«Aterrados,
buscan una flor familiar donde guarecerse,
y les asusta la inmensidad del campo»
(William Carlos Williams)
Así sale uno después de contemplar o escuchar la Belleza o, sencillamente, un pedazo de Arte. Con mayúscula. El Arte que, cuando es puro, cuando es de verdad, cuando sale de las tripas y se hace carne viva para que el público quede subyugado ante el espectáculo, ya no se olvida. Ese tipo de Arte que queda marcado por un fuego que no se ve, que no se toca, pero que se percibe y se siente en lo más profundo del alma. El Arte que identifica, que cuida y que mima. Que puede en ocasiones turbar o perturbar, como algunos de los cuadros, retratos en su mayoría, de Lucien Freud, por la Verdad que entrañan, que esconden en realidad. Esa Verdad desnuda y descarnada que se nos planta enfrente y cuya mirada no podemos desviar ni evitar. Tampoco así la emoción y posterior reflexión que nos despierta y que ansiamos compartir y trasladar a aquel que quiera o se preste a escuchar. Sin embargo, es durante ese proceso de canalización cuando comienza la transformación que se va produciendo en nuestro interior. Una distinción, un clic, un deslumbramiento, un choque lo suficientemente significativo como para entrar en contacto con la pieza u obra de arte, y salir, tal y como reza el título de este escrito, distinto. Ojalá sucediera siempre que nos enfrentamos a las diferentes creaciones artísticas —en todos sus géneros, en todas sus formas—, pero entonces nos acostumbraríamos tanto que acabaríamos por no sentir nada. Por no emocionarnos. De ahí la necesidad y vital importancia de que exista la disparidad o el eclecticismo —como prefieran llamarlo— en los autores y sus obras. Aunque todas las ramas emerjan de un mismo árbol, es una suerte que cobren independencia del mismo, que se desvíen y tomen distintas direcciones y caminos; que crezcan, en definitiva, a su libre albedrío para luego poder distinguirse las unas de las otras haciéndose diferentes y únicas. Y el público, el observador, debe ser lo suficientemente hábil como para captar esa distinción y ponerle, o atribuirle, su debido valor.
Sea como fuere, el camino introspectivo de Pérez Cruz —así como el nuestro—, parte de una obertura, una Infancia, bañada en color amarillo donde se respeta un tono y una sonoridad amable, suave, de viento y de cuerda; de madera, calor y hogar, que nos transporta a los primeros pasos que damos. A las primeras amistades que forjamos sin esperar nada a cambio. A los juegos que inventábamos mientras vivíamos con la sensación de que el mundo jamás podía acabarse porque éste acababa de inventarse y Ell no vol que el món s’acabi. Protegidos como estábamos, soñábamos despiertos con Els dracs busquen l’abril y Planetes i orenetes que giraban y volaban a nuestro alrededor sin que nos diésemos cuenta. De ese modo, Sìlvia nos expone un primer cuadro —ilustración— en el que una niña sentada de espaldas sostiene entre las manos lo que puede ser la inocencia o el alma íntegra u honesta de quien se halla lejos de corromperse, e intuye que ése es el tesoro, o el legado que debe guardar, conservar y proteger como recuerdo y memoria de su historia. Todo capullo conoce cuál es su destino: abrirse. Por lo que esa niña, como todos los demás, aprende a caminar, a ver, a tocar, a saborear, a preguntarse qué es la naturaleza y qué las flores; qué los cuentos y leyendas; los instrumentos, los poemas; la noche, la luna, el sol, las estrellas, los pájaros, el viento, el amor… Estima su origen, su tierra y su lengua sin obviar el mundo que le rodea, espacio ilimitado que le despierta asombro y temor permitiéndole florecer:
«Como La flor,
hay que romperse
salir y brotar
Verter la sangre al nacer
Sentir el viento al caer
El vértigo al vacío
que te empuja a renacer.
