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Selección automática, de Yukiko Motoya - Zenda
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Selección automática, de Yukiko Motoya

Llegan desde el país del sol naciente dos nouvelles escritas por la dramaturga y novelista Yukiko Motoya, considerada “la Amélie Nothomb japonesa” por la crítica francesa. La primera, Selección automática, es una distopía futurista protagonizada por una chica con el cuerpo lleno de chips, y la segunda, Mis eventos, tiene como personaje principal a un...

Llegan desde el país del sol naciente dos nouvelles escritas por la dramaturga y novelista Yukiko Motoya, considerada “la Amélie Nothomb japonesa” por la crítica francesa. La primera, Selección automática, es una distopía futurista protagonizada por una chica con el cuerpo lleno de chips, y la segunda, Mis eventos, tiene como personaje principal a un hombre que no quiere ayudar a sus vecinos cuando llega un tifón.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Selección automática (Alianza), de Yukiko Motoya.

***

Uno de los mejores barrios residenciales de la ciudad, bien conectado y relativamente céntrico. Las arboledas, ahora apenas sin hojas, en primavera y verano lucen con tonos verdosos en torno a los espacios ajardinados de casas y viviendas bajas; un barrio, según dicen, en armonía perfecta con su entorno natural. Es donde vive Oshiko Banji.

Aquel día, tras ponerse el abrigo, salió de casa, preparada para atravesar una de las pendientes más abruptas del barrio en su bici eléctrica y recoger a su hija del colegio.

Oshiko dejó la bicicleta con sillita infantil en el aparcamiento. Colocó el caballete y a paso ligero se dirigió a la entrada.

Con un gesto rápido quitó la cubierta del lector de datos en la entrada del colegio. Acto seguido, deslizó la mano derecha por él y el dispositivo leyó los datos de su microchip subcutáneo. Años atrás, los padres tenían que deletrear el código de seguridad 4188888 para entrar.

Oshiko pasó junto a un parterre de azaleas seleccionadas genéticamente y un espacio para dejar los carricoches. Tras la puerta automática, se accedía al interior luminoso y limpio del edificio. Después de desinfectarse las manos con un pulverizador ubicado sobre el zapatero, recorrió el pasillo que conducía al espacioso vestíbulo central del colegio. En momentos como aquél, al llevar o recoger a su hija, Oshiko, por alguna razón desconocida, se sentía contenta.

Desde el principio, tuvo mucho interés en matricular a sus dos hijas en este colegio de preescolar con muy buena reputación en el barrio.

Para poder matricularse allí se tenía en cuenta la puntuación más alta obtenida a partir de la situación personal y laboral del núcleo familiar; por eso Oshiko decidió tramitar su divorcio, sólo a efectos legales, sobre el papel. El objetivo era obtener más puntuación que otras familias al matricular a su hija mayor, Tsumu.

Puestos a decir cuál era el mérito de este colegio, en primer lugar cabía mencionar el diseño del edificio. El vestíbulo principal de techos altos e interiores en madera natural lucía impecable, casi podría decirse que parecía más una cafetería de diseño que un simple colegio. Las claraboyas ovales de la sala principal contribuían a crear un espacio circular abierto, alrededor del cual se extendían radialmente las clases de niños desde los cero hasta los cinco años. Los dibujos de los críos decoraban las paredes como en una sala de exposiciones de museo. En las estanterías, antaño a rebosar de álbumes ilustrados, se alineaban de forma ordenada numerosos libros digitales de cuentos.

Las puertas de las clases todavía estaban cerradas. Sólo a través de las ventanas ovaladas se veía el interior de las aulas; con todo, Oshiko distinguió los acordes musicales del organillo eléctrico emitiendo la canción que entonaban los niños al concluir la jornada escolar.

Al mismo tiempo, escuchaba un vídeo en su smartphone a través de unos diminutos auriculares implantados en el lóbulo de las orejas.

Oshiko pasó el dorso de la mano por un lector digital instalado sobre la estantería de libros ilustrados. Una vez confirmada la hora de recogida de su hija, como no tenía nada que hacer, aceleró la reproducción del vídeo; por lo visto, todavía faltaba bastante para que acabase la última reunión de los niños antes de volver a casa. Se puso a ojear los dibujos colgados en la pared. Se percibía algo diferente en el vestíbulo entero, un ambiente escolar típico del mes de enero.

