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Roque Dalton: Correspondencia clandestina, de Horacio Castellanos Moya
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Roque Dalton: Correspondencia clandestina, de Horacio Castellanos Moya

Roque Dalton es uno de los escritores más brillantes que ha dado El Salvador. Sus ideas revolucionarias le llevaron a unirse a la guerrilla, pero, acusado de traición, murió a manos de sus camaradas. La última correspondencia inédita del poeta con su exmujer y su madre supone el testimonio definitivo del poeta combatiente que hizo...

Roque Dalton es uno de los escritores más brillantes que ha dado El Salvador. Sus ideas revolucionarias le llevaron a unirse a la guerrilla, pero, acusado de traición, murió a manos de sus camaradas. La última correspondencia inédita del poeta con su exmujer y su madre supone el testimonio definitivo del poeta combatiente que hizo de la revolución el eje de su vida. Con una mirada detectivesca y apasionada, Horacio Castellanos Moya desentraña la figura literaria de Dalton y aporta nuevas luces a las trágicas circunstancias que, envueltas aún en interrogantes, precedieron su muerte.

Zenda adelanta un fragmento de Roque Dalton: Correspondencia clandestina y otros ensayos (Literatura Random House).

***

Pedro Páramo o el quejido del muerto

1

En días recientes he visto de nuevo las entrevistas hechas a Juan Rulfo por la Televisión Española a finales de la década de los setenta y también en 1983, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias. Hosco, de pocas palabras, sin ningún interés por parecer simpático o ganarse a la audiencia, Rulfo habla —con desgano, iba a decir, pero es en verdad molestia, fastidio— del escritor que fue y de la obra que escribió. La lambisconería de los entrevistadores nada más acentúa su mueca de disgusto. Le hablan de alguien que él ya no es y de algo que él ya no hace; solo expresa visos de emoción cuando se refiere a su labor como fotógrafo o como editor en el Instituto Nacional Indigenista, en el que laboró durante las últimas décadas de su vida. Hubo un momento en que, mientras miraba una de las entrevistas, se me vino a la cabeza Arthur Rimbaud, un poeta que escribió un par de libros geniales y enseguida dejó de ser lo que era y se metamorfoseó. ¿Cómo hubiera reaccionado Rimbaud si en los últimos años de su vida un periodista lo hubiese abordado para que hablase en detalle de su obra y de sus años literarios? Rulfo no tenia el espíritu de aventura del joven francés: ni se largó al cuerno de África ni se metamorfoseó en traficante de armas, sino que nada más guardó silencio, abandonó la escritura sin mayor aspaviento, con la estrategia del zorro, tal como lo describe Augusto Monterroso en La oveja negra. Su recompensa fue ser testigo, al paso del tiempo («unos mil ejemplares tardaron en venderse cuatro años», contaba el autor), del inmenso éxito de su obra; su calvario fue tener que hablar de Pedro Páramo el resto de su vida, explicar por qué ya no había escrito otra novela como esa y por qué no se dedicaba a ello. El silencio de Rimbaud y Rulfo tiene que ver, creo yo, con el hecho de que fueron escritores «médium», cuyas obras no fueron producto de un proceso de acumulación paulatina, sino que les fueron «dictadas» y las escupieron como si fuese un bocado envenenado. «Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules», explica Rulfo en un artículo escrito cuando se conmemoraban treinta años de la novela. Y agrega: «El mérito no es mío. Cuando escribí Pedro Páramo sólo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se sufre en serio».

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La primera vez que leí Pedro Páramo, unas tres décadas atrás, lo hice con mis prejuicios de entonces hacia la literatura regionalista, hacia esos mundos rurales que no me entusiasmaban ni me decían nada, hacia una obra que reflejaba el México provinciano y posrevolucionario que había sido dejado atrás por la pujanza modernizadora, una novela que rememoraba un mundo de revolucionarios y cristeros lejano a la estabilidad priista de finales de la década de los setenta, una novela escrita ciertamente con un alto vuelo poético y una gran libertad narrativa, pero cuya principal novedad consistía en que sus personajes eran ánimas y ecos, lo que la hacía diferente de las demás novelas regionalistas que la precedieron en Latinoamérica. Mucha agua ha corrido bajo el molino desde entonces. Releer Pedro Páramo de cara al México actual, desgarrado por la violencia y la guerra, es una experiencia impresionante: la primera idea que nos tienta es que la historia es cíclica, que su aparente linealidad es pura forma: Comala puede ser ahora cualquier pueblo en Tamaulipas o en Chihuahua o en Michoacán, diezmado de pobladores por los enfrentamientos armados entre bandas de narcotraficantes, las policías y el ejército, y en el que sólo deambulan las ánimas y los ecos. Comala está profundamente enraizada en la tierra, impregnada del paisaje y del cielo mexicanos, pero también está en un espacio más allá, como suspendida en el aire; es un pueblo que pertenece a un tiempo histórico preciso, pero también está fuera del tiempo. Y lo mismo sucede con los personajes a los que Rulfo les abre las vísceras: expresan la mentalidad, la forma de ver el mundo, del mexicano, pero también están en otro espacio y en otro tiempo. El retrato de época que sin duda hay en la novela es nada más la envoltura dentro de la cual palpitan los temas inmanentes al hombre: el origen del mal, la naturaleza del alma, el enigma de la muerte. La ruptura del espacio y del tiempo es lo que hace de Pedro Páramo una obra inusitada, porque esa ruptura no se da a partir de elaboraciones intelectuales, sino a través de lo cotidiano y lo fantasmagórico. Su actualidad es quemante: la actualidad de la muerte.