(…)
Buscando la virtud
de sacar sus miedos a la luz…»,
con tal de afrontar el siguiente nivel: la Juventud teñida de azul. Una época en la que se nos brinda la posibilidad de convertirnos en proscritos. De errar, de probar, de no estar sujetos a ninguna regla ni red que nos sujete o nos mantenga. Nos sumergimos y adentramos en el proceso más empírico que atañe la falta de gravedad quedando suspendidos en el Todo y en la Nada a la vez; en La Inmensidad de lo que podemos llegar a ser. Somos y no somos. Queremos y no podemos, o podemos y no queremos. Nos sentimos duales y contradictorios porque nos mueve tanto el experimento como la experimentación más radical. «Nuestra pasión es rozar el borde vertiginoso de las cosas. Sigue siendo lo que ha sido siempre: (…) las contradicciones del alma», escribió Graham Greene. Y así nos vamos desenvolviendo entre afines y opuestos, proyectando hacia fuera en lugar de hacerlo hacia dentro convencidos de que allí, más allá, está «lo nuestro»: una imaginaria tierra que ni es prometida ni existe todavía y, por ello, nos dejamos y sentimos caer Sin rumbo ni brújula que marque la ruta que, se supone, debemos seguir. La visión y la escucha se distorsionan ante lo que se nos presenta como un desafío o una provocación, y así sucede con la banda sonora que conforman los cinco temas de este segundo movimiento en los que la poesía, el flamenco, el sintetizador, el autotune y los instrumentos de viento y metal, nos ponen a prueba. Como si la compositora quisiera de ese modo materializar, hacer tangibles, las situaciones en las que nos hemos visto comprometidos y los abismos hacia los que nos hemos arrojado sin pensarlo, negando lo que somos y lo que creemos. Rechazando la evidencia y la verdad, abanderamos la rebelión y la anarquía. Y nos exiliamos, y nos desterramos, y nos volvemos parias de nosotros mismos, de nuestra esencia. Nuestro rostro no es el propio sino el de otro: el del exiliado y el desterrado; el del hombre y la mujer indescifrables, misteriosos e inalcanzables. El del mezquino y el marginado, Sucio, o como El poeta es un fingidor tomado de Pessoa que:
«…Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Y, en el dolor que han leído,
a leer sus lectores vienen,
no los dos que él ha tenido,
sino sólo el que no tienen.
Y así en la vida se mete,
distrayendo a la razón,
y gira, el tren de juguete
que se llama corazón».
Todo para matar una parte de sí; acometer un homicidio o, mejor aún, suicidio del ser. Sentirse morir y renacer. Hemos roto los esquemas y los límites que nos habían impuesto tocando el cielo y descendiendo a los infiernos, y aun así, en medio del caos, sigue habiendo raíz. La raíz que nos ampara y ata a la tierra para que estiremos bien las ramas —nuestros brazos— y nos superemos para llegar más alto. Entonces, la niña que se ha convertido en mujer en este segundo cuadro y movimiento, siente su pelo ingrávido y su vestimenta no es más que una tela ligera. Su brazos, bien pueden ser los pétalos de esas flores que descubrió, con las que se identificó hacía años y ahora le sirven de protección para que no olvide de dónde vino. Y aunque crea que se ha perdido, que no encuentra su esfera, debe saber que está sentada sobre ella. En efecto, no es la misma. Ha salido reforzada, ha querido Salir distinto, y eso le permite crear, sembrar de nuevo. Después de la deconstrucción, se plantea construir lo que llama Mi Jardín: la Madurez verde, serena y apacible.
Llaman los años de la claridad, de saber despejar y limpiar el ramaje que entorpece y afea la vía por la que caminamos. De coser los jirones de las ropas que llevamos. De no pensar en el futuro, más bien de mimar el presente y, por ende, lo que se tiene., lo que hemos ido acumulando a lo largo de los años, y ya no hay prisa ni impaciencia por llegar a ningún sitio. Estamos donde siempre habíamos querido, rodeados de lo que siempre habíamos soñado, y cuando sopesamos el momento en el que nos encontramos, nos damos cuenta de que, en realidad, todo nos llegó cuando debía. Será por eso, que, quizá, en esas dos décadas que conforman el tercer movimiento creado por Pérez Cruz, nos insta con tres temas, un coro y dos dúos, a valorar el abrazo, la intimidad y la amistad. El silencio y la escucha. Los diálogos y monólogos que tenemos con nosotros mismos, como aquellos que exponemos ante quienes nos han desenmascarado porque les hemos permitido hacerlo. Se han ganado el derecho, o bien nosotros, por nuestra parte, hemos aprendido a quitarnos las caretas y a mostrar lo que tanto empeño pusimos en esconder u ocultar años atrás. Tras haber buscado “el hueco amable entre las grietas”, hemos embellecido lo que consideramos nuestra fragilidad y nuestra miseria. Y, en virtud de ello, demandamos un cantar de casa, acústico, que podemos interpretar, e interpelar, a capella en torno al fuego y acompañados por una guitarra, pues no hay alarde de emoción y tampoco intensidad sobrepasada, sino recogimiento y templanza. Ya no hay reparo en pedir Ayuda, ya no nos importa entonar:
