Más de 2.000 relatos han participado en la cuarta edición del concurso juvenil #historiasdejóvenes, dotado con 3.000 euros en premios, organizada con Cultura Inquieta y y patrocinado por Iberdrola. Este certamen literario, en el que podían participar jóvenes autores nacidos entre 2006 y 2010, era de temática libre y comenzó el 10 de octubre, y terminó el 20 de noviembre de 2023.
Este concurso de #historiasdejóvenes cuenta con un jurado formado por Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Roberto Santiago, Blue Jeans, Nando López, Paula Izquierdo, Inma Rubiales y Juan Yuste.
A continuación reproducimos la selección de las 30 historias que optan a los premios. El lunes 4 de diciembre se difundirán los nombres del ganador del primer premio y de los cinco ganadores del segundo premio.
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1
Título: Querer destruir
Autor: Lola Collazo Couto
Centro docente: IES Isidro Parga Pondal
—No sé querer a alguien sin destruirlo —dijo el héroe desde la torre más alta del castillo, pensando en el dolor que sentían sus seres queridos cada vez que partía en una misión. Las arrugas de preocupación de su madre cuando se demoraba en volver. Los ojos cansados de su padre de tanto mirar por la ventana esperando que apareciera por el camino. La soledad de su hermano cada noche que no estaba para contarle un cuento.
—No sé destruir a alguien sin quererlo —dijo el villano desde la torre más alta de su fortaleza, pensando en el amor que acababa sintiendo por todo lo que quería odiar. La mirada decepcionada de su madre, la bruja, cuando no completaba una pócima por apiadarse del animal a sacrificar. El suspiro hastiado de su padre, el gigante, cuando no traía las manos llenas de sangre. La expresión burlesca de su hermano cuando se acobardaba ante sus planes malvados.
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2
Título: Reina blanca, reina negra
Autor: Neus Riquelme Mira
Centro docente: IES Canónigo Manchón
Si por cada traición que se cometiese, muriese alguien, ¿cuántos quedaríamos sobre la faz de la Tierra?
Hoy por hoy, uno menos.
Si por cada voto de confianza arruinado, muriese un hermano, ¿cuántos hijos únicos nuevos habría?
Hoy por hoy, uno más.
Me duele en las entrañas reconocer esto, pero me has mentido. ¿Cómo puede una víctima del dolor ser quien se lo infringe a otro? Si bien el ser humano es el único capaz de tropezar dos veces con la misma piedra, ¿cómo tener la valentía de arrojársela a quien a levantarte te ayuda?
Así te digo, no te sorprendas si no te miro cuando por mi lado pases; no te confundas si no vuelves a ver mi sonrisa; piensa en lo que hiciste si, de repente, dejo de hablarte. Qué irónica la vida, porque cuando esto ocurra, la recién herida será la mala, y a la portadora del arma le crecerán nuevas alas.
Qué desgracia (o suerte, alguien diría) no poder enfrentarte, enseñarte sin velo el dolor que causaste, y que perdura, escuece, y no desaparece.
Qué ingenuidad, supongo, la de mi persona, por creer que los cachitos rotos no me cortarían. Sí hubo honestidad, en estas acciones, pero jamás creí que llevarían aquí, a este punto de no retorno entre la espada y la pared, a este pozo al que me asomo y al que por hablarte me he caído. Ya no sé si quiero hacerte compañía, porque ahora que estoy abajo, comprendo que te has tirado tú solita, y en tu frío auto odio, has quemado las escaleras de subida.
Debería marcharme, sin embargo, la bondad empuja a quedarse, como una losa, y el deber se enrosca, retuerce y ahoga.
Si en esta mesa de ajedrez los jugadores cambiaran piezas, la reina blanca se volvería mala, y la negra huiría a su estuche llorando, pero no de pena.
Y el rey, que miraría la escena, montaría su caballo y bajaría de la mesa.
Pero, reina, blanca o negra, he sido relegada a peón y, estancada en la casilla, grito y grito en silencio. Torres enemigas acorralan mi ficha, mientras te miro, sangrando por debajo de la ropa. Todo este tiempo, con la partida empezada, lo has sabido, que yo no podría arrebatarte la reina, y en una silenciosa estocada: jaque. Piensas que no lo he visto, pero este peón tiembla, y el rey hace del alfil su barrera.
Menuda mierda. ¿Y esta era una buena partida? Ojos de bruja ven al diablo que en la oreja susurra.
Esta es la última jugada, un movimiento que no tiene palabras, que camina de puntillas. Estas son nuestras últimas miradas, se terminan las charlas, aunque tú no lo sepas.
Aunque tú no lo sepas, muy en el fondo lo sabes, pese a que durante la noche lo niegues. El suelo de tu habitación lo sabe, y en él quedan las pisadas de una muda traidora.
Reina blanca, reina negra.
Menuda mierda.
Todavía no es mate, solo estamos en jaque. Y si mi turno de juego acaba aquí, me reservo la buena suerte para el que la merece.
Lentamente me marcho, extiendo la mano, espero que se acepte. Cuando sea tiempo de percatarse, habrán corrido los días y será tarde para una nueva partida.
Traición, una estrategia oxidada. Ni aun siendo la única que se tenga es sensato emplearla. La cola de jugadores se acorta, mientras abandono mi puesto.
Advertir a los demás no es de mi estilo: mi marcha debería ser motivo de precaución, imagino.
Donde cae el rayo no permanezco dos veces.
Voy guardando mis piezas, cuando veas la última desaparecer, espero que lo entiendas. Y si esos ojos de repente se ciegan, los labios dirán quién fue la villana; en cambio, la verdad jamás se borrará de aquí.
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3
Título: Pez fuera del agua
Autor: Claudia Copado Alvaro
Centro docente: IES Pascual Carrión
Fui un deseo al mar, un susurro de las olas y como Afrodita, salí de la espuma blanquecina para acurrucarme entre los tiernos brazos de mi madre. Tenía escamas y una pequeña aleta que nacía de la parte baja de mi espalda, los niños se burlaban de mis ojos grandes y de mis agallas, y aunque a veces me molestaba, se me olvidaba rápido. Mi madre me quería, me cuidaba y me acunaba por las noches como un pequeño tesoro a la vez que me cantaba una canción sobre el agua, el vaivén del mar y los secretos del fondo de este.
A medida que pasaba el tiempo mis escamas me abandonaron, y en su lugar apareció una piel aterciopelada de color rosa, además comencé a oír el llanto del mar, llanto por una perdida, por mi perdida, y cada día se intensificaba un poco más, me robaba la respiración y en mi corazón, que bombeaba ahora una sangre roja y espesa, se creó una grieta que se ensanchaba un poco con cada sollozo.
Le pedí a mi madre visitar el mar, para poder preguntarle porque lloraba, pero me lo prohibió, le conté lo que pasaba, pero me dijo que eso era imposible, que el mar no hablaba con las personas. Le rogué, lloré y grité, pero no dio su mano a torcer.
Comencé a enloquecer, la voz pesarosa del mar me acompañaba, sentía como posaba sus manos en mis hombros y como hacía mella en mí, me sentía muy mayor, muy cansada y era incapaz de acostumbrarme al llanto furioso que escuchaba todas las noches y me atormentaba todos los días. Dejé que la tristeza del mar arrasara conmigo y la nostalgia anidó en mi pecho. El mar me añoraba y yo más a él. Dejé de ser feliz en el que había sido mi hogar y el deseo de regresar creció como un tsunami.
Una noche el llanto se volvió mucho más desconsolado, desgarrador, el sufrimiento era insoportable y supe que debía ir a ver el mar, a preguntar por su pena y si estaba en mi mano, remediarla.
Cogí dinero del bolso de mi madre y llamé a un taxi. Dejé una nota para cuando mi madre despertara que rezaba: Lo siento, voy a ver al mar.
Llegamos a la playa más cercana al alba y durante todo el camino había ido notando como la voz del mar se intensificaba, esa voz que no era voz se hacía cada vez más nítida, aunque no decía nada en concreto sabía que me llamaba.
Bajé del coche tras pagar la carrera y el taxi se fue. El olor de la sal inundó mis fosas nasales y el color naranja del cielo reflejado en el mar me colmaba la vista. Mis pulmones inhalaron la brisa marina como si de una droga se tratara y la arena se coló entre los dedos de mis pies tímidamente. Me acerqué al agua, despacio, muy lentamente y traté de buscar la voz del mar, pero ya no estaba ahí. Tan solo quedaba un murmullo apaciguado, pero esta vez no era un llanto, si no un canto, atrayente, hechizante que me pedía que me acercara más, más, más.
Mis pies colisionaron lentamente con el agua y una oleada de placer me recorrió de arriba abajo. Toda la vida que había perdido durante ese tiempo me embistió, de mi piel brotaron unas hermosas escamas y de mis costados crecieron unas aletas. Seguí adentrándome en el mar, la espuma me rozaba la cadera, luego el pecho, y cuando iba a sumergir la cabeza algo me frenó en seco. Mi nombre.
Me giré para ver a mi madre corriendo hacia mí y sofocada me dijo: “Si sigues adentrándote en el mar te alejarás de mí, te irás a cualquier rincón del mundo y no nos volveremos a ver»
El miedo estaba plasmado en sus facciones y entendí que no me había devuelto al mar porque temía que amara más mi libertad que a ella.
“Este es mi sitio mamá aquí soy feliz, te quiero, vendré a visitarte a menudo, pero mi lugar está aquí» dije.
Me volví hacia la inmensidad azul, y con una ancha sonrisa en la boca sumergí la cabeza.
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4
Título: Farid
Autor: Ariadna Sabaté
Centro docente: Vedruna Sagrat Cor
En la melancolía de las noches sin estrellas, mi corazón late al ritmo de los susurros lejanos de la vida que solíamos tener.
— Farid, Amira, Suleiman, ¡Yallah! Tenemos que movernos rápido. Debemos volver al refugio antes de que los bombardeos se acerquen más.
Entre las sombras, un recuerdo persiste; un eco doloroso de la guerra que se aferra a mi mente como una pesadilla sin fin. Recuerdo una mañana crispada por la tensión y el sonido atronador de explosiones que desgarraban el aire. La ciudad, una vez bulliciosa y llena de vida, se transformó en un escenario de caos. Mi padre, con los ojos cargados de preocupación, nos llevó a todos hacia el refugio, pero en el camino, una explosión cercana nos hizo detenernos en seco.
Frente a nosotros, en la calle que solíamos recorrer con risas infantiles, yacía un panorama desolador. Una casa, antes llena de risas y canciones, estaba ahora reducida a escombros humeantes. La desesperación llenó el aire cuando descubrimos que era la casa de nuestros vecinos, amigos de toda la vida. Entre los restos, se asomaban juguetes rotos, un recordatorio cruel de que la guerra no distingue entre el juego de los niños y la brutalidad de la realidad.
En ese momento, mi inocencia se desmoronó, y el manto de la guerra se cernió sobre mi infancia. Esa imagen, grabada con crudeza en mi memoria, es un recordatorio constante de la crueldad que enfrentamos cada día.
Y así, en la penumbra del refugio en el que actualmente me encuentro, ese recuerdo se mezcla con las sombras, dejando cicatrices invisibles en mi alma infantil.
Este refugio se ha convertido en nuestro nuevo hogar. El olor a humedad y la falta de luz se mezclan con los suspiros de otras familias que comparten este pequeño espacio subterráneo.
Miro a mi alrededor. Las estanterías desnudas sostienen latas abolladas y bolsas medio vacías de arroz y harina. Utensilios de cocina desgastados cuelgan, y el hervidor de agua emite un sonido apagado en la escasez de energía.
Las velas iluminan la penumbra, revelando una cocina que antaño era plena de sabores ahora limitados a lo básico.
Las especias han desaparecido, y cada bocado es un recordatorio amargo de una vida marcada por la penuria y la adaptación constante.
Un día, mientras juega con una vieja muñeca rota, Amira, mi hermana pequeña, me pregunta con sus ojos curiosos y llenos de inocencia:
— Farid, ¿cuándo podremos volver a casa?
Miro sus ojitos brillantes y sonrientes, pero aparto la mirada con pesar.
— Pronto, Amira… Pronto.
Los días se funden en noches, y las noches se disuelven en una oscuridad interminable. La vida bajo tierra se convierte en una rutina desesperada de supervivencia. Juegos de sombras en las paredes del refugio se transforman en la única distracción para los niños, un intento de escapar del terror que nos rodea.
Una noche, cuando las sirenas se detienen y la calma cae como un manto, me escabullo hacia la superficie. Voces suaves se mezclan con el viento, y la ciudad, a pesar de sus heridas, respira en silencio. Frente a mí, los restos de lo que antes era mi escuela se erigen como espectros del pasado. Recuerdo las aulas llenas de risas, mis amigos y la señora Fátima, mi querida maestra.
— ¿Qué haces aquí, Farid? —una voz suave, la de la señora Fátima, emerge de la sombra.
— Solo quería ver cómo era antes… antes de todo esto.
La señora Fátima me sonríe con tristeza y acaricia mi cabello con cariño.
— Farid, nunca olvides quién eres ni de dónde vienes. Tu fuerza está en tu identidad. No dejes que esta guerra te quite eso.
Regreso al asilo con un nudo en la garganta, con la certeza de que nunca podré olvidar de dónde vengo y cómo esta guerra ha marcado mi infancia para siempre.
La mañana siguiente, salgo del refugio junto a mi padre. Caminamos por las calles de Jabalia, donde la luz del sol lucha por atravesar el humo que se disipa lentamente. En medio de la destrucción, me pregunto en silencio si estas calles, alguna vez víctimas de la guerra, volverán a abrazar plenamente la cálida luminosidad del día.
— Papá, ¿qué pasará con nosotros? ¿Cuándo seremos libres de esta oscuridad?
Mi padre se detiene y me mira con tristeza en los ojos.
— No lo sé, hijo mío. La vida es una lucha, pero nos aferraremos a la esperanza. La esperanza de que algún día, todo esto sea sólo un recuerdo. Inshallah.
Y así, con el corazón lleno de esperanza y la carga de la tragedia sobre nuestros hombros, mi familia y yo continuamos nuestra lucha, con la incertidumbre como única compañera en esta tierra martirizada por la guerra.
Me llamo Farid y tengo 13 años. Antes pensaba en el futuro con esperanza, soñaba con un mañana mejor. Ahora, el futuro es incierto, y mis sueños han sido reemplazados por la dura realidad de la guerra. La escuela, los amigos, las calles donde solíamos jugar; todo eso parece un sueño lejano que se desvaneció entre las ruinas.
La aceptación es un peso pesado en mi corazón. Aceptar que la normalidad que conocíamos ya no existe, que las vidas que llevábamos antes han sido desgarradas por la violencia… Es difícil dejar ir todo lo que solíamos ser, todo lo que solíamos tener.
Sin embargo, en medio de la desolación, trato de encontrar un atisbo de esperanza. Tal vez, a medida que aceptamos las pérdidas, podamos construir algo nuevo. Quizás, en algún momento, podamos volver a encontrar la risa y la alegría entre las grietas de la tristeza.
Por ahora, mi corazón está marcado por la pérdida, pero aún late con la determinación de enfrentar lo que venga. En este nuevo capítulo oscuro de mi vida, busco la fuerza para aceptar, adaptarme y, con el tiempo, quizás, sanar.
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5
Título: El sonido del xilófono
Autor: Iria Franco Serrano
Centro docente: IES Sant Just
Mi padre llegó a casa después de la reunión de vecinos. Mientras estábamos cenando comentó que habían consensuado, que finalmente iban a arreglar el interfono de nuestro portal. Llevaba roto aproximadamente medio año. Durante ese período, cada vez que alguien tocaba el timbre había que asomarse por la puerta, para ver quién picaba a la portería, situada en la primera planta. El gasto, que no era poco, correría completamente a nuestra cuenta, pues a pesar de que éramos dos pisos los que compartíamos interfono, uno estaba vacío. Solía vivir una pareja, pero desde que murió su hija de 3 años tras caerse por el balcón, decidieron mudarse. No les culpo, debe ser duro. Así que tomaron esa decisión para no tener que ver cada día el balcón por el que se cayó.
Al día siguiente, cuando volvía del colegio, llamé al timbre para que mi madre me abriese la puerta. Sabía que no bastaba con presionar ese botón una vez, ya que no solía llevar los audífonos por casa y sin ellos escuchaba más bien poco. Así que dejé pasar un minuto hasta que insistí y volví a presionar ese botón que debía mantenerse en pie por voluntad divina. Durante ese transcurso de tiempo escuché un sonido peculiar. En un primer momento no supe reconocer de dónde venía, pero tras escucharlo exhaustivamente llegué a identificar su procedencia, venía del interfono. Ese ruido que determiné como el sonido que hacen los xilófonos infantiles, cuando presionas con fuerza y sin distinción alguna las láminas metálicas del instrumento, resonó en mis oídos hasta que mi madre abrió la puerta y me liberó de ese sonido que me había absorbido. Al llegar a casa vi que el silencio era quien gobernaba, y que definitivamente aquel ruido no venía de nuestra casa.
