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Ruy López de Segura: Historia de una traición (II) - Zenda
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Ruy López de Segura: Historia de una traición (II)

El príncipe de Calatrava, prisionero en una estrecha habitación, se paseaba con ansiedad de un extremo a otro. La celda estaba amue­blada con una maciza mesa y dos pesados ta­buretes de madera. El suelo cubierto de es­teras rudas y espesas. Todo ruido moría allí. El silencio reinaba en derredor. Un crucifijo, toscamente tallado, estaba clavado...

El príncipe de Calatrava, prisionero en una estrecha habitación, se paseaba con ansiedad de un extremo a otro. La celda estaba amue­blada con una maciza mesa y dos pesados ta­buretes de madera. El suelo cubierto de es­teras rudas y espesas. Todo ruido moría allí. El silencio reinaba en derredor. Un crucifijo, toscamente tallado, estaba clavado en el muro del hueco de la ventana abovedada que iluminaba la pieza. Aparte de esta imagen de resignación y misericordia, nada adornaba las paredes. Era una celda fría y triste. Se po­día decir con razón que servía de antesala de la muerte; era la antecámara de la tumba. La ventana en ojiva era muy alta y estaba cuidadosa­mente guarnecida de barrotes de hierro. Todo intento de fuga se estrellaba allí.

En el momento en que Ruy López se pre­sentó ante el duque los rayos del sol ba­ñaban la habitación del condenado. Era una ironía amarga para el que no volvería a ver­lo más. El duque saludó al nuevo padre de la Iglesia con notable cortesía. Los dos se mi­raron y con sus miradas cambiaron miles de palabras que solamente ellos podían com­prender. Ruy López sentía todo lo que su mi­sión tenía de penoso y el duque lo advirtió. Am­bos habían tenido el mismo pensamiento: que en esta condena de uno de los princi­pales favoritos del rey, había una vida ino­cente amenazada; por lo tanto, las pruebas del crimen imputado al duque eran graves. Una sobre todo: la que consistía en un des­pacho escrito por su mano a la corte de Fran­cia, y por el cual revelaba el proyecto de ha­cer asesinar a Felipe II. Esto era más que su­ficiente para condenarle. Don Guzmán, se­guro de su inocencia, había guardado un ri­guroso silencio ante sus jueces, y al no re­chazar verbalmente la acusación la pena de muerte inflingida a los traidores se había pro­nunciado contra él. Al escucharla, Don Guz­mán no palideció ni estremeció. Haría frente a la tempestad y desafiaría a la muerte. Esta hora última no le asustaba, y escuchaba fría­mente la llamada que le hacían las parcas con voces roncas e inexorables. Si su ceño estaba fruncido, su paso precipitado y su­ aliento entrecortado era debido a que pensa­ba en su dulce prometida doña Estela, que ignoraba su condena y le esperaba en su castillo de torres almenadas a la orilla del Guadalquivir. Si enflaquecía ante este instan­te fatal era porque su amor se le aparecía en sueños y su corazón latía con violencia, ha­ciéndole olvidar todo para no pensar más que en aquella a quien amaba.

"Se arrodillaron ante el crucifijo, al pie de la imagen del salvador del mundo. Don Guzmán dijo su confesión a Ruy López que la escuchó llorando."

Don Ruy López no había entrado solo. Calavar estaba a su lado y fue él quien tomó la palabra para anunciar al duque la respuesta del rey y la decisión que el monar­ca había tomado. Ruy López confirmó las palabras del verdugo, y el duque, lleno de fer­vor y respeto, se arrodilló ante el nuevo obispo pidiéndole su bendición. Después, sin moverse, se volvió hacia Calavar, y con ges­to imperioso, que reflejaba autoridad y des­precio, le despidió diciendo:

—En tres horas estaré a tu disposición. Calavar obedeció, y duque y obispo queda­ron frente a frente. Don Ruy López tembla­ba, mientras que el aspecto de Don Guzmán era tranquilo y sereno. Tomó la mano del obispo y la estrechó fuertemente. Se hizo una pausa, después de la cual el duque tomó la palabra

—Nos hemos encontrado en circunstancias muy difíciles-dijo sonriendo.

—Es cierto —balbuceó Ruy López, que páli­do y acongojado, más parecía un condenado que un confesor­.

