Para participar en este concurso, patrocinado por Iberdrola, había que escribir una historia, de ficción o real, donde el narrador podía ser un animal o una persona, que se podía ambientar en cualquier escenario o época. El propósito era recordar la importancia de todas las especies animales con quienes compartimos el planeta. Desde el miércoles 6 de julio de 2022, hasta el domingo 24 de julio de 2022, se han presentado casi 800 historias en nuestro foro.
Hoy publicamos la selección de los 10 relatos que optan a los premios de #HistoriasdeAnimales El viernes 29 de julio de 2022 se difundirán los nombres del ganador del primer premio de 1.000 euros y de los ganadores de los segundos premios de 500 euros.
El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
A continuación ofrecemos los diez primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar.
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1
Autor: Johan Cladheart
Título: El gato peleón
Por aquí hay un gato anaranjado, grande y cabezón. Con unas cuantas cicatrices en las orejas y en el lomo. Un gato peleón, de los que para comer sueltan la zarpa. Hay también una gata gris, tranquila y cariñosa. Al principio la cogimos con el macho, Sol, porque arañaba y le robaba la comida a la gata, Garras, a golpe de zarpa. Ella era la gata de la casa, además. Tenía linaje. Él debería estar en casa de los vecinos, pero ni maldito caso le hacían, y el bicho terminaba deambulando, a ver qué rascaba. Iba y venía a placer, claro, pero si lo veíamos lo echábamos. Maullaba grave e insistente, por un trozo de cualquier cosa. Con el tiempo lo dejamos estar más, al principio por pura pereza, luego, cuando llegó el otoño, salíamos menos y fue ganando terreno.
Un día me miró y pude ver su pena. Se le escapó la pinta de tipo duro, se derrumbó. No sabría explicarlo, algo en sus ojos. Entonces, por primera vez, le di de comer a él. Viéndolo devorar supe que había pasado hambre de verdad, no eran maullidos de postín. Comía con ansia, casi con miedo. Se alejó un poco con la comida en la boca, como huyendo de mí. Yo me quedé observándolo, aprovechando la luz del sol. Cuando terminó, me miró. Pude ver su duda; tampoco sabría explicar cómo. Apartó la mirada y empezó a alejarse, pero dio media vuelta. Se encaminó hacia mí. Era la primera vez que lo veía hacerlo. Dudaba. Le hice un gesto de aprobación, le tendí la mano. Al final llegó después de una eternidad, como si en cada paso avanzara la mitad del anterior. Se dejó, por fin, tocar. Más bien se acarició él solo con mi mano.
—Vaya, así que debajo del tipo duro hay un corazón —le dije.
Comprendí que si había huido antes es porque algún cabrón le habría dado caricias de palo. Al poco llegó Garras y vino a mí también, a mi mano tendida, buscando caricias. O marcar territorio, no entiendo muy bien a los gatos. De pronto, él se celó y sacó su zarpa hacia ella de nuevo. Lo aparté como pude. Volví a ella y la acaricié de nuevo, para dejar claro cómo estaban las cosas. Pero entendí que uno puede volverse un cabrón cuando le falta comida y amor. En eso no somos tan distintos. Ha tenido una vida de mierda, me dije. Ahora hay dos cuencos para las sobras de comida en lugar de uno. Él sigue intentando quedarse con los dos, pero estamos en ello. Creo que ya va entendiendo que aquí no le van a llover palos. A veces ronronea y todo. Hasta ha dejado de maullar como un grillo.
Hoy parecía escucharme, así que le hablé.
—¿Ves? Creo que podemos ser amigos. Te han jodido, ¿eh? Si es que tú también te metes en todos los fregaos, ¿a qué sí? Bueno, desconfía, es normal. Pero aquí vas a estar bien. Me pregunto cómo será eso de encontrar por fin alguien con el que poder tirar la coraza al suelo. Da vértigo, chico. Quitarse la coraza que tanta falta te ha hecho. Yo soy como tú, amigo. Te juro que voy a romperte ese escudo. Y cuando vea a los que te han tratado así se van a comer las piezas. Y nos verán aquí sentados, mirando la luna, en paz. Y ellos se harán pequeños discutiendo al calor de su estúpida televisión. Sí, amigo. Yo estoy en ello, pero tú ya lo has hecho. Conmigo estás seguro. Ojalá encuentre yo a alguien que quiera acariciarme el alma cuando le saque los dientes.
Y me miró, os lo juro, como si me hubiera entendido. No sabría explicarlo.
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2
Autor: Laura Pérez Caballero
Título: Pedrito
Mi abuela ingresó con 92 años en el Hospital Álvarez Buylla de Mieres, sabía que no volvería a salir viva. Toda su vida, desde quedarse viuda a los 54, había tenido gatos. El último era uno de color negro al que llamaba Pedrito y que solo ella podía tocar, pues era muy arisco.
