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Seis tristes derivas de nuestro tiempo (III): La épica hueca - Zenda
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Seis tristes derivas de nuestro tiempo (III): La épica hueca

Estos mismos días, por ejemplo, hemos visto a jóvenes embozados batirse legendariamente contra la policía. Los muchachos lanzaban adoquines, bolas de acero, botellas, cócteles molotov y todo lo que tuvieran a mano. Uno incluso intentó derribar un helicóptero con un bonito cohete. La policía, profesional de la represión y la violencia, poco podía hacer contra...

Habrán notado, como yo, un admirable incremento de la valentía en este tiempo nuestro, un venirse arriba general, como si el coraje y el sacrificio estuvieran de moda o no le hubieran tocado en gracia sólo a unos pocos, como es costumbre, sino que cualquiera es ya capaz de arrostrar gigantes, injusticias, países, multinacionales y hecatombes. Es lo que yo llamo la épica hueca.

"Por encima de la policía estaban unos mandos políticos que, al peso, calculaban que había más votantes entre los miles de alborotadores que entre los cientos de policías"

Estos mismos días, por ejemplo, hemos visto a jóvenes embozados batirse legendariamente contra la policía. Los muchachos lanzaban adoquines, bolas de acero, botellas, cócteles molotov y todo lo que tuvieran a mano. Uno incluso intentó derribar un helicóptero con un bonito cohete. La policía, profesional de la represión y la violencia, poco podía hacer contra ellos, sin embargo, pues sobre su cabeza sobrevolaba algo ciertamente disuasorio: la ley. La policía, en la práctica, debía pedir perdón por cada bote de humo y cada porrazo, y era dudoso que pudieran usar pelotas de goma, no fueran a herir a alguien. Cualquier agente que, después de veinte horas aguantando a la masa asalvajada, perdiera la cabeza y dejara caer su porra sobre un jovencito que pasara por allí, se arriesgaba a la sanción y hasta a la expulsión del cuerpo. Mientras, abrirle a él la cabeza con una piedra no comportaba riesgo alguno. Por encima de la policía estaban unos mandos políticos que, al peso, calculaban que había más votantes entre los miles de alborotadores que entre los cientos de policías, y tenía pocas dudas sobre cuál era su bando. Para mayor paradoja, el policía, naturalmente hijo de obrero que tomó el oficio para salir del barrio, era humillado y golpeado por el hijo del alto burgués, joven con la vida ya resuelta antes de saber siquiera que su estatus permite pegar a policías.

Así son los tiempos modernos: mucha gente imita las heroicidades del pasado, de Esparta a la Bastilla, y los gestos son en efecto indistinguibles, pero nada hace peligrar su vida, su comodidad o su futuro. Es una heroicidad vacía, reglamentada.

"Por no hablar de la universidad, donde una parte de los estudiantes impide a todos los demás asistir a clase, y los rectores, lejos de colocarse del lado de la Educación, se colocan del lado de la brutalidad, de los matones"

Qué pensar si no de esos quince muchachos que cortan una autovía, y a los que sólo separa un cordón policial de los cientos de conductores atrapados que no pueden llegar a sus trabajos, al hospital o a casa. Cualquier camionero fondón con algo de prisa podría bajarse del camión y apartarlos a todos de un bufido; cualquier conductora nerviosa podría asimismo meter primera y, simplemente, atravesar las barricadas: ni uno solo de esos muchachos tendría el coraje de quedarse quieto. Pero para eso está la policía, para asegurarse de que el parque de atracciones de la épica hueca divierta a sus visitantes. La policía no detiene o dispersa a los saboteadores de carreteras: los protege de las consecuencias de sus propios actos.

