Foto de portada: Iván Giménez – Seix Barral
Juan Rulfo dejó de escribir durante treinta años después de publicar Pedro Páramo. Cuando le preguntaron el motivo contestó que había muerto su tío Celerino, que era quien le contaba las historias que luego él trasladaba al papel. El «tío Celerino» de Rosa Montero está más vivo que nunca. En su cabeza las ideas no dejan de chisporrotear. La escritora sigue «a la caza de pequeñas burbujas de vida extraordinaria», como destaca en su última obra, El peligro de estar cuerda (Seix Barral, 2022), un ensayo sobre la locura y la creación literaria, unas memorias luminosas, aderezadas con unas buenas dosis de ficción que hilvanan a la perfección esta alquimia narrativa. El lector va a comprar un libro y por el mismo precio obtendrá un valioso tratado para entender la vida y la muerte. Por encima de todo, la nueva obra de Rosa Montero es un hermoso alegato a favor de la «anormalidad».
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—¿Escribir este libro ha sido terapéutico?
—Más que terapéutico. Es el libro de mi vida. Por varias razones. Porque trata los dos temas a los que he estado dando vueltas y reflexionando durante toda mi vida, también en mis libros, desde que era una niña. El primero de ellos es el trastorno mental: desde pequeña sabía que había algo que no funcionaba bien dentro de mi cabeza, y con dieciséis años llegaron las crisis de pánico. Por eso yo hice psicología, porque quería saber qué me pasaba. Yo creo que este es el motivo por el cual el 98% de los psicólogos hacen la carrera, lo cual no es malo porque da empatía con los pacientes (sonríe). El otro tema tiene que ver con la infancia de los novelistas, que comenzamos a escribir desde niños. Desde que tengo memoria recuerdo mi cabeza llena de chisporroteos desbordantes. Y yo necesitaba saber por qué tengo estas imaginaciones todo el rato, y por qué dedico las mejores horas de mi vida a inventar mentiras encerrada en mi casa, algo que es bastante estrafalario. Estos son dos pensamientos que me han atormentado y me han embelesado durante toda mi vida, y que ya los he tratado en otras obras como La loca de la casa, hace veinte años, y también en La ridícula idea de no volver a verte y en varios artículos. Han sido temas muy míos. De repente, hace cuatro años supe que iba a hacer un libro centrado en eso. Siempre he leído mucho sobre ello y empecé a tomar notas de forma sistemática. Tengo la sensación de que he conseguido responderme por fin de manera suficiente a estas cuestiones. Este es el logro de una vida. Ahora comprendo cómo funciona mi cabeza, y también la de un 15% de la población que tenemos una parecida. Y de qué manera conecta eso con la creación, algo que ocurre también en gente que no es profesional del arte, pero que tenemos en común unas cabezas no podadas, multiconectadas y más creativas. Es algo que no tiene que ver con la calidad de la obra: el mal artista y el buen artista tienen la misma cabeza. Por esas razones responderme a todo eso ha sido extraordinario. Por todo esto, más que un libro terapéutico ha sido una epifanía. Cuando me senté a escribirlo tenía cuatro cuadernos con notas por todas partes. Como soy muy arquitectónica, cuando comienzo una novela hago siempre unos organigramas, unos mapas en unas cartulinas. En este caso hice tres con los temas que quería tratar, y me salían más de setenta, de su padre y de su madre. Yo miraba los cuatro cuadernos y los más de setenta temas y me preguntaba cómo iba a moverme en ese bosque impenetrable de datos. De repente me zambullí, me dejé llevar por el inconsciente, por el ritmo interno del libro, por la música de la obra —creo que es mi libro con más ritmo— que me llevó por el sendero como el flautista de Hamelín, y llegué al claro. Por eso he sido también un poco Sherlock Holmes: hay investigación detectivesca en esta novela, había un suspense hasta que todas las piezas fueron encajando. Y de repente llegué a las respuestas que he buscado durante toda mi vida. Y no solo eso: si te planteas el límite de la realidad, de lo fantástico y de la verdad, te estás planteando también el sentido de la vida. Y de esa forma te estás planteando cómo soportar el miedo a la muerte, una agonía que está detrás de muchos de los trastornos mentales, como las crisis de pánico concretamente. Así que al final en este libro también abordo el sentido de la vida y el intento de aceptar la muerte, que son dos cuestiones que han vertebrado toda mi literatura, porque soy una escritora especialmente existencialista. También en ese terreno creo que he dado una vuelta de tuerca, porque he hecho algo un poco más consolador. Tengo una sensación de serenidad.