La siguiente tarde, cuando me disponía a tocar el timbre, volví a escuchar el sonido maquiavélico del día anterior. Esta vez un escalofrío recorrió mi cuerpo al contemplar la idea de que ese sonido pudiese venir de la casa de enfrente. De que fuese el espíritu de la niña o cualquier otra cosa paranormal quién tocase con tanta desesperación e ira el xilófono. Esta vez pulsé el botón durante el rato suficiente como para provocar una bronca de mi madre y las consecuencias que dicho acto conllevase no tuvieron importancia en aquel momento. Subí las escaleras a toda prisa y solo pude respirar una vez sentí que las paredes eran mi resguardo, y que la puerta era la barrera que podría defenderme de aquel mal mayor. Mi madre, al percatarse de todo esto, se apresuró a venir a comprobar que no me hubiesen pegado un tiro o vete tú a saber qué. Le conté lo del ruido. Le dije que escuchaba como alguien amartillaba un xilófono, que además de atemorizarme me era familiar por algún motivo. Mi madre, en contra de mi voluntad, bajó a la primera planta y se acercó al interfono. Terminó por acoplar su oído a él debido a la ausencia del famoso ruido y siguió sin oír nada. Solo ese murmullo que se escuchaba siempre porqué el aparato estaba roto.
Durante la cena comentamos lo sucedido con mi padre, que concluyó la conversación asegurándome que serían imaginaciones mías y que, si lo requería, me llevarían al psiquiatra.
Esto no tardó en pasar, ya que seguía escuchando ese sonido que iba siendo progresivamente más desgarrador y esto derivó en ataques de ansiedad y llantos incontrolables. Cuando dichos ataques sucedían mi mente quedaba totalmente nublada por el recuerdo de aquella niña mezclado con la tenebrosidad de la muerte, que de su mano daba aún más miedo. Terminaron por diagnosticarme esquizofrenia y me recetaron unas pastillas, que tal y como me prometieron hicieron que dejase de escuchar el sonido.
Una tarde, tras tocar el timbre, volví a escuchar el sonido, pero esta vez era diferente. No era una melodía aterradora, era más bien acogedora y reconfortante. La melodía era repetitiva, sonaba un patrón y luego se repetía, después de escucharlo detenidamente un par de veces y sin saber cómo, entendí esas simples notas musicales y pude escuchar un mensaje escondido en ellas “sabes que no es esquizofrenia”. Me dirigí a casa, subí al rellano, donde se enfrentaban mi puerta y la puerta inhabitada, y me di cuenta de que esta última estaba entornada. Pude decidirme por entrar en mi puerta, pero el hecho de oír esas notas emanando de la ranura, que quedaba entre la puerta inhabitada y la pared, no hizo más que incitarme a entrar a esa casa que semanas antes temía. El pisar ese recibidor no hizo sino recordarme la última vez que había estado allí dentro. El cambio gradual de la música parecía narrar que alguien sabía de mi presencia en la casa, hecho que me provocó cierta inquietud. Pero pese al miedo seguí avanzando, un pie tras otro y así sucesivamente. Un pie tras otro hasta que se anclaron al suelo. El cambio gradual se convirtió en un cambio brusco cuando una nota desafinada sonó muy fuerte en el balcón y después se hizo el silencio, un silencio que no tardé en romper al ver que allí estaba ella, con su xilófono. Al verla me asusté, y chillé un poco, pero ella chilló más al verme, más incluso, que cuando la tiré por aquel balcón.
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6
Título: La pieza que no encaja
Autor: Laia Farràs i Coll
Centro docente: Escola Pia de Caldes de Montbui
Hoy, una vez más, te he sorprendido a los pies de mi cama. Hace semanas que, sólo despertar, me encuentro con tus ojos azules; dos cerillas encendidas que me miran casi con locura. El pelo rubio y encrespado que te cae por la cara, y aquella mueca en los labios que, más que una sonrisa, parece un gesto de auxilio. De tu silencio, cruento y cobarde, no saco respuestas, sino más dudas; dudas que me suben por las piernas y me llegan a la cabeza, donde tengo un cerebro agujereado y pintado de gris.
Sí, gris, como los días de lluvia que paso encerrada en la habitación; gris como el pelo de Magda, que viene a verme por las tardes y me habla de vidas etéreas y amores inconclusos y lejanos. Magda que llora y me acaricia la mejilla con la yema de los dedos. “Te quiero, Julia. Vuelve”. Y yo me pregunto de dónde debo volver, si ya hace días que no salgo de la cama.
Más de una vez me he imaginado cómo sería acercarme a ti, cogerte de la mano y, juntas, marcharnos de la habitación. Huir de las sábanas blancas y huir de las paredes vacías y de las cortinas opacas. Saborear la libertad en los labios. Sé que tú también llevas días aquí y que, como yo, deseas huir. Lo veo en tu mirada, azul y empañada, y en la tristeza de tus ojos lánguidos, siempre distraídos. Eres humo, eso sí, porque Magda no te ve y, cuando hablo de ti, me mira con ojos de médico “No hay nadie, Julia”. Pero yo sé que estás ahí, que me escuchas. Sé que eres persona, y no fantasma escondido ni recuerdo olvidado.
Aquí los días pasan lentos, y tú eres la única que, de vez en cuando, me arranca una sonrisa. Por eso sé que estás viva, y que respiras y sufres como yo. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme quién eres. Una figura muda de la que no conozco ni el nombre, pero que se ha convertido en un reflejo de quien soy, de mi sórdida alma, tonta y oscura, manchada por lo que Magda dice que hice. Ella me asegura que de errores ha cometido todo el mundo, y que no he de sentirme avergonzada de un pasado que ni siquiera me pertenece del todo; yo no estoy tan segura de ello. Me ha dado pocos detalles, pero, a veces, al explicármelo, todavía me parece sentir el hedor del alcohol impregnado en mi piel.
Cuando Magda me habla de esa noche borrosa y apática, ni siquiera soy capaz de entender lo que me cuenta. Habla de vestidos de lentejuelas y bailes desbocados, y de un coche raudo y veloz como un guepardo. Habla de canciones encendidas y cuerpos vivos y jóvenes, libres y heroicos. Y, sobre todo, habla de un instante eterno. Luz. Tormenta. Dolor, incluso.
Intenta que recuerde, pero no lo consigue.
Más de una vez he estado tentada de decirle que no puedo echar de menos una vida que no es la mía. Por mucho que me insista, no sé cómo llamarla madre, ni consigo resolver el rompecabezas que conforma mi cerebro.
Porque soy prisionera de los recuerdos y prisionera de estas cuatro paredes; vivo entre cortinas y derramo lágrimas desnudas y llenas de una añoranza que nunca llegaré a entender. Y cuando yo lloro tú también lloras, en silencio y cabizbaja, casi invisible. Pero yo te veo y te noto y quizás incluso te quiero. A pesar de que tus palabras sean silenciosas y lejanas, y a pesar de que yo no tengo vida, y de que no soy más que un caparazón vacío. Nada.
Nada de nada.
Por eso eres tan importante, porque no formas parte de mis recuerdos perdidos y, por lo tanto, eres la única pieza que me pertenece, la pieza que no encaja en el rompecabezas. Eres presente, y también futuro.
No sé si te lo llegué a contar, pero la semana pasada por fin reuní el valor para preguntarle por ti a Magda. Hacía horas que me hablaba con una voz cadenciosa, pero rota; triste, amarga, casi fúnebre. La voz que pone cuando me mira, y también la voz que parece no abandonar ni siquiera cuando sale del hospital, a juzgar por sus llamadas. Me contaba que, antes, yo era poeta, y que escribía versos con sabor a miel y limón. Que una vez incluso la hice llorar, con un poema titulado A mi madre. Y me lo leyó en voz alta, pero de sus palabras sólo llegué a entender que yo la amaba o, por lo menos, que creía hacerlo. Entonces me leyó otro, que hablaba de amigos y fiestas, y me dijo que se lo había dedicado a Laura y Tomeu. Al preguntarle dónde estaban, me respondió solemne: “No están”. Y no me aventuré a preguntar más, porque los ojos se le llenaron de lágrimas y yo pensé que Laura y Tomeo debían estar lejos, y que ella los echaba de menos.
En un intento desesperado de sacarle una sonrisa —las lágrimas me tienen harta: nos veo llorar todos los días—, le hablé de ti. Ella me escuchó, concentrada, y, cuando terminé, soltó un largo y pesado suspiro. Parecía cansada, quizá incluso algo incómoda. Entonces, levantó su dedo índice y te señaló.
«Júlia, es el espejo».
Me explicó que el cerebro engaña, y que ha aceptado que no conserve memorias, pero que tengo que recordarme. No puedo olvidarme.
«Júlia, es el espejo», insistió.
No la entendí.
Espejo. ¿Quién es el espejo? ¿Tú o yo?
Le comenté mis dudas y Magda se rio, incrédula. Como no me respondió, llegué a la conclusión de que quizás éramos ambas.
Tú el espejo entero; el reflejo de la chica joven e intrépida; un recuerdo de quien soy, a pesar de no pertenecer al pasado.
Yo el espejo roto; lleno de grietas; mil ojos, mil narices, mil vidas. Pedazos de una misma chica.
No soy nada.
Nada de nada.
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7
Título: Los mejores años de mi vida
Autor: María de la Torre Regidor
Centro docente: Colegio Los Tilos
ABBA me mintió.
Tengo <<seventeen>> pero no soy <<the dancing queen>>. Soy más <<the studying queen>>, para mi desgracia.
Al menos Taylor Swift no se equivocaba. En cada examen me dan ganas de poner <<I’m only seventeen, I don’t know anything>>.
Claro que no creo que a mis profesores les gustase esa respuesta.
La que más razón tenía era, sin duda, Olivia Rodrigo.
<<And I’m so sick of 17
Where’s my f*cking teenage dream?>>
Cada día estoy más convencida de que Bachillerato es una especie de tortura medieval, pensada para irte desgastando lentamente hasta que no puedas más.
—¡Marta! —Con un ligero toque de atención Esperanza, la profesora de Lengua, me saca de mi ensoñación—. ¡Que ya empieza el examen!
Vaya, qué manera más desagradable de volver a la realidad.
Bajo la vista y abro el cuadernillo. El examen es tipo EVAU, como de costumbre. No vaya a ser que se nos olvide que tenemos que jugarnos el futuro a un examen a principios de junio, como si no lo mencionaran en cada clase. Al principio tenía cierta gracia, incluso sugerimos meter un euro en una hucha para el viaje de fin de curso cada vez que se mencionase de alguna manera la selectividad. Pero en seguida nos dimos cuenta de que nadie tenía tanto dinero.
Leo las preguntas. No son complejas. Aquí la dificultad radica en que hay que hacer en una hora y media algo para lo que se necesitarían dos horas por lo menos. Por eso creo que la EVAU no es para que demostremos nuestros conocimientos, sino un proceso de selección. Si solo hubiera que mostrar lo que sabemos no habría límite de tiempo.
Suspiro y me pongo manos a la obra, ya me quejaré del sistema más tarde.
Cada vez que tengo un examen paso por todas las etapas del duelo: me pongo a escribir y de repente me doy cuenta de que no me va a dar tiempo pero intento desechar esos pensamientos y sigo. Negación. Después llego a la conclusión de que es totalmente imposible terminarlo a tiempo y me enfado. Ira. A continuación, procedo a pedir cinco minutos más. Negociación. No me los dan, así que paso a un estado de desesperación. Depresión. Y luego ya asumo que no me va a dar tiempo e intento hacer lo que vale más puntos. Aceptación, final feliz.
Sin embargo, esta vez es diferente. Levanto la cabeza y miro el reloj por enésima vez en cinco minutos y tengo que frotarme los ojos para asegurarme de que no me engañan. Por desgracia, veía perfectamente, lo que significaba que mis temores se habían hecho realidad: las manecillas del reloj cada vez avanzaban más rápido.
Al principio fue un cambio casi imperceptible. Luego se hizo más pronunciado. Al cabo de un rato, las agujas volaban por encima de la lisa superficie. ¿Cómo era eso posible? Normalmente era al revés, durante las clases el tiempo se ralentizaba en vez de acelerarse. Pero claro, esto era un examen. Todo iba al revés.
Primero pienso que estoy soñando, llevo teniendo pesadillas con este examen de Lengua toda la semana. Pero no, estoy bastante segura de que esto es la realidad. Esta mañana tuve la suerte de tener que salir de la cama calentita para ir a clase y nunca he soñado que me despierto.
—Creo que el reloj no funciona —anuncio después de alzar la mano y que Esperanza me diera permiso para hablar.
—Claro que no funciona, tú misma te cargaste el reloj hace una semana —me contesta Claudia, que se sienta detrás de mí —. Desde entonces a veces de adelanta y otras se atrasa.
—Ah, es verdad — recuerdo. Intenté bajarlo para ponerlo en hora y se me cayó en la cabeza para luego aterrizar en el suelo. El cristal se rompió en mil pedazos pero parecía que el mecanismo seguía funcionando. Parecía.
—Las que ahora hablan luego no aprobarán — sentencia Esperanza. Es una de sus típicas frases motivadoras. Debería trabajar para Mr. Wonderful. Lo peor es que en más de una ocasión hemos analizado una oración similar sintácticamente.
Me callo y continúo escribiendo. Escribo como si no tuviera tiempo, cosa que es completamente cierta. Apenas quedan 12 minutos.
Finalmente el tiempo se agota y Esperanza procede a recoger los exámenes pese a las protestas y súplicas generalizadas. Todo el mundo se levanta y salimos de la clase con distintos grados de entusiasmo.
—¿Qué tal te ha ido? — Celia se acerca a mí y me pregunta.
—Regular —respondo. No quiero entrar en detalles, la tortura está demasiado reciente.
—Entiendo —asiente ella sin decir nada más.
Andamos un poco en silencio hasta que me paro en seco en mitad del pasillo.
—¿Ese no es Valle-Inclán? —pregunto señalando a un señor con una característica barba blanca que está parado frente a la ventana del edificio de enfrente.
—¿Cómo va a ser Valle-Inclán? Se murió en 1936, ¿recuerdas?
No, no recuerdo. Las fechas se me dan fatal.
—¿Estás bien? —Celia me pone la mano en la frente como si estuviera comprobando que no tengo fiebre—. ¿Cuánto has dormido?
—Siete horas.
—¿Cuánto café has tomado?
—Ninguno.
La cara que pone me demuestra que no me cree.
—¡Estoy bien, joé! —exclamo —. ¡Son solo las típicas alucinaciones de exámenes!
—Como que no pega mucho la palabra alucinaciones con típicas, ¿no te parece?
—Bueno, hace dos días estaba Fernando VII en mi habitación jurando la Constitución de 1812 con cara de mal humor.
—Eso tampoco es normal.
Suspiro.
—Quiero dejar Bachillerato.
—Te entiendo perfectamente.
Celia me coge del brazo y nos vamos al baño a llorar.
Porque para eso sí hay tiempo. Para llorar siempre hay tiempo
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8
Título: La Decadencia
Autor: Martina de Mingo Moreno
Centro docente: Colegio Fray Luis de León
5/1/1789
Hoy me siento más bello que nunca, espléndido incluso; el hermano del Rey ha venido hoy de visita y los monarcas se han encargado de que su palacio luzca espectacular. Han llenado mis cámaras de preciosos tapices con intrincadas imágenes de amor y guerra, cariño y sufrimiento. Todos mis rincones están cubiertos de rosas rojísimas que desprenden un aroma embriagador.
Me siento genial.
P.D Hoy es noche cerrada en Versalles, por lo que no puedo preguntarles a mis amigas las estrellas si desde el espacio puede verse mi luz.
5/2/1789
Hoy los Reyes han pasado aquí solo una parte del día. Me siento extraño, desnudo; no reconozco bien esta insidiosa y agobiante sensación que me acecha esta noche. Mis puertas están cerradas y mis pasillos no transmiten esa luminosidad que tan notoria era apenas un mes atrás.
María Antonieta sigue luciendo sus más preciosas galas, pero debo admitir que he advertido hoy algo distinto en ella, algo lúgubre. Por otro lado, Luis ha perdido esa sonrisa burlona que parecía llevar pegada a la cara.
No sé qué está pasando.
P.D Hoy también es noche cerrada en Versalles, por lo que no puedo pedirles consejo a mis amigas las estrellas.
5/3/1789
Hoy ha sido un día muy aburrido; ya no hay nadie viviendo en mi interior, ya no hay nadie amando, sufriendo o riendo en mi interior.
Los Reyes se marcharon ayer.
P.D No sé cómo está el cielo hoy, no creo que las estrellas puedan mitigar este dolor en los cimientos.
5/4/1789
Me siento tan solo.
5/5/1789
No queda nada ya para que la primavera se lleve consigo al invierno.