—Mucho más felices —repitió el duque, como distraído y dejándose llevar por sus re­cuerdos.

—¡Recordáis que, en presencia de Felipe y de la Corte, cuando vos jugabais vuestra gran partida con Pablo Boy, “el sira­cusano”, el rey se apoyó sobre mi brazo derecho ?

Afectado por estos recuerdos, que no traían a la memoria de Ruy López más que una ilustre derrota, y por el tono melancólico que el duque ponía en sus palabras, e intentando hacer un esfuerzo, López res­pondió:

—Esos, hijo mío, son lamentos inútiles. No perdáis vuestro tiempo en vanas palabras. Empleadlo en poneros en paz con el cielo, ya que el cielo se digna escucharos. Los San­tos Oficios esperan que nosotros purifique­mos vuestra alma de sus manchas y que la preparemos para el supremo cambio.

—Cambio, en efecto, —exclamó el duque, sonriendo ante esta exhortación­

o2vzknftxhlvjhwhxgfcSe arrodillaron ante el crucifijo, al pie de la imagen del salvador del mundo. Don Guzman dijo su confesión a Ruy López que la escuchó llorando. Una vez que el duque hubo terminado, es decir una hora después aproximadamente, —ya que la confesión, se­pultada bajo el sello de la iglesia, fue larga y afectuosa—, el obispo bendijo al prisionero y le dio la absolución.

Se levantaron: el aspecto de Don Guzmán era tranquilo y resignado; faltaba aún una hora.

—Esta espera es horrorosa -exclamó el du­que

—¿Por qué no acabar de una vez con este sufrimiento?

El condenado se paseaba en la celda. Su mi­rada, vuelta hacia la puerta, parecía llamar a Calavar y a sus auxilios. La agonía comen­zaba y la firmeza del duque en la prueba ante el suplicio se debilitaba en la espera. Ruy Ló­pez había cumplido su misión. Debía pasar esta hora con el prisionero, pero las exhor­taciones habían terminado. El alma estaba purificada. El padre volvía a ser hombre. Ante la exclamación lanzada por Don Guz­mán, y viendo la palidez de su mirada, com­prendió que los pensamientos destrozaban esa naturaleza tan fuerte, y que la hora que aún faltaba terminaría con él antes que el ver­dugo. Pensó: «Nada atraerá a su espíritu tras­tornado. ¿Qué se le puede ofrecer a un hom­bre que va a morir en tan breve tiempo? Para un condenado la flor no tiene perfume, la mujer no tiene sonrisa». El digno obispo bus­caba en vano, cuando una idea súbita cruzó por su cerebro:

—Si una partida de ajedrez no es demasiado profano…, dijo tímidamente.

—¡La idea es excelente!, —exclamó Don Guz­mán

—Volveré de nuevo a la tierra por lo ori­ginal de la proposición. Sabio obispo, la idea es luminosa. Una partida de ajedrez de des­pedida con vuestro alumno preferido.

—Eso fue hace largo tiempo, porque ahora habéis pasado a ser maestro, y mi placer más grande es haberos podido dar antaño algu­nas lecciones.

—Pero, ¿y con qué ajedrez, amigo?

—Siempre llevo conmigo mi instrumento de guerra, —dijo, sonriendo, Ruy López.

Luego, acercando dos taburetes, puso sobre la mesa un juego de ajedrez diminuto-. Que nuestra señora me perdone —dijo— pero algunas ve­ces me entretengo examinando una combi­nación de ajedrez en el confesionario.

—Bueno, allí los problemas ya están resuel­tos —dijo el duque riendo.

"Las emociones de los dos jugadores eran bien diferentes. Ruy López jugaba con una dis­tracción que no le era habitual. Don Guz­mán, por el contrario, lo hacía con una des­treza combinatoria extraordinaria."

­Las piezas estaban dispuestas; los juga­dores se sientan y los dos caballeros, uno temporal y el otro espiritual, se enzar­zan en seguida en las intrincadas combina­ciones del juego y del cual no hemos podido encontrar más que las primeras jugadas que a continuación transcribimos, y que son co­nocidas como el Gambito López. El resto de la partida se ha perdido hasta la posición que damos más adelante. Es una pérdida deplo­rable, sin duda, pero menos extraordinaria y menos desgraciada que la jugada por López y Boy, “el siracusano”, ante toda la Corte de España y que fue un acontecimiento con re­sonancia en toda Europa. Este último obtu­vo grandes favores de Felipe II. (1)

La partida de la que hablábamos de­bió ser muy bella. En cuanto a ésta se puede suponer que Ruy López puso en juego toda su ge­nerosidad para con el condenado, y es por eso sin duda que no nos ha sido trans­mitida más que en fragmentos. La totalidad de ella no ha sido digna de la posterioridad.