—Usted como escritora, ¿ha tenido la sensación de vivir dos vidas? ¿Son todos los autores un poco Dr Jekyll y Mr Hyde?
—La novela es la autorización de la esquizofrenia. No tienes dos vidas, tienes muchísimas. Escribir una novela es un viaje al otro, a los otros que pudiste ser. Y tienes que meterte en la cabeza de todos tus personajes, o de lo contrario no tendrán vida. Debes hacerlo con los buenos y también con los malos y los aterradores. Por eso a mí no me gusta escribir novelas autobiográficas, aunque por supuesto los libros nacen del mismo lugar del inconsciente, son historias que se sueñan con los ojos abiertos y que sé que me representan de una manera muy profunda. Pero de la misma manera que no sé qué representan los sueños que tengo por la noche tampoco sé la mayoría de las veces qué es lo que quieren decir mis novelas. Tiene que venir gente de fuera para decirte que en tus novelas salen siempre enanos. Y eso es algo de lo que yo no me había dado cuenta. En ese momento intentas explicarte qué puede significar el enano para ti. Como comentaba, no me gusta hacer novelas autobiográficas, aunque las hay gloriosas, que parten de ahí, como El corazón de las tinieblas, de Conrad, que es un novelón increíble. A mí lo que me gusta es poder vivir otras vidas. Por esto he tenido un descubrimiento cuando me he dado cuenta que todos mis personajes son muy estrafalarios. Esas máscaras del «yo» son muy raras. Muy ajenas a mí, en apariencia. Lo que me parece maravilloso es que luego los lectores se sienten identificados con esos personajes. La explicación será que quizás bajo a ese terreno tan profundo de nosotros mismos en el cual todos somos iguales.
—En su obra nos detalla las manías de varios escritores: Kafka hacía gimnasia desnudo con la ventana abierta con un frío «pelón»; Proust se metió un día en la cama y no volvió a salir; Agatha Christie escribía en la bañera; Freud tenía miedo a los trenes… ¿Cuál es la suya?
—En realidad no soy muy maniática. No tengo manías en mi trabajo. Lo que sí soy es bastante fóbica a las llamadas de voz, no me gusta hablar por teléfono. A la hora de escribir utilizo siempre pluma estilográfica, no lo hago con bolígrafo. Y me gusta hacerlo en cuadernos, pero que no estén rayados, tienen que ser lisos. Y soy un poco claustrofóbica. (Piensa) Me da miedo el mar… Me encanta verlo (ríe), pero verlo desde la tierra.
—También hace un repaso a las adicciones de los creadores: Voltaire se tomaba cincuenta tazas de café al día; Nietzsche estaba enganchado a un sedante hecho a base de cloroformo, y Robert Louis Stevenson a la cocaína; Truman Capote no podía vivir sin los barbitúricos, Philip K. Dick sin sus anfetas… ¿Por qué hay tantos grandes autores con problemas con el alcohol y las drogas?
—En ese capítulo de la obra («La tormenta perfecta») digo que para llegar a la obra se tienen que dar un cúmulo de circunstancias, y en entre otras muchas cosas los escritores tenemos conductas adictivas. Y eso es algo que no lo digo solo yo. Para escribir este libro me he leído un montón de obras de psiquiatras, psicoanalistas y neurocientíficos, y también libros de escritores y biografías. Y además me he analizado a mí misma. He hecho del escarabajo que el entomólogo estudia. Me he hecho la autopsia, la vivisección mejor dicho. Y una de las cosas que digo en el libro es que tenemos un comportamiento adictivo porque somos yonquis de la intensidad. Los escritores estamos buscando todo el rato un «pelotazo» que nos permita sobrellevar ese espejismo de la realidad. A ese 15% de la población nos cuesta más aceptar ese lado borroso de la realidad. Sé que puedes salir de ella en cualquier momento, y para no caer en la oscuridad necesitamos esa intensidad.
—¿Cómo pasó esos ataques de pánico?
