Había en casa de los padres de éste que les escribe una colección de clásicos a la que le debo más de lo que he podido demostrar. Apenas dos docenas de libros, no más, adquiridos por mi madre en una de esas colecciones por fascículos del quiosco. Entre las Rimas de Bécquer y El sombrero de tres picos de Alarcón, hallé un título que leí y releí varias veces siendo todavía un adolescente: se titulaba Zalacaín el aventurero, y lo firmaba un tal Pío Baroja. Todavía puedo imaginar mi cuerpo enclenque a los catorce aupado a las murallas de la villa de Urbia, al otro lado las huertas, más allá Francia. Todavía puedo refugiarme en el pueblo de Zaro, próximo a San Juan del Pie del Puerto. Puedo escuchar aún las aguas claras del Ibaya, puedo deleitarme con la naturaleza de los altos del monte Larrún. Puedo alzarme, claro, por la Cuesta de la Agonía rodeado de carlistas, puedo tomar el camino de Logroño. Puedo recordar también las canciones en euskera, un idioma del que poco sabía yo a esa edad. Puedo decir, en suma, que, si la literatura idealiza lugares, en las páginas del Zalacaín yo reconocí como propia, conquistada por la narrativa ya para siempre, aquella extraña cultura vasca tan hermética.
Este año se cumplen 150 años del nacimiento del propio Pío Baroja, y para conmemorar la efeméride se expuso en el pleno del ayuntamiento de su ciudad natal, San Sebastián, la posibilidad de otorgarle la Medalla de Oro de la ciudad. La proposición se ha denegado por mayoría aplastante: 24 de 27 votos en contra. Esgrimen desde el consistorio el siguiente argumento para negarle la distinción: la Medalla no es la mejor opción para resaltar su aporte a la cultura, lo mejor es leerlo. Deduzco, entonces, que este mismo argumento no era válido cuando se distinguió con el galardón, por ejemplo, a Eduardo Chillida. Nadie dijo entonces que no era la mejor opción para resaltar su aporte a la cultura, que lo conveniente era visitar sus obras. Triste hipocresía.
Lo cierto es que es difícil encontrar la razón por la que niegan a Baroja. Como todas las mentes libérrimas, su pensamiento recorre una arista y la contraria, visita lo blanco y lo negro para resaltar, casi siempre, el poder de los grises. Por tanto, un nacionalista vasco cerril, seguro, puede encontrar en la vasta obra y en la extensa vida de las que goza don Pío alguna sentencia que le moleste, algún razonamiento que le escueza. Ídem con un nacionalista español, con un concejal animalista, con un votante de los enredados en la barba de Marx o con un nostálgico carlista. Es lo que tiene la libertad, personalizada en un escritor mayúsculo: su falta de dogmatismo le permite no anclarse a tal o cual ideología. Ahora bien, si se trata de difundir cultura, pocos como Baroja para divulgar el espíritu vasco. Se lo dice uno que se empapó de él, de montes y ríos, de idiomas y costumbres, con sólo pasear por unas cuantas de sus páginas. Subsanen el error. Están a tiempo.
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