Llevo desde enero sin sentirme querido, útil… En realidad, llevo desde enero sin sentir nada más que dolor e incertidumbre.
Espero que esta nueva estación traiga consigo una nueva vida a mis estancias.
P.D Hoy las estrellas pueden verse desde cualquier parte de Versalles, brillan tanto que temo que estén abrasando mi fachada y pilares. Pese a que me siento tentado, no les pregunto nada, esta noche no me toca brillar a mí.
5/6/1789
La primavera comenzó apenas dos semanas atrás y ya siento los aromas y los amores que siempre florecen en esta bella época.
Pese a que aún no he visto a los Reyes por mis pasillos, estoy seguro de que no tardarán mucho en llegar, pues mis portones se han llenado de guardias y mis cámaras vuelven a tener esa pulcritud característica.
P.D Hoy la noche parece sacada de un cuadro, demasiado bella para ser real; y cuando le pido a las estrellas que me hablen del futuro, estas me dicen que grandes cambios se avecinan. ¡Qué ilusión!, ¿no?
5/7/1789
Ha pasado poco menos de un mes desde que llegaron los Reyes. Estoy deslumbrante, irradio riqueza y poder; han llenado mis salas de cuadros carísimos que nunca antes habían visto mis paredes. Pero no es solo eso; la Reina siempre ha vestido muy extravagantemente, mas hoy parece que su atuendo llora joyas.
Bueno, no debo preocuparme; la riqueza nunca ha sido síntoma de algo malo, ¿verdad?
P.D Esta noche no puedo ver las estrellas. Versalles está llena de humo, pese a que este no me alcanza, desde mi tejado puedo ver claramente los pequeños fuegos que vibran, voraces, en múltiples puntos de la ciudad. ¿Habrá sido un bandido el causante de estos tontos incendios?
5/8/1789
Me siento extasiado, todo en mí es riqueza, belleza y despilfarro. Mis pasillos están siempre llenos de bellos aristócratas que llegan y se van, cambiando cada noche. Los Reyes viven en una fiesta constante y no me puedo sentir mejor.
Vida. Estoy rebosante de ella, esto es lo que llevaba tantos meses esperando. Me siento parte de algo.
P.D Hoy las estrellas me dan igual, porque yo brillo más que ellas, nada brilla esta noche tanto como yo.
5/9/1789
Los Reyes se fueron ayer. Se llevaron todo, ya no queda nada; ya no hay tapices, ni rosas, ni cuadros.
Ahora estoy yo solo, acompañado únicamente por mis muros y el vacío que reina en mis salas.
5/10/1789
Ahora todo tiene sentido.
No sé cómo pude ser tan estúpido, tan inocente, ¡¿cómo no pude ver lo que pasaba justo delante de mis muros?! Yo no soy nada, no le importo nada ni a la Reina ni al Rey; y yo que pensaba que éramos uno, los Reyes y su morada: el espléndido Palacio de Versalles. Resulta que yo no era más que una parte insignificante de su vida, pude haberlo sido todo pero decidieron que no fuera nada. Me hicieron no ser nada.
Nada es lo que tengo ahora. Mis paredes llevan un mes vacías; mis pasillos, antes tan bellos y concurridos, están ahora desiertos y tristes; mis cámaras, antes repletas de preciosos tapices y con un intenso aroma a rosas, están ahora polvorientas y huelen a abandono. Porque eso es lo que estoy, abandonado. Me dejé engañar por esa fugaz sensación de poder, el despilfarro previo a la crisis y la pobreza. Ojalá hubiese mirado aquella noche a las estrellas.
Oigo cómo se acercan, oigo sus gritos, sus voces entusiasmadas; no necesito ver sus antorchas para saber cuál es mi futuro. No quiero irme, ¿por qué tengo que irme?, ¿por qué me han abandonado a mi suerte?; ¿qué tiene París que yo no tenga? No lo sé, esa es la respuesta a todas mis preguntas, no lo sé; y ahora nunca lo sabré.
P.D Mientras mis muros y paredes se derrumban bajo la implacable fuerza de las llamas, alzo la vista al cielo. Hoy es noche cerrada en Versalles y no puedo ver las estrellas, no me voy a poder despedir de mis brillantes amigas. Aunque debo admitir que con el humo fruto de las llamas que devoran mi interior, no creo que pudiese ver el cielo de todas maneras.
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9
Título: Mi circo de los horrores
Autor: Milagros Elizabeth torres Fernández
Centro docente: Ies Miguel herrero Pereda
Desde lo más profundo de mi mente atormentada, revivo los oscuros recuerdos de mis actos más siniestros. Como una sombra, he acechado este tranquilo pueblo durante años, oculta tras una fachada de normalidad. Mis ojos, ventanas a un abismo sin fondo, han observado cada paso, cada susurro en la oscuridad. Mi existencia ha estado tejida con hilos de sangre y secretos inconfesables.
Mi nombre, un eco olvidado, ya no tiene importancia. Lo que importa es la pesadilla que he desatado en este lugar. Mi primer crimen, un escalofrío que aún me persigue, fue un acto de desesperación impulsado por la codicia. El alma inocente de aquel tendero quedó atrapada en mi telaraña mortal, y su vida se extinguió en agonía. Desde entonces, mi hambre insaciable de sangre solo creció.
Recuerdo el miedo y la paranoia que se apoderaron de la aldea. Las historias de un asesino en serie acechando entre ellos llenaron las noches con pesadillas vivas. Yo misma ayudé a difundir los rumores, disfrutando del pánico que sembré. En silencio, continué mis horrores sin que nadie sospechara que la muerte estaba entre ellos.
El pueblo se convirtió en un teatro de horrores, y yo era la marionetista oculta, manipulando a las sombras y alimentándome de la desesperación de mis víctimas. Cada asesinato era un ritual macabro, un tributo a mi sed de poder y control.
Llegó el día en que mi inmunidad se desmoronó. Alguien, un investigador obstinado, comenzó a desentrañar la madeja de mis crímenes. Su luz de conocimiento se acercaba a mí, y sabía que debía actuar. Pero la sombra de la justicia me envolvió, y me vi acorralada en un rincón oscuro de mi propia mente.
Mientras escribo estas palabras con mi mente, siento el calor de la hoguera que me rodea. El pueblo, cansado de mis atrocidades, finalmente me ha atrapado. Y ahora, en mis últimos momentos de vida, revelo la verdad que los persiguió durante tanto tiempo: el monstruo que aterrorizó esta aldea, el cazador detrás de esas miradas furtivas, soy yo.
Mis secretos y crímenes arden conmigo, devorados por el fuego que me consume. El pueblo podrá finalmente descansar en paz, pero mi nombre, mi infame legado, quedará grabado en las pesadillas de los que sobrevivan para contar mi historia.
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10
Título: Iris
Autor: Melani García Gaspart
Centro docente: IES La Eliana
…y la vi. Sonriendo.
Mientras el aroma de primavera me envolvía y los primeros brotes de color inundaban la ciudad.
La semana había sido un desastre. Los nervios que dejaban en mi cuerpo los exámenes de la universidad, las horas limpiando aquello que mis «encantadores» compañeros de piso parecían no poder recoger, aquel martes que perdí el metro… Sentía como si todo el universo se hubiera puesto de acuerdo para ponerse en mi contra. Me asaltaban los recuerdos de mi madre cada vez que sentía el impulso de llorar: -“La clave para seguir adelante es continuar”-recitaba ella día tras día.
Ese mismo sábado supe que necesitaba darme un respiro. Mi mente anhelaba escapar a un lugar donde pudiera encontrar paz, y qué mejor que mi librería favorita en el centro de Valencia.
Al entrar, la conocida cara del dueño me saludó amigable tras el mostrador. Mi mirada se posó sobre mi habitual estantería de la izquierda, llena de autores a los que les tenía especial aprecio: George Orwell, Franz Kafka…
Mientras mis ojos paseaban entre los títulos, se toparon con ella.
Inmersa en su propio mundo, Iris sonreía absorta en la lectura de un clásico de Patricia Highsmith, Carol. No pude evitar sonreír cuando nuestras miradas se encontraron.
…y la vi. Sonriendo.
Mientras el frío del otoño me calaba en los huesos.
El metro siempre era una experiencia caótica pero necesaria en nuestras vidas.
Estaba abarrotado, como siempre. Intentamos sujetarnos a la barra de metal mientras el tren avanzaba entre estaciones. Nuestras manos se rozaban ocasionalmente, una conexión sutil que nos recordaba la presencia de la otra.
Dos hombres, sentados frente a nosotras, intercambiaron miradas furtivas y comenzaron a murmurar entre ellos.
Sentí un nudo en el estómago, una mezcla de angustia y rabia. Mi mano se apretó alrededor de la de Iris, buscando consuelo mutuo. Intentamos desviar nuestra atención, pero sus palabras se clavaban como dagas en nuestro interior.
«Normalmente una de las dos es marimacho, ¿por cuál te decantas?» -se burló uno de los hombres, su voz llena de amargura.
“Menos mal que a mis hijas las eduqué bien” – apuntó el otro hombre, sin apartar la vista.
Los otros pasajeros parecían incómodos. Algunos evitaban mirarnos, mientras que otros susurraban entre sí o escondían sus móviles detrás de libros o bolsos, fingiendo no estar grabando. Miré a Iris. Desde que empezamos a estar juntas, no habíamos dejado de pasar por la misma situación día tras día, encontrándonos con gente igual de insensible. A ella le afectaba más que a mí, lo sabía por sus padres, que se negaron a conocerme. Sus ojos humedecidos reflejaban dolor.
-Ya casi llegamos – murmuré.
…y la vi. Sonriendo.
Mientras la nieve cubría el paisaje con su manto blanco y gélido.
Ahí estaban sus ojos, sonriéndome a través de la pantalla. Aquella foto era de hace tan solo unos meses, pero desde entonces, rara vez encontrábamos ocasión de volver a vernos.
A medida que el tiempo pasaba, crecía también la presión de una sociedad que aún no aceptaba plenamente la diversidad sexual. La homofobia comenzaba a nublar nuestros recuerdos más felices. Pero Iris, poco a poco comenzó a notar más que yo el impacto emocional.
La situación era difícil, pero yo confiaba en que podíamos ser valientes incluso en medio del odio. “La clave para seguir adelante es continuar”
-Escúchame Sofi, no te preocupes, estoy bien, a partir de ahora seguro que todo va a ir a mejor – decía Iris por la otra línea
-Lo sé, sé que podrás, bueno, que podremos con esto.
-Por cierto, pásate mañana por la librería, te he dejado un regalo…
-¿Cómo?
– Es una tontería, pero pásate mañana
-Claro – sonreí – pero cualquier cosa que necesites avísame.
-Solo necesito que confíes en mí. – rio ella
…y la vi. Sonriéndome desde allá arriba.
Su sonrisa parecía brillar más que nunca, bañada por la luz directa del sol. Sus ojos despreocupados y fuera de lugar, su cabello mecido suavemente por la brisa…
El sonido empezó a ser insoportable, me abrí paso entre la multitud y crucé la puerta principal.
Comencé a subir las escaleras para verla, la adrenalina bombeaba mis venas, no me permitiría cansarme.
3 pisos para verte.
El ascensor no funcionaba, de las pocas veces que fui a tu casa casi siempre estaba en obras. No era de extrañar que aquel día tampoco lo hiciera.
2 pisos para verte.
No me detuve a mirar las ventanas oscilantes que iba cruzando, pero se podían advertir ya algunas luces de colores en el exterior.
1 piso para verte.
“Solo necesito que confíes en mi”
Con el corazón desbocado y las piernas temblorosas, llegué al tercer piso y la vi por fin, sonriendo.
Quise hacer algo, cualquier cosa, pero no llegué a tiempo.
Y la vi caer.
Y de pronto el destino se me hizo caprichoso al habernos unido.
Y el aire se convirtió en un torbellino de emociones, dejándome aturdida.
Y el tiempo pareció congelarse cuando el silencio envolvió la escena desgarradora.
Con un grito ahogado en la garganta, vi su figura desvaneciéndose en el aire.
Y ahora, las lágrimas me arden en los ojos y gotean sobre el regalo que me dejó en la librería.
Carol, sujetado ahora por mis manos temblorosas, había sido nuestro primer recuerdo.
(Mis ojos paseaban entre los títulos, hasta que se toparon con ella. Inmersa en su propio mundo, Iris sonreía absorta en la lectura de un clásico de Patricia Highsmith, Carol; o “El precio de la sal por Claire Morgan”, el pseudónimo con el que le rechazaron la venta a la autora.)
Abro el libro con la vista todavía nublada y mis ojos se posan sobre una página en particular en la que Iris había subrayado una cita especial.
Las palabras empezaron a resonar dentro de mi cabeza:
“-¿Cómo era posible estar enamorada y tener miedo?, pensó Thérèse. Eran cosas contradictorias. ¿Cómo era posible tener miedo cuando las dos se hacían más fuertes juntas cada día»
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11
Título: 268 palabras
Autor: Alba García Carneiro
Centro docente: IES do Milladoiro
– ¡Ojalá llueva!
– Tu primo me parece muy simpático.
– Preparó un delicioso bizcocho.
– ¿Has vivido en París?
– Cepíllate los dientes todos los días.
– Quizá se vendan pisos en esa zona.
– Me dijo que llegaría tarde.
Me siento aturdido, confuso, turbado. Camino hacia delante, empujado por el fuerte viento. Las voces llegan a mi cabeza. Conversaciones carentes de sentido, absurdas, pero entonadas con una firmeza y seguridad intimidante. La gente a mi alrededor no se percata de mi presencia. Parezco invisible, un ser místico que flota en el aire sin ser visto, sigiloso y atento. Porque me siento flotar, ingrávido. Mis extremidades no pesan más que una pluma, el perpetuo cansancio que pervive en mí desde hace tanto tiempo parece esfumarse, permitiéndome un momento de descanso.
– Esa novela fue publicada por su autor en 1957.
– La niebla se extendió por toda la ciudad.
– ¡Espera, Luis!
– Por la boca muere el pez.
– No corras.
– ¿Hay alguien ahí?
¿Quiénes son esas voces que me hablan? ¿De dónde vienen? No veo más que una espesa niebla negra, que hace remolinos a mi alrededor y me sume en la más profunda oscuridad. Sorprendente, mi corazón se siente tranquilo, sosegado, en paz. Nada podría sacarme de este estado de ausencia que, sin embargo, hace que mi estrés, ansiedad e inquietud habituales se disipen, así como todas mis preocupaciones. A lo mejor sí que hay algo que pueda sacarme, pero no quiero que lo haga.
– Mi familia vive en Salamanca.
– Ayer nombraron al nuevo presidente.
– Se puso muy nerviosa.
– ¿Tienes rotos los calcetines?
– Se siente orgulloso de mí.
¡Cada vez son más fuertes! Qué divertida contradicción, que en su esencia no tiene nada de cómico, pero yo, en mi obnubilación, la encuentro graciosísima. Mi cerebro parece apagarse y, con él, mis sentidos. Las voces, más intensas. El ruido, ensordecedor. ¿Formará todo parte de mi subconsciente?
Nunca me han llamado loco. En mi opinión, nadie está loco. ¿Es eso una luz? Porque cada uno percibe unas cosas y otras a su manera. ¿Morada, puede ser? Y no todos tenemos las mismas maneras. Si no que se lo digan a mi profesor de la escuela primaria, que se quejaba constantemente de mis maneras. No, no es morada, es multicolor, como los arcoíris. ¡Qué bonitos los arcoíris! E igual decía mi madre. Mis maneras eran siempre inapropiadas.
– Me gustan los botones de tu camisa.
– Ayer bebimos.
– La vi en la tienda.
– ¿Me prestas un euro?
– Juego de porcelana.
– Cantan una preciosa canción.
– Dame un abrazo.
– Abrazo.
Ya no estoy flotando. Caigo y sigo cayendo, cada vez más rápido. La luz ya no está y no me acuerdo de lo que estaba diciendo. Veo estrellas, y planetas, y polvo brillante, colores y más colores, después en blanco y negro.
Nunca me han llamado loco.
Mi caída continúa. ¿Tendrá un fin? ¿Será real? El viento parece muy real. Lo siento en las yemas de los dedos. ¿Acaso huele a flores? Intento abrir los ojos, pero no me responden. La luz vuelve a aparecer, más lejos. ¿Se estará acercando? Cierro los ojos, la luz me deslumbra. ¿Los había abierto alguna vez?
– Habría detenido a los ladrones.
– Te saludé.
– Destornillador.
– Cumpleaños.
Las oraciones se vuelven palabras, todas inconexas, por supuesto. Ya me he acostumbrado a la incoherencia. ¿Sigo cayendo? Eso parece. Me pregunto qué parará mi caída, si el agua de un inmenso océano, un árbol, el tejado de un gran edificio, o la misma tierra. A pesar de todo, mi cuerpo permanece relajado, ligero, inconsistente.
La luz se ha acercado, efectivamente. Me envuelve, como antes hicieron las sombras. Sigo cayendo.