—Pues a pelo. En mi época y en mi clase social no te llevaban a un psiquiatra. Pasé las tres etapas que tuve sin un solo ansiolítico. Lo cual es absurdo. Que viva la química (ríe). Lo bueno es que eso demuestra que las crisis pasan, te tomes píldoras o no lo hagas. No tienes más que aguantar y perder el miedo al miedo; aprender a convivir con ellas. Yo dejé de tenerlas a los 30 años. Me he preguntado por qué, y creo que la respuesta es por haber comenzado a escribir novelas de forma continuada. Yo creo que eso te cose a la realidad. Es algo que le ha pasado a otros autores. No vale solo con escribir, también hay que publicar. Y no vale cualquier escritura. Yo he publicado como periodista desde los diecinueve años, y eso no sirve. He escrito ficción desde los cinco años, pero no publicaba; eso tampoco sirve. Escribir y publicar es más que terapéutico; es un esqueleto exógeno que te mantiene en pie, que consigue soldar esa fisura que hay en la realidad.
—La pandemia ha visibilizado la salud mental.
—Porque ha empeorado la salud mental. La presión ha sido tal que ha saltado la tapa del tabú. Yo creo que esto es un avance enorme. A un coste grande, por el deterioro de nuestra salud, pero ha sido un avance extraordinario.
—¿Detrás de la locura hay una forma de conocimiento, como afirma Kate Millet, a la que cita en su libro?
—Hay algo que dicen todos los terapeutas: los que poseemos una parte creativa y trastornos mentales tenemos miedo a ir a la consulta a que nos curen, porque tememos perder esa imaginación si acabamos sanando. Es un poco como ese don de los cuentos de hadas, de las hadas canallas que van al bautizo de la princesa y le dicen que va a ser guapísima pero va caer dormida cien años (risas). Un poco menos guapa y menos años dormida, mejor (más risas). Me he hecho psicoanálisis en mi vida tres veces, y la primera vez que fui yo estaba muerta de miedo, porque pensaba que podía perder ese torbellino, ese chisporroteo de ideas y de creatividad. Y al final no pasó nada. Al contrario, quizás no me curaron lo suficiente (risas).
—Muchos escritores han soportado problemas mentales, como la locura. Que «ha merodeado en sus obras», como usted menciona. Esa enfermedad también acabó con una de las escritoras que más protagonismo tiene en su libro, Sylvia Plath. En El peligro de estar cuerda escribe sobre ella y también sobre su relación con su marido, el poeta Ted Hughes. ¿Le entraron dudas a la hora de plantear el relato de ambos?
—Salió natural. Hay biografías en el libro que ocupan más espacio, como las de Sylvia Plath, Emily Dickinson y Kate Millet. Luego me di cuenta de que esas biografías, todas de mujeres, salieron con más páginas sin habérmelo propuesto. Seguí la música del libro. Releí Ariel y también leí sus diarios completos y La campana de cristal. Hice lo mismo con Ted Hughes, que me irritó mucho (risas). Entonces me fui liando y el relato se fue haciendo solo… He bailado con el libro. La música me gusta tanto como la lectura; sin ella me pegaría un tiro. Tengo abono del auditorio, de la ópera del Teatro Real. Dependo de la música para vivir, para disfrutar de la belleza del mundo. Tenía la sensación de estar escuchando una sinfonía de esas que me encantan, que van subiendo y subiendo, y de repente es como si tus vísceras también lo hicieran, que se te ponen todos los pelos de punta. Pues esa sensación de levantar los pies del suelo es la que tuve escribiendo este libro.
—Alejandra Pizarnik, Jack London, Cesare Pavese, Anne Sexton… Según cuenta Eva Meijer en Los límites de mi lenguaje —uno de los libros citados en El peligro de estar cuerda—, hay un estudio sueco que afirma que el 50% de los escritores tienen predisposición al suicidio.
