Todo son cautelas llegado el momento de escribir sobre Roman Polański. Pero como el autor de La semilla del diablo (1968) y otras obras maestras es un cineasta estigmatizado, maldito como pocos, no puede faltar en esta serie de artículos. Naturalmente, no es propósito de estas líneas juzgar o justificar los crímenes de los que se le acusa, algunos de los cuales, según algunas legislaciones, han prescrito.
Es más, cuando El pianista (2003), la última obra maestra de Polański, fue nominada a los Oscar, la misma Geimer no dudó, dispuesta a pedir que se dejase a los académicos elegir a los merecedores de las preciadas estatuillas, sin tener en consideración lo que el gran maldito del cine comercial de nuestros días, veintiséis años antes, le había hecho a ella. “Estuvo mal, por supuesto. Pero desearía que regresase a Estados Unidos para que esta terrible pesadilla pueda acabar, por fin, para los dos”. Actrices tan poco sospechosas de ser machistas como Meryl Streep se pusieron en pie para ovacionar al realizador cuando fue distinguido como el mejor director en el reparto. Pero Polański no pudo recoger su Oscar. No puede volver a pisar suelo estadounidense, so pena de exponerse a ser detenido.
De hecho, siempre que se le va a conceder un premio, a la entrada del salón donde tiene lugar el acto, hay una manifestación de mujeres que clama, no sólo contra sus crímenes, también contra su obra. Esto sí que es una condena sin precedentes, inspirada únicamente por el fanatismo, no contemplada ni por los códigos penales. ¿Acaso son culpables de violación los hijos de los violadores? ¿No son las obras los hijos de sus creadores? Particularmente, siempre que tengo noticia de estas protestas, recuerdo la sabia respuesta que me dedicó José Hierro en la Menéndez Pelayo cuando yo —hace ya veintiséis años—, aún inspirado por el radicalismo de la juventud, le pregunté qué cómo había sido capaz de dedicarle unos versos al poeta fascista Ezra Pound. Siendo mi tarea escribir sobre estigmatizados, ya he repetido en estos artículos varias veces su luminosa contestación: “Si Hitler hubiese escrito un buen poema no se vería afectado por su actividad criminal”. En fin, en base a esas cautelas aludidas al principio, puesto ya a ejercer de abogado del Diablo, permítaseme un pequeño circunloquio.
[ttt_showpost id=»157248″][/ttt_showpost]Hay una secuencia en La corrupción (1963), a fe mía la mejor cinta de Mauro Bolognini, en la que Stefano (Jacques Perrin) asiste, junto a sus compañeros de estudios, a las últimas enseñanzas que les imparte el director del colegio que se disponen a abandonar. En esa última lección, el mentor les advierte que, cuando vayan al encuentro con la vida, la descubrirán polarizada bajo dos cosmovisiones. Por un lado, la católica —hablamos de la Italia de los años 60—; por el otro, la marxista. Vuelvo a menudo sobre esas palabras y cada vez me parecen más acertadas respecto a su tiempo. Al igual que reconozco ciertas analogías entre el Lorenzo (Emilio Gutiérrez Caba) de Nueve cartas a Berta (Basilio Martín Patino, 1966) y Stefano, echo la vista atrás y verifico la certeza de esa última lección dictada no sólo a unos personajes, también a sus espectadores.
Todo el occidente cristiano —no sólo las sociedades católicas como la Italia de Stefano y el Madrid (la España) de mi felicísima infancia— desde los años 60 hasta ahora se ha ido secularizando inexorablemente. Desgraciadamente, la despolitización fue más lenta. Finalmente, tras la posmodernidad parecía haberse conseguido cuando ha vuelto bajo el nombre de «activismo». Política y religión son dos formas de una misma trampa porque ambas, en aras de dogmas sumamente parecidos, conducen al fanatismo que condena las obras por los crímenes de sus autores. Pero no divaguemos.
Ya en los años 70, diez años después de aquella última lección del director del colegio de La corrupción, y faltando otro tanto o poco más para que la abominable conciencia política sucumbiese ante la posmodernidad, la cosmovisión marxista se había impuesto a la cristiana. Tanto era así que toda la cultura oficial, más o menos subrepticiamente, era cómplice del estalinismo. De ello, entre otras muchas cosas, viene a dar prueba la reciente desclasificación de las actas concernientes a la concesión del Nobel a Pablo Neruda en 1971. Allí quedan de manifiesto las reticencias de la academia sueca ante los exaltados himnos que el poeta dedicó al Zar Rojo, quien con Hitler es el mayor genocida de la historia de la humanidad. Aun así, se le concedió el premio. He ahí una prueba irrefutable de la complicidad que la cultura oficial de la segunda mitad del siglo XX tuvo con el totalitarismo marxista, quiero creer que en base al pretendido humanismo que se atribuía al comunismo.
