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Salir de Bataclán - Rodrigo Palacios - Zenda
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Salir de Bataclán

Le había perdido la pista hacía tiempo. Lo último que supe de él era que estuvo viviendo en Marsella, y antes en Holanda. Muchos de los que formaron parte del grupo de teatro de la universidad se habían desperdigado por el mundo y, además, los de la promoción de Juanal eran más jóvenes que yo,...

El día en que anunciaron la muerte de un español en el atentado de la sala Bataclán, no reconocí el nombre de Juan Alberto González Garrido. Para mí, aquel no era Juanal.

Le había perdido la pista hacía tiempo. Lo último que supe de él era que estuvo viviendo en Marsella, y antes en Holanda. Muchos de los que formaron parte del grupo de teatro de la universidad se habían desperdigado por el mundo y, además, los de la promoción de Juanal eran más jóvenes que yo, cosa que, quiera uno o no, establece una distancia.

No recordaba sus apellidos porque sólo los había visto un par de veces, escritos en los panfletos que hacíamos al final de cada año para el día de la función. Pero el resto del tiempo, Juanal era solo Juanal.

"No pensé en Juanal. En ningún momento. Hasta que me choqué de bruces contra aquel mensaje"

Escuché la noticia con preocupación, claro, porque un atentado en Europa siempre suena más cercano de lo que suenan el resto de atentados de los que se oye hablar todos los días. Pero no pensé en Juanal. En ningún momento. Hasta que me choqué de bruces contra aquel mensaje.

Recuerdo que me detuve en medio de la acera, o, más bien, se detuvo mi cuerpo. Y me quedé mirándolo, como quien mira hacia lo profundo de un pozo, sin saber siquiera lo que está mirando. Mi mujer y mis hijas siguieron caminando, hasta que mi mujer se dio la vuelta y me preguntó, con la mirada, como diciendo ¿qué haces? Yo no respondí. Solo la miré, y ella supo que había pasado algo. Yo iba a abrir la boca, pero no lo hice. Al principio, creí que no lo hice porque mis hijas podían oírlo; después comprendí que no lo hice porque no terminaba de creerlo.

Busqué la noticia en Internet, y me topé con aquella foto en la que él perfilaba una parca sonrisa y vestía ropa de entrevista de trabajo. Le reconocí, sí, pero seguí pensado que aquel no era el que yo conocía.

"Era la típica persona con la que querías encontrarte cuando tenías un mal día, porque con Juanal todo terminaba por perder importancia"

En la universidad, Juanal era un tipo divertido, muy divertido. Se pasaba el día bromeando sobre prácticamente todo lo que sucedía a su alrededor. Se reía de sí mismo, e invitaba a que los demás también lo hicieran, y luego volvía a hacerlo él. Tenía un don para lograr que la gente estuviera a gusto en su presencia, lo que le convertía en el protagonista, aunque, al mismo tiempo, no lo fuera. Lo protagónico era su capacidad para irradiar alegría, y para contagiar a otros con ella. Era la típica persona con la que querías encontrarte cuando tenías un mal día, porque con Juanal todo terminaba por perder importancia y por convertirse en algo de lo que podías reírte, y a lo que eras capaz de enfrentarte.

Curiosamente, aquel optimismo inquebrantable no significaba que no se lo tomara todo muy en serio, porque lo hacía. Se preocupaba por estudiar, por preparar la obra de teatro, por salir con sus amigos. Se preocupaba por su gente. Era muy inteligente, todo hay que decirlo, y sumando eso a lo de su forma de ser, parecía un tipo para el que todo resultaba fácil.

"Fuera cual fuese el motivo, la noticia me llevó a recordar lo último que hizo su hijo, escasos instantes antes de morir"

Desde que ocurrió lo de Bataclán, he pensado muchas veces en escribir sobre Juanal, pero nunca he llegado a hacerlo. Tenía la sensación de que no me correspondía a mí, sino a otros que le conocieran mejor, o que estuvieran más cerca de él. Tal vez pensaba que mi texto no iba a tener tanto que decir como lo que dijera el que escribieran ellos, o tal vez pensaba que mi texto no iba a servir para nada. Pero este año, a principios de septiembre, leí en algún periódico que la madre de Juanal iba a dirigirse a los terroristas durante el juicio sobre los atentados de París, que estaba a punto de comenzar. Enseguida pensé que aquello no iba a servir para nada, y que ella debía de saber que no iba a servir para nada. Pero, aun así, iba a hacerlo, tal vez porque lo necesitaba, o porque guardaba la diminuta esperanza de que, durante una mísera fracción de segundo, la visión de una madre recriminándoles por haberse llevado la vida de su hijo pudiera hacer mella en los acusados.

Fuera cual fuese el motivo, la noticia me llevó a recordar lo último que hizo su hijo, escasos instantes antes de morir. Estando Juanal tirado boca abajo sobre el suelo de la sala, semiinconsciente y perdiendo la vida a través de cada herida, levantó las piernas un ápice para colocarlas por encima de la cabeza de su mujer, que estaba igualmente tumbada, detrás de él. Juanal también debió de estar seguro de que aquello no servía para nada, y de que sus piernas no serían parapeto suficiente para la siguiente ráfaga de disparos que llegaría desde lo alto. Pero lo hizo, porque tenía que hacerlo, o porque necesitaba hacerlo, o porque en un momento como ese, al filo mismo de la muerte, creyó que lo único que podía hacer coincidía con todo lo que podía hacer, y prefirió hacerlo que quedarse quieto.