—Hice un estudio del suicidio y de la creatividad. Comentaba lo de los «yonquis de la intensidad». Si no consigues mantener esa intensidad, si se apaga, viene la oscuridad. Si no eres capaz de aguantar el tirón de la oscuridad te puede conducir a la muerte. Los artistas en general —algo dicho por todos los expertos, y de lo que existen datos estadísticos— tenemos una mayor tendencia al suicidio. Está ese estudio sueco sobre los escritores, pero hay otros muchos, como los de Andreasen, sobre los artistas en general, que también aseguran que entre todos ellos los escritores nos llevamos la palma: somos los más tendentes al suicidio. No me lo había planteado al principio, pero tuve que llegar ahí, porque si estás hablando de creación y locura tienes que hacerlo del suicidio. El capítulo lo llamé «Tormenta perfecta II». Tengo también la sensación de haber descubierto algo con respecto a los suicidios: que la mayoría de ellos lo son por desesperación, por apagón neurológico, que se dan un cúmulo de circunstancias, pero en realidad esos suicidas no quieren hacerlo, pierden momentáneamente la capacidad de gestionar la vida. Es lo mismo que les pasa a los enfermos de Alzheimer, que un día no saben cómo atarse los zapatos —uno de los síntomas de esta enfermedad—; lo han hecho durante toda su vida sin pensarlo, pero un día, de repente, no saben cómo hacerlo. A los suicidas les ocurre algo parecido: en un momento dado no saben cómo gestionar la vida. Por eso digo en el libro que es importante que aguanten un poco más, un día más, hasta que una de esas circunstancias que les ha llevado a esa situación cambie. En realidad es gente que ama la vida. Sí que existe otro suicidio muy minoritario —que a mí me parece muy respetable, que es un derecho—, el racional.
—El caso de Alain Delon.
—Antes que una vida terrorífica eso me parece un derecho maravilloso. Ese tipo de suicidio es una celebración de la vida; es hijo del amor a la vida y no del amor a la muerte. Tienes una enfermedad crónica, estás muy viejo y piensas que tu futuro no te interesa vivirlo. Pero estos casos son poquísimos. La mayoría son suicidios desesperados porque se te nubla la capacidad de razonar.
—Conrad, Kipling, Nabokov… ¿Hay un patrón común entre los grandes novelistas durante su infancia que les lleva a escribir unas obras que conectan de forma especial con el paso del tiempo y la muerte?
—Es otra de mis teorías, y no solo mía, que para la creación se necesita haber tenido un trauma infantil. Haber perdido, antes de la pubertad, de manera violenta la infancia. Esas violencias pueden ser externas, mensurables, anotadas en las biografías oficiales —guerras, muerte de los padres, ruina económica de tu familia, como le ocurrió a Simone de Beauvoir…—, pero también hay otras internas. En ambos casos la sensación es la misma: que has perdido demasiado pronto la infancia. Y esto lleva a una disociación. En el niño que tiene un trauma se produce, como defensa, una disociación entre el niño que sufre y otro, que como dice Sándor Ferenczi —uno de los padres del psicoanálisis—, es el niño que todo lo sabe, no siente nada y cuida del primero. Ese niño que todo lo sabe y no siente nada es el que escribe. Eso es algo que yo noto en mí: has tenido esa infancia traumática que te ha hecho ser más maduro de niño de lo que debías ser; has sido catapultado a la adultez. Cuando crecemos se da una paradoja: de niños somos más adultos y de adultos somos más niños.
—¿La literatura ayuda a comprender e interpretar la vida?
—Total y absolutamente. Pero como lector. Hay mucha gente que está leyendo el libro y me dice que se siente representada con lo que cuento. Porque los lectores apasionados son así; también están dentro de ese 15%. ¿Por qué leen apasionadamente? Porque también tienen esa fisura con la realidad y necesitan coserla con un puente de palabras. Lo que decía Pessoa: «La existencia de la literatura es la prueba inequívoca de que la vida no basta». Los lectores somos gente que tenemos claro que la vida no basta, que se nos deshace entre las manos. Los apasionados de la lectura somos miembros de «la lamentable y magnífica familia de los nerviosos» como decía Marcel Proust.
—Agustín Fernández Mallo comentaba en una entrevista en Zenda que un escritor lo era las 24 horas del día. Que él pasa muchas horas escribiendo con la cabeza. ¿Usted también trabaja la novela con la cabeza antes de sentarse a teclear en el ordenador?