Desde su ingreso, me pidió que me ocupara de que estuviera alimentado, tuviera agua y le limpiara el arenero. Yo lo hacía sin rechistar. No veía nunca al gato, supongo que se escondía de mí, pero me encontraba vacíos los boles de comida y agua y eso me bastaba.
Ella me preguntaba todos los días por él y yo le mentía y contaba que estaba bien, aunque no me permitía ni verle. Cuando en el hospital decidieron que ya no podían hacer más por ella, pidió que la dejaran volver para morir en casa.
Yo me instalé allí con ella y en los últimos días sí que vi al gato, que se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, a los pies de mi abuela, pero que no me permitía ni acercarme a él. Una mañana, mi abuela mi abuela despertó y me di cuenta de que había llegado el momento.
Respiraba con mayor dificultad y deliraba. En sus últimos segundos de vida me hizo agachar junto a ella, en el lecho, su boca pegada a mis labios.
—Ya le he explicado todo a Pedrito. Quiero que te lo quedes tú. Le cogí la mano y la acompañé hasta su último aliento.
El animal, con su pelaje negro y sus ojos amarillos nos observaba desde los pies de la cama.
Yo no le dije a mi abuela que Pedrito jamás querría vivir conmigo. Quería que muriese tranquila, que no sufriera por el futuro de aquel ser al que tanto adoraba.
Después de su entierro volví a su casa cada día, y durante una semana rellenaba los boles de agua y comida, pero ni rastro de Pedrito.
Al cabo de esa semana me acerqué al cementerio. Antes de llegar a la tumba vi un bulto negro enroscado sobre la lápida blanca.
El gato se puso en pie, curvó el lomo, erizó el pelaje e infló la cola. Por un momento pensé que me había vuelto loca, que deliraba como mi abuela aquel último día, porque, de repente, me escuché dirigiéndome al gato:
—Pedrito, ¿qué haces aquí? No te explico todo la abuela antes de irse. ¡Venga, baja, que te vienes conmigo!
Y el felino instantáneamente relajó el cuerpo, saltó de la lápida, se paseó entre mis piernas y comenzó a ronronear.
Desde ese día se lo cuento todo. Le hablo mucho de la abuela y no me altero cuando desaparece un par de días. Solo necesito ir al cementerio y recordarle con dulzura las últimas palabras que le dijo mi abuela para que se vuelva manso y regrese conmigo a casa.
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3
Autor: Daniel Agudo Ponce
Título: Sabor inigualable
Antes de abrir los ojos, Alex pudo escuchar el traqueteo de las ruedas del camión que lo transportaba. Intentó levantarse, pero algo sobre su cabeza se lo impedía. Tendido boca abajo, notaba el frío acero pegado a su piel. Giro el cuello a ambos lados, intentando vislumbrar dónde se encontraba, pero solo podía ver manchas rosáceas que se adherían a él de forma húmeda y pegajosa. Cuando por fin consiguió rodar sobre sí mismo, pudo contemplar los cientos de hombres y mujeres que se apilaban, como él, desnudos, ordenados en decenas de compartimentos enrejados.
Palpó su cuerpo, áspero y colmado de sudor. Notaba el calor que desprendían las personas que tenía a su lado. Podía oír los gritos y lamentos de todos aquellos desgraciados. Todo parecía real, pero era incapaz de aceptar que aquello pudiera estar sucediendo. Pensó que todo debía ser un mal sueño. Que la cena de ayer le habría sentado mal. No debió abrir aquellas hamburguesas gourmet que su mujer había comprado. Sabor inigualable. La mejor carne de ave que pueda comer. No recordaba haber mirado la fecha de caducidad. Seguro que ahora estaría dormido, con fiebre alta y una infección estomacal de mil demonios.
El chirrido de los frenos precedió un golpe seco. La puerta trasera se abrió de golpe, liberando una rampa que descendió, de forma calculada, hasta tocar el suelo. El vehículo comenzaba a inclinarse. Gritos y llantos colmaban un silencio extraño y pesado. Los cuerpos comenzaban a deslizarse hacia el extremo del camión, rodando de forma inevitable, hasta caer en una plataforma de metacrilato.
Alex sintió que el aire se le acababa. La presión que los otros cuerpos ejercían sobre su pecho era excesiva. Intentaba liberarse, subir en aquella montaña de carne, buscando la luz que podía entrever un poco más arriba. Algo agarró sus piernas, atándole fuertemente por los tobillos. Abría la boca como un pez fuera del agua, dando sus últimas bocanadas, cuando sus pies comenzaron a elevarse con rapidez. El latigazo fue inesperado. La sangre se agolpó en su cabeza, quedando a tan solo unos centímetros del suelo. Cientos de cuerpos en posición vertical desfilaban, ahora, con sus pies sujetos a un carrusel que trazaba un sendero a lo largo de lo que parecía ser una enorme nave industrial. Junto al camión ya solo quedaban unos pocos hombres. Se habían golpeado al salir y sangraban profusamente. Un brazo mecánico los arrastró fuera de la plataforma hasta una cinta transportadora, cuyo destino podía observarse escrito en un letrero, al final del trayecto: horno crematorio.