«Cerrando la boca digo,
a pesar del desconcierto,
con ventana y cielo abierto
desabróchate el vestido,
el corazón y el abrigo,
que esta noche escribo fuerte,
olvidando miedo y muerte,
Mi última canción triste…»
Y la voluntad de la mujer de la tercera ilustración, respira y gravita en torno a su querer; al corazón y al pecho que se ilumina. Su fortaleza, lejos de ser centrífuga, es más centrípeta que nunca. Mantiene los ojos cerrados y el rostro calmado, desabrochándose, como expresan los versos de la canción, el vestido, dispuesta a desnudarse. Dispuesta a no esconderse ni perderse en el maremágnum de esta vida que avanza y que, inevitablemente, termina. Y sucede, para algunos, que los años empiezan a pesar. Que el descenso o el final se acercan y es la hora de echar la vista atrás, de recapacitar con la sabiduría y la experiencia que se te ha concedido como regalo y que tú has sabido aprovechar consciente de lo que suponía, pues muchos no llegan a esa edad. Muchos, se quedan a mitad de camino, y otros, no superan ni los primeros días. Pero tú sí, y has visto cómo has ido perdiendo a familiares, amigos e incluso conocidos. Los has sobrepasado, los has sobrevivido, y por eso te sientes todavía más afortunado. ¿Por qué yo sigo respirando y ellos no? ¿Por qué a mí se me ha dado este regalo de ver crecer a mis hijos, de ver nacer a mis nietos y sostenerlos entre mis brazos cuando a muchos otros, seres queridos, seres cercanos, se les ha negado? Sin embargo, hay un pensamiento que te invade, que no te deja: «Todavía no he empezado y todo termina ya», acertó a decir Imre Kertész. La existencia se torna una losa sobre los hombros, y el cuarto movimiento que propone Sìlvia conlleva El peso de seguir respirando. De seguir recargando los pulmones, día tras día, con un aire y un oxígeno que ya no te sabe renovado, más bien pasado de todo, denso y oxidado. Un aire que a veces mata, que obstruye en lugar de liberar como solía hacerlo en tus mejores años, en los años lozanos. No te reconoces en los andares, en la cojera, en la curvatura de tu espalda deformada ni en las arrugas y manchas que adornan y ensombrecen tu piel cada vez más apagada. Blanco y negro son tus colores porque es la delgada línea que separa la vida de la muerte. Estás a un paso, a un traspiés o una mala caída de echarlo todo a perder. Todos los recuerdos, toda la memoria, todo lo que has construido, tu legado… volatilizado en cuestión de segundos por no andarte con cuidado. Y aun así, te sigues revelando ante un mundo que no reconoces porque no es el tuyo, pero es que tampoco quieres que lo sea, ni haces el amago —mucho menos el esfuerzo— de pertenecer o formar parte de él. En vez de hermanaros, el nuevo mundo y tú, os tiráis los tratos a la cabeza y seguís refunfuñando. La Vejez y la soledad van de la mano. Ya no hay un “nosotros”, únicamente un “tú”: ancestral roble y lentitud. Como dijo Liliana Herrero —para la que Sìlvia compuso el tema Toda la vida, un día— a Pérez Cruz: “sin tonterías ni florituras”, la voz y la sonoridad emergen desde las profundidades de uno, del estómago, de lo poco que te queda contenido en el vientre, en las entrañas y aún permanece intacto: la tonalidad, la tuya, que no varía. Eres antiguo y clásico, al igual que la música que suena a tu alrededor y en tu interior, pero sobre todo, eres lo suficientemente sabio como para afirmar con rotundidad y sobriedad que, en verdad, toda la vida cabe en un día, y en un día, toda la vida. Y sólo a partir de entonces, eres consciente de que Tots el finals del món son idénticos y susurras ante tus más allegados un desgarrado Em moro que dice así (traducido):
«Me muero (…)
Plantadme una flor
Pensadme con amor,
Que la luna empuje el sol,
Que se pudran todos los frutos
y rebroten tus dedos
Que el mar suba
Se caiga el río
(…)
Mi corazón todo hecho de litio
No sabía que los principios
nacían de los finales
Las canciones
son inmortales
Y en este segundo de vida
donde todo parece
hecho a medida
Lloran partos y funerales
Ellas paren
mientras se celebran funerales
las canciones
son inmortales»
Como inmortal eres tú, nuevo ser, transmutado en canción, poema, o en una cuarta ilustración donde la que fue niña, y mujer, es ya una anciana sentada apoyada con rigidez y firmeza sobre sus caderas como representación inalterada de la Madre Naturaleza. De ésta se ha nutrido y ha aprehendido a quitarse y perder todas y cada una de sus capas. Cubierta como está, solamente con un mantón negro, su pecho y su corazón son ahora un clavel color rubí; y observa sin mirar, y siente sin tocar. Ella también se sabe inmortal. La vida nace, sigue latiendo, aunque el vientre esté muerto.
