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Ruy López de Segura: Historia de una traición (III) - Zenda
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Ruy López de Segura: Historia de una traición (III)

Don Guzmán se había abstenido muy mu­cho de tomar en la cuarta jugada el caballo con el alfil, lo que sería un error y daría la ventaja al gambito de López. Haciendo la ju­gada justa se hizo con el ataque momentos después, con un ímpetu que parecía darle una victoria cierta. Ruy López olvidando, a...

Don Guzmán se había abstenido muy mu­cho de tomar en la cuarta jugada el caballo con el alfil, lo que sería un error y daría la ventaja al gambito de López. Haciendo la ju­gada justa se hizo con el ataque momentos después, con un ímpetu que parecía darle una victoria cierta. Ruy López olvidando, a pe­sar suyo, sus tristes preocupaciones, se defen­día valientemente, pero no buscaba nada para obtener la ofensiva. La partida era cada vez más y más complicada. El mundo se ol­vidaba, el tiempo no corría. El universo era el tablero, donde en cada movimiento había más de una vida pendiente de un hilo. ¡Ben­dita ilusión, si Dios permitiera que durara!

Pero no. Los minutos han franqueado las dis­tancias que les separan de los cuartos, los cuartos de las medias horas y la hora fatal lle­gó. Se oyó un ruido lejano; se acercaba. Los pasos se detuvieron en la puerta. De pronto, ésta se abrió sobre sus tres goznes de hierro, y el duque es arrancado brutalmente de su juego y de su sueño por la realidad fría y terrible que se presentó ante él bajo los ras­gos del verdugo. Los satélites de Calavar, ar­mados de antorchas y de espadas, avanzaban llevando un tajo de madera cubierto por un paño negro, y su destino quedaba señalado por el hacha que ellos posaron al lado. Pu­sieron sus antorchas en los nichos prepara­dos a tal fin en la pared, mientras que uno de ellos dejaba sobre el suelo el ataúd de ce­dro. Todo esto fue ejecutado en un instante.

Ruy López se levantó temblando a la vista de Calavar, pero el duque no se movió. Permaneció con los ojos fijos en el ta­blero, sin prestar atención ni a los hombres ni al hacha. Era su turno para jugar. Cala­var, viendo esta inmovilidad, puso su mano sobre la espalda del duque. Después, no pro­nunció más que una palabra, una sola, pero en ellas había encerrados toda una juventud, todo un pasado, toda una vida. Dijo «!Ve­nid!». El prisionero se estremeció, como si hubiera pisado una serpiente. «¡Dejadme acabar esta partida!», dijo imperiosamente.

—¡Imposible! -respondió Calavar.

—¡Pero bribón! ¡Yo la tengo ganada! ¿No veis que ha dejado una torre desprotegida por tomar el peón del caballo del rey el peón de la torre de mi rey?. Con el fin de llegar a dama, mi adversario ha cometido un error, que me ha asegurado prácticamente la vic­toria en pocas jugadas. ¡Miradlo y dejadme jugar!

POSICION

Blancas: h6,h5 Rb2, Td2, b3, c4.

Negras: c7, b7, a6, Rc6, Aa5, e4, Cc5.   Juegan las negras. (1)

—¡Imposible!—repitió el verdugo—, Las tres horas han concluido. La última campanada ha sonado. Nosotros debemos obedecer al rey.

Los servidores que habían quedado apoya­dos sobre sus espadas, se adelantaron al oír estas palabras. El duque estaba situado con­tra el muro, debajo de la estrecha ventana. La mesa se encontraba, pues, entre él y Ca­lavar. De un salto se puso en pie y con voz imperiosa dijo:

—¡Esta partida es mía —gritó— ¡y tuya mi ca­beza después! Hasta que no haya acabado no me moveré. Necesito una media hora. Espe­rad, pues.

—Duque—respondió Calavar— yo os respe­to, pero no podéis hacerme esto; va en ello mi vida.

Don Guzmán hizo un movimiento. Después, quitándose los diamantes que llevaba en sus dedos, los arrojó fríamente a los pies del verdugo.

—Acabaré la partida—dijo negligentemente.

Las joyas rodaron y quedaron intactas sobre el suelo. Los ejecutores se miraron asom­brados.

—¡Mis órdenes son precisas!—gritó Calavar con impetuosidad- Perdón, noble duque si nosotros empleamos la fuerza, pero la ley del rey y la ley de España deben ser cumplidas. Dejad vuestro lugar y no gastéis vuestros úl­timos instantes en una lucha inútil. ¡Hablad al duque, señor obispo, decidle que se some­ta a su destino!

La respuesta de Ruy López fue rápida y decisiva. Cogió el hacha que estaba al lado del tajo de madera y, haciendo un mo­linete por encima de su cabeza, gritó:

—¡Por el infierno! ¡El duque acabará la partida!

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Sobrecogido por el gesto que acompañaba a estas palabras, Calavar retrocedió y casi cayó sobre sus acólitos. Las espadas se levantaron y la banda sanguinaria se dispuso al comba­te, pero Ruy López, que parecía haberse transformado en Hércules, arrojó sobre el suelo su pesado taburete de roble, a la vez que gritaba:

—¡El primero de vosotros que traspase este límite fijado por la Iglesia es hombre muer­to! ¡Ánimo, noble duque, manos a la obra! ¡No son más que cuatro impíos! ¡El último deseo de Vuestra Señoría será cumplido! Y vosotros, condenados, desgraciado el que ose poner la mano sobre un obispo de la Iglesia de Cristo. Será maldito por siempre y será apartado de la legión de los fieles en este mundo para ser un demonio aullante en el otro. ¡Bajad vuestras espadas y respetad al ungido del Señor!