Intentaba gritar, pero de su garganta solo salían impotentes gorgoteos. El balanceo aumentaba a medida que la máquina avanzaba de forma intermitente. Frenaba, se oía un tac-tac y volvía a moverse. Una enorme caja metálica apareció bajo sus ojos, coronada con un agujero circular. La máquina paró, su cuerpo comenzó a bajar, hasta dejar tan solo su cabeza sumergida en la oscuridad de aquel orificio. Tac-tac. El ruido que llegaba a sus oídos le recordaba a una resonancia magnética. Un leve haz de luz nacía frente a sus ojos. El arco eléctrico se formó con rapidez, estrellándose contra su sien. El dolor apareció rápido, cortante. Su cabeza pareció estallar en mil pedazos, perdiendo momentáneamente la visión y dejándole con una inmensa sensación de aturdimiento.
Tac-tac. El carrusel continuó moviéndose, avanzando sin descanso, introduciendo todas aquellas cabezas desorientadas en el agujero. Alex aún podía distinguir algunas formas. Su cuerpo se mecía con suavidad. Avanzaba, agarrado de aquel gancho, hasta entrar en un sombrío túnel.
La siguiente parada fue rápida. Una afilada cuchilla realizó dos cortes precisos y estudiados. La arteria carótida y la vena yugular comenzaron a vaciarse vertiginosamente. La corriente de sangre golpeaba un canal de plástico en el suelo, que la recogía, dirigiéndola a un enorme depósito. La vida de Alex se iba perdiendo, drenándose poco a poco, mientras lo que quedaba de él se balanceaba sin saber por qué. El dolor disminuía, la boca sabía a metal, la luz se apagó.
El cuerpo sin vida de Alex siguió avanzando por el carrusel. Lo esperaba un baño de agua caliente, que lo sumergió súbitamente. Su piel se arrugaba. Su pelo comenzaba a debilitarse, a desprenderse. Mojado de pies a cabeza, unas espátulas restregaban sus vértices, eliminando cualquier rastro de vello corporal.
Un chorro de agua fría, a alta presión, eliminó el calor que le quedaba dentro. Los coágulos de sangre y restos de cabello se iban desprendiendo, dejando un cuerpo limpio, inmaculado.
El final del carrusel estaba cerca. Su cuerpo se desprendió de las ataduras. Ya no podía sentir el duro golpe contra la cinta transportadora. Ojos hacia arriba, sus brazos quedaron en cruz, sus piernas estiradas. La guillotina cayó desde lo alto, hasta alcanzarlo, separándolo en partes, con precisión. Primero sus extremidades. Por último, su cabeza. Cada pedazo de su cuerpo tomó un camino distinto. Su tronco continuó de frente. Una ligera incisión hizo que sus vísceras salieran, eliminando cualquier tipo de suciedad interna; hígado, vaso, pulmones, corazón.
Un nuevo chorro de agua lo limpió, lo purificó, antes de ser cortado en pequeños trozos. Pedazo a pedazo fue entrando en la máquina de envasado. Plástico sobre su piel blanca e impoluta. Limpio, embalado y etiquetado. Sabor inigualable. La mejor carne de humano que puedas comer.
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4
Autor: Marisol Galdón
Título: Mi primer retorno
“Pareciendo bichos son almas, testaferros, albaceas, padrinos que vuelan.
Son bigotes y perillas del cielo.”
(Ramón Gómez de la Serna)
Vuelo, vuelo, vuelo por el cielo, sin descanso, tan solo a ratos para coger fuerzas y retozar de nuevo entre las nubes, sin pegarme mucho al sol para que no me queme el frac. Como todo lo que pillo, que en pico abierto siempre entran moscas y otras criaturillas jugosas. Cuando el viento se enfurece, planeo con precisión y prosigo la aventura de mi primer retorno repleta de ilusión.
Solo deseo que no haya otra tormenta hoy, por favor, que vaya la que se armó anoche con unos relámpagos que parecía que todo el firmamento se iba a abrir en dos y nos tragaría de un momento a otro. ¡Y unos truenos ensordecedores! El mar se encrespó y las olas se alzaban iracundas. Pasé un poco de apuro porque todavía me falta experiencia y pericia. Hoy, todo está más tranquilo. Menos mal. Aparte de eso, el viaje está siendo hermoso, mucho más que el de la ida con la travesía de aquel desierto de arena que se me hizo eterna. La vuelta la estamos haciendo por mar. Al principio estaba nerviosilla, pero ya le voy pillando el punto. Claro que ahora viene lo más complicado, atravesar esa parte que se divisa allá a lo lejos, es lo que llaman el Estrecho de Gibraltar y vuelve a estar tan concurrida como cuando nos fuimos. Cuando lo crucé por primera vez estaba muy asustada e intimidada porque en mi corta vida jamás había visto tantas aves juntas. La abuela nos había aleccionado a las más jóvenes sobre cómo llegar al otro lado sin desfallecer. Y aquí estamos de nuevo, miles y miles de seres alados ansiosos por retornar a nuestras moradas de origen, venimos de muy distintos lugares y confluimos todos aquí. Madre mía, qué follón. Al loro con las rapaces, esas son las más peligrosas.