Después de echar a suertes correspondió a Ruy López las blancas, y la partida comenzó así:

Blancas: Ruy López de Segura

Negras: Don Guzmán, duque de Medina Sidonia

1 e4, e5 2 Ac4, Ac5 3De2,d6 4 f4,Cc6

indiceLa partida entablada entre el sacerdote y el condenado era un cuadro curioso de ver y digno de la sabia paleta de Rembrandt o de Salvador Rosa. El día iluminaba la noble y pá­lida figura de Don Guzmán, y los rayos que se escapaban de la ventana ojival se estrella­ban sobre la cara bondadosa de Ruy López, que mientras jugaba enjugaba calladamente las lágrimas que la piedad le hacía derramar.

Las emociones de los dos jugadores eran bien diferentes. Ruy López jugaba con una dis­tracción que no le era habitual, lo que le ha­cía inferior a su fuerza ordinaria. Don Guz­mán, por el contrario, estimulado por la an­siedad que le devoraba, lo hacía con una des­treza combinatoria extraordinaria. En ese momento, la sangre de Castilla no le dejaba equivocarse, porque jamás el duque había dado tanta prueba de lucidez y de cálculo. Esta presencia de espíritu podía ser compa­rada al último destello de la lámpara que se extingue, al último canto lleno de armonía del cisne moribundo.

El noble par parecía, en efecto, fuera de este mundo y alejado de todo pensa­miento desalentador. Se hubiera dicho que había pasado ya al estado de esencia espiri­tual al cual el verdugo le llevaría en seguida.
(1)  como el que se solicita en esta carta, fechada el 22 de Agosto de 1575, y que dice:

«Ilustrísimo Don Juan de Austria, mi muy caro y muy amado hermano, nuestro Capi­tán General de la Mar, de la persona y ser­vicios de Pablo Boy Siracusano, que ésta os dará, se me ha hecho muy buena relación y que agora va con desseo de continuarlos cer­ca de vuestra persona, y assí os he querido escribir y rogaros, y encargaros mucho, como lo hago, le tengais por muy encomen­dado para favrescerle y emplearle en las  ocasiones, que se ofrecieren de mi servicio, que en ello recibiré de vos particular contenta­miento, y su Ilustrisimo Don Juan mi muy caro y muy amado hermano nuestro Capi­tán General de la Mar nuestro Señor en vues­tra continua guarda.

«De Madrid a XXII de Agosto 1575. Vues­tro buen hermano. Yo, el Rey, Antonio Pérez».

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Miguel Ángel Nepomuceno

Nace en León (1947).  Maestro Internacional de Ajedrez, durante 25 años se dedica profesionalmente a este deporte obteniendo el título de Campeón de España Escolar así como varios otros títulos nacionales e internacionales. Juega 20 campeonatos de España absolutos y por Equipos de primera división quedando en siete ocasiones campeón nacional por equipos.  Como autor de libros sobre ajedrez tiene  una dilatada trayectoria con 18 libros publicados en los apartados de biografía, apertura, estrategia y táctica, torneos e Historia del Ajedrez, e investigación. Como traductor ha vertido al español diez libros sobre biografías, historia y teoría del juego. Ha dirigido dos revistas de Ajedrez  y colabora en diversos medios nacionales y extranjeros. Es vicepresidente de la Asociación de Historiadores de Ajedrez de España, cargo que lleva desempeñando desde hace 22 años. Como periodista desarrolla durante 40 años una prolongada carrera como redactor en el Diario de León en las secciones de Cultura, Investigación e información nacional así como crítico especializado de música clásica en las revistas Scherzo, Ritmo y Ópera Actual. Desde 2011 colabora en La Crónica de León y en Leonoticias. En 2011 obtiene junto a su paisano Santos Escarabajal el Premio Internacional de Periodismo Miguel Hernández.

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