor Santiago, gran Santiago, adelante y arriba y que Dios nos proteja”.

Tenían que actuar rápido si querían cumplir con su sueño de peregrinación. La decisión debía ser tomada antes de que terminara de pasar el nuevo grupo de peregrinos que hacía una larga fila tal como si fuera el cuerpo de un tren. Se encaminaron de nuevo hacia el tronco de madera. Se pararon al borde. Cuando vieron acercarse a un hombre joven de cara risueña se lanzaron sobre él. Cayeron como estaba previsto sobre su bota del pie derecho. Dieron vueltas. Se enderezaron. Respiraron profundo. El par de hormigas recuperó la fuerza. Una vez adaptadas al movimiento que producía el paso del transeúnte, se acomodaron bajo la trenza que tejía la parte superior del zapato. Se sintieron protegidas. Habían conseguido el transporte adecuado para realizar el “ buen camino”.

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