—Sí, claro. Todo el rato. Se escribe sobre todo en la cabeza. Cuando dicen eso del miedo de la página en blanco, pero qué tontería (risas). Cuando llegas a la página o la pantalla has escrito muchísimo dentro. Lo que ocurre cuando te bloqueas —que a mí me ha pasado: después de publicar Te trataré como una reina estuve tres años sin poder escribir ficción— es que dejan de pasar las imaginaciones por la cabeza, las que te vinculaban con el mundo, sentirlo por la disociación de la que hablaba antes. Si no creamos ese mundo imaginario no podemos hacer nuestras las sensaciones. Lo dice también Pessoa de una manera maravillosa en unos versos: «El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente». El escritor solo puede fingir ese dolor si lo transmite a través de la ficción. Yo estoy todo el rato imaginando cosas, y de esa forma hago míos mis sentimientos.
—¿Cuáles son los demonios y los fantasmas de Rosa Montero como novelista?
—Para mí lo son el paso del tiempo y la muerte. Y lo son de una forma excesiva, tan extrema que muchos periodistas me interrogan por qué hablo siempre de la muerte. Cuando me hacen esa pregunta me entra la risa: ¿se puede escribir de otra cosa? (reímos) Tengo hasta a la Bruna Husky, esa especie de alter ego, protagonista de mis libros de ciencia ficción, que se pasa todas las novelas —llevo tres— haciendo una cuenta atrás de los días que le quedan hasta su muerte. No se puede estar más obsesionada verdaderamente. Pero gracias a eso le he ido perdiendo —un poco— el miedo a la muerte.
—¿Los mejores textos de un escritor son los que elabora en un arrebato? ¿La genialidad necesita la fiebre?
—No. Yo creo que los mejores textos de un escritor son en general de madurez. Depende también de qué escritura estemos hablando. En el caso de la poesía es diferente: puede ser extraordinaria en la juventud. En la ficción, salvo excepciones, son textos de madurez y que has tenido que trabajar mucho. Como decía Picasso, «que la inspiración te pille trabajando». No hay un arrebato. La musa no te habla si no has trabajado como una bellaca antes. Hay momentos en los que la inspiración cuaja y te levanta, pero antes existe un trabajo descomunal.
—El peligro de estar cuerda tiene un gran final, un apéndice en el que se recoge su entrevista a Doris Lessing de 1996 para El País. Toda esa conversación le lleva a interrogarla por cómo es la vejez de una escritora. ¿Qué sintió al releer esa charla para incluirla en su obra?
—Encontré esa entrevista por pura casualidad. La había olvidado. Hablo en el libro de la teoría del embudo: cuando estás escribiendo un texto parece que todo tiene relación con él. De repente, en Twitter alguien compartió esa entrevista. Me di cuenta de que venía al hilo con lo que estaba escribiendo. Y me vino el recuerdo de la casa de Doris Lessing, tomada por el Diógenes, y me sentí muy cerca de ese momento. No busqué esa entrevista; vino a mí.
—Y también le sirve este libro para saldar cuentas con la otra Rosa Montero, la impostora —protagonista también de El peligro de estar cuerda— que le acompañó durante bastantes años…
—Sí. Una impostora. Es una historia peculiar e inquietante que atraviesa todo el libro y toda mi vida. En ella hay cosas que son verdad y otras que quizás sean ficción; dejo al lector que deduzca cuáles son reales y cuáles no. Lo que sí que puedo decir es que en esas partes de ficción son en las que digo lo más verdadero del libro. Porque lo que hace es reflejar de una forma muy profunda una zona de mi percepción de la realidad: que la frontera entre lo real y lo imaginario es tan temblorosa, tan resbaladiza… Yo ahora mismo sabría decirte, aunque no lo voy a hacer (risas), cuáles son las partes reales y cuáles las inventadas. Pero si vivo diez años más, no podría afirmar qué es lo verdadero y lo falso de esa historia.
—Última pregunta: sus novelas surgen de un grupo imaginario, que usted llama «huevecillos». ¿Cuál ha sido el último que ha encontrado y qué novela va a escribir con él?
—Tengo tres libros en la parrilla de la salida. Uno de ellos es la cuarta «Bruna». Tengo otro que es un «huevecillo» que surgió paralelo a algo que me sucedió hace años y que es una historia muy tremenda, una novela muy inquietante. Y luego tengo otro ensayo loco como este último, sobre un tema que no voy a decir pero que me apasiona muchísimo. Y hasta ahí puedo leer (risas).
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