– Cueva.
– Cantueso.
– Huérfano.
– Paraguas.
– Cantueso.
Ya no caigo, pero nada ha parado mi caída. Estoy quieto, suspendido en el aire. No puedo moverme. ¿No puedo o no quiero? Demasiadas preguntas. ¿Podrá alguien verme? Otra más. La luz ha desaparecido, mas no todo son tinieblas. Veo azul, verde y amarillo. Rojo, morado y naranja. Manchas difusas, sin forma definida. Me traen tantos recuerdos.
De repente, todo se desvanece. Reina el vacío. No me veo ni a mí mismo. ¿Dónde estoy? ¿Dónde estaba antes de haber perdido la cordura? ¿Ya la he perdido? Nunca me han llamado loco.
– Lavanda.
– París.
– Cuadro.
– Catástrofe…
– Loco.
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12
Título: Triunfo
Autor: Alba Cortés García
Centro docente: IES Andrés de Vandelvira
Los bancos del pabellón comenzaban a parecerle especialmente duros e incómodos. El ambiente estaba cargado de nervios y laca del pelo. El moño comenzaba a apretarle demasiado y de repente la tela del maillot parecía mucho más áspera de lo habitual. La primera chica de su categoría ya estaba compitiendo frente al jurado, mientras, al otro lado de la cortina, el resto de participantes se peleaban sobre el tapiz por un hueco dónde poder calentar. Mentiría si dijera que no estaba nerviosa. Llevaba mucho tiempo preparándose, pero eso no lo hacía menos estresante. Respiró hondo, se dio unas palmadas en las piernas y se puso en pie.
Comenzó a calentar sin llegar a dejar de temblar. Al otro lado de la cortina la segunda ya había terminado, ella era la undécima. Calentó su ejercicio completo, cometió un par de fallos casi sin importancia, pero fallos al fin y al cabo. Comenzó de nuevo, intentando concentrarse al máximo. Esta vez fue incluso peor. Recorrió los pasillos del pabellón hasta encontrar el baño. Se miró al espejo, tratando de tranquilizarse a sí misma. No pudo evitar fijarse en el reflejo del cubículo abierto, con la tapa del váter levantada. Se asomó al pasillo, no parecía venir nadie. Entró y echó el pestillo. De rodillas frente a la taza del váter intentó sacar todos los nervios.
Volvió al tapiz, aún con los ojos vidriosos. Volvió a intentarlo, quedó algo más contenta pero todavía no estaba satisfecha. La quinta acababa de terminar. Una mano en su hombro la sobresaltó.
– ¿Estás nerviosa? – le preguntó su entrenadora.
– Un poco – respondió con la voz temblorosa.
– Tienes que concentrarte, recuerda todo lo que hemos trabajado. – ella asintió – Y por cierto – dijo bajando el tono – la próxima vez intenta ser más silenciosa, – aguardó esperando que no fuera necesaria explicación– en el baño.
Asintió avergonzada, maldiciéndose por no haber sido más cuidadosa. Al otro lado acababa de terminar la séptima.
Siguió calentando bajo la atenta mirada de la entrenadora. No conseguía concentrarse pero debía hacerlo si quería ganar. Había trabajado muy duro y no podía echarlo a perder ahora. Paró y respiró hondo. Cerró los ojos, recordando cada uno de los entrenamientos, cada uno de los gritos, cada una de las lágrimas, cada uno de los kilos perdidos. La octava ya estaba compitiendo. Bebió agua de nuevo, terminando de mentalizarse.
– ¿Preparada? – le preguntó la entrenadora.
La novena ya había empezado.
– Sí – dijo, convencida de ello.
Cruzaron al otro lado de la cortina dónde el ambiente era completamente diferente. Lejos de nervioso y estresado, el público ocupaba tranquilamente sus localidades en las gradas. El jurado, serio, contemplaba a la chica que se movía ágilmente sobre el tapiz, colocado en el centro de la estancia. Solamente se escuchaba la música del ejercicio. La serenidad del lugar era únicamente irrumpida por el leve parpadeo de uno de los focos que colgaba del techo. Los aplausos del público indicaban que era el turno de la siguiente gimnasta. Esta realizó una rutina casi perfecta, lo que la intimidó un poco.
– No te preocupes – dijo la entrenadora – tú lo puedes hacer mejor.
Esperaba que de verdad fuera cierto. Sin duda había sacrificado mucho para esa competición. Los aplausos sonaron de nuevo. Escuchó su nombre desde el altavoz. Había llegado el momento. Caminó erguida con la cabeza alta, como le habían enseñado. Ocupó su posición inicial a la espera de escuchar su música. Estaba completamente concentrada, solamente el parpadeo del foco la distraía un poco. Respiró hondo. Comenzó a sonar la música. De manera casi automática ejecutó cuidadosa y perfectamente los primeros elementos. El tiempo pasaba sin apenas cometer errores. Ni siquiera el sonido de crujidos sobre ella pudo distraerla.
La música terminó, se hizo un breve silencio antes de que los aplausos inundaran sus oídos. Se levantó y saludó. La sonrisa en la cara de la entrenadora fue la única prueba que necesitaba. Lo había conseguido. Una lágrima de felicidad resbaló por su mejilla. Solamente los gritos la sacaron del sueño en el que parecía encontrarse. Apenas le dio tiempo a expresar mueca alguna de terror antes de que el enorme foco cayese desde el techo, aplastándola por completo.
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13
Título: Partituras vacías
Autor: María Nogales Cid
Centro docente: IES Ramiro de Maeztu
Con un violín en mano y un sueño en el corazón Wallace Hartley caminaba por las calles de Inglaterra.
El tímido sol se escondía tras las nubes mientras que el no-tan-tímido viento mecía las faldas de las señoritas. El frío se colaba entre las costillas de los ancianos en las aceras, suplicando a la naturaleza por una tregua. Un orador se encontraba subido encima de un carruaje mientras sostenía una lista en su mano. El hombre
gritaba, ofreciendo empleos en las nuevas fábricas. Sus palabras atrajeron a los pobres, almas que como corderos al matadero miraban hacía lo que parecía ser un nuevo amanecer. Mientras, los ricos miraban con un notable desagrado. Wallace aceleró el paso hasta que llegó a los gloriosos jardines de su hogar.
El cielo se había despejado y la luz del sol se reflejaba en las calmadas aguas. Arcos de rosas encarnadas y alhelís amarillos le daban la bienvenida. Con pulso nervioso abrió la puerta. Caminó por los luminosos pasillos hasta encontrarse cara a cara con el despacho de su padre. Abrió lentamente la puerta, el olor a puro inundando sus fosas nasales. Estanterías llenas de libros se alzaban a sus lados, dirigiéndole hacia el escritorio que se encontraba en el centro.
-Buenas tardes, padre. – dijo el muchacho.
-Bienvenido, querido hijo. ¿Para qué requieres mi atención?
Wallace suspiró.
-Se que su mayor deseo es que tome el puesto de director en la empresa, pero mi corazón me dicta otra cosa. Quiero vivir siguiendo las palabras de mi violín. Quiero ser músico.
Su padre se levantó y se acercó a él.
-Me parece que ya hemos hablado varias veces de esto, ¿no es así?
-Lo se padre, pero no quiero vivir más bajo sus normas. Sus palabras son como cadenas que aprisionan mis alas, no permitiéndome evolucionar. Necesito que comprenda que usted eligió su camino y yo también quiero escoger el mío.
Sus ojos se llenaron de lágrimas en el instante que la mano de su padre se descargó contra su rostro. Se llevó la mano hacía la mejilla, recordando todos aquellos momentos de su infancia…
-Eres una deshonra para la familia. Vete de aquí y no vuelvas jamás. No mereces llevar mi mismo apellido.
Avergonzado y con lágrimas en sus ojos, recogió su abrigo y gorro,
afrontando la peor decisión tomada en su vida. Sabía que por mucho que quisiese, su padre ya no lo vería con los mismos ojos, por lo que sería imposible regresar.
Cargando su violín, dejó atrás todo lo que había llamado hogar, para
quedarse solo con las memorias.
Tras días de búsqueda encontró un pequeño hotel, que pudo pagar con lo ganado por la venta de su sombrero. Aquella noche tocó su violín como nunca lo había hecho. Las puntas de sus dedos se tornaban carmesís mientras el pesar se apoderaba de su alma. Tras eso, cayó rendido al sueño.
Al abrir los ojos tras una noche intensa, se encontró cara a cara con un muchacho de ojos marrones burbujeantes. Pegó un grito del susto y el observador comenzó a reír.
– ¿Quién eres? ¿Qué haces en mi habitación?
-Disculpa mi indecencia. Mi nombre es John Woodward. Ayer escuché una melodía viniendo de tu habitación, y está mañana no pude contenerme más, necesitaba venir a ver al dueño de aquellas manos capaces de realizar milagros. Si no es mucha inconveniencia, ¿A dónde va usted?
-Voy en busca del futuro mi amigo. Tuve que abandonar mi casa debido a querer seguir mi pasión, y aquí me encuentro ahora.
El intruso se puso una mano en la barbilla mientras pensaba.
– ¿Podría unirme a ti?
– ¿Qué?
– Soy violonchelista. Abandoné a mi familia para poder conseguir suficiente dinero y darles una vida mejor, y creo que con alguien como usted lo conseguiría. Se lo ruego.
Pensó durante un rato. Tampoco tenía a nadie más y siempre estaba bien tener un compañero de viaje. Al final, decidió aceptar su propuesta.
Los dos jóvenes pasaron semanas tocando en antros oscuros y sin oídos que apreciasen sus melodías…
– ¡Podemos irnos a Italia! Estoy seguro de que allí les interesaremos más que aquí.
– No sabemos nada de Italia, ¿cómo se supone que vamos a viajar siquiera?
– Si ahorrásemos durante unos meses y vendiésemos unas co…Los dos caballeros giraron sus cabezas al instante, al escuchar una potente melodía en medio de la calle. Un hombre con bigote tocaba un violín, mientras el otro tocaba el violonchelo…
-Buenas tardes caballeros. – dijo John mientras arrastraba a Wallace hacía ellos. -Hemos quedado maravillados por sus melodías. ¿Cuáles son sus nombres?
El que parecía más mayor de ellos habló.
-Mi nombre es Roger Bricoux- un potente acento francés marcaba sus palabras- y este caballero se llama Georges Krins.
-Un gusto -dijo el otro mientras les ofrecía la mano-. ¿Qué se les ofrece?
-Perdónenos. Mi nombre es John Woodward, su nombre es Wallace
Hartley. Nos estábamos preguntando si estarían dispuestos a dejar todo para ir en busca de un nuevo futuro.
El belga respondió.
-Discúlpeme pero creo que no estoy entendiendo muy bien su propuesta.
-Nosotros dos somos músicos. Creemos que ustedes dos son muy
talentosos, y nos gustaría que formásemos un cuarteto. Solo imaginasen caballeros -dijo John, mientras hablaba con un tono muy emocionante-. Salones elegantes, con decenas de almas meciéndose al compás de nuestras melodías. Lágrimas cayendo ante las implacables armas que son nuestros instrumentos. Los cuatro de
nosotros, creando algo que cambiase vidas. ¿No sería maravilloso…?
Y así fue como los cuatro formaron una banda. Tocaron en muchos lugares, y poco a poco, su fama se fue extendiendo por el país…
– ¡Caballeros! ¡Acabo de conseguir lo que probablemente sea el trabajo más importante de nuestras vidas!- Gritó John mientras entraba en el salón de la casa que compartían.
-¿A qué te refieres?- preguntó el francés confundido.
-¡Vamos a tocar en el vehículo de los sueños!
Gritos de ilusión se escucharon por la habitación, mientras se abrazaban entre ellos. Esta sería la oportunidad de su vida. Wallace sonrió y murmuró para sus adentros.
-El Titanic…
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14
Título: Gel de ducha
Autor: María Manrique Biain
Centro docente: Colegio San Cernin
No es fácil ser un gel de ducha. Sí, has oído bien. Soy un gel de ducha.
No conozco muchos geles. De hecho, soy único en mi hogar. Dicen que hay pocos jabones de mi color, azul cielo, y aún menos con mi característico olor, el de la flor del jazmín. Realmente, no sé qué es una flor de jazmín. Pero supongo que huelo a eso.
En La Ducha hay unos cuantos botes. En general, los geles pueden ser de distintos colores, blanco crema, rosa pastel, verde pistacho… incluso pueden contener virutas odoríficas o texturas inesperadas. No solo hay geles comprados, también hay alguno que ha venido desde muy lejos, ‘El Hotel’ lo llaman, y son geles extremadamente populares pero con vidas muy cortas.
Cuando un bote de gel es comprado, suele ser recibido como una novedad. Toda La Familia quiere olerlo y probarlo, y sin más dilación, inundan su cuerpo del jabón en la ducha próxima, sin pensar en el par de frascos de gel que observamos al recién llegado con reticencia.
Conforme pasa el tiempo, las personas se acostumbran a las características de un jabón. La novedad no persiste, y algunos geles son reemplazados por otros. Champús, mascarillas, acondicionadores… Siempre ocurre lo mismo cuando un producto nuevo llega a La Ducha.
Algunos jabones son derramados por culpa de La Familia. No es agradable ver cómo el chorro de gel abandona el bote por una cascada finita y anega el plato de ducha en jabón.
Cuando eso pasa, los humanos intentan torpemente salvar el poco contenido que queda. La supervivencia del gel depende de la edad de este: si el bote está aún lleno, hay muchas probabilidades de que no se acabe. Sin embargo, si el gel está en las últimas, no queda mucho por hacer.
He conocido a un par de botes viejos. En el momento que, ya renqueantes, los humanos economizaban su uso, la esencia del gel se veía ahogada por una catarata de agua tibia que, sacudida un par de veces, la revivía por momentos.
Por otro lado, he visto algún otro caso en el que el propio gel, cuando ningún humano estaba al acecho, se balanceaba hasta caer redondo y verter todo su contenido directo al desagüe de La Ducha. De hecho, mi mejor amigo lo hizo.
Era un champú estupendo, de color crema y olor a coco, especial para cabellos rubios, que llegó prácticamente a la vez que yo. Al principio todo iba bien, pero tras unos días, La Mamá depositó otro bote, de color negro azabache y con letras doradas en el dorso, justo al lado de mi amigo. Su camomila y su color negro-violáceo encandiló a Las Hijas, que abandonaron a mi amigo sin escrúpulo alguno.
Al verse suplantado, no vio mayor salida que cometer El Derramamiento. Hizo oídos sordos mientras yo trataba de impedírselo y terminó su tarea de forma rápida. La Hija Mayor retiró el bote sin el menor atisbo de tristeza y corrió el agua para dejar de nuevo impoluta La Ducha, con una indiferencia terroríficamente pasmosa.
Así como el champú negro resultó ser un producto de alta calidad y merecido reconocimiento, hay otros que no son así, que básicamente están podridos por dentro. No literalmente, claro. Son geles que parecen una maravilla, y luego resulta que su olor es decepcionante o su duración sobre la piel directamente no existe. Afortunadamente, este acontecimiento también ocurre a la inversa. Productos que a primera vista parecen de mala calidad o de los que no se tiene altas expectativas y luego sorprenden positivamente tanto a La Familia como a sus compañeros. Por eso, es completamente cierto que las apariencias engañan.
Y aunque mi visión de tu mundo sea muy reducida, creo que todo tiene un posible símil, ¿no es así?
Siempre que quiero decir algo me entretengo, así que al fin me despido. La próxima vez que quieras verme, no estaré en el mismo sitio de siempre. Esa esquina de La Ducha plagada de geles y champús, que no quieren ser reemplazados y anhelan tener un objetivo allá donde estén.
Doy gracias por haber tenido una larga vida. Me duele en el alma, pero ya no puedo dar más de mí. Noto cómo el agua fría escasea en mi interior, en el cual el vacío abunda y el poco jabón que me queda se transforma en burbujas.
Veo cómo La Hija Mayor extiende un brazo hacia mí y me sacude.
— Papá, ¿puedes ir a comprar gel, porfa? — dice La Hija Mayor al teléfono.
— ¿Ya se ha gastado? — responde El Papá.
La Hija Mayor me eleva hasta la altura de sus ojos y menea ligeramente el resquicio que me queda mientras evalúa su respuesta.
— Sí.
Ya está.
Hasta siempre, Familia.
Hasta siempre, Ducha.
Hasta siempre, Mundo.
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15
Título: ¿Sientes su aliento?
Autor: Claudia Sainz Gómez
Centro docente: IES Nueve Valles
Ella avanzaba. Despacio, con miedo, llorando, pero avanzaba. Leo había estado en su casa unas horas antes, para desearle suerte y agradecerle que estuviera haciendo esto por ellos. Eran las once menos cuarto cuando el jefe había abandonado la vivienda de la chica, a quien le había dejado una misión escalofriante y un vacío tremendo. Él era decidido y fuerte, el adecuado para ejecutar aquel plan. Pero ¿qué harían los demás sin un líder, en caso de que acabara muerto? Espiar a un asesino no era una cosa para tomarse a la ligera. Y ella, tímida, reservada, débil, había sido la única en tener la valentía de sacrificarse por los demás.