Ruy López continuó lanzando, en una jerga mezcla de español y latín, una de esas fór­mulas de excomunión, de condenación y de maldición que en esa época eran tan eficaces sobre las masas.

El efecto del discurso fue rápido. Los ayu­dantes quedaron inmóviles, y Calavar pensó que matar a un obispo sin una orden precisa del rey era incurrir en grandes desgracias en este mundo y una condena en el otro.

—Se lo comunicaré al rey -dijo.

—¡Vete al diablo! -dijo el obispo, mante­niéndose siempre en guardia.

El verdugo no sabía qué hacer. Reflexionó. Ir a anunciar esta noticia a Felipe, que espe­raba la cabeza del traidor, era exponerse de­masiado; atacar al sacerdote y al condenado sería un combate encarnizado, porque Ruy López era vigoroso y el duque sonreía ante la idea del combate. La posición era delica­da. Calavar tomó al fin el camino que le pa­reció más inteligente: esperar.

—¿Prometéis realmente acabar la partida en media hora? -preguntó.

—Lo prometo -respondió el duque.

—Continuad, pues —replicó el verdugo.

Acordada así la tregua, los dos juga­dores volvieron a sus sitios y reanu­daron el juego Calavar, que también juga­ba al ajedrez, consideraba involuntariamente los movimientos de cada uno de los jugado­res, y sus satélites formaban una barrera en torno a ellos que parecía decir al duque: «Vos acabaréis al mismo tiempo que la partida». Don Guzmán miró un instante alrededor suyo, pero su sangre fría no le abandonó.

—Jamás he jugado en tan noble compañía. Sed testigos, bribones, de que una vez al me­nos en mi vida, he ganado a Don López, a fin de testimoniar después de mi muerte.

Seguidamente se pusieron a jugar. Él tomó la torre con el alfil, sonriendo de forma fría y pálida como los rayos del sol que brillaban un ins­tante sobre las cimas cubiertas de nieve de los Alpes. En cuanto al obispo, estaba tan agitado que no se ocupaba de la partida. Ma­quinalmente, su mano derecha se posó sobre el peón y lo lanzó hasta la séptima casilla de la torre del rey. Aferró fuertemente la empu­ñadura del hacha en su mano derecha, acom­pañando este movimiento con esta reflexión: «Si estuviera seguro de que el duque y yo sal­dríamos de este antro de tigres os abriría la cabeza a los cuatro».

Si tres horas habían sido largas en la torre donde estaba encerrado el prisionero, no habían pasado más rápido en la corte del rey Felipe II. El monarca había jugado con Don Ramírez de Vizcaya, su favorito, y los nobles, obligados por la etiqueta a permanecer de pie, no podían salir bajo ningún pre­texto de la sala, la fatiga incrementada por el peso de su armadura, empezaba a hacer mella en los insignes caballeros.

Don Tarrasas, con los ojos a medio cerrar, es­taba inmóvil. Se hubiera creído, al verle, es­tar ante una de esas estatuas cubiertas de hierro que adornan las salas góticas. El jo­ven de Osuna, encorvado por la laxitud y el dolor, se había apoyado contra una colum­na de mármol. El rey paseaba con grandes zancadas, escuchando atentamente si oía al­gún ruido lejano. Siguiendo la supersticiosa costumbre de la época, se arrodillaba cada poco a los pies de una virgen situada sobre un pedestal pórfido, rescatado de las ruinas de la Alhambra, y la pedía que le perdonara el acto sangriento que acababa de hacer cum­plir. Después volvía a consultar la clepsidra.

 

 

 

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Miguel Ángel Nepomuceno

Nace en León (1947).  Maestro Internacional de Ajedrez, durante 25 años se dedica profesionalmente a este deporte obteniendo el título de Campeón de España Escolar así como varios otros títulos nacionales e internacionales. Juega 20 campeonatos de España absolutos y por Equipos de primera división quedando en siete ocasiones campeón nacional por equipos.  Como autor de libros sobre ajedrez tiene  una dilatada trayectoria con 18 libros publicados en los apartados de biografía, apertura, estrategia y táctica, torneos e Historia del Ajedrez, e investigación. Como traductor ha vertido al español diez libros sobre biografías, historia y teoría del juego. Ha dirigido dos revistas de Ajedrez  y colabora en diversos medios nacionales y extranjeros. Es vicepresidente de la Asociación de Historiadores de Ajedrez de España, cargo que lleva desempeñando desde hace 22 años. Como periodista desarrolla durante 40 años una prolongada carrera como redactor en el Diario de León en las secciones de Cultura, Investigación e información nacional así como crítico especializado de música clásica en las revistas Scherzo, Ritmo y Ópera Actual. Desde 2011 colabora en La Crónica de León y en Leonoticias. En 2011 obtiene junto a su paisano Santos Escarabajal el Premio Internacional de Periodismo Miguel Hernández.

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