Durante todo el trayecto hemos avistado pequeñas embarcaciones repletas de humanos oscuros como los que nos han acogido estos meses, que al parecer también desean llegar a las costas españolas. Mi bisabuela dice que en épocas remotas tan solo se divisaban barcos de pescadores que se alegraban mucho de vernos porque nos consideran símbolo de buen augurio, pero que desde hace unos años cada vez hay más botes cargados de personas grandes y pequeñas, y que muchas de ellas no consiguen llegar a tierra y mueren ahogadas. Pobrecitas, a algunas de las nuestras también les ha pasado, sobre todo si los vientos rugen fuertes y cruzados, se quedan ahí flotando, nadie viene a recogerlas, hasta que el mar se las traga para siempre. Eso por no hablar de si se acerca algún cernícalo, ¡uf!, entonces ya no lo contamos. Espero que mi padre y mis hermanos hayan conseguido llegar sanos y salvos a nuestro hogar español.
Bueno, lo que nos faltaba, ya están aquí las pálidas gaviotas acosando. No puedo con ellas. Anda que no se ponen pesadas ni nada. ¿Pero tú dónde vas, pajarraca? No me pillas ni en sueños. ¡Toma, chúpate esa pirueta! Se creen que el mar es suyo.
-Hija, deja las gaviotas en paz y estate atenta que ya queda poco para terminar de atravesar el mar y llegar al otro lado, ahora es cuando hay que darlo todo.
-Pero si son ellas las que nos provocan amenazantes.
-Tú, ni caso. ¿Qué te tengo dicho? Cuando estamos en tránsito debemos concentrarnos y no desperdiciar fuerzas en tonterías. Y menos aquí.
¡Ha sido una pasada! ¡Impresionante! Todas las de la familia lo hemos conseguido. Yo me pegué a mi madre y no perdí de vista ni un momento el objetivo. Qué tensión. Pues hala, ya se acabó el viaje por mar. Bello, pero agotador. Al llegar a España, nos hemos encontrado con compañeras que van mucho más al norte, hacia lugares que en invierno son muy fríos y todavía les quedan varias jornadas de viaje. Nos despedimos esta mañana temprano deseándonos lo mejor, ojalá que nos reencontremos a la vuelta.
¡Último tramo de trayecto! Hoy fijo que llegamos a nuestros nidos. Qué ganas tengo ya. Unos aleteos más y el resto es insecto comido. ¡Ven aquí, moscona, chhhhiii, qué rica estás!
-¿Adónde van todas esas, mamá?
-A la ciudad.
-¿Dónde hay tanto ruido y gente por todas partes?
-¿Qué quieres que te diga? Les va la marcha. No todas prefieren el campo como nosotras.
-Pues a mí me encanta, hay mucho más espacio para volar libremente, por las noches duermes tranquila y hay comida hasta hartarse. Además, este año tendré mis propias crías y no me imagino un lugar mejor para anidar.
-Mira, creo que aquel es el campanario de nuestro pueblo. Pero hija, ¿dónde vas?
-A ver si veo a papá.
-Espera, espera…
¡Hola! Qué alegre algarabía se traen hoy las golondrinas, sobrevuelan sus nidos en señal de reconocimiento, eso es que han llegado más. ¡Bienvenidas, criaturas! Uala, qué virgueras que sois. Me encanta teneros de vuelta, con vuestros grititos y acrobacias adornando mis días de alegría.
“Sois como números escapados de un gran premio que hay muchos que no saben que les ha tocado, el premio de vivir diciendo: “¡Golondrinas!”, y viéndolas como participación afortunada.”
(Cartas a las golondrinas, Ramón Gómez de la Serna)
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5
Autor: Sergi Capitán
Título: Haz el check in online
En fila de a dos, todos llevaban en la mano los pasajes impresos o el móvil mostrando el código QR. Los primeros en embarcar fueron la pareja de búhos. O bien habían madrugado mucho o, directamente, se habían presentado allí sin dormir. Los demás fueron pasando prácticamente sin incidencias. Las serpientes, sibilinamente, avanzaron algunos puestos en la cola. Las ardillas, para no pagar equipaje, llevaban todo escondido en los mofletes, pero no coló. Hubo un pequeño momento de tensión con las cebras.
—Llevas tú los billetes.
—No, los llevas tú.
Parece que la una por la otra, habían confundido el código QR con sus propias rayas. Noé les pidió muy amablemente que se echaran a un lado mientras resolvían la situación, pues se estaban impacientando el resto de pasajeros. En caso de retraso corrían el riesgo de perder el turno de salida.