El suelo estaba húmedo. Las botas de la joven hacían un sonido de chapoteo a cada minúsculo movimiento, pues las constantes lluvias en aquella época del año no dejaban ni un milímetro cuadrado de hierba sin empapar. Las luces de las doce edificaciones estaban apagadas, y la noche sin Luna agudizaba la profunda oscuridad de forma espantosa. El crujido de las ramas de los árboles, producido por las aves, remataba el ambiente produciendo escalofríos en la aventurada detective.
Ni su espesa y larga melena rubia alejaba el frío que le recorría el cuerpo y, a pesar de ello, sentía que le subía la fiebre. Solía ocurrirle cuando se ponía nerviosa. Ya había dejado atrás la colina y ahondaba en el bosque, cuando sintió un par de manos gélidas agarrarle sutilmente por los hombros. No se atrevió a moverse. Solo giró la cabeza cuando la conocida y siniestra voz, perteneciente a la silueta que ahora apretaba el cuello de la chica, dijo:
—¿Te apetece dar un paseo? El desasosiego de deambular por la arboleda a estas horas de la madrugada es magnífico, ¿no te parece?
Sus ojos azules se abrieron como platos cuando vio quién era realmente la figura que apresaba su yugular con penetrante violencia. Estaba anonadada. Quería correr, pero sus piernas habían quedado inmóviles, como si fuesen de acero; quería gritar, pero sus cuerdas vocales se resistían a vibrar. Solo se oía su respiración entrecortada y con aire preocupado. No entendía cómo se le había escapado de las manos a su mente analítica e inteligente. Mas no se culpó: no había sido ella, sino que el asesino había disimulado demasiado bien. Lo que sí le sintió como un puñal fue verlo ahí, ahogándola despiadadamente…
—¿Por qué? No lo entiendo—acertó a decir mientras le resbalaban las lágrimas.
Y no pudo entenderlo, porque un puñal había atravesado su diafragma. Empezaba a faltarle el aire. Sintió el aliento glacial de aquel ser monstruoso un segundo antes de que su cuerpo cayera a plomo sobre la tierra salpicada de gotas de rocío.
El autor de tal maleficio sonrió tenuemente y continuó con su camino como si nada hubiera pasado, adentrándose en las profundas garras del soto. El cuerpo inerte de la joven, envuelto en su habitual vestido de seda blanca ahora teñida de rojo, ascendió varios metros hasta perderse en los cielos negros, convirtiéndose en un divertido conjunto de estrellas. Había nacido la constelación de Virgo.
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16
Título: Poeta en el «paseo»
Autor: Javier Espinosa Pérez
Centro docente: I.E.S. Profesor Antonio Muro
Madrugada del 18 de agosto de 1936, algún lugar en el camino entre Víznar y Alfacar.
Prefiero no pensar en las últimas horas. Prefiero no pensar en los últimos días. Prefiero no pensar en los recuerdos de la celda. Del sufrimiento. Prefiero no pensar en aquel olor a café que se mezclaba con el olor a sangre de los culpables de los crímenes equivocados. Prefiero no pensar en las lágrimas. En las propias. En las ajenas. Las que me ahogaban. Las que me ahogan.
Prefiero no pensar en las próximas horas. Prefiero no pensar en los próximos días. Sé que no habrá.
Tampoco quiero pensar en los pobres infelices que van a mi lado. En cómo sus llantos y sollozos se meten en mi cabeza y acongojan mi alma. Prefiero no pensar que por muy distintas que hayan sido nuestras vidas, y por muy distintos que seamos unos de otros, todos compartimos el mismo destino, ni en cómo ese destino se encuentra cada vez más cerca de todos nosotros. Ni siquiera quiero pensar en aquellos que sujetan las armas que se encargarán de perpetuar ese destino. No tengo la más mínima intención de morir odiando.
Además, la idea del arrepentimiento me resulta absurda a estas alturas, con que me niego a pensar en la desaprovechada oportunidad del exilio.
Así que me refugio en ella, mi más fiel escudera, aquella que siempre me ha servido para calmar un alma atormentada, la que siempre estuvo ahí para mí, la que me recibía en su lecho con los brazos abiertos y los senos al aire tras cada noche de esas que saben a soledad y desgracias, tras cada desengaño, tras cada pérdida. Divina poesía, hoy bajo esta Luna raída y moribunda, en el último de mis días, vuelvo a ti, siempre a ti.
Cuando se abrieron las formas puras
Querido Rubén, ya cercana siento aquella tumba que aguarda con sus fúnebres ramos.
Antonio, ligero de equipaje enfrento mis últimos momentos, dispuesto a surcar tus mares azules en la nave que no ha de tornar y nunca tan hijo de la mar.
Juan Ramón, ahora dudo de tus palabras, no sé si estaré solo, os llevo a todos conmigo.
bajo el cri cri de las margaritas,
Me acuerdo de todos mis maestros, de todos mis amigos, de todo aquello a lo que la poesía me lleva caminando de su tierna mano hecha con las lágrimas de la esperanza.
comprendí que me habían asesinado.
Y entonces pienso en él.
Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias.
En mi musa, en sus enormes ojos marrones que se me clavaban, a través del recuerdo, en lo más profundo de mi alma. En cómo me miraba, en sus caricias, en su leve respiración sobre mi pecho. En las noches de amor y pasión por las callejuelas de antiguas ciudades de historias en sangre y oro. En cómo lo apretaba entre mis brazos y en cómo ahora, al igual que entonces, me gustaría no haberlo soltado jamás.
Abrieron los toneles y los armarios.
Es entonces cuando empiezo a llorar de verdad, no me asustan los hombres tras de mí, no me asusta siquiera el sueño de las manzanas. Lo que realmente me asusta, lo que a mí me acongoja, es no volver a tenerlo entre mis brazos, no volver a sentir su amor inundando mi pecho. No lloro por la muerte, no me da miedo la muerte, lloro por amor, lloro por él. ¿Qué me has hecho que solo en ti pienso ahora? ¿Qué contiene el dulce veneno de tus labios?
Destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.
Es entonces, cuando me encuentro sumido en esta amarga nostalgia mientras trato de regocijarme en mi vida, en lo que he logrado hacer, lo que he llegado a ser, que escucho cómo tres de los pasos que desde hacía rato se sincronizaban con los míos se paran en seco. Tras un rato, los imito y me paro. Me paro. Y tantas cosas se paran conmigo, con mis pasos. Un país, huérfano de cultura, para con mis pies y con los de tantos otros que corren ahora.
Ya no me encontraron.
Entonces la pólvora, aquel sonido que atronaba mis tímpanos, aquel dolor punzante en el abdomen, el sabor a sangre en mi boca, la única lágrima que baña mi gesto, la sensación de que he chocado contra el suelo, de que alguien me arrastra,
pero que todos sepan que no he muerto;
que hay un establo de oro en mis labios;
que soy el pequeño amigo del viento Oeste;
que soy la sombra inmensa de mis lágrimas.
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17
Título: La ausencia de uno mismo
Autor: Hera Sabaté Valente Dos Santos
Centro docente: Escola d’arts Olot
Hay algo que da más miedo que perder a la gente que quiero, y eso es la ausencia de uno mismo.
Me siento sola, pero, por el contrario, me encanta estarlo, pero no sentirme como tal.
Puede parecer extraño, pero, me gusta dormir con gente, aunque prefiero despertarme sin nadie a mi lado, y a las mañanas agradezco no estar acompañada.
Me gusta que pregunten por mí, pero odio que se preocupen, y más que se entrometan en mi forma de vivir.
Puedes preguntar, no opinar, puedes caminar conmigo a mi lado, pero no hacerme cambiar de rumbo.
Yo ya te invité a volar conmigo, pero si no aceptas, te quedas abajo observando mi camino.
Me gusta que me envíes mensajes, que me llames de vez en cuando y hablemos de nuestras vidas, para sentir que formamos parte de ellas y así contar todo lo nuevo que no sabemos uno del otro, pero no esperes cada día que yo tenga señal, voy con poca batería, no solo de mi celular.
Aunque me digan a menudo que soy un libro abierto, siempre meto cierta distancia con todos, siempre voy un paso por detrás, perqué este libro, tiene páginas ocultas que nadie ve, a veces ni siquiera yo, por eso me cuesta acordarme de quién soy. Algo que nunca voy a saber, mejor dicho no quiero saberlo.
Ya que si nos centramos en la idea de darnos un papel sobre quién somos, se nos cierran una infinidad de caminos, somos lo que sentimos en cada momento, por no mencionar que vamos cambiando continuamente, eres un puzle que siempre le faltaran piezas para estar finalizado. Cuando creas que ya lo has acabado, vas a ver que una pequeña parte no encaja, y en vez de desesperarte y buscarla, lo desmontas y vuelves a empezar.
Avanzando continuamente, aprendiendo de nuestros errores, una y otra vez. Nunca estaremos completos, ni nos sentiremos llenos, siempre tendremos un camino pendiente que recorrer, nuevos conocimientos que nos aran crecer.
A menudo, al mirar a gente mayor, o a nuestros padres, un ejemplo a seguir, pensamos que ya tienen la meta clara, una línea marcando lo quieren que seguir.
Pero ahora me doy cuenta de que al fin y al cabo mis padres son humanos al igual que yo, son niños que aún se están adaptando al terreno. Al final, todos estamos perdidos, corriendo sin rumbo ni meta.
A veces me asusta darme cuenta de que estoy cambiando, ya que el cambio da miedo, pero lo tenemos que aceptar, a veces has encajado con alguien en un pasado y al volverlo a ver ya no sois esas piezas que tanto se complementaban. Ahora sois completos desconocidos, que por una cosa u otra, ya no son compatibles, pero lo tienes que dejar pasar, van a subir muchas personas en tu tren, pero se bajarán en otras paradas. Pero eso no niega que un futuro os volváis a encontrar en el mismo vagón, y con una versión nueva y completamente diferente a lo que erais, a veces para bien o para mal. Pero al final, solo es aceptarlo, y aprender a vivir con ello, salir de nuestra zona de confort y aventurarnos al exterior. Encontrando nuevos secretos del universo.
Al mirar a mi alrededor veo que estamos batallando en el ring sin saber si estás solo o acompañado, y sin saber quién es tu enemigo o aliado.
Entonces un día decidí que dejaría de mostrar lo que quieren observar, de decir lo que quieren escuchar, de actuar como a ellos mejor les puede beneficiar. Que viviría por y para mí, y aunque quiera mucho a mi alrededor, yo me quiero más, al final soy la única persona que va a estar presente en mi vida, y me tengo que priorizar, escuchar y entender.
No quiero depender de nadie, y menos que lo hagan por mí.
Mi mejor amiga soy yo, pero a veces también soy mi mayor enemiga. Soy quien más daño me puedo hacer, soy la única que va a decidir mi camino, soy la única protagonista de mi propia vida.
Y lo único que sé, es que no se nada, y que me gusta ser un alma libre que la lleva el viento.
Y no me preguntes por mi mañana, ni por mi ayer, ya que quien fui no soy, y quien seré se verá dependiendo de hoy.
Perdonaré tu ausencia. Pero no la mía.
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18
Título: Cerúleo
Autor: Alexia Aflallo Álvarez de Toledo
Centro docente: Sa Real
Un breve instante bastó para que mi paz interior se viera amenazada. Un cruce de miradas, un parpadeo, una leve sonrisa.
Tres gestos lograron desatar una batalla en lo más profundo de mi ser. No me creía capaz de sentir algo más allá de soledad hasta que vi cómo el hielo de tu iris se transformaba en un océano, en un mar abierto que me incitaba a nadar.
No debí haberme hecho la valiente, porque el mar te puede ahogar si no sabes mantenerte a flote. En el fondo, lo único que hace la ignorancia es proteger a los inocentes. Es la tapa de la caja de Pandora, el velo que separa el dolor de la felicidad. Es cierto que una brisa puede abrir la caja. Un descuido, un incidente… en mi caso, la intensidad de tu mirada hizo añicos mi caja de Pandora, pero eran unos ojos tan bellos que creí que las sombras que bailaban a mi alrededor eran Afrodita y no Algea.
Me carcome el arrepentimiento, el deseo por olvidar. Daría todo por salir a la superficie y volver a encontrarme. Sigo perdida en tus ojos zarcos, náufraga. Aquella batalla que provocó tu mirada la ganó mi corazón frente a mi madurez, pero cuando creía que obtenía la victoria se entregó sin saberlo al enemigo.
Pese a la melancolía con la que recuerdo dicha derrota, también soy capaz de hallar memorias dulces en la receta de mi desamor.
Aquellos ojos frívolos y despiadados fueron cálidos durante un tiempo efímero. Estoy segura de que no siempre tuvieron la intención de hundirme, de dirigirme hacia el huracán. Aquellos ojos frívolos y despiadados me miraron con anhelo durante un tiempo efímero. Estoy segura de que no siempre quisieron hacerme llorar, de alimentar ese océano infinito en el que sigo atrapada.
Pero a lo mejor debería haberme dado cuenta de que algo tan preciado como el amor era igual de delicado que el velo que protegía la ingenuidad de mi corazón. A lo mejor no debería haberte dirigido la mirada porque algo me gritaba y me decía que en tus ojos azules no había ningún océano y lo que yo había visto no eran olas de deseo sino la frígida ventisca de crueldad que acompaña a los carámbanos de hielo, los mismos que se clavaron en mi alma y la cubrieron de escarcha cuando me devolviste mi corazón, que con tanta confianza te entregué y que con tu frío silencio rompiste.
Un breve instante bastó para enamorarme, pero una eternidad no será suficiente para olvidar el cerúleo de tus ojos.
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19
Título: Silencio
Autor: Nerea Aceituno Arrayás
Centro docente: IES Don Bosco
—Entonces, ¿sigues siendo igual de malo que siempre? ¿O ya metes algún gol?
—¡Oye! —exclama dolido por el comentario de la chica—. ¿Tú te crees que estas son formas de hablarle a tu hermano mayor?
—Bueno, bueno… —le dice Abril, sin ganas de seguir la conversación, cuando al fin llegan a un parque a las afueras del pueblo—. Espero que me vayas a contar algo interesante y haya merecido la pena venir hasta aquí.
—Yo no tengo que contarte nada. —Su tono no demuestra lo mismo. Parece nervioso cuando Abril se sienta a su lado.
—¿Cómo que no? —pregunta con suavidad, aunque en su interior tenga ganas de gritarle. Hace frío, y quiere irse a casa lo antes posible—. ¿Qué hacemos aquí?
—Pasar un rato juntos. ¡Que después te quejas de que no te hago caso!
—Entonces, nos quedamos disfrutando de la noche en silencio —comenta Abril, acurrucándose sobre su hermano para entrar en calor.
—A mí no me gusta la noche, ni el silencio. Hay muy mal rollo.
—¿Por qué?
—No sé. De día hay gente, más voces, y no te paras a pensar en nada. ¿A ti por qué te gusta?
—Por todo lo contrario, creo. Pero, vamos, que el silencio siempre es silencio; da igual si es de noche o de día.
—¿Tú crees de verdad que el silencio da paz?, porque yo pienso todo lo contrario.
Se queda callada unos segundos, sin saber qué decir.
—El silencio da la posibilidad de disfrutar de ti y de valorar las cosas, supongo. Te das cuenta de quién está…
—Y de quién no —completa la frase el chico, con la voz entrecortada.
—Yo creo que no conoces a una persona hasta que la ves en silencio. Solo a través de su mirada, o de su sonrisa, puedes comprender un poco sus preocupaciones, su felicidad. Y, al mismo tiempo, escuchas tu propia voz, lo que de verdad sientes y quieres.
—¡Joder!, ¡qué intensa te has puesto! Si lo llego a saber, no saco el tema —se queja burlón. No quiere seguir hablando. No de eso. Ya no son unos niños. Ya no tienen que hablarlo todo.
—Tú te ríes, pero no te atreves a decir lo que piensas, ¿no? Prefieres ir de chulo que no se plantea estas cosas.
—No digas tonterías.
—Ya…
¿Qué ha hecho para que ya no le cuente nada? Casi no recuerda cuándo fue la última vez que lo vio llorar delante de ella y, siempre que intenta hablar con él y decirle cómo se siente, la calla con un abrazo. Pero eso no es suficiente.
—A mí el silencio me da miedo —confiesa de pronto el chico, sin mirarla—. Prefiero estar con música, o contigo. Aunque a veces seas un coñazo. Pero en silencio no. Todavía creo que, al llegar a casa, va a venir a abrazarme, o que me va a llamar para que baje a comer. No quiero pensar, no quiero recordar… No me apetece sentirme mal todos los días, la verdad. —Una lágrima recorre su mejilla.