Por no hablar de la universidad, donde una parte de los estudiantes impide a todos los demás asistir a clase, y los rectores, lejos de colocarse del lado de la Educación, se colocan del lado de la brutalidad, de los matones, a los que eximen, no ya de ir a clase, sino hasta de examinarse, entregar trabajos o, en suma, formarse. Aprobarán con nota en la universidad mediante la increíble práctica de no ir a la universidad e impedir por la fuerza que otros vayan. Como ha dicho hace poco Javier Cercas, estamos viendo cosas que nunca antes habíamos visto. La épica hueca. La revolución divertida (Ramón González Férriz, copyright). El Che Guevara en el parque de bolas.

"Yo he visto parar el fascismo en España con un tuit. Salvar el planeta Tierra con otro. Derrotar el heteropatriarcado con otro más. Y luego ya dedicarse a lo importante, que era Eurovisión"

Greta Thunberg es también una persona valiente y luchadora. Reprende a los políticos por no hacer frente a una hecatombe mundial, y lo hace en encuentros internacionales expresamente dedicados a detener esa hecatombre mundial y llenos de ponencias que dicen exactamente lo mismo que la suya, salvo que duran una hora y media y no tres minutos, y las protagonizan personas que al menos han acabado una carrera universitaria. Greta está muy enfadada, no se corta, dice lo que piensa, lo que ha memorizado. Es un icono mundial por su gallardía, consistente en ser la niña consentida del mismo sistema que dice estar combatiendo: los príncipes ponen barcos para que ella viaje, las ministras de Transición Ecológica le ofrecen ayuda para proseguir derrota… Es increíble que esta joven aguante tantísima opresión y hostigamiento.

Luego, el común de los mortales también tiene su ocasión para la épica vaciada. Yo he visto parar el fascismo en España con un tuit. Salvar el planeta Tierra con otro. Derrotar el heteropatriarcado con otro más. Y luego ya dedicarse a lo importante, que era Eurovisión. Cien tuits.

La épica hueca es, cómo no, un lujo de sociedades prósperas; o un lujo de los prósperos dentro de las sociedades prósperas. Si no puede pasarte nada (¿y qué puede pasarte tuiteando enfervorecido contra enormes enemigos imaginarios?), eres ese héroe baratijo e insustancial que estoy retratando aquí. Cuanto más amplia es tu causa, cuanto más alto apunta tu lucha, menos riesgo corres. Lo he visto toda la vida en los escritores de columnas, normalmente escritores de profesión: pueden arremeter contra el presidente de Estados Unidos, contra los “poderosos” del mundo, pero nunca dirán nada contra un editor, un crítico o un simple librero de Albacete. Ahí se jugarían algo.

"Es tiempo de bufones que le dicen a la cara a los poderosos lo mal que lo hacen, para luego recoger su premio, su salario, su sinecura de la mano de esos mismos poderosos"

Sólo determinados cantantes y monologuistas son a día de hoy realmente heroicos. Al menos una canción los lleva a juicio y un chiste, al linchamiento. Y siguen haciendo las mismas canciones y contando los mismos chistes. Bajo amenazas de muerte o vértigo procesal.

Los demás, épica hueca, ya digo, extraordinariamente bienvenida por el propio sistema al que dice oponerse o querer derribar, o del que se asume perseguida. El héroe clásico se transforma en otra figura también estándar, amén de palatina y estructural: el bufón.

Es tiempo de bufones que le dicen a la cara a los poderosos lo mal que lo hacen, para luego recoger su premio, su salario, su sinecura de la mano de esos mismos poderosos que nunca se los tomaron en serio, sino a risa: son bufones, no hay otra palabra.

Es posible que no haya nada tan heroico hoy como resistirse a la heroicidad.

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Alberto Olmos

Alberto Olmos (Segovia, 1975) es escritor y columnista. Ha publicado nueve novelas, entre las que destacan Trenes hacia Tokio (2006), Alabanza (2014) o Irene y el aire (2020). Su primer libro de relatos se tituló Guardar las formas (2016), y su primer ensayo, Vidas baratas: elogio de lo cutre (2021). Es premio Ojo Crítico RNE de Narrativa (2009) y I Premio David Gistau de Periodismo (2020). Escribió y locutó el podcast sobre literatura Todo está en los libros (2022). Vive en Madrid.

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