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Seis tristes derivas de nuestro tiempo (IV): ¡Viva el bullying! - Zenda
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Seis tristes derivas de nuestro tiempo (IV): ¡Viva el bullying!

Lo que sí llega al patio de recreo es la realidad de los mayores, curiosamente vertebrada por —quién lo iba a decir— el propio bullying. En efecto, me resultará fácil rellenar todo este artículo de casos concretos, masivos y constantes de acoso entre adultos, de formas de relacionarnos que se fundamentan en la humillación, el...

Asociamos el bullying al colegio, a los niños y a las muchachas, a una inmadurez desviada que termina dañando y haciendo infeliz al chaval solitario, a la chica con sobrepeso, a todos los que resulta fácil identificar por contraste con la norma. Y tomamos medidas espectaculares, grandes campañas de concienciación que sirven, sobre todo, para que los adultos nos creamos que estamos concienciados contra el acoso, pues a los patios del recreo todo este discurso oficial no llega, llega mal, no interesa. Es ya una cantinela irrelevante, en buena medida propiciatoria.

Lo que sí llega al patio de recreo es la realidad de los mayores, curiosamente vertebrada por —quién lo iba a decir— el propio bullying.

En efecto, me resultará fácil rellenar todo este artículo de casos concretos, masivos y constantes de acoso entre adultos, de formas de relacionarnos que se fundamentan en la humillación, el desprecio o el hostigamiento. Al final tendrá razón Chris Rock, que afirmaba en un monólogo que los niños necesitaban el bullying. Mejor que salgan del colegio bien preparados para el mundo real, argumentaba en Tamborine.

"Si en Twitter hay un nombre propio que no corresponde a un actor octogenario, a Rosalía o al aniversario de una escritora muerta, sé que pertenece a una persona que en ese momento está siendo linchada"

Cada día entro en Twitter y repaso las tendencias del momento. Si hay un nombre propio que no corresponde a un actor octogenario, a Rosalía o al aniversario de una escritora muerta, sé que pertenece a una persona que en ese momento está siendo linchada por, más o menos, veinte mil personas. Alguien popular, normalmente en espacios de deliberación política, ha dicho algo, ya sea precisamente en un tuit o en una entrevista o en un artículo, y ese algo (no sé: que el comunismo es malo, que Otegui es mejor que Abascal, que Franco fue un héroe) se convierte de pronto en el punto de fuga de todas nuestras frustraciones. La gente nunca te odia tanto como se odia a sí misma.

Como en aquel capítulo de Black Mirror, atacar a otro no conlleva ninguna responsabilidad si se hace en comandita, si se apuñala lo que otros muchos están apuñalando. No habrá represalias en forma de abeja mecánica que te devore por dentro (Hated in the nation). Sin embargo, podemos preguntarnos qué sentido tiene insultar a alguien al que todos insultan. ¿Qué gana uno? Significación inmediata, prestigio revolucionario entre sus seguidores y, sobre todo, desahogo, mucho desahogo.

"Te llamo puta porque eres de derechas y has aprobado tal o cual ley injusta; te deseo la muerte, niño torero con cáncer, porque amo a los animales con toda mi alma"

El gran avance del bullying en nuestro tiempo es que ya se hace casi siempre por una causa noble. El frustrado, el violento, el psicópata incluso buscan camuflaje para su rabia, pues expresada al natural les desacreditaría socialmente. Así, el feminismo, el cambio climático, el antifascismo, el derecho a la información y tantos otros nobles empeños sirven para cobijar comportamientos miserables. Te llamo puta porque eres de derechas y has aprobado tal o cual ley injusta; te deseo la muerte, niño torero con cáncer, porque amo a los animales con toda mi alma; te insulto en un cine donde estás junto a tu hija porque niegas el derecho a decidir; te acoso en la calle junto a la turba; te arrojo latas; voy a tu casa y pongo una pancarta en tu valla; doy tus datos personales en la red porque alquilas un piso demasiado caro; te hago un meme; te escribo cuarenta tuits histéricos. Todo porque milito en una causa admirable; soy un canalla con motivos muy hermosos.