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Que la agonía de la muerte es distinta a la muerte en sí misma es algo evidente. A la primera tenemos acceso, podemos ser testigos, constatar el proceso, escuchar y ver el dolor y la desesperación; de la segunda nada sabemos: inventamos las religiones para suplir esa absoluta ignorancia, para resignarnos ante la contundencia de lo desconocido. Dos grandes novelas que retratan la agonía de la muerte son Bajo el volcán de Malcom Lowry y La muerte de Virgilio de Hermann Broch (que en verdad debió, con mayor precisión, haber sido titulada «La agonía de Virgilio»); en muchas otras obras no faltan excelentes escenas de personajes agonizantes, como en el famoso cuento de Ambrose Bierce, «Un incidente en el puente de Owl Creek». Pero la novela de la muerte es Pedro Páramo. Así, a secas. Dante bajó de la mano de Virgilio a los infiernos de la teología cristiana, y luego subió a su purgatorio y a sus cielos. Rulfo no necesitó ningún guía iluminado: puso a un muerto, Juan Preciado, a que nos contara la muerte. Tampoco necesitó ninguna teología: el infierno esta aquí, es esto, lo único que conocemos, lo cotidiano (como le dice Susana San Juan a Justina: «Yo sólo creo en el infierno»), y la muerte también está aquí, en nuestras narices, aunque no podamos verla o nos neguemos a reconocerla. Y la gran novela sobre la muerte sólo podía ser escrita en un país que le rinde un culto insólito y profundo, cuyos más exacerbados cultores la llaman la «Santa Muerte». Rulfo fue, pues, su médium, un novelista bisoño que se proponía escribir una historia sobre el recuerdo de una niña a la que vio en su infancia, y que se convertiría en el personaje Susana San Juan, y que terminó escribiendo la historia que le susurró la propia muerte al oído.

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La vigencia de los personajes y del mundo creados por Rulfo asombra. Por un lado, con Pedro Páramo reveló el arquetipo del cacique mexicano, mas allá de las épocas; ahora puede tener el nombre de cualquier jefe del narcotráfico, o de cualquier presidente municipal o gobernador perfumado; su esencia pútrida emana de la impunidad («¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros», le dice a su capataz), y esta impunidad a su vez genera crueldad y cinismo. Por el otro lado, está el arquetipo de las desposeídas, a quienes hasta en la muerte sólo les queda la resignación; las sirvientas que funcionan como un coro de Esquilo relatándonos la tragedia de Pedro Páramo y su amor imposible por Susana San Juan, y que ahora podrían ser las madres de las víctimas de la guerra. El México que Rulfo retrata es el de ayer y el de hoy. Por eso la influencia de la novela rebasa géneros. ¿Si no cómo entender la película El infierno (2010), esa macabra parodia de la guerra del narco, dirigida por Luis Estrada, que desde su mismo título («Me cae que esta vida es el cabrón infierno», dice uno de sus personajes) reproduce tantos símbolos rulfianos?

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Pero Pedro Páramo es antes que nada un lenguaje, una prosa. Rulfo era un escritor con un oído y una vista privilegiados, y sobre todo con un sentido de la contundencia y de la concisión que sólo pudo lograr gracias a que cepilló como carpintero febrilmente una y otra vez sus frases. Rulfo explicó que la versión original de la novela tenía trescientas páginas y que finalmente la dejó en ciento cincuenta. La muerte le habló al oído, ciertamente, y le contó la historia, pero sin ese oficio riguroso con el lenguaje, sin esa pasión del orfebre, sin ese apretar y retorcer las frases hasta que gotearan las últimas palabras sobrantes, no tendríamos esa prosa que avanza a punta de restallidos. Las imágenes son implacables: Pedro Páramo era «un rencor vivo»; cuando le llevaron a uno de sus hijos, Miguel, recién nacido, «el muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora»; la voz del ánima que le señala a Juan Preciado la casa de doña Eduviges «estaba hecha de hebras humanas»; el reloj de la iglesia da la hora «como si se hubiera encogido el tiempo»; cuando Juan escucha a los hermanos incestuosos cree descubrir que «las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban»; antes de esfumarse, Damiana dice que «cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace». Y así, cada página del libro se puede espulgar, y lo que sorprende es que el lenguaje logra ese altísimo vuelo sin rebuscamientos, con el habla de todos los días, gracias a una impresionante condensación de las emociones. Detrás de cada imagen hay una idea o intuición, y detrás de estas, el sedimento de una emoción: el desamparo, el dolor, la crueldad, la impotencia, el rencor. Un lenguaje sin adornos, hecho de silencios; un lenguaje con el que Rulfo consigue hacernos oír «el quejido de un muerto».

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Autor: Horacio Castellanos Moya. Título: Roque Dalton: Correspondencia clandestina y otros ensayos. Editorial: Penguin Random House. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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