—El silencio te da lo que tú quieres… solo depende de ti. Nosotros mismos nos hacemos daño, pero yo no quiero olvidarme de él, aunque duela. Algún día aprenderemos a estar en silencio tan tranquilos.
—¿De verdad lo crees? Porque han pasado dos años, y todo sigue igual. El miedo, el dolor, la rabia… Te invito a salir con el frío que hace, como si así pudiese alejarme de todo esto, pero antes o después tengo que volver a casa y meterme en la cama.
—A comerte la cabeza —termina Abril la frase.
Dani la mira, dándole la razón.
—¿Tú hablas de esto con alguien? —le pregunta de pronto, sin pensar.
—No podemos hablar de esto con nadie.
—¿Y no estás cansado de que sea así?
—Eres la única que me entiende. A los demás podemos darles pena, o dicen que se lo imaginan, pero solo tú y yo estábamos en el hospital ese día.
—Últimamente yo también me acuerdo mucho de él. —«Cuando necesito que alguien me escuche y ni siquiera me atrevo a recurrir a ti para intentar salvarte de este dolor, como si fuera posible», evita decir.
—Pues yo no quiero hablar. Quiero llegar a casa y que me pregunte cómo me ha ido el día, pedirle que me ayude con el trabajo de historia o que me cuente cómo ha quedado el Madrid —aclara en un susurro—. Estoy harto de sentirme mal cuando me acuerdo de él. A cada segundo.
—Pero ¿sirve de algo hacer como si no hubiese existido? ¿Qué conseguimos con eso?
—No lo sé.
—Olvidarnos de él —apunta—. Al menos yo. Me acordaba de su cara pero, conforme pasaban los meses, me iba olvidando de las arrugas que le salían en la comisura de los labios al sonreír, de su barba desaliñada o del brillo de sus ojos. Al principio me repetía sus palabras una y otra vez, como si fuesen un eco que vivía en mi cabeza, hasta que su voz se fue volviendo más típica, más común, menos real.
Y, cuando volvió a mirar las fotos que se hicieron, dolía, mucho. Pero se dio cuenta de que era la única solución. Hablar de él, y hacer que su padre siguiese vivo en su interior.
—¿Cómo quieres que me olvide de él, si te estoy diciendo que, cada vez que cierro los ojos, lo veo en esa puta cama de hospital? —pregunta Dani con una mezcla de dolor y rabia en la voz, y con los ojos humedecidos.
—Por eso mismo te lo digo. Solo recuerdas la cama del hospital. ¿Qué pasa con los días en los que jugaba con nosotros, o nos acompañaba al parque? Piensa en eso. Aunque duela saber que se han ido, que no se van a repetir, aférrate a ellos antes de que también se te olviden. Por favor, Dani. Yo no quiero olvidarme de él.
—¿Tú crees que algún día dejará de doler?
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20
Título: El coche rojo
Autor: Miguel Aceituno Arrayás
Centro docente: IES Diego Angulo
—¡Mamá! ¡Mira lo que he hecho! —Cojo el coche rojo, y con el mando lo muevo entre los bloques que he puesto por el suelo—. ¡Mamá! ¿Has visto qué chulo?
Me pongo de pie, y voy hasta el baño. No hay nadie. ¿Dónde está mamá? Hace mucho que no la veo. Quiero llorar para que me hagan caso, pero no me sale. ¿Aún no ha vuelto mami?
Papá mira hacia el reloj y, cuando trato de que me diga dónde está mamá, pone cara rara. Dice que vamos a comer pizza. Yo no quiero pizza. ¡Quiero que venga mamá!
—Vete a ver la tele mientras.
¿A ver la tele? Yo nunca veo la tele cuando hay cole. Mamá dice que, si me duermo tarde, no tendré fuerzas para jugar con los niños. Pero hoy todo es muy raro. He ido a casa de Lucas a comer y a jugar hasta muy tarde. El reloj hace una “L” al revés, y a esa hora siempre me lavo los dientes para ir a dormir. No veo la tele ni ceno pizza.
¿Dónde está mamá? Cuando venga, no le va a gustar nada todo esto.
A veces tiene que irse de pronto porque algún niño se ha puesto malo. Mi mamá cuida a los niños que se hacen daño. Creo que también cuida a la gente vieja. Cuida a todo el mundo. Porque mamá es muy buena. Puede ser que alguien se haya hecho daño, y por eso tarda tanto.
En la tele no hay lo que a mí me gusta.
—¿Cuándo vamos a cenar?
—Ya casi.
—¿Y cuándo viene mamá?
No oigo lo que dice. Tal vez estoy muy lejos. Papá tiene que saber a qué hora viene mamá. Yo quiero que venga, pero no sé qué hacer. Un día fingí estar malo en el cole, y ella vino a cuidar de mí.… hasta que le conté que era un truco para estar juntos todo el día. Entonces, se puso triste. Siempre se pone triste cuando me porto mal, pero no me riñe.
Cuando se fue, por la noche, me dijo que iba a estar en casa al llegar del cole para comer los dos. Pero al final me fui a casa de Lucas. ¿Tantos niños se han hecho daño para que no venga a cenar?
De pronto suena el timbre. ¿Es mamá? Corro a abrir la puerta, pero es un hombre con un casco de moto: trae la pizza.
Papá la lleva hasta la mesa, pone el mantel y me deja abrir la caja.
—¿No te sientas?
—No, mi niño —Tiene los ojos rojos, como yo cuando tengo miedo por la noche y lloro—. Tú come todo lo que quieras.
—¿Y tú cenas con mamá?
Papá no me mira. ¿Qué pasa con mamá?
Esa noche me quedo hasta tarde en el sofá. Papá me da muchos besos. Está triste. Creo que también echa de menos a mamá. ¿Cuándo va a venir?
—Vamos a la cama, Mario —me dice, al ver que tengo sueño.
—No, no. —me niego. Voy a estar aquí cuando venga mamá. Quiero que vea lo que hago con los coches, y también le voy a contar lo que he hecho en el cole.
—Vamos. Sé bueno.
—No. Cuando venga mamá.
Papá me mira triste. ¿He sido malo? Me da otro beso. ¿Qué pasa? ¿Dónde está mamá?
Dice que mamá no va a venir, así que me voy a dormir, triste.
Cuando sale el sol papá me pone muy guapo. ¿Así voy a ir al cole? A mí me gusta mi chándal azul. Pero me dice que no voy al cole. ¿Qué pasa? ¿Por qué todo es tan raro?
Después me cuenta que mamá se fue al cielo y, como está muy lejos, no puede venir. Yo solo quiero que todos los niños que vivan allí se pongan buenos y pueda coger otra vez el coche, como cuando me despedí de ella por la mañana, pero esta vez para venir a casa y no para irse tan lejos.
Pasan muchos días y mamá sigue sin venir. Nunca había estado tanto tiempo sin verla, ni siquiera cuando ella y papá se fueron de viaje y me dejaron con abuelo. La echo de menos, y papá no me dice cuándo vendrá, solo que está muy lejos. Todos me dan muchos abrazos últimamente y en el cole no me riñen si no hago los deberes, pero yo solo pienso en ella. Hasta que una tarde papá me lleva al taller. No sé qué va a hacer: nuestro coche está bien.
Allí veo el coche de mamá, rojo, como el mío. El cristal está roto, y tiene un golpe.… Bueno, muchos.
Cuando papá se sienta, llora. Está claro que, sin coche, mamá no va a volver. Yo también lloro en la zona de atrás.
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21
Título: Despedida de un paisaje
Autor: Abril Peralta Puig
Centro docente: INS Montserrat
Despedida de un paisaje, de una realidad, una perspectiva, de una cárcel, de lo único que
me limita. Cojo las llaves, cierro la puerta y respiro. Mis piernas me guían sin rumbo, por
esas calles que me han visto crecer, evolucionar, amar. Los pequeños faros del cielo están
más presentes que nunca, brillan con fuerza, pues saben lo que va a pasar y me
acompañan en el camino. Empieza a refrescar por la noche, el frío me cala los huesos,
penetra en mi alma, en mi espíritu, me lleva a volver a mí. A todas aquellas veces que
deseaba no estar, que me sentía vacía, perdida, pero que ahora agradezco.
Mis pies desnudos buscan libertad, comprensión. Arraigada al camino, a mi tierra, me dirijo
hacia la montaña, cierro los ojos y dejo que el viento decida, mientras respiro por la nariz.
Poco a poco, voy sintiendo la tierra clavarse a las plantas de mis pies, me da placer, sé que
es la última vez que lo viviré así. Llego a la orilla del río, me siento y miro la luna. El
profundo silencio que inunda mi soledad, la noche, me da paz, me permite amar las últimas
veces, me permite disfrutarlas y despedirme. Acompañada por mi alma, cierro los ojos.
Estoy en una nube, el cielo es azul, los pájaros cantan, las hojas bailan, la música de la
naturaleza vibra conmigo. Miro hacia la tierra y me veo a mí, desde una lejanía casi
imperceptible. Vuelvo a vivir todo lo que me causó dolor algún día y lo único que veo, es
magia, lo recuerdo con nostalgia. Me pongo de pie y me dejo caer. Sobrevuelo los otoños,
los veranos, primaveras e inviernos y me quedo con lo aprendido
Con los ojos aún cerrados, siento en lo más profundo de mi ser, mi esencia más pura. Que
ha renacido gracias a esta burbuja inquebrantable. Sigo observando con cautela los detalles
de esta realidad volátil. Los árboles, junto conmigo, continúan con su transformación cíclica.
Siguen adaptándose a esta rueda perpetua, y me aconsejan que nunca deje de caminar.
Abro los ojos, miro el agua fluyendo por el cauce del río, con la luna reflejada en él. Y le
pido, que el arte, el amor, el agua y el aire, estén siempre presentes en mí, que mi Otro Yo
jamás me vuelva a abandonar. Abro mi corazón, y ella, con toda su inmensidad, me acoge,
acepta y me permite marchar sin ningún tipo de resentimiento. Me levanto, y miro sonriente
la infinitud del mundo, de mí misma. Sabiendo que ella me acompañará en el viaje, que
cultivará conmigo el hermoso y poderoso jardín que habita en mí.
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22
Título: Invisible
Autor: Irene Real Olivé
Centro docente: Instituto de Sant Pol de Mar
Entre medio de una multitud exasperante, se hallaba un ser de apariencia vigorosa, pese su rostro discreto. Atrapaba a cada individuo con una mirada que revelaba más de mil promesas que nunca se cumplieron. No obstante, a pesar de que él lo observara todo con absoluto delirio, nadie parecía notar su presencia, miraban alrededor sin hallar sus suspiros.
A los ojos de las personas, era imperceptible, un cometa que volaba sin presencia.
Así pues, escondió su nombre entre susurros que nunca se pronunciaron y se hizo llamar “invisible”.
Pero, ¿Qué sucedería si alguien lo notara? Invisible apareció cuando conoció a Will.
Los ojos de Will se movían con entusiasmo, leyendo línea tras línea, palabra tras palabra. Pues vivía de los libros y de las historias que estos contaban. ¿Quieres vivir mil vidas? Lee. ¿Quieres vivir para siempre? Escribe.
– ¡Will cariño, baja a cenar!, Más tarde terminarás el capítulo.
Él suspiró y con un último anhelo decidió bajar y obedecer a su madre.
– ¿Cómo estás? ¿Quieres hablar?
Will negó con la cabeza, pues tras la muerte de su padre no había sido capaz de pronunciar palabra. Los traumas consumían su memoria y los recuerdos dejaban paso a la ausencia. Podría decir tantas cosas; sin embargo, si te fijabas en la forma en la que te miraba, debías saberlo todo.
Will subió de nuevo a la habitación, pero esta vez, se encontró algo muy distinto a lo que esperaba ver:
-Hola, soy invisible, ¿Tú quién eres?
Will se quedó impactado, acababa de tropezar con un ser que con pocas palabras era capaz de describir. Era de colores oscuros y a su misma vez brillaba más que nadie que hubiera conocido. Pese a no poseer ropa, su sonrisa alumbraba el instante que los corrompía. Lo miraba y se permitía sentir todo aquello que había tratado de reprimir, tan vulnerable, tan desnudo que asustaba, todo o nada concentrado en un sentimiento sin nombre.
– ¿No hablas? Está bien, yo no hablé hasta que mis pies me obligaron.
Will lo miró extrañado. De pronto, invisible empezó a bailar de un lado a otro, se movía al ritmo de una música sin habla. Will sonrío, y río, una risa que resonó entre todas las paredes de su habitación.
– ¿Lo ves? A esto me refiero. Una risa va más allá, las palabras dañan, obligan a afrontar el miedo que cargamos en el transcurso de una vida, pero, una risa anhela el sonido sonoro de la felicidad.
Los días pasaban, y Will parecía recuperar la felicidad que con el paso del tiempo había perdido persistentemente. Llegaba a casa cada día alabando a su amigo, a su mejor amigo: invisible.
Su madre recuperó la sonrisa a su misma vez que Will, y entre silencios dio gracias a “invisible”, que le había devuelto las palabras a su hijo.
Un frío diciembre, la madre de Will le pidió que trajera a “invisible” a casa, quería conocerle, ansiaba saber la razón de su virtud. Él la miró extrañado y respondió:
– Pero si invisible está justo aquí, ¿no lo ves?
La mujer se asustó, y le pidió a Will que fuera a dormir. Ella se tumbó en su cama pensando en “invisible” y en todas las historias que Will había contado acerca de él.
Y entonces lo vio, “invisible”, era un reflejo que Will había ideado a partir de su imaginación para desvanecer la depresión que le acechaba. Todas esas historias formaban parte de una mente rota, pues necesitaba un pretexto para que la tristeza no consumiera lo que quedaba de él.
La mujer decidió esperar. Pero ¿y si al día siguiente era demasiado tarde?
Al ver el rostro vacío de su hijo, sin color, sin el brillo que una vez alumbró su cuerpo, se derrumbó, desolada entre lágrimas, leyó las letras escritas por una mano inocente que ahora yacía en una estrella:
“Dicen que hacen falta 31 días para acostumbrarse a alguien, sin embargo, yo no tuve la necesidad de la espera para acomodarme en tus sonrisas mañaneras y a tus ganas de comer-te el mundo. Me aficioné de tu dulzura, al vació que llenaste con tus risas, nuestras aventuras sin prologo, nuestras historias recubiertas de persuasiva despreocupación. “Nuestro” tú y yo frente a todo.
Has cumplido tu misión invisible y en estos últimos meses me has hecho muy feliz, pero yo ya he disfrutado de ti lo suficiente, y ahora debo dejarte ir, para continuar mi historia, esta vez, yo solo.
Antes de irme, solo te pido un último deseo, cuida de mi madre, por favor.”
La madre levantó la vista con mirada penumbrosa y entonces lo vio:
– Hola, soy invisible, ¿Tú quién eres?
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23
Título: No
Autor: Ángel González de la Aleja Alonso – Majagranzas
Centro docente: IES Aldebarán Alcobendas
¿No ves que todo mi cuerpo te dice que no? No quiero oírte, no voy a besarte, no voy a decirte que “yo más” cada vez que me dices que me quieres.
¿No ves que ahora no me importas? Necesito que así sea. Por eso todo mi cuerpo al verte te dice que no, aunque mis labios no sean capaces de unir esas dos letras para gritártelo.
No. No. No. Déjame joder, mamá. Ya no soy un niño. No. Así ya solo me ven tus ojos y por eso te digo que no, que no quiero mirarte para no ver a ese niño que tú ves y que no soy.
No te agobies. No me pidas que madure. Hazlo tú. Hazte una vida en la que yo ya no sea el centro porque tú no ya no eres el mío.
No sufras.
No agobies.
No me hagas caso.
No me toques.
No me tengas en cuenta.
No quieras saber lo que no pienso hablar jamás contigo.
Joder no llores. No llores, no lo soporto. Vale. Si de verdad lo necesitas, vale, te diré un sí, pero solo uno. Sí, mamá, volveré. Seré otro, pero seré yo.
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Título: La historia de un amor roto
Autor: Andrea Tovar Granero
Centro docente: IES Juan Carlos I Murcia
Había memorizado el acompasado movimiento de las hojas que danzaban con el viento a través del cristal de su ventana. Su inexpresiva mirada se camuflaba, con más éxito del que esperaba, en sonrisas mal disimuladas. Algo en su interior había muerto unas cuantas semanas atrás, y desde ese momento cada pequeño movimiento había logrado cansarla hasta dejarla sin aliento. No había derramado ni una sola lágrima pues se negaba en rotundo a dejar al dolor recorrerla. Colmarla, hasta que la tristeza se desbordara y las ardientes lágrimas le recorrieran el rostro.
La agonía que poco a poco carcomía cada recoveco de su ser era mucho más intensa que el dolor que la muerte le habría podido suponer. En seguida la culpabilidad se apoderaba de ella, al aparecer en su mente el rostro de quienes habían notado que algo en su ser había mutado.