Llegaron Eva y Adán ligeros de ropa y equipaje, sudorosos, diciendo que la aplicación no les dejaba sacar las tarjetas de embarque.
—Overbooking. El viejo Noé lo zanjó rápidamente.
Les extendió un formulario para reclamaciones y un bono para un catering. De nada sirvieron las quejas de ambos y sus amenazas de denunciarle a la OCU. A la hora programada partieron. Los gorilas se hicieron un selfie. Las urracas contaban una y otra vez el efectivo que llevaban. Los zorros aprovechaban la aglomeración de todos en la borda para llevarse alguna vianda al descuido. Los elefantes lloraban.
Adán y Eva se miraron el uno al otro con desprecio. —Te lo dije.
Al rato, empezó a llover.
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6
Autor: Antonio Val Vidal
Título: El misterioso enemigo del gato Tiberino
Lo atraparé. Lo juro por mis zarpas. Lo juro por mis bigotes y por mis colmillos. Atraparé a esa sombra escurridiza aunque sea lo último que haga. Lo juro, lo juro por mis siete vidas. No pararé hasta tenerlo bajo mis garras, hecho pedazos.
Reconozco que nunca me había enfrentado a nadie como él. Es más rápido que yo. Se mueve con más sigilo que yo. Es prácticamente indetectable, salvo cuando decide chulearme con todo descaro y se pavonea delante de mí. ¡Sin que yo pueda siquiera tocarle un pelo cuando me lanzo a por él! Pues como si fuera un rayo desaparece de mi vista o danza delante de mis narices, igual que si estuviera riéndose, protegido por una fuerza invisible que lo separa de mi furia.
¡Y yo no puedo llegar hasta él!
También reconozco que necesitaba algo así que me sacara del sopor. ¡Vivir en esta casa tan pequeña puede llegar a ser tan aburrido! ¿Cómo pueden los humanos conformarse con habitar espacios tan reducidos, tan minúsculos? ¿Acaso no echan de menos el cielo alto y el horizonte lejano, las grandes llanuras batidas por las corrientes de aire?
En honor a la verdad he de decir que me aprovechan bastante los recovecos y las cavernosidades de estos dormitorios estrechos y de estos salones y cocinas llenos hasta arriba de trastos. ¡Qué gran invento son las cajas y los muebles donde se resignan a guardarlo todo y que sin embargo, ofrecen tantas posibilidades de escondite, solaz y descanso para mí!
Pero a veces, más de las que me gusta admitir, dentro de mí late el eco de una necesidad antigua: la de explayarme, la de huir sin rumbo, la de recorrer enormes inmensidades, la de cubrirme con el manto de las estrellas. ¿Es que los humanos no la sienten como la siento yo?
En uno de esos rincones, atravesando el dormitorio principal hacia el pasillo, lo vi por primera vez. Grande, majestuoso, negro como la noche, con orejas puntiagudas y bigotazos tan grandes como las hojas de una palmera. No me dio tiempo a fijarme en más. De un salto me metí bajo la cama. Y esperé.
Esperé mucho. En toda la casa no se oía ni un ruido. De vez en cuando sonaba un golpe en la calle o alguien se montaba en un coche y lo arrancaba. Un par de veces escuché con nitidez las voces de los vecinos, cuyo salón da pared con pared al de esta casa. Después, el silencio, un silencio espeso roto ligeramente por el viento que se escurría por debajo de alguna puerta en alguna parte y que refrescaba un poco la casa colándose por las rendijas de las persianas. Esperé, esperé mucho, esperé muy pegado al suelo bajo la cama, respirando tenuemente, tanto que cualquiera que se hubiera fijado atentamente en mí habría pensado que era una estatua. Esperé con los ojos muy abiertos, pero no vi a nadie. Aquel ser había desaparecido.
Mucho tiempo después me atreví a asomar el hocico y pude ver cómo a través de la penumbra que envolvía la habitación aquella criatura también se movía lentamente describiendo, como yo, un arco de aproximación a la cama, pero siguiendo la trayectoria inversa. Yo estaba, sin embargo, preparado. Tensé todos los músculos de mi cuerpo, me encogí arqueando la espalda y sin pensármelo un instante me propulsé hacia adelante con toda la fuerza de que eran capaces mis patas traseras.
Ay, ¡qué cacharrazo me metí!
Sin cerrar los ojos, con todas las potencias de mi ser concentradas en aquella extraña figura oscura que me miraba con los ojos muy abiertos y muy feroces, observé cómo se iba haciendo grande a medida que mi cuerpo caía como una flecha sobre el suyo. Pero, ¡oh, encantamento! En lugar de aterrizar sobre un cuerpo mullido y peludo como el suyo parecía, en lugar de agarrar extremidades, un lomo, un cuello, una cabeza de orejas erizadas como las suyas parecían, me estampé contra una superficie dura y recta que me escupió hacia atrás con la misma violencia con la que yo me había proyectado hacia adelante.