Es el momento del rojo Renacimiento. De una sonoridad alegre, rítmica y vital marcada por la percusión y la voz. Es el momento del quinto movimiento, y desde el horizonte, como si la antigua diosa egipcia Nut se preparase para el parto equinoccial con el que alumbraba a sus hijos divinos devolviendo así el equilibrio y la armonía al Universo y a la Naturaleza, emergen los primeros rayos de esta renovada luz que se desvela en día señalado: 21 de primavera, celebrado y cantado a dúo por una madre y su hija. Lo que se creyó que había muerto después del invierno, renace y retorna a la esencia, a las Estrelas e raiz, a El teu nom y al Món; a lo puramente dionisíaco que subyace tras la pulsión a flor de piel de los sentidos; a lo que existe porque puede sentirse, pero definirlo, nombrarlo, supone limitarlo y por ello Nombrar es imposible. Aunque como dice el poema de Pablo Messiez: «(…) puede ser bello intentar lo imposible. / Pero cada vez que hablamos / algo queda fuera de los nombres. / Cada palabra / omite la única parte única de aquello que quiere decir. / Nombrar es olvidar / Y hoy quiero recordar…» como sentenció Albert Camus, «al igual que las grandes obras, los sentimientos profundos siempre significan más de lo que conscientemente dicen». Y precisamente alrededor de esta premisa radica la última etapa de este viaje inmersivo en el que, sin quererlo, y como en todo buen renacimiento —e igual que en la ilustración de Cámara—, uno se hace pequeño; se siente como bebé intrauterino cuyo cuerpo, mente y espíritu vagan en un ingrávido éter de placenta, protegido, donde lo único que conecta lo de dentro con lo de fuera es el cordón umbilical que alimenta el alma, la percepción y la sensibilidad. De ese modo, el disco de Sìlvia Pérez Cruz, compuesto por un total de 21 canciones, 69 minutos y 90 músicos, que cuenta con las colaboraciones de la ya mencionada Liliana Herrero, Natalia Lafourcade, Carmen Linares, Pepe Habichuela, Diego Carrasco, Juan Quintero o Salvador Sobral, entre otros, simula en consecuencia una especie de enso (círculo japonés, budista y zen) que representa el infinito contenido del Ser, de lo que verdaderamente Es, donde no sobra ni falta nada y sin embargo, se halla en continuo flujo y movimiento como el mundo y el universo, como las estaciones, como los ciclos, como las etapas vitales que irremediable e irreversiblemente se experimentan y se viven. Como todo nacimiento que conduce a la muerte y ésta, a su vez, al renacer.
Cuanto más se escucha, más vivo parece y aunque el proceso de alquimia musical le haya llevado tres años, no cabe duda de que la artista de Palafrugell ha sabido conjugar y crear una auténtica música de las esferas y generar, de esa forma, una armonía eterna, la suya, fruto de su memoria y experiencia.
En suma, esta obra de arte musical, poética y pictórica que Pérez Cruz ha querido presentar ante el oyente, el espectador, el público en general, ha sido concebida fundamentalmente para ser compartida. Para que todo el que se acerque a ella y a su historia, se reencuentre y recuerde quién fue, quién es, quién no quiere ser e incluso quién aspira a ser. No importa cuán aterrado se esté pues no hay nada que temer, y en caso de no encontrar donde guarecerse, conviene recordar que en el Arte siempre se encontrará una flor amiga que, al igual que nosotros, de cada proceso siempre sale distinta.
«Duele soñar tan profundo
y vivir a la par
de ciudad a ciudad,
noble de viña y de bar
Como el buen marinero,
ni arrastrar ni empujar
De capital a la costa
y en los pueblos sin mar…»
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