Aunque estaba realizando una actuación de la que resultaba difícil dudar, la vela que mantenía vivo su interior se fue consumiendo mientras luchaba por su vida contra el mismo viento que con las hojas caía.
Ese mismo viento revolvía la arena una tarde de verano, hacía unas semanas.
Parecía tan de película que a veces le costaba creerlo. Mientras le acariciaba con suavidad el cabello y respiraba el olor a salitre que desprendía, cerró los ojos y reconstruyó con nostalgia todos los recuerdos que habían escrito su historia.
Todo comenzó una soleada mañana de junio. Por fin el estrés de los exámenes se deshacía como nieve en primavera, a la par que el sol de verano bronceaba sus mejillas. Nunca antes había hablado con aquel chico, pese a que habían coincidido en varias clases durante el curso. Estaba en la playa, cuando reconoció esos rizos rubios saliendo del mar. Al instante supo de quién se trataba, pero jamás imaginó que, tras una escueta conversación entre conocidos se iban a suceder infinitas tardes de música y siestas, e incontables noches de pedalear juntos hacia el acantilado más cercano. Allí pasaban los minutos observando cómo el cielo se teñía de un rojizo anaranjado que ella siempre miraba embelesada, de la misma forma en que él la contemplaba. Un día cualquiera, cuando sus miradas se cruzaron, como atraídas por una fuerza magnética, ella lo supo. Pudo sentir su respiración acelerada cuando él se acercó, justo antes de aquel beso. Un beso que le pondría una venda opaca que le impediría ver, comprender, huir.
Ella se enamoró en lo que dura un suspiro. Él se convirtió en una sombra a su espalda, que al principio la resguardaba del sol abrasador, pero que poco a poco, y de forma sibilina, fue rodeándole el cuerpo con unas cadenas tan pesadas que continuamente la arrastraban junto a él. Comenzó acompañándola a casa tras cada encuentro, hasta que se convirtió en costumbre que él controlara todas y cada una de las veces que ella cruzaba el umbral de la puerta.
Cuando les contó a sus amigas con la mirada enamorada cómo él se preocupaba por ella, notó la forma en que ellas compartían cómplices miradas consternadas. La rabia que sentía estalló, como violentas llamaradas en su pecho. Salió de la habitación con un nudo en la garganta que solo logró aflojar cuando él la rodeó con sus brazos, al tiempo que le susurraba que ya se lo había advertido, que sus amigas no eran capaces de verla feliz sin tratar de arruinarlo. Le secó con delicadeza las lágrimas, como ella secó la relación con sus amigas, hasta marchitarla.
Tuvo un presentimiento, llámalo incomodidad o remordimientos. Estaba ahí, persistiendo, pero ella constantemente lo enterraba con el intenso amor que sentía, tan intenso que dolía. Pero se suele decir que los grandes amores duelen, ¿no?
Amargas llamadas de madrugada y disculpas aderezadas con lágrimas les llevaron a esa playa aquel día de septiembre. El frío comenzaba a abrirse paso y la noche llegaba cada día un poco más temprano. Caminaban hacia casa envueltos en un silencio cómodo, aunque había algo que por su mente rondaba, pues no podía evitar sentir que la vida sin él se volvería tan oscura como una madrugada vacía. Una vez llegados al porche de su casa, ella le invitó a pasar. Decidió que había llegado el momento de contárselo: había una universidad en la capital que la quería, por lo que se iba a marchar del pueblo para cumplir su sueño.
Poco a poco, el rostro de él se ensombrecía. Ella dio un paso al frente. Su confianza era tan ciega que no lo vio venir. El golpe. Posó una mano en su mejilla, incrédula, y dejó de escuchar. Solo sabía que en su mirada, por primera vez, hubo miedo. Él también lo vio, y se apresuró a acercarse a ella entre perdones apresurados. Herida, como un cuerpo al que le han arrebatado el corazón de entre las costillas, le miró a los ojos. Sintió cómo el dolor azotaba su interior tras la pérdida, pues la persona de la que se creía enamorada, para ella, estaba muerta. En silencio abrió la puerta, habiéndose dado cuenta de la forma más cruenta de que el amor no muerde, no arde, no quema.
Tras unas semanas de incesantes llamadas y sollozos contenidos, llegó el día. El día en que el silencio ensordecedor le gritaba que si se dejaba caer junto a las hojas del otoño todo acabaría. La calma volvería. Al asomarse al vacío la brisa le acarició las mejillas y cuando estuvo a punto de dejarse caer, el dolor le agarró la muñeca. La arropó como a una niña pequeña. Le prometió que algún día se marcharía, pero a la vez le suplicaba que lo abrazase. Que lo sintiese. Para poder ayudarla a unir las piezas del incompleto puzle que era su corazón. Para, con infinita paciencia, ayudarla a sanar.
Y puede, solo puede, que algún día ella sea capaz de volver a amar, esta vez sin miedo a que le arrebaten un pedazo, sin miedo a desvanecerse como una hoja dentro de un tornado.
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Título: Los escondites del alma
Autor: Álvaro Andrés Camacho
Centro docente: Gredos san Diego Alcalá
Dijo una vez el poeta que por una sonrisa le regalaría a su amada un cielo y que, por una mirada, le consagraría un mundo, pero encerrado entre estas cuatro paredes he comprendido que no todas las miradas merecen un mundo y ciertos lugares valen más que cientos de besos.
Todos los recuerdos que alcanzo a vislumbrar me remiten a este gélida y opresora jaula en que desde hace tanto tiempo que mi mente se niega a recordarlo yazco como un espíritu penoso que recorre perpetuamente los senderos de esta tortuosa vida. No conozco más que los muros que me rodean y la incansable gotera que tortura mi cordura desde que fui arrojado al interior de este zulo —si todavía la conservo. Desde que descubrió que había un nuevo huésped en su morada nunca faltó en comprobar que aquel mísero preso continuaba en su sitio y trataba de minar, erosionar, poco a poco, el último refugio que le quedaba: su trastocada mente. Desconozco cuándo comenzó la lluvia, no tengo recuerdos sin ella. Podría decirse que es una fiel compañera de viaje y, si ella no existe, yo me muero. Cuando despierto, ya se encuentra ahí para desvelarme cariñosamente con sus caricias de agua y, caída la noche, se acerca hasta mi lecho de sucia piedra para dormirme con sus nanas de tormentas y los besos de sus gotas. Incluso cuando el llanto toma mi cuerpo, es ella quien, con sus lágrimas, borra las mías de mi rostro. Siempre que la debilidad de mis piernas lo permite, me encamino al diminuto tragaluz por el que cada mañana el regalo de Apolo se infiltra entre las tinieblas de mis dominios. Allí me encuentro con la única familia que conozco, que desde las nubes me regala la sangre de los Cielos a cambio del mar de mis pupilas. Más allá, como el espectador de una pieza romántica, el océano se extiende hasta esa lejana línea en que cuentan que la Tierra se reúne con el Cosmos y donde el Sol descansa todas las noches tras su sufrido trabajo. Anhelo recorrer sus aguas, nadar en su sinfonía de olas y brisas, bailar entre peces y corales. Alargo la mano entre los barrotes que impiden mi huida y empujo con toda mi fuerza, creyendo que, si realmente lo deseo, derribaré la fachada de este edificio que me retiene. Tras ello, una fatal caída me aguardaría al final de mi vuelo, pero experimentaría durante unos efímeros segundos la vida del pájaro y me mecerían por la eternidad las olas.
Cuando mis inútiles esfuerzos terminan por desalentarme o cuando mis piernas ceden al dolor, caigo de espaldas sobre el suelo de mi hogar, una pesada losa empujada sin delicadeza. Mientras me desplomo, mis ojos no pueden dejar de dirigirse al paisaje que ante mí se extiende y tan solo puedo pensar en explorarlo, descubrir el mundo que aguarda ahí fuera y gozar de ese tesoro que las personas llaman libertad. Jamás sabré quiénes son mis captores, la arena de mi reloj se desprenderá lentamente hasta el fin de mis días entre estas paredes, pero sé que, aunque mi cuerpo agonice como un desecho lamentable, mi ánima se escabulle de esta realidad con un mero pensamiento. «Libre vuela el preso cuya tinta la morada de su dulce agonía transforma en una virgen Arcadia, en el seno de una furtiva imaginación nunca apresada», habría de escribir algún poeta para ganar el abrazo de las Musas.
Cuando mis paseos comienzan, mi mente sufre el bombardeo de aquellas imágenes que, antes de saber quién era, contemplé entre las roídas hojas de un ajado libro que escondía la cabecera de un armario en aquella derruida casa en que me crie, mi único recuerdo fuera de esta mazmorra, el único vestigio de que realmente vivo. Carezco de motivos para creer en esas representaciones, vagas ilusiones que se tambalean en la delgada línea entre sueños y memorias, perpetuo funambulista entre Morfeo y Mnemea; pero tan solo pensar que algún día visitaré aquellos exóticos lugares, aquellos divinos parajes, me otorga la valentía de vivir.
Tras un idílico dédalo de cristalinas playas e imparables ríos arribo constantemente a aquella difusa imagen que me llama todos los días a su encuentro, pérfida sirena atrayendo a su presa. Solo allí se acallan las quimeras de mi mente y los fantasmas de mis pensamientos. Una vigorosa montaña se yergue hasta el firmamento, dispuesta a devanar los hilos de las constelaciones, nívea su testa y en su interior las llamas de este planeta. Las colinas se suceden unas a otras, en una interminable conexión entre hermanas que se diesen la mano temerosas de separarse. Entre ellas, un sinuoso arroyo de transparente savia e interminables corrientes se desliza entre sus cuerpos, recorre sus facciones, estudia sus arrugas. En la incontrolable melodía del aire danzan las notas del dulce graznido de las aves que elevan su vuelo hasta las moradas de los dioses, hijas del emplumado, soberbio Ícaro. Pero mi cerebro sólo puede contemplar las hermosas flores que se deslizan al son del viento, bajo argénteos reflejos de Selene, en entrañable danza de giros y revoloteos, intensas perlas rosas que parten libres, deleitando a los hombres con su caminar. Me desvivo por unirme a ellas, tomarles la mano y agradecer a los cerezos las chispas de vida que encienden mi corazón. Pero soy consciente de que eso no es sino una ilusa ensoñación, una mera ilusión por abandonar este lugar y sentirme vivo, unos cantos de sirenas que me atraen a la Parca entre las rocas de sus nidos. No sé si esos lugares existen fuera de mi mente o son un grito desesperado de vida que me llevará hasta la muerte, pero venderé mi existencia si hasta entonces puedo vagar por esos rincones celestiales.
Tan solo sé que, si hubiese tenido una pluma, habría podido escribir que los lugares exóticos que más necesitamos visitar tal vez solo sean aquellos refugios en los que el alma se esconde durante las tormentas.
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Título: Nubes
Autor: Cloe Soriano González
Centro docente: Escuela Montessori Tenerife
Estoy agotada, pero tomo una respiración honda y me sumerjo de nuevo. Esta vez no hago nada; no nado, no doy volteretas, no respiro. Solo me suspendo en medio de toda esa masa de agua. Voy soltando aire, para que mis pulmones extraigan parte de lo que les queda y pueda bajar hasta sentarme en el fondo. Cruzo las piernas y abro los ojos. Solo veo arena. Arena, arena y arena. Con un agua azul que se extiende hasta el fin del mundo. Escucho de fondo el sonido de la espuma, pero está en un segundo plano. Siento el agua que me rodea como un espeso abrazo.
A estas horas ya no hay olas. Solo ondas que peinan el mar y que acunan la arena.
Me dejo mecer yo también. Intento olvidarlo todo, pero necesito volver a coger aire. Me impulso con los pies y subo hasta la superficie disparada. Cojo aire, que hiela mis pulmones secos. Vuelvo a bajar. Y abro los ojos. Ahora veo un panorama distinto. En cuestión de segundos, una nube oscura ha tapado el sol. Miro hacia los lados, siempre lo mismo: arena y agua. Cierro los ojos para percibir las ondas del océano. Intento olvidarme de lo oscura que se ha vuelto el agua a mi alrededor.
Unos susurros suben de volumen. Los confundo con el sonido del agua, y me dejo llevar. Seguro que son un par de chiquillos jugando en la orilla. Abro los ojos y noto que los murmullos aumentan. Dicen cosas que no alcanzo a entender. Pero sé que son negras. Oscuras. Graves. Y no quieren que lo entienda. Pero quieren que lo escuche.
Me falta el aire. Noto que mis pulmones se están comprimiendo, necesito subir ya. Pero las voces me retienen, no están dispuestas a soltarme. Agito la cabeza y suelto decenas de burbujas que enturbian mi vista. No alcanzo a impulsarme, estoy paralizada. Pero necesito subir ya, no aguantaré mucho más.
Me llaman.
– ¡Cloe!
No puedo subir, la cabeza me pesa demasiado. Los pulmones cargan nubes sólidas de piedra, y mis rodillas no consiguen articularse ni un milímetro.
– ¡¡Cloe!!
Mi madre me levanta. Abro los ojos y la veo, agarrándome por los brazos.
– ¿Estás bien? – escucho su voz con tanta claridad que retumba en mis oídos.
– Sí… Gracias. Es que quería ver cuánto podía aguantar bajo el agua. – miento.
– No lo vuelvas a intentar, ¿vale, cariño?
– Sí, sí. Ahora salgo. Un minuto, mamá.
Se aleja sin dejar de mirar hacia atrás para comprobar que estoy bien. Respiro hondo. ¿Qué me había pasado?
Me quedo mirando al cielo, flotando sobre la superficie. Me dejo columpiar por el mar. Veo las nubes cambiar de forma.
Un momento.
Ya no oigo nada. ¿Qué ha pasado?
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27
Título: Una clase más
Autor: Nayarith Builes Patiño
Centro docente: Centro para el Desarrollo del Potencial Humano. Maicao. Colombia
Una clase, 5400 segundos. Podía sentir cómo en mi estómago se hacía un nudo. Mis pies no dejaban de moverse de un lado a otro. Una gota escurre en mi cabeza, se desliza por mi frente, cae en el cuaderno, mancha las únicas tres letras que adornan la hoja. Empezaba ese jugueteo de mis manos y los lapiceros, mi mente sepulta los segundos uno tras otro.
Un dolor de cabeza me acompaña todos los días a la misma hora, podría asegurar que la sensación es igual al mareo que provoca comer demasiados dulces. Me entretenía hacer sonar mis dedos contra la palma de mi mano. Mis uñas pasaban incesantemente por mi cuello, sacando la mancha roja que siempre surge al lado izquierdo de este…
El salón estaba frío, la inversión en los aires acondicionados había sido fructífera. Ese día, no pude aplicarme la usual capa de corrector, alguna máscara de pestañas, ni siquiera algo de rubor; todos podían ver como salía a relucir mi piel casi muerta. Tenía una trenza a medio hacer, en mi camisa hay miles de pliegues que se entretejen delineándola.
El dolor de cabeza se había hecho parte de mi cotidianidad, como mi afición de quitar y poner la tapa del bolígrafo azul que siempre cargo en mi mano. Cada tanto, volteo hacía mi compañero, quien, como de costumbre, baja su cabeza y observa la pequeña pantalla en su muñeca para decirme la hora. No veo el momento de que la clase acabe. Hace dos años había dejado de ser mi materia favorita, desde que cambiaron al maestro. A veces, discuto con mis compañeros las razones por las que el nuevo maestro ha demorado tanto en el puesto; algunos alegan que tiene algún tipo de arreglo secreto; otros, que debe ser hijo de alguien importante. Sea cual fuere la razón, es sorprendente lo exagerado de su mala labor, casi parece que lo hace a propósito.
Su bigote lo caracteriza, porque a pesar de tener la normativa de mascarillas obligatorias, solo la usa bien en presencia de la rectora. La curvatura de su columna es evidente. Sus camisas hacen un contraste más bien chistoso con los zapatos y el reloj. Lleva a media nariz unos vitrales delgados que, de hecho, no contribuyen a ofrecer un concepto claro de su edad. Siempre habla con cierta elocuencia para hacerse el intelectual.
Lo recuerdo, fue en un martes de abril que mi presencia en su clase se difuminó; nunca volvió a ser igual, no volví a pronunciar palabra (por lo menos no más de las necesarias). El libro dejó de ser un peso innecesario en mi bolso. Me resigné, como tantos, limitándome a escuchar lo que decía.
Todos, incluso otros docentes, me preguntaron si me pasaba algo, y respondí con un simple “nada”. Mi semblante cambia para la siguiente clase. Últimamente he empezado una competencia con el despertador, levantándome unos minutos antes de que suene; ya no me pesa el hábito de hacer las tareas por la madrugada. Lastimosamente, de nuevo es martes. Mientras abotono mi camisa, pensaba en cómo saltarme esa clase. Batía los huevos de mi desayuno con una paciencia que en otra circunstancia me habría desesperado, supuse que de alguna forma el tiempo pasaría más lento. Marcaron las 6:25. El camino me pareció más corto.