Me alejé sin perder un segundo a buscar refugio en mi escondrijo preferido, con el rabo entre las piernas. Estaba dolorido pero, sobre todo, muy confundido. ¿Qué había sido eso?
¿Acaso era un fantasma?
Volví a esperar. Cuando se hizo de noche y todo era tinieblas regresé al dormitorio. Apostado un rato en el bastidor de la puerta, asomé un bigote.
¡Ahí estaba otra vez, en el mismo sitio! ¿Cómo había llegado hasta allí sin que yo lo hubiese sentido? ¿Acaso no se había movido del sitio en todo el tiempo?
Resolví atacar otra vez y no darle la oportunidad de reaccionar a aquella criatura tan extraña. Como si me accionase un muelle, pasé levitando entre el costado de la cama y una silla que mis amos tienen colocada junto a ella para dejar la ropa por las noches. Mis pezuñas no tocaron el suelo, creo que jamás me he movido tan rápido. En un parpadeo volví a tenerlo delante.
¡Él se movía, se dirigía a mí en posición de ataque, con las zarpas abiertas como garfios!
El golpetazo fue aún mayor que el primero. Perdí el conocimiento por un instante. Ni siquiera recuerdo cómo regresé a mi escondrijo. Allí me hice una bola y esperé a que amaneciera. Aquí permanezco todavía, preparando el plan de ataque definitivo. Lo atraparé. Lo juro por mis zarpas. Lo juro por mis bigotes y por mis colmillos. Lo juro, lo juro por mis siete vidas. No pararé hasta tenerlo bajo mis garras, hecho pedazos.
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7
Autor: Ramón Molleda González
Título: De pez en cuando
Les contaré un secreto de perros. Si me lanzo al cuello de la aspiradora no es porque no sepa que es una aspiradora. Lo hago para seguir representando mi rol sin que nadie llegue a sospechar que yo pueda deducir-interpretar-comprender qué es o para qué sirve una aspiradora. A veces siento que todos estaríamos más tranquilos si nos diesen cuerda como un juguete que ladra. Así se evitarían los malentendidos e infortunios de los que habló J.L. Austin en su obra cumbre: «Cómo hacer cosas con palabras». Y no sólo me refiero a inferir lo que el alguien quiso decir a partir de lo que realmente dijo, sino a lo que quiso hacer pero realmente hizo. Mi experiencia me ha enseñado que todo el mundo está asustado aunque no sepa que lo está, y ladrando o enseñando los colmillos nos mantenemos firmes en nuestros miedos. Yo he logrado normalizar este comportamiento hasta el punto de que ya no parezca un problema. Incluso resulto normal cuando mi dueño me obliga a desgañitarme tensando la correa ante cualquiera de mi especie. Su (mi) adiestramiento es pésimo y siempre me confunden sus recompensas fuera de lugar, esas tirillas de ternera tiesas que me veo en la obligación de engullir mientras pienso seriamente qué he hecho yo para merecerlo. Lo mejor en estos casos es hacer como si nada y no volverse chiflado con teorías de malentendidos.
Ahora bien, no soporto la cantinela esa de que «sólo somos animales». Como si no fuera evidente, como si el adverbio liberase a los «humanos» de esta condición. Vale, ustedes no son «sólo» animales, son «algo más». Si van a sentirse mejor, lo admito con una genuflexión: «los perros sólo somos animales». Ya está. También podría interiorizar las patrañas de los programas sobre perros: que no tenemos sentimientos, que sólo respondemos a estímulos, que no nos reconocemos en los espejos por falta de olor, que frente al televisor nos quedamos mirando en plan bobalicón sin entender nada. Vale. Pero para que lo sepan: cuando me tiendo a la larga en la alfombra cerca de la chimenea, y apoyo mi hocico bobalicón en el suelo, y mantengo mi vista fija en algún lugar, ustedes los humanos se vuelven de repente hacia nosotros (estímulo-respuesta) con esa condescendencia suya tan aborrecible, haciéndose preguntas (aparentemente) retóricas y estúpidas: «¿Qué estará pensando el perrín?» No son capaces de entender que esa postura nos facilita la reflexión y el juicio, y que esto, a su vez, nos acerca la posibilidad de ser más felices; pues la felicidad de un perro consiste en primer lugar en ese estado práctico de no contar con amenaza de ningún tipo, para luego centrarnos en la búsqueda de la medida, la sensatez y el respeto a uno mismo, mientras nos restregamos en las alfombras o nos recostamos cavilantes para ejercitar el coco.
¿Por qué se empeñan en pasearnos con correa o nos atan a los postes? No ven que esto nada tiene que ver con nuestra naturaleza roussoniana. Atados sólo abusamos de los ladridos hasta que se banalizan, pierden claridad para ser precisos, pierden profundidad, brillo semántico, parecen los mismos en todo momento, como una salmodia irritante que nos embrutece sin necesidad. Claro que somos capaces de pasear a su lado sin ir demasiado por delante o demasiado por detrás, sentarnos a esperarles, darles la patita, etcétera. Esa no es la cuestión.
