En la Ciudad de los Reyes el cielo es brumoso y aburrido pero casi nunca llueve y el clima es benigno aunque, en ocasiones, sopla un viento del sur helado y furioso que apaga las antorchas de las caminantes. Ocurrió una de esas noches en Lima, en el Virreinato del Perú en 1623, aquel año sí, el año en que nació el demonio.
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—Hay un momento en el que el alguacil Alfonso Morales dice: «En esta ciudad, Vuestras Mercedes, todos estamos presos». Y se me ocurre que tu novela puede entenderse como una gigantesca y fascinante cárcel, ¿no te parece?
—Es una cárcel, y es una cárcel además porque todo lo que está fuera de los muros de Lima, que es la ciudad del poder, es el mundo real. Lima funciona como un universo ficticio con sus propias reglas, lo que, por cierto, es una perfecta metáfora del poder. Lo que ocurre es que esa ficción está sujeta a amenazas muy reales. De verdad pueden llegar los piratas, o rebelarse los esclavos, y matarlos a todos. Porque en un lugar tan alejado de la metrópoli y del control del imperio español, te muestras tan aislado como vulnerable.
—Hace unos años, y como contrapunto a la célebre leyenda negra, libros como Imperiofobia, de Roca Barea, vinieron a decir que, en fin, la Inquisición española no había sido tan mala, que era un tribunal casi garantista…
—Claro, es que todo depende de con qué lo compares. Lo que a mí me sorprendió al investigar la Inquisición es cuán burocrática era, tan ceñida a los procedimientos como caprichosa. ¿Cómo distingues a una bruja de una santa? ¿Cómo distingues el milagro del hechizo? Por aquel entonces, la razón aún no había sido inventada, la Ilustración no se había producido. El mayor volumen de casos de la inquisición no se debió a la quema de brujas, que quemaron muy pocas, sino a las llamadas solicitaciones, esto es, a los curas que se acostaban con las feligresas. Lo que es cierto, respondiendo a tu pregunta, es que en España no ocurrió nada parecido a la masiva quema de brujas que tiene lugar en el norte de Europa, donde existían conflictos religiosos importantes. ¿Por qué? Porque si el conquistador español lleva a la fe verdadera a un lugar donde todas las otras fes necesariamente deben estar inspiradas por el demonio, tu responsabilidad es educar a esa gente. ¡No quemarla! Los españoles más bien destierran a las llamadas brujas, las humillan públicamente y luego, claro, hacen autos de fe contra los judíos.
—En la América española del XVII no había, por así decirlo, una diferencia clara entre Dios y el demonio. Religión, superstición, magia, bujería, todo se mezclaba.
—Claro, es que como decía antes, la razón aún no se había inventado. La fuente del conocimiento eran las Sagradas Escrituras, y estas no se habían escrito pensando en una realidad tan ajena y desconocida como la americana. Hay que encajarla y no es fácil, todo se confunde.
—Es maravillosa la descripción del convento de clausura, donde las monjas se emborrachan, se divierten, reciben a sus amantes, hacen hasta corridas de toros. ¿Podrían ser, paradójicamente, los conventos lugares de libertad en sociedades tan machistas?
—Esto lo encontré en un libro de Luis Martín que es fantástico: Las hijas de los conquistadores: Mujeres del virreinato de Perú. Había dos tipos de conventos, los que dependían del obispo, más controlados, y otros que dependían de una congregación que se encontraba en Roma y, por tanto, no dependían en realidad de nadie. A poco que la abadesa fuese liberal, aquello se convertía en una república liberal de mujeres. A los conventos iban todas las que no querían ser esposas. Unas porque querían rezar toda su vida, pero otras porque eran lesbianas, poliamorosas, otras porque querían cantar… Todas las que no querían atarse a un gañán y vivir su vida acababan allí. A veces, los escándalos eran tan grandes que los autores entraban manu militari en los conventos.
—Creo que la curiosidad por la historia de las mujeres de aquel tiempo fue de los impulsos que te llevó a escribir El año en que nació el demonio.
—Siempre me han interesado los monstruos, qué es lo que hace que gente normal pueda convertirse en un torturador, por ejemplo, hasta qué punto la sociedad crea esos monstruos y luego los culpa por ser como son. Y esta vez me interesaban las brujas. Y sobre las brujas, en uno de los tratados para cazar brujas más importantes de aquellos años, el Malleus maleficarum, podemos leer: «Si yaces con una bruja y no tiene potencia genital, no es culpa tuya, es culpa de la bruja». O también: «Si dejas embarazada a una buja porque te ha poseído el demonio, ese hijo no es tuyo, es hijo del demonio». Y así los hombres lograban culpar a las mujeres prácticamente de todo y liberar a los hombres, y a la sociedad, de culpa. Es muy interesante el caso de santa Rosa. La hacen santa por las mismas razones que otras mujeres eran tachadas de brujas.
—Tú te atreves a darle el protagonismo de esta historia a un alguacil del Santo Oficio sin muchas luces. En un mundo plagado de mentiras, ¿su mirada simple se te impuso para contar con sinceridad todo lo que ocurre?