"Cuando la mujer de Juanal salió de Bataclán y relató lo que su marido había hecho por ella, fueron muchas las personas que pensaron que no debería haberlo hecho"

Y supongo que todo esto me hizo pensar que las cosas que hacemos aunque sepamos que no van a servir para nada tienen un significado que va más allá el propio gesto; de la propia intención de proteger la vida de alguien con el escaso escudo de tus tobillos, o de la propia acción de leer un texto delante de los que clavaron a tu hijo a balazos al suelo de un teatro. Las cosas que hacemos y que parecen no servir para nada son, precisamente, las que con más razón podemos decir que hemos elegido hacer. Porque estoy seguro de que más de una persona le habrá dicho a la madre de Juanal que no tenía sentido que acudiera a aquel juicio a leer aquello, y también estoy seguro de que, cuando la mujer de Juanal salió de Bataclán y relató lo que su marido había hecho por ella, fueron muchas las personas que pensaron que no debería haberlo hecho, porque fue arriesgado, y porque los que seguían buscando un objetivo a quien disparar desde la parte alta de la sala, le podrían haber visto. Pero él lo hizo, y probablemente lo hubiera hecho, también, aunque hubiera habido alguien a su lado que le hubiera aconsejado que no lo hiciera.

Así que, salvando las distancias con los dos ejemplos anteriores, yo estoy escribiendo este texto porque creo que tengo que hacerlo, y nada más. Aunque no me corresponda a mí, porque no fuera yo uno de los amigos más cercanos de Juanal. Aunque sólo vaya a servir para recordar a una buena persona, o para hacer homenaje a una madre que tuvo los santos arrestos de abroncar a los asesinos de su hijo durante cincuenta y tres minutos seguidos. Aun así, lo escribo, con la escasa esperanza de que sirva para lo poco que sirve lo que no parece servir para nada: para decirle a otra persona que estoy aquí, y que yo también me acuerdo de él todos los años cuando llega noviembre. Que yo también pienso que es una persona que no merecía marcharse, y que guardo la estúpida ilusión de que este artículo sea un fugaz punto de encuentro para todos los que nos acordamos de él.

"Todos nos reímos, sin tener muy claro si podíamos hacerlo o no, pero entendiendo, a la vez, que Juanal se habría reído"

Después de leerlo volveremos a separarnos, y podremos volver a confluir, quizá, más adelante y sin saberlo, en los recuerdos. No solo en los de los momentos en los que estuvo Juanal, sino también en los de cuando ya no estaba, pero en los que, de alguna extraña manera, seguía presente.

Yo, al menos, sí que revisito un recuerdo de una reunión que tuvo lugar pocos días después de que hubiéramos recibido la noticia. Los del grupo de teatro nos juntamos a cenar, con la agridulce sensación de volver a vernos por un motivo tan imposible de encajar. Sin embargo, al encontramos, nos abrazamos y sonreímos. Nos alegramos de vernos, y de poder compartirnos los unos con los otros. Supongo que todos habíamos tenido ya nuestro particular momento de duelo, y no recuerdo que nadie hiciera por revivirlo. Hablamos de Juanal, claro, pero el tono nunca llegó a bajar tanto como todos habíamos esperado que fuera a bajar. Es raro contarlo ahora, pero más raro era hablar de Juanal sin reír de vez en cuando. Alguien habló de la foto, y alguien dijo que a él tampoco le había parecido que el que apareciera en ella fuera Juanal, sino, más bien, un señor mayor que él, pero que se parecía sospechosamente a Juanal. Todos nos reímos, sin tener muy claro si podíamos hacerlo o no, pero entendiendo, a la vez, que Juanal se habría reído, sin duda, y que después habría añadido algo que nos habría hecho reír todavía más.

"Un pensamiento fugaz me cruzó por la cabeza, pero lo dejé pasar, por miedo a que se me saltaran las lágrimas si lo ponía en palabras"

Luego la cena continuó como siguen las cenas en las que hay tantas personas a las que hace tanto tiempo que no ves: con la gente cambiando continuamente de sitio, para rebañar los minutos con unos y con otros, y para quedarse con la sensación de que no te dejas nada por escuchar o por decir.

Y siempre me acuerdo de un momento muy concreto de esa noche; uno en el que no tengo ni idea de lo que estábamos hablando, pero en el que yo estaba colocado de espaldas a la mitad del grupo. Había mucho ruido, y la gente reía a mi espalda por algo que alguien acaba de decir. Reían tanto que se les agudizaba la voz.

Un pensamiento fugaz me cruzó por la cabeza, pero lo dejé pasar, por miedo a que se me saltaran las lágrimas si lo ponía en palabras. Pensé que, escuchando aquellas risas, era perfectamente capaz de imaginar que Juanal estaba en algún lugar detrás de mí.

No lo dije, y tampoco me di la vuelta, pero me di cuenta que el solo hecho de haberlo pensado ya significaba algo. Significaba que, aunque Juanal se había quedado donde se quedó, una parte de él había logrado salir de Bataclán.

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Rodrigo Palacios

Rodrigo Palacios (Madrid, 1979) es escritor y guionista. Estudió interpretación, aunque nunca ha trabajado como actor. Ha publicado novelas que van desde el thriller a la fantasía medieval. Su último libro es «La cámara del oro», en el que presenta dos historias paralelas, una en la actualidad y otra en los albores de la Guerra Civil, ambas entrelazadas alrededor de un plan de robo del oro del Banco de España. @rpalacioscom

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