Miren los peces, sin ir más lejos, con esos nombres tan dignos: Peter, Angelo, Barbarella… Nadie juega a imaginar lo que están pensando, nadie se compadece de ellos. A mí claro que me gustaría ser un pez, un pez transparente con las neuronas a la vista, mitigar esta angustia perruna, tener labios de pez y frotarlos en el cristal para aliviarme. Me quedo pasmado ante la pecera, con los mismos ojos bobalicones que me examino en el espejo. Descubro que allí dentro reina una libertad absoluta. Dan vueltas a las almenas del castillo y a la palmera multicolor, cuando quieren se esconden entre las algas artificiales lejos de los ojos de los hombres y de los míos. Es como si desapareciesen todos los motivos y no hiciesen falta explicaciones. Creo que los peces no piensan porque ya saben demasiado. Los envidio tanto que en ocasiones, cuando llego al límite de mi pena, quiero ser «ellos» con todas mis fuerzas y me transmuto (porque la vida sólo es aburrida cuando no se inventa). Entro en un estado catatónico repitiendo muchas veces mi deseo y llego a orinarme sintiendo un frío placentero. Ya estoy dentro. Es verdad que mi cuerpo no tolera del todo bien algunas mutaciones. Puedo mover las aletas pero sin pericia alguna, como es lógico. Los latidos son muy fuertes y creo que aún ladro aunque no me escucho. Lo peor es tratar de comer sus escamas de alimento. No es que no se pueda, pero al final siempre te ahogas un poco. De todas formas el cerebro me funciona perfectamente incluso sin comer. En realidad apenas siento hambre. Es muy divertido, las burbujas parecen de champán y aumenta el tiempo en el que soy consciente de que estoy dormido. Una vez fuera del agua, y mientras vuelvo a mi cuerpo de perro, sufro tos típicos desequilibrios homeostáticos. Tengo serios problemas para arrascarme porque mis extremidades no me obedecen del todo bien. Tampoco logro controlar las náuseas y voy por ahí vomitando agua por todas partes. Tengo alucinaciones con manadas de lobos que esconden huesos por todas partes para ponerlos a salvo de la rapiña y comerlos en otro momento. Un instinto de supervivencia que no tiene explicación alguna para un perro… digo pez, GLUB.
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8
Autor: Juancho Plaza
Título: Sacrificio
Con su aire de seductor entristecido asalta el gallinero. Sus pies almohadillados se alían con el silencio de la noche, traspasa la frontera de alambre y como un fantasma se cuela en el corral. El gallo duerme con uno de sus ojos siempre abiertos, pero el zorro sabe por qué lado debe burlar su vigilancia. Las gallinas, en lo más profundo de sus sueños, se ven entre sus fauces calientes, entregan el pescuezo a la maestría del donjuán, se dejan arrastrar al oscuro lagar en el que se fraguan los amores imposibles, desplumarse con la voluptuosidad que solo conoce un gigoló. Liberadas de la esclavitud de la puesta cotidiana, del arbitrario revolcón del macho abusador que las fecunda, del cacareo perenne de todas sus hermanas, llega con la aurora la realidad de la vigilia, el quiquiriquí que las despierta de repente y las sume, otra vez, en la rutina de pitas ponederas. No es el hambre la que mueve los pasos del raposo, es el deseo el que alimenta el rapto a la luz de las estrellas. ¿Por qué arriesgarse si no a la pétrea ferocidad del espolón del guardián del gallinero, al desatado furor de su pico resentido, al plomo voraz del aldeano? ¿Por qué no saciar sus apetitos con un ratón perdido en la hojarasca o con las uvas, ya maduras, de una parra? ¿Por qué no asaltar los cubos de basura, bufé libre que le ofrece la extraña generosidad de los humanos? Porque en su alma de filántropo busca el equilibrio, liberar a las sabinas de su cárcel de pienso y antibióticos, esquivar su destino de agua hirviente o pepitoria, ofrecerles un festín, único, de sangre y de lujuria, una muerte digna ejecutada por un amante consumado.
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9
Autor: Eva García
Título: La ballena tragona
Cada mañana, sin esperar al sol, acudía a la playa. A la suya, a esa donde era él mismo, sin necesidad de compartir con nadie.
Al principio quiso convencerme para que le acompañará, pensando que estaba celosa. No era así.- ¡Quién podría tener celos de una ballena!-.
Jonás adoraba zambullirse con ella en las olas, como cuando era un niño. Se dejaba recoger por su cola como un cucharón, lanzándole muy alto para estrellarse contra la espuma.
Desde que nos casamos y decidimos quedarnos, no había día que no me levantara al alba para observarles.
Durante horas se subía en la tabla, saltando hasta colarse en el interior de su mandíbula. No paraba de reír, al igual que su compañera de juegos.