—Sí, pero también resultaba inevitable porque, sencillamente, así eran los alguaciles de la Inquisición: blancos pobres, que no cobraban ni siquiera un sueldo pero que así podían medrar y acercarse a gente importante. Alfonso Morales comienza la novela como torturador y, conforme avanza la historia, comprende que él también debería ser torturado, que se parece más a quienes él tortura que a quienes se lo ordenan. Y entonces es cuando se pregunta quién es el verdadero monstruo. Por ello no me interesaba que fuese demasiado lúcido ni brillante desde el principio.
—¿Es este libro, que combina la novela histórica, el thriller e incluso, por así decirlo, una suerte de ficción metafísica sobre el bien y el mal tu libro más ambicioso, endemoniado tal vez? ¿Cómo combinaste todos estos elementos?
—No pienso mucho en todo eso cuando escribo, lo voy descubriendo poco a poco. Piensa que esta novela iba a ser al principio una historia contemporánea que jugara con las brujas como idea de trasfondo. Pero cuando andaba investigando me di cuenta de que aquel universo ya era increíble de por sí. Y entonces la novela de actualidad se convirtió en una novela histórica. Y luego, claro, en todos mis libros me gusta poner siempre algo de thriller y también acerca del bien y el mal, la culpa… Si lo piensas bien, con todo de lo que me acusan, ¡soy el escritor más católico de todos! Ja, ja, ja.
—Vamos a eso. Tu última novela, Y líbranos del mal, transcurría en una atmósfera religiosa de fanatismo y abusos. Ahora reincides en el reverso más tenebroso de la religión y la Iglesia. Y sin embargo, te he leído en algún sitio que no te consideras precisamente un comecuras.
—¡No! De hecho, para lo habitual en mi gremio, en esta panda de ateos casi soy yo el escritor más religioso. A mí me interesa el misterio y lo desconocido, y con esos intereses es imposible que no me encuentre con la religión.
—Dicen que toda novela histórica va en realidad sobre el presente. ¿También la tuya?
—Sí es sorprendente que hoy en este país muchos políticos digan que la España imperial era una buena España. O que el mejor plan para una mujer es ser esposa. Pero no sólo ocurre aquí: elogiar el pasado y desprestigiar el presente, desprestigiar la democracia, es en los últimos años una tendencia global. La democracia se basa en un principio revolucionario, la idea de que el que piensa distinto que tú no es mala persona, solo piensa distinto que tú. Y así, cuando acabas con la democracia, lo que queda es el tribalismo: o eres de mi tribu o perteneces a la tribu enemiga y nos matamos entre nosotros. El tribalismo nos lleva de vuelta al pasado.
—Tú has tenido una experiencia directa del tribalismo. Vives en Barcelona y te has mostrado especialmente beligerante con el nacionalismo catalán. ¿Alguna vez te han dicho algo parecido a «no tenemos suficiente con los españoles y ahora viene este peruano a darnos la lata»?
—Claro, yo soy una persona ideal para discutir porque me pueden decir que me vuelva a mi país en cualquier momento. ¿Pero cuál es mi país? Porque yo llevo más tiempo ya viviendo en España del que viví en Perú. ¡Y en Perú también me dicen que me quede en España! Ja, ja, ja. Últimamente, en cualquier caso, prefiero narrar que opinar. Para opinar necesitas una tribu o estarás muy solo. En cambio, narrar consiste en devolver los matices a las cosas, la complejidad de los asuntos humanos, nunca decirte quiénes son los buenos y quienes los malos. Así, como narrador, amortizo mi desarraigo.
—Te has ocupado mucho en tu obra sobre el Perú contemporáneo. Que ahora retrocedas cuatrocientos años, ¿muestra de alguna forma tu lejanía cada vez mayor respecto a tu país natal después de llevar tantos años viviendo en España?
—En algún momento dejé de escribir novelas sobre el Perú contemporáneo porque después de tanto tiempo fuera sentí que ya no me quedaba mucho que contar. Pero tampoco me sentía del todo como un novelista español que pudiera escribir de los asuntos de aquí. Así que busqué otras cosas que escribir y, poco a poco, fue surgiendo un territorio literario que no excluye Perú pero tampoco se limita a Perú. ¡Esta novela transcurre en España! Perú entonces era España. Cuando critiqué al nacionalismo, lo que me desesperaba era escoger una parte. No quiero escoger una parte de mi identidad, la quiero toda. Un ejemplo, el debate sobre el Imperio español. Cuando alguien me dice que los españoles deben pedir perdón yo respondo, a ver, mis hijos son españoles, han nacido aquí, y son hijos de un peruano. ¿Deben pedir perdón? ¿Hay que investigar la filiación exacta de cada uno para comprobar quién debe pedir perdón? La identidad es una ficción.
—¿Qué ha ocurrido para que este debate regrese ahora tan envenenado?
—Es tan infantil López Obrador exigiendo a los españoles pedir disculpas por la conquista como Toni Cantó diciendo que todos los indios eran caníbales. Se trata de un debate sólo para las bajas pasiones de nuestros políticos actuales. No sirve para comprender nada.
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