Oshiko solía fijarse primero en los dibujos lejanos de los niños más pequeños. La libertad de trazos dificultaba catalogarlos de cuadros sin más; sobre aquellas cuartillas de dibujo afloraba con total libertad su creatividad.

En los dibujos de los críos de tres años se apreciaba un cambio que le llamaba la atención: «Con sólo un año de diferencia realmente crecen mucho…». Cada uno de aquellos dibujos dejaba entrever en sus pinceladas, de estilo más bien descriptivo, una peculiar indiferencia hacia la fuerza expresiva de la vida.

Los dibujos de los de cuatro años, de un curso superior, destacaban, en cambio, por su excepcional vulgaridad. En todos la tierra era marrón, verdes los árboles y los bosques, y el sol, naranja. Oshiko no recordaba haberlo visto jamás con aquel tono anaranjado. También le extrañaba la forma en la que los rayos solares irradiaban desde el centro de la esfera en aquellos dibujos calcados unos a los otros.

No obstante, que todos los niños colocaran simbólicamente en sus pinturas aquel sol confirmaba el éxito del enfoque pedagógico uniformador de este centro. No cabía esperar otra cosa de un colegio de preescolar como éste, que había acaparado la atención incluso de los medios de información internacionales. Oshiko se sintió satisfecha.

La buena reputación del colegio se debía, precisamente, al minucioso método pedagógico aplicado para desarrollar la uniformidad mental de los niños. Se alababa también el hecho de que el porcentaje de aprobados en las pruebas de acceso a colegios privados era muy alto sin necesidad de acudir a clases preparatorias adicionales. De hecho, Tsumu, la hija mayor, había conseguido plaza en el centro de primaria elegido como primera opción. Hara, la hermana menor, el mes pasado acababa de recibir el comunicado que confirmaba que había aprobado la prueba de ingreso en el mismo colegio.

Oshiko siguió ojeando los dibujos efectuando un barrido en el sentido de las agujas del reloj. En lo alto de la pared de la clase de los niños de último curso de preescolar, la clase de su hija Hara, se leía el lema de este mes: «A paso lento». Sobre las cuartillas proliferaban dibujos de caracoles, tan idénticos y calcados entre ellos que parecían, más bien, hechos con plantilla. Oshiko se fijó especialmente en un dibujo de estilo simbolista, donde destacaba la ausencia de naturalidad o vitalidad. Oshiko, al ver escrito en cera el nombre de su hija, «Bonji Hara», se sintió muy satisfecha; después se fijó en el dibujo justo contiguo y dijo en voz baja: «Como siempre, no es nada infantil».

En ese momento, de repente pareció abrirse una puerta. Oshiko, al darse cuenta de que era la madre de Kopi, apartó la mirada del dibujo. Ahí estaba precisamente esa mujer, la madre del niño que había pintado aquel extraño dibujo. Trató de disimular haber descubierto, entre tantos caracoles idénticos, uno que era diferente, original, con unos trazos más maduros.

Con tono alegre, le dijo:

—Hoy tenías entrevista, ¿verdad?

—Sí, sí… ¿Ya tan pronto vienes a recoger a tu hija? —contestó la madre de Kopi, esbozando media sonrisa y sorprendida por el fortuito encuentro.

—A veces salgo un poco antes del trabajo.

—Ah, ya veo. Mucho que hacer, ¿verdad? —La mujer volvió a sonreír, pero en realidad parecía agotada.

Oshiko sacó un tubo de crema para manos de su bolso, después se echó un poco en la punta de los dedos y, mientras la esparcía rápidamente, miraba de refilón a la otra madre. Era una mujer alta y atractiva; las otras madres del colegio la apodaban MC, es decir, «mujer cavernícola». A pesar del mote, también hoy, como de costumbre, destacaba por su bella presencia, el rostro de modelo y la nariz de líneas perfiladas como a cincel. El flequillo negro y rectilíneo a la altura de las pobladas cejas combinaba bien con su rostro al natural, sin maquillaje. No aparentaba treinta y cinco años. El exotismo de su belleza aunado a la originalidad de su carácter le confería un aura de mujer inaccesible, distante. Entre las otras madres circulaban toda clase de rumores sobre ella: que se había divorciado por sus crisis nerviosas o que no sabía quién era el padre de su hijo, fruto de una relación sexual esporádica.

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Autora: Yukiko Motoya. Traductor: Emilio Masiá. Título: Selección automática. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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