No me mal entiendan. Amo el colegio; mi conflicto interior viene solo de esas dos primeras horas. Siempre llego con la ilusión de que el docente haya faltado, pero eso nunca ha pasado en los dos años que lleva trabajando en la institución. Parece que no pasará; incluso a veces, entra al salón cuando no le corresponde, creo que deberían darle una medalla por eso. Siempre estoy sentada en la primera fila, no sé si es porque no veo nada de lejos o me gusta prestar atención.
Hoy entró con prisa. Lo primero que hizo fue escribir sus verdades absolutas en el pizarrón. Señala con el dedo como fingiendo escoger al azar, pero siempre es hacía mí; menciona mis nombre y apellido con un aire soberbio. ¿Qué piensas de esto? Callo. Prefiero callar.
Siento su mirada extraña. Mantiene su dedo señalando; el lapso parece más largo de lo que realmente es, y mantengo mis labios cerrados a la pregunta, pues desde ahora no hay nada en el mundo que me haga responder. Llega un punto en que parece cansarse de esperar, sencillamente apunta su dedo hacia otro estudiante y, como de costumbre, simplemente le da la razón a lo que responde.
Eventualmente, el reloj marca las nueve y treinta, se da por finalizada la clase, todos cierran el libro al unísono. Agradezco desde mis adentros, me levanto y, con exactamente quince pasos, ya estoy en el patio. Suspiro.
–¡Una clase menos!
Afuera, está caluroso el día.
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Título: Cementerio para mariposas
Autor: Belén Amparo Blasco Martí
Centro docente: IES Clot del Moro
Para llegar al cementerio del pueblo tendrás que ir por carretera, desviarte, y conducir por el camino de piedra hasta llegar a un campo de naranjos y seguir a la derecha aunque solo veas un montón de hierbajos.
Una vez allí, sabrás que has llegado porque todos los días desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche se puede ver un coche bastante feo y a una niña sentada dentro, esa niña soy yo, que te indicará que cruces los hierbajos, sin pincharte, para poder entrar al cementerio.
Aunque, probablemente, primero escuches una voz masculina quejándose de lo poco que el ayuntamiento ayuda al mantenimiento del cementerio. Ese es mi padre, que además de quejarse por los hierbajos también se queja de lo oxidadas que están las puertas, de las pocas veces que cortan el césped y de lo sucios que están los baños.
Finalmente, cuando te adentres en el cementerio, verás más negro que blanco, y obviamente, verás muchas flores que ahora pasan desapercibidas. Cuando se murieron las mariposas parece que también murieron las flores, los cuadros, los parques de bolas y todo lo que antes parecía emocionante pero ahora es insignificante. Le falta color. Incluso mi abuela ahora se queja de que los programas de televisión vuelven a ser en blanco y negro.
Me llamo Bianca, y vengo a contaros mi vida, o más bien, mi vida desde el día en el que murieron las mariposas.
Fue el 14 de febrero de 2024 cuando ocurrió la famosa Lluvia de mariposas, miles de mariposas cayeron del cielo, muertas, en cuestión de minutos. Nadie sabe qué pasó, la teoría más aceptada científicamente dice que el cambio climático debe haberles afectado de alguna manera. Aun así, existen teorías sobre criaturas sobrenaturales, maldiciones a la Tierra u ovnis.
Después de eso, todo se volvió blanco y negro. Con ellas se fue el color.
Supongo que todos hemos tenido esa clase en el instituto en la que nos hablaban de la teoría del color, que unos te producen tristeza y otros alegría, que unos son cálidos y otros fríos, la armonía al mezclar algunos… A mí antes también me parecía una tontería. Hasta que observé a las personas más tristes por la calle, hasta que me di cuenta que dejaban de arreglarse para salir y hasta que vi a la gente dejar el trabajo de sus sueños. Y aunque os parezca una bobada, hasta que vi a la gente dejar de traer flores al cementerio. Si de por sí ya era un sitio melancólico, no os podéis ni imaginar cómo es el ambiente ahora.
Yo, que iba a clases por la noche porque la gente ya no la diferenciaba del día, estaba leyendo como todas las mañanas, cuando de repente vi a un chico que caminaba hacia mi dirección casi arrastrando los pies.
– Perdona, ¿por aquí se llega al cementerio?
– Cruza los hierbajos, sin pincharte, y verás unas puertas muy grandes con manchas, es ahí – contesté en automático.
Me sorprendí al verle, ya que no era muy común que alguien se pasara por aquí con un ramo de flores. Y no está bien, pero la curiosidad me pudo y seguí al chico.
Se paró frente a la tumba de una mujer y dejó el ramo, que por la forma parecía de margaritas, mientras se sentaba en el suelo. Las margaritas eran negras, por lo tanto debían de ser de algún color. A lo lejos vi a mi padre, que era sepulturero, llamando por teléfono, supongo que al ayuntamiento para pedir un jardinero. El chico se levantó, miró alrededor, y se quedó mirando a mi padre. Yo me escabullí entre los árboles y volví a mi lugar, dentro de mi coche.
Al día siguiente el chico volvió, con más flores y un uniforme, y se puso a quitar los hierbajos de la entrada. Por lo visto, era el nuevo jardinero.
Lo observé durante varios días, y siempre que venía traía un ramo de flores con él. Y todas negras, todas de colores.
Cuando me atreví, me acerqué a él. Y puedo decir que ha sido la conversación más rara que he tenido en mi vida, que él era raro.
– Hola – saludé.
– Hola.
– Eres el nuevo jardinero, ¿no? – pregunté, pero él solo asintió.
– ¿De qué color son? – dije, mirando las flores que había traído hoy.
– Rojas – contestó.
– ¿Dónde las has comprado?
– Las he recogido yo.
– Entonces, ¿cómo sabes de qué color son?
No sé si no me escuchó o simplemente me ignoró, pero se giró y siguió podando. Yo me senté cerca de él, ya no hacía falta que yo estuviera fuera, ya todo el mundo podía ver la entrada del cementerio.
Y mientras yo dibujaba en lápiz en una libreta negra, él se acercó y cambió mi pregunta.
– ¿Por qué los demás no sabéis de qué color son?
Ahí me di cuenta de que en la oscuridad del cementerio, él era llamativo, él era colorido.
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Título: La melodía del recuerdo
Autor: Alexia Sánchez Aragón
Centro docente: Centre d’Estudis Montseny
Afuera no para de soplar el viento con fuerza. El postigo de la ventana repiquetea con un ritmo incansable sobre el vidrio. ¡Mira qué insistí para que cambiaras esa ventana y pusieras una más manejable para ti! Pero nunca hacías caso, siempre has preferido conservar lo antiguo. Y aquí estoy ahora, intentando ordenar una vida en unas pocas cajas. Todavía me quedan cosas por recoger, pero lo básico ya está en la residencia. La trabajadora social fue muy amable y su lista me ha sido muy útil en cuanto a la ropa y objetos personales que puedas necesitar.
Aún recuerdo como si fuera ayer cuando corría por este jardín y me bañaba en la piscina las calurosas tardes. La época más feliz para mí eran las vacaciones de verano, cuando el curso había acabado y podía estar contigo durante tres meses seguidos. ¡Abela, querida! Así te he llamado desde que empecé a hablar y las vocales se me atragantaban en mi pequeña boca. Y así continuaré llamándote, aunque ya no me respondas.
Sigo, y abro el armario donde todavía hay mucha ropa de invierno. Cojo en mis manos esas mantas que con tanto mimo guardabas limpias cada año y que tanto calor nos daban. Inspiro esa dulce fragancia, tan tuya, que todo lo envuelve: las violetas. Tu madre ya la usaba y tú continuaste con ella porque decías que su aroma dulzón te recordaba las alegrías pasadas.
Voy a tu habitación ya vacía. Fue lo primero que quise recoger porque temía no encontrar las fuerzas suficientes si la dejaba para el final. Solo la cómoda se me ha resistido. Abro y cierro los cajones al azar como cuando era pequeña y deseaba encontrar en el fondo unos caramelos o chocolatinas olvidadas. Pero no quiero engañarme a mí misma, sé exactamente lo que busco y donde puede estar.
Helo aquí en mis manos, el vinilo que tantos buenos ratos nos hizo pasar y cuyas melodías también forman parte de mi vida. ¡Cómo olvidar tu voz afrancesada al tararear “La Vie en Rose”! Ahora de pie, en esta habitación, mis pies se balancean hacia derecha e izquierda con el vinilo en mis brazos como si de mi pareja se tratase. Un, dos, tres, un, dos, tres…
Puedo sentir la música y sin querer de mi boca salen las palabras: Quand il me prend dans ses bras, qu’il me parle tout bas, je vois la vie en rose…
¡Ay, abela! Este trozo de plástico y cartón lo es todo para ti. El encontrarlo marcó el inicio de una vida nueva. Tú misma lo repetías con frecuencia, si no fuera por el disco y claro está, también la tormenta, todo habría sido diferente. Te gustaba contar la historia de cómo conociste al abuelo gracias a este vinilo, aunque él siempre decía que el destino ya estaba escrito y que tú eras demasiado romántica y cantarina.
Una infancia difícil en el pueblo y la falta de trabajo propició tu marcha a Lyon con apenas 18 años. Los inicios fueron duros, sirviendo en una casa, pero aprendiste rápido el francés y pudiste mejorar en el trabajo colocándote en una fábrica textil. La “Casa de España” era el lugar de encuentro de los españoles emigrantes, allí compartíais las noticias de las familias y salíais a conocer la ciudad. Te fijaste en un chico muy guapo, Ángel, con el que hablabas mucho. El tiempo iba pasando y ninguno de los dos se decidía a dar el siguiente paso.
Un día lluvioso salisteis a pasear todo el grupo de amigos y, ahí estaba también Ángel. De repente, se desencadenó una lluvia torrencial con truenos y relámpagos y os refugiasteis en una tienda de discos. Tú, abuela, cogiste por casualidad un vinilo, “Éxitos de París” de Michele Delhay y en él estaba tu canción preferida “La Vie en Rose”. No pudiste resistir la tentación de cantarla por lo bajo y, Ángel no pudo ser menos y se unió a ti. Menudo dúo. Os imagino en medio de la tienda, uno frente al otro, unidos por un vinilo.
Sin querer, las lágrimas empiezan otra vez a deslizarse por mi cara cuando la realidad que me rodea me sacude y veo que no estás aquí junto a mí, sentada en tu butaca favorita. Me vienen a la cabeza los últimos meses. Aquellos en los que no entendía por qué me repetías las mismas preguntas una y otra vez, por qué cantabas en francés tu canción favorita; pero no recordabas haber comido, por qué olvidabas mi nombre pero no el de tu abuela… Un sin fin de porqués que ahora tienen respuesta.
Querida abela, ves, estoy aquí como te prometí. Esta tarde estás realmente guapa con tu pelo recogido y el brillo rosado de tus labios. Te han pintado las uñas y tus manos ya no parecen tan pálidas. Te he traído el vinilo para que lo tengas contigo y puedas escucharlo siempre que quieras. Me han prometido que te lo pondrán un rato cada día porque también la música te ayudará en tu terapia de memoria.
Apenas puedes sostenerlo entre tus manos. Tus ojos vacíos por un momento enfocan la imagen de la carátula y sonríes levemente. Estoy segura de que tu mente ha viajado por un instante a aquel momento en el que encontraste este vinilo por primera vez. Acaricio tus frías manos mientras siento que te has vuelto a ir. Tu mirada se ha vuelto a fijar en un punto lejano.
Has vuelto a naufragar en tus recuerdos, unos recuerdos que haré míos para que no se pierdan en el olvido. Búscame un sitio entre ellos, donde te esperaré. Será nuestro lugar favorito. Allí donde el tiempo esté detenido, donde nuestras miradas se reconozcan y todo quede dicho.
Hasta que nos volvamos a ver, abela.
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30
Título: María
Autor: Lucía Cardenas Soldán
Centro docente: IES La Piedra Blanca
La historia de la sierra es la historia de un delantal de cuadros, de cuadros vichí en colores negro, rojo, azul o verde. De esos delantales con unos bolsillos donde cabía el mundo.
Me imagino a una mujer, en tiempos de posguerra, campo a través, con el corazón agitado y los ojos llenos de miedos e incertidumbres, buscando un castaño con una herida abierta. Me la imagino mirando a su alrededor, cuidando de que nadie la vea, rebuscando un pedazo de pan duro y un trozo de salchichón en los bolsillos de su delantal, y un papel donde alguien le ayudó a escribir lo que ella no sabía: “Te quiere siempre, María”; terminaba la carta, con una letra pulcra e impecable.
Me la imagino alejándose del lugar, después de haber besado la carta y dejarla en el tronco hueco, con el mismo cuidado que llegó para no alertar a nadie de la presencia de un hombre escondido.
Me la imagino llorando, sacando del bolsillo un pañuelo arrugado y secándose las lágrimas al comprobar que nadie se llevó la última carta que había dejado en el hueco del castaño.
Y pasaron los años, y se tuvo que casar con Antonio, un hombre del que no estaba enamorada, peo, qué iba a hacer una mujer sola en aquellos tiempos. Y tuvo suerte, porque su marido no era un mal hombre. Era buen talador, le decían “el trepador”, porque siempre llevaba un mono azul y sus cejas estaban muy pobladas, dándose cierto aire con ese pintoresco pájaro.
Aún así, de cuando en cuando, ella salía al monte y dejaba una carta en el hueco del castaño, que aprendió a escribir ella misma: “Te quiere siempre, María”.
Nunca faltaron en esos bolsillos un puñado de garbanzos tostados, higos pasados y orejones en tiempos de hambre. También guardaron puñados de bellotas y algarrobas con los que aprendió a hacer pan. Siempre había una navajilla para pelar la fruta del tiempo, fósforos para encender la candela, aguja e hilo y un trozo de tela para remendar alguna prenda.
El delantal siempre fue cobijo para un niño asustado, se convirtió en una improvisada cesta donde acarrear los productos de la huerta: tomates, pimientos, berenjenas… y también, donde transportar peros y melocotones.
Fueron, por entonces, mucho los delantales de cuadros como los de María, los que se echaron a los caminos y a las eras a arrimar el hombro, a recoger hierbas que condimentaran los caldos donde flotaba un hueso cien veces hervido; a recoger orégano, manzanilla y poleo que ponían a secar al sol; a pelar castañas, recoger aceitunas…
Y muchos años después, cuando ya parecía que no había que esconderse de nadie, también en los bolsillos del delantal de María se escondió una papeleta donde aparecían nombres distintos a los que le había indicado su marido por miedo a que el patrón lo dejara sin su jornal.
“El trepador” se cayó de un castaño mientras talaba y la dejó sola con cinco bocas que alimentar. Cuando fueron a buscarla a casa, ella estaba echando unos asientos de aneas, se le daba bien y, ese trabajo le servía para complementar el jornal de un hombre bueno.
– “Se cayó del castaño, María”, le dijeron. Y a la mujer del delantal se le cayó el mundo. Durante el tiempo que le quedaba de vida se torturó preguntándose si su Antonio se había caído del árbol o si realmente se había tirado, porque quiso el destino que Antonio, “el trepador”, perdiera la vida en el mismo castaño donde ella, de cuando en cuando, iba guardando sus cartas.
Sacó adelante a sus criaturas limpiando casas y cosiendo para los mismos que lo separaron del amor de su vida y los mismos que trataron a su Antonio como a un esclavo, siempre ataviada con su delantal de cuadros vichí, negros, desde la muerte de Antonio.
Una niña la enseñó a leer y a escribir lo poco que tenía que decir a esas alturas de su vida.
Me imagino a María, ya con los años metidos en sus huesos y la nieve posada en sus sienes, sentada en un banco de madera, rellenando con maestría unas tripas con una carne aliñada cuya receta, sólo ella conoce, atando los extremos de la tripa con un cordel. María mete sus manos en el bolsillo del delantal y le ofrece a un niño una castaña pelada y dura. El niño sonríe, también ella intenta sonreír, pero no le sale del todo.
Siempre había en el delantal una esquina limpia para secar las lágrimas de un niño o limpiarle los mocos. Porque el pañuelo arrugado que se guardaba en uno de los bolsillos solía ser para secar sus propias lágrimas.
Y ya, después, en esos bolsillos, siempre hubo un caramelo de café con leche y unas pesetas que se daban a escondidas a los nietos.
Cuando murió María, “la del trepador”, encontraron un papel en uno de los bolsillos de su delantal: “A mí que me quemen y que tiren mis cenizas en el hueco del castaño”, ponía el papel, desgastado de haber sido doblado y desdoblado demasiadas veces.
Los hijos obedecieron, emocionados por el último deseo de su madre, sin saber, que aquella herida abierta del castaño guardaba las cartas y los sesenta y siete “Te quiere siempre, María”, que le había escrito, cada año, al que siempre fue el amor de su vida.
Nunca se vaciaron esos bolsillos, por más vacío que hubiera fuera…
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