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Santander, 1936, de Álvaro Pombo - Zenda
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Santander, 1936, de Álvaro Pombo

En la nueva novela de Álvaro Pombo, Santander, 1936, el escritor regresa a su Santander natal para trazar un retrato familiar en tiempos del fin de la Segunda República y el inicio de la Guerra Civil. El protagonista, Álvaro Pombo Caller, es, además de tío del autor, un admirador de José Antonio Primo de Rivera...

En la nueva novela de Álvaro Pombo, Santander, 1936, el escritor regresa a su Santander natal para trazar un retrato familiar en tiempos del fin de la Segunda República y el inicio de la Guerra Civil. El protagonista, Álvaro Pombo Caller, es, además de tío del autor, un admirador de José Antonio Primo de Rivera que se afilia a Falange Española y que acaba encarcelado en el buque-prisión Alfonso Pérez, mientras que su padre, Cayo Pombo Ybarra, es un liberal agnóstico y republicano que admira a Manuel Azaña. Con estos mimbres construye Álvaro Pombo una novela de carácter político, filosófico y sentimental que reconstruye el agitado Santander de la época.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Santander, 1936 (Anagrama).

***

—¡Tú eres un señorito, Alvarín! —exclama Rafael Mazarrasa, dando una palmada en el hombro a su amigo.

—¡No se puede ser menos, desde luego! —contesta Alvarín, fruncido el ceño. Añade luego—: También eres tú un señorito. Es lo único que somos, señoritos del Muelle.

—¡Señoritos, sí, a mucha honra! Sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos… ¿Te acuerdas de esas frases? Tú acababas de llegar a Santander, a España, a finales de octubre de 1933. Comentamos, ¿te acuerdas?, ese discurso. Somos señoritos porque así lo fueron siempre, en la historia, los señoritos de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores, porque en tierras lejanas, y en nuestra patria misma, supimos arrostrar la muerte y cargar con las misiones más duras…

—Señoritos es despectivo, somos niños bien, diga lo que diga José Antonio Primo de Rivera.

Es un día nublado de finales de 1934. El Muelle está casi vacío esta tarde. Santander, en cambio, está repleta de agitación a finales de ese año. Será una Navidad agitada por fuera y remansada por dentro. Mercedes, la cocinera, hará una rica cena de Navidad: un pavo asado relleno de manzanas y de pasas. Álvaro y Cayo, su hermano, cenarán en casa de su padre esa noche. Manifestarán una alegría sombría. Una indiferencia por la presente situación familiar que, en el fondo, no sienten. Con veintiún años, Cayo ha vuelto de Inglaterra satisfecho de sí mismo, contento con las copas que ha ganado jugando al tenis allí y también aquí, en Santander. Un chico guapo sin gran interés por nada en concreto. Su máxima aspiración, desde que llegó a Santander, es echarse novia. Una novia de familia adinerada. Una guapa chica de la sociedad santanderina. Ha contado a su hermano que, nada más llegar a Santander, su padre, Cayo Pombo Ybarra, le hizo una lista de chicas posibles, buenos partidos todas. Era un juego irónico y sombrío de su padre, recientemente abandonado por Anita, Ana Caller Donesteve, la madre de los chicos. Esta tarde nublada, mientras pasea con Rafael Mazarrasa y hablan de política, Álvaro piensa con envidia en su hermano Cayo: Ojalá fuese como él, despreocupado, guasón, como todos los Pombo, descreído, arrogante, y a la vez lo contrario, muy capaz de ser encantador y de hacerse querer. Fingirse desvalido con tía Rosa e interpretar ese papel de hijo abandonado, aunque, la verdad, le encanta disfrutar la libertad que da el abandono materno, interesar a las chicas santanderinas a los veintiún años.