La víctima ideal para el acoso es el caído. Le han pillado robando, hagámosle trizas. Urdangarin, Cifuentes. Puedes ser tan cruel con ellos como quieras, mientras tu maldad no supere la propia de su delito. Nadie va a afearte pisar al que ya está en el suelo, creerán de hecho que te duele como a nadie su corrupción o su latrocinio. En realidad, te traen sin cuidado su corrupción y su latrocinio: estás ahí como los saqueadores de las ciudades devastadas. Saqueas los restos de la dignidad de una persona.

Es fascinante cómo los políticos se han convertido en víctimas voluntarias del escarnio público. Desde que decidieron acudir a cualquier programa de televisión que pudiera darles votos, se han transformado en muñecos masoquistas. Si hay que subirse a un burro, se suben; si tienen que bailar, bailan; si han de disfrazarse de elefante, se disfrazan. Hasta el momento televisivo más sobrio de su profesión, el debate electoral, puede proponérseles como una prueba de resistencia. No tienen permitido sentarse, no pueden consultar el móvil, ¡no hay atril!, ¡no pueden hablar con nadie! Ya puestos: ¿por qué no debatir sobre un trampolín con cocodrilos hambrientos debajo, mientras les arrojan tomates los niños de San Ildefonso? Todo ello, qué duda cabe, mejora mucho el sentido mismo de un debate electoral.

"Subo una foto junto a un actor famoso porque tú no has estado junto a un actor famoso; subo una foto de lo buena que estoy porque tú estás gorda; subo una foto de mi viaje a Bali porque tú no puedes viajar a Bali"

No es extraño que en la televisión de nuestros días disfrute de un éxito singular un formato al que llaman talent show. Supuestamente va de gente normal que canta, cocina, baila o dispone de alguna habilidad destacada. En realidad, sólo trata de gente que acude a los estudios de grabación dispuesta a ser humillada. Todo el sentido de un talent show está, no en el talento del concursante, sino en el talento del jurado para reírse del concursante. En el talento de un cocinero para reírse de otro cocinero. A más talento para la vejación, más audiencia. Como me dijo hace años una persona que trabajó en estas lides: “El programa salía bien si el concursante lloraba cuando tenía que llorar”.

Y, finalmente, está el bullying pasivo, el acoso disimulado, que seguramente es el más dañino, en la medida en la que su intención permanece oculta. No haces daño a nadie exhibiendo a diario tu felicidad. Un millón de fotos de gente feliz por segundo debería interpretarse como prueba evidente de una sociedad muy feliz. Es al contrario, prueba la competencia que hay por ser más feliz que los demás, por que los demás no se sientan a gusto con sus vidas. Subo una foto junto a un actor famoso porque tú no has estado junto a un actor famoso; subo una foto de lo buena que estoy porque tú estás gorda; subo una foto de mi viaje a Bali porque tú no puedes viajar a Bali. Eres un desgraciado. “No eres nadie”, como decía la voz en off del vídeo de Humor Cristiano. “No eres nadie, tienes un teléfono Samsung o una Blackberry o un i-Phone anticuado de cuando regalaban i-Phones.”

El bullying consiste en eso: hacerte creer que no eres nadie.

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Alberto Olmos

Alberto Olmos (Segovia, 1975) es escritor y columnista. Ha publicado nueve novelas, entre las que destacan Trenes hacia Tokio (2006), Alabanza (2014) o Irene y el aire (2020). Su primer libro de relatos se tituló Guardar las formas (2016), y su primer ensayo, Vidas baratas: elogio de lo cutre (2021). Es premio Ojo Crítico RNE de Narrativa (2009) y I Premio David Gistau de Periodismo (2020). Escribió y locutó el podcast sobre literatura Todo está en los libros (2022). Vive en Madrid.

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