– ¿Es qué tienes miedo de que me coma? – me preguntó antes de besarme por última vez. No le respondí. Había menos luz en ese amanecer, como si el cielo quisiera avisarme.
Pero me dormí y soñé que por fin volábamos juntos y nos precipitábamos contra las tripas de mi adversaria, de la que nunca lográbamos salir.
Estaba empapada, pero en sudor. Detrás del ventanal conseguí divisarla sola, poderosa y saciada. Ahora era ella la que sonreía, al engullirle con pasión. – Jonás siempre fue suyo -.
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10
Autor: Rosa Ocaña Mejía
Título: Berso
Había
una vez
un miedito chiquitito
que no paraba de crecer…
Pasaron
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6 semanas
y aquel miedito se convirtió en miedo.
Tengo ocho hermanitos, chiquititos. Acabamos de nacer.
Mi mamá nos mima, nos cuida con muchísimo amor. Nos lame y nos amamanta.
Somos unos cachorritos muy muy felices. Juego con mis hermanitos y duermo.
Duermo mucho.
Comer, dormir, jugar… jugar comer, dormir… ¡Qué felicidad!
Nuestros amos son buenos, acarician a mamá y nos abrazan. A veces, susurran.
Dicen que en casa somos muchos, que no pueden mantener a toda la camada, que mamá es suficiente y que nosotros nos tenemos que ir. Susurran. Escucho y no entiendo. Susurran. Como, duermo, juego. Lloro. Miedito.
En la oscuridad de la noche, luna creciente de gato risón, los amos nos abandonan a mis hermanitos y a mi en la cuneta de un camino cercano a casa. La soledad, el silencio, la oscuridad nos rodean. ¡Guau! El miedo es una enorme bola de nieve que no deja de rodar. Miedo. Miedo. Miedo y más.
En la oscuridad de la noche, luna creciente, unas luces lejanas se van acercando. Un coche se para y se lleva a cuatro hermanitos chiquititos. No sé dónde van, no sé qué va a ser de ellos, sólo sé que no les volveré a ver nunca más. Me quedo con otros cuatro hermanitos chiquititos, y ya sólo somos cinco.
En la oscuridad de la noche, luna incipiente, unas luces lejanas se van acercando. Un coche grande y negro -como la noche- se para. Una mujer de pelo largo y rizado se baja del coche, dice que ha visto a un cachorrito, un perrito chiquitito. Encuentra a mi hermanita y la abraza. Se bajan del coche otras personas, un padre y una madre, dos hijas y un hijo. Son una familia numerosa, igual que éramos nosotros. Se van a llevar a mi hermanita, pero están mirando en la vereda del camino por si hubiese algún perrito más. Les digo a mis hermanos que ladren para que nos lleven a todos, que nos ayudarán a vivir. ¡Guau! ¡Aquí hay otro! ¡Se mueven aquellas matas! ¡Otro! ¡Silencio, parece que ladran más! ¡Otro! Ya no hay más. Sí, escuchad, ¡se oye algo! ¡Guau! ¡Aquí hay otro! Y son -somos- cinco!!!!! ¡Cinco cachorritos chiquititos abandonados! ¡Pobrecitos! ¡Pero qué afortunados han sido de encontrarnos!
Miedito. Nos llevan a una casa grande. Nos limpian. Nos abrazan. Nos dan de comer. Nos abrazan. Más miedito. No sé qué va a pasar ahora, pero confío en esta familia amorosa. Nos miran con ojos chispeantes y nos abrazan. Paz.
En la oscuridad de la noche de esta casa grande y ruidosa hay otras mascotas: tres gatos, dos perros y un guacamayo. Faunia. No creo que puedan quedarse con todos nosotros, somos demasiados. Así va a ser, la hija mediana está difundiendo en sus redes sociales la adopción de unos cachorritos chiquititos abandonados. Rápidamente los amigos y los amigos de los amigos de los amigos responden a la llamada de adopción. Hay muchas personas interesadas en adoptarnos, cuidarnos, querernos. Somos afortunados, aunque es muy muy triste tener que separarme de todos mis hermanos… Somos afortunados, nos habían condenado a morir y ahora tenemos la oportunidad de vivir, de vivir y ser felices en un Hogar.
En la claridad del día, una pareja de enamorados se ha llevado a mi hermano sin nombre, una chica se ha llevado a mi hermana Nala y un chico se ha llevado a Freda. Y ya sólo somos dos: Saturnino y yo. A nosotros también nos quieren adoptar, pero algo está pasando, que no entiendo, y no vienen a por nosotros. Mejor, así puedo disfrutar aquí más tiempo, con esta familia que me hace feliz y a quienes nosotros también estamos haciendo felices. Y estoy con mi hermanito, chiquitito. Comemos, dormimos, jugamos… jugamos, dormimos, comemos. Paz. El miedito se ha convertido en paz. ¡Ojalá que esta paz dure para siempre!
Por cierto, me llamo
Berso.
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