Rafa Mazarrasa es el único que se atreve a utilizar el diminutivo, Alvarín, para tratar al introvertido, y con frecuencia agresivo, Álvaro Pombo Caller. Un diminutivo así le parece feminoide. Demasiado tierno. A sus diecisiete años, la ternura es un asunto importante y espinoso para el chico. Él mismo reconoce en su fuero interno que la ternura en el trato, cuando aparece en sus relaciones, le conmueve profundamente. Pero siente que dejarse con mover por la ternura ajena es una muestra de debilidad. A todo trance tiene que demostrar que no es débil y que no es frágil. Algunas de sus peleas callejeras en Puertochico o en el Sardinero vienen de este temor a mostrar fragilidad. Y en sus años franceses ha cultivado casi más la gimnasia que la literatura. Ahora es un chico fuerte y cuadrado. Solo a Mazarrasa le consiente que le llame Alvarín o Alvarito. Al tener que suprimir la ternura, Álvaro considera que no hay ningún asunto más difícil y espinoso en su vida. Tiene que mostrarse, casi siempre, como quien no es del todo. Piensa que si alguien pudiera verle del todo, por dentro, vería su fragilidad y sus dificultades. Por eso es preferible no acercarse demasiado a nadie. Ser parte de un grupo, como de hecho lo es, le facilita mucho las cosas. Y también la política: las discusiones políticas en curso estos últimos años funcionan en realidad como parapetos y disfraces. Un debate político elimina la ternura que alguien pueda sentir por él o que él mismo pueda sentir por cualquier otro. La gran novedad es Falange Española, que funda José Antonio Primo de Rivera el 29 de octubre 1933, en el Teatro de la Comedia de Madrid. Las dos primeras líneas de ese discurso fueron, para Álvaro, un código de conducta antes de entrar en Falange: Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo. Eso era estupendo. La idea de ese laconismo militar del estilo de Falange le pareció a Álvaro la gran seguridad, el certificado de garantía de que guardaba las distancias con los demás y los demás con él. Solo se acortan las distancias que se guardan. Por eso evitaba tontear con las chicas. Porque tontear era, en cierto modo, saltarse las distancias. Dejar ver su intimidad. Afortunadamente, pensaba, las chicas de las familias santanderinas conocidas habían sido educadas en el distanciamiento con los chicos. Relacionarse con las chicas era fácil porque podían seguirse protocolos sociales muy bien definidos. No había que tontear. Su hermano Cayo tonteaba con las chicas. Pero Álvaro se acogía a la regulación no escrita de respetarlas a ellas para que ellas respetasen su independencia. Todas estas reflexiones le aviejaban un poco. En cierto modo Álvaro, a pesar de su deportivo aspecto y su facilidad para relacionarse socialmente con sus iguales, era o se sentía reviejo a los diecisiete. En una ocasión le confió esto a Rafa Mazarrasa:

—Estoy reviejo, soy cauteloso como un viejo. Temo que me hieran.

Y Rafa se echó a reír.

—No creo que nadie sea capaz de herirte a ti. Eres fuerte como un roble.

Y Álvaro le respondió, siguiendo la broma:

—Fuerte como el vinagre, querrás decir, un viejo avinagrado.

