Hace justo un año, la humanidad al completo, y por primera vez en la historia de forma simultánea, se encerraba en sus casas para tratar de cortar las líneas invisibles de un contagio letal.
Sucedió también algo singular, y fue el hecho de que el hombre, en su encierro, volvió a recurrir a la cultura como medio de supervivencia: el cine, el arte, la música, los libros, unidos al valioso paisaje que cada uno veía a través de su ventana, se usaron como único escape frente al encierro terrible y a la muerte.
Algunos recuperamos en esa clausura lecturas de prisioneros, tratando de encontrar consuelo en aquellos que ya lo habían vivido con anterioridad en el mundo real o en el imaginado: El Vagabundo de las Estrellas, de London, Una partida de ajedrez, de Zweig, De Profundis, de Oscar Wilde. Pero el recuerdo más intenso de aquellos días de encierro está vinculado a la historia desesperanzada del Romance del Prisionero, que a muchos niños de EGB (¡qué tiempos, Dios mío!) nos hacían memorizar en clase:
Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor,
sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión,
que ni sé cuándo es de día,
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero;
déle Dios mal galardón.
No había vuelto a pensar en aquellos versos hasta hace dos días, cuando sonó el timbre de casa y al abrir encontré a dos jóvenes —hombre y mujer—, educadísimos y un poco tímidos, que resultaron ser mis vecinos del piso de arriba. Esta finca que ellos y otras dos docenas de vecinos igualmente desconocidos compartimos en un barrio céntrico de Madrid se abre en el interior a un “patio de manzana” sobre el que asoman, provenientes de una casona vecina propiedad del Ayuntamiento, las ramas altas y copas caducas de tres espléndidos antiguos, esbeltísimos castaños.
La chica me tendió una carpetilla con documentos ordenados, claros, concisos e ilustrados con fotografías pulcramente identificadas donde se veían nuestros tres preciosos castaños y un hombre con una motosierra trepando a ellos.
—Le molesto —dijo la mujer— solo unos minutos para pedirle si por favor pudiera ayudarnos a salvar los castaños.
—Ya intentaron algo el año pasado, dejando de regarlos. Llamamos al 010 y nos remitieron al Departamento de Servicios Técnicos de la junta Municipal de Distrito. Han vuelto a intentarlo hace una semana, enviando a taladores con el argumento de que la nevada pasada los había matado —continuó el hombre— pero no es verdad, los árboles están vivos; algunos tienen ya sus preciosos botones verdes apuntando a la primavera.
Yo no daba crédito. Miraba los documentos llenos de leyes, citas, referencias, llamadas y mails. Aquella abultada carpeta era el fruto de meses de peregrinaciones de estas dos personas, sacando tiempo de su vida, su trabajo, su ocio y su paciencia, desgastándose en despachos y pasillos en la temible administración española, enfrentando su educada timidez y esa constancia abrumadora a la indiferencia de funcionarios, telefonistas, adjuntos, directores, secretarios, voces enlatadas y vecinos de la finca. Levanté la cabeza. Vi dos héroes. Y eso fue lo que les dije.
—Sois dos valientes admirables. ¿Qué tengo que hacer?
Sonrieron.
—Sólo tienes que escribir un mail a AGMAyM – DG Gestión del Agua y Zonas Verdes <dgazv@madrid.es> diciendo que estos árboles están tan vivos como nosotros, y abandonarlos o dejar que mueran va en contra de los artículos 199, 209 y 220 de la Ordenanza de Protección del Medio Ambiente Urbano. Además, están en un suelo que forma parte de la zona verde con protección de nivel 2.
—Lo de nivel 2 es muy importante —recalcó él—. Mientras más vecinos seamos, más nos oirán —concluyó, sonriendo.
—Les apoyaré sin dudar, por supuesto, pero me temo que esta batalla será difícil de ganar si la administración se empeña en talarlos.
—Los hombres elaboran las leyes, pero no pueden estar por encima de ellas —dijo la mujer, socrática, y en su mirada tímida adiviné un fuego de guerrera ancestral. Se quedó pensativa, mirando a algún lugar interior y lejano—. Hemos pasado casi nueves meses de encierro en este piso donde la única referencia con el exterior, con la esperanza, la vida y cuanto de milagroso y completo oculta, eran esos tres castaños. Nos sabemos de memoria el número de sus ramas, la posición de sus brotes, el ritmo de caída de sus hojas; la parte que más les gusta a los gorriones, que aparecen muy de mañana, casi al amanecer, porque luego, sobre las diez, llegan las palomas y los mirlos, que, territoriales, invaden las ramas bajas y el suelo del jardín reclamando la fuerza del más grande.
Hemos visto florecer los castaños para, acto seguido, engordar sus frutos. En las noches de verano, las hojas movidas por la brisa eran el único sonido dulce de una ciudad envuelta en el terror de la peste, y por las mañanas su sombra cubría de frescor las horas centrales. Los conozco mejor que a muchos de los vecinos con los que me cruzo en la escalera o el ascensor. No pueden talarlos así, sin más. Están vivos y lucharemos por estos árboles, con ayuda o sin ella —concluyó.
Cerré la puerta con un mail por escribir y la promesa de este artículo, recordando con una sonrisa aquellos versos del viejo romancero. Esta vez, me dije, el ballestero lo va a tener más difícil, pues no se enfrenta a un prisionero, sino a dos guerreros incansables. Mejor dicho, a tres.
*Las fotografías que ilustran el texto fueron realizadas por estos «guerreros del castaño» y pertenecen a los árboles que se mencionan en el texto.
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