Pero, por supuesto, nada de eso se le ocurría a Mazarrasa, que trataba a Álvaro de igual a igual. Esto del igual a igual era importante. Sentirse entre iguales, la camaradería, eso era lo mejor de todo. No importaba que, en las relaciones de camaradería, la propia personalidad, su carácter distintivo, se opacase. Era mejor así: una opacidad que procedía de la brillantez de su natural habilidad para el compañerismo, para ser un buen camarada entre iguales. En casa, de niño, antes de irse a Francia a los quince años, había Álvaro experimentado una peculiar versión de la ternura: la teatral y voluble ternura de Ana, su madre. Desde la elegancia y la egolatría maternas, desde la impaciencia materna con los niños, emergía, sin embargo, a contrapelo, una imagen tierna: la ternura como imposibilidad y como desastre. Las fotos de estudio que les hicieron a él y a su hermano Cayo con ocho y doce años respectivamente eran fotos de gran formato, fotos de época. Había dos fotos en particular, recortadas en óvalo y pegadas a un cartón, en las que se le veía a él mismo abrazando a una oveja y a su hermano Cayo sujetando a un pastor alemán por la correa. En esas fotos se veían dos niños regordetes. El jardín del fondo es el jardín de Campogiro. Cayo tiene un aire distraído y adusto. El perro cuya correa sostiene no parece interesarle gran cosa, sin embargo lo tiene controlado. Él mismo, Alvarín, abraza a su oveja. Estas dos fotos es lo más tierno que Álvaro recuerda de la infancia de los dos hermanos. Y lo otro que recuerda son las grandes fotos de su madre ensombrerada: las grandes fotos de las madres ensombreradas de la alta burguesía de la época. Se usaban todavía trajes largos. Y se adoptaban poses poco naturales para las fotografías. La ternura era un sentimiento poco natural en casa de sus padres. De hecho, la experiencia de la ternura la tuvo Álvaro con el servicio doméstico. La doncella, Elena, Paco, el chófer, Mercedes, la cocinera, eran personas tiernas, a ratos formidables, violentas, se peleaban en la cocina a grandes voces. Estas grandes voces, desde muy pequeño, Álvaro notaba que eran fuertes y sofocadas a la vez. El servicio no vocea en las casas. Ni siquiera en la cocina. Ni siquiera en el office. Ni siquiera en el dormitorio al fondo del pasillo. Ahí se estaba bien, sentado en la cama con Elena, que guardaba en una caja de galletas una foto del novio, una foto de sus padres, un rizo, un pañuelito que olía a pachulí. También ahí guardaba Elena los ahorros, unas veinte o treinta pese tas, contó Álvaro, que iba ahorrando para su ajuar. Era fácil dar un beso a Elena, enfadarse y desenfadarse con Elena o con Mercedes. Rara vez su hermano Cayo iba a los atrases de la casa a charlar con Paco o con Mercedes o con Elena. Ya a los quince años, Cayito era un niño a la importancia, como las patatas a la importancia que guisaba Mercedes. Era un chico frío y guasón que tonteaba con Elena, cosa que escandalizaba a Alvarín entonces. ¡Ojalá me pareciese a él!, exclamaba Álvaro para su capote muchas veces. Les hicieron otras dos fotos célebres, años más tarde, instalados los dos en los sillones de orejas de cretona de la sala de estar. Cayito tiene un libro delante que finge leer. Se ve su cara de chico mayor, presumido, consciente de sí, que finge leer. En cambio, Álvaro, en la foto sentado en el otro sillón, o quizá sería el mismo, mira de frente al fotógrafo y se le ve desgarbado. Una cara simpática de nariz ancha, demasiado tierna en opinión del propio interesado.

Paco estaba ahí desde siempre. Y la palabra siempre está en la conciencia de Alvarín desde que tuvo uso de razón, desde la primera comunión del año 25, con siete años. Paco, el chófer, ha seguido en la casa, de ayudante, para todo excepto conducir el ya inexistente automóvil. Venidos a menos, comenta entre dientes el padre de Alvarín en ocasiones. Ahí está la casa de Gándara 6, envuelta en el sudario de sus excelentes sillones. Ahí, en el aparador, el comedor de sillas de rejilla, el juego de té de plata, el frutero de plata con su cristal dentro. La cubertería de plata con las iniciales del matrimonio grabadas, su reprimida tristeza.

Pero el servicio, que se ha quedado con el señor, está de corazón con el señor. También las hermanas de la señora, que viven en Santander, están de corazón con el señor. Y está prohibido hablar de la señora fuera de casa. Pero más prohibido aún, si cabe, dentro. ¡Y ganas no faltan de saberlo todo en el servicio de las otras casas, un elegante escándalo fue todo, un bofetón se merecían las chismosas, que todo creían saberlo y todo lo ignoraban!

Estar con el señor, con don Cayo, es arduo para Mercedes, que le compadece más y mejor que sus cuñadas, pero que no puede manifestar su compasión porque el señor odia ser compadecido; casi tanto como Alvarín teme la ternura, teme su padre la compasión, por sobria y auténtica que sea.

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Autor: Álvaro Pombo. Título: Santander, 1936. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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