Ciertamente, al noruego Kunt Hamsun no se le conocían aún sus futuras filias nazis cuando en 1920 se le distinguió con el Nobel. Sin embargo, es muy probable que, volviendo a los años 70, se le negase denodadamente a Jorge Luis Borges —que tanto reivindicó a Hamsun— por sus simpatías políticas, radicalmente opuestas a las de Neruda.
Particularmente, abomino de igual modo de la política de cualquier signo. Pero hay agravios comparativos que claman al cielo. El poeta chileno gozó de carta blanca para hacer cuanto quiso. No sólo exaltó a Stalin, también violó a una mujer. Sí señor, él mismo lo declara en Confieso que he vivido (Seix Barral, 1974), sus, por otro lado, interesantísimas memorias. El llamado “poeta del amor” se desempeñaba entonces como cónsul chileno en Ceylán (la actual Sri Lanka) cuando la mujer encargada de vaciar su bacinilla —pobre y de color, una paria encargada de tirar sus heces— le gustó tanto que «una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama», escribe, antes de continuar avergonzado: “El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia».
Desde 1974 —tres años antes del escándalo de Polański—, se sabía que Neruda —según confesión propia— era un violador. Sin embargo, no ha sido hasta épocas recientes cuando algunos grupos de mujeres se han manifestado en Chile en contra de que se dé el nombre del poeta a un aeropuerto. En España, los ayuntamientos regidos por el neofeminismo y las autodenominadas fuerzas de progreso siguen dedicando plazas, calles, colegios y cuanto haga falta al poeta chileno. Sólo una compatriota suya, Isabel Allende, ha recordado, también en fechas aún recientes que, además de ser un apologeta del estalinismo y un violador, Pablo Neruda abandonó a su única hija, Malva Marina —nacida de su matrimonio con María Hagenaar Vogelzang en el Madrid de 1934—, porque padecía de hidrocefalia, cuando la pequeña sólo tenía dos años. Ninguno de los crímenes de Pablo Neruda se ha tenido en cuenta por nadie mínimamente riguroso puesto a estudiar la grandeza que entraña su Poema 20. Y así debe ser, porque una de las visiones más equilibradas del amor que haya dado el siglo XX es la de esos versos que rezan: “Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”.
Yo, ya digo, ni quito ni pongo rey. Simplemente constato que a la maldición que pesa sobre Polański —extensiva a su obra por ciertos fanatismos—, hay que añadirle el agravio comparativo. Tiendo a pensar, al margen del estigma que obra sobre él más que sobre ninguno de los creadores que cometieron sus mismos crímenes, que el Polański egresado de Lódź —una de las escuelas de cine más prestigiosas del mundo— era un tipo muy semejante al Alfred de El baile de los vampiros (1967) y el Trelkovsky de El quimérico inquilino (1976), los dos grandes timoratos de las cintas que ha dirigido y protagonizado él mismo.
Antes de que sus apetitos le llevasen al crimen y tras el crimen se le estigmatizase, sólo era un niño francés de origen hebreo. Trasladado a la Polonia que vio nacer a sus padres antes de la guerra, cuando estalló el conflicto perdió a su madre en Auschwitz. Seguro que su vida en la Cracovia tomada por los nazis fue su inspiración para la Varsovia de El pianista. Huido a Wysoka, refugiado allí en la granja de un matrimonio gentil, los Buchala, la suerte que los asesinos de la cruz gamada habían dispuesto para Europa le maldijo a él especialmente un día que, yendo con su bicicleta a coger moras, vio cómo un soldado de la Wehrmacht, que pasaba ocasionalmente en un carro, le apuntaba y disparaba. Salvó su vida escondiéndose entre unos matorrales al borde del camino.
Tiempo después, convertido en el heraldo de la grandeza del nuevo cine polaco de los años 60, Polański se instaló en Londres. Revalidados los primeros aplausos en títulos como Repulsión (1965), que puede entenderse como un díptico junto a El quimérico inquilino, o El baile de los vampiros, dio comienzo su etapa estadounidense con La semilla del diablo. Esta última ha quedado como un verdadero precedente de esas cintas de endemoniados que se enseñorearían del cine de miedo en los años 70. Antes de ello, un auténtico diablo —Charles Manson y su cuadrilla de psicópatas asesinos— se encargaría de recordarle al cineasta que ya era un hombre maldito, asesinando brutalmente a Sharon Tate, su amada esposa, cuando se encontraba en avanzado estado de gestación. Eso fue en 1969.
Y en el 74, como en el 68 lo fuera del cine de endemoniados, Polański se convirtió en el precursor del neonoir con Chinatown, el film que inaugura esa nostalgia del cine negro clásico que dura hasta nuestros días. Cómo olvidar que en La novena puerta (1999), su adaptación de El club Dumas (1993), de Arturo Pérez-Reverte, el cineasta nos presenta a una de las mejores encarnaciones del Diablo vistas en una pantalla. La actriz que incorpora al maligno no es otra que Emmanuelle Seigner, su tercera esposa.
Da que pensar eso de asociar la imagen del amor a la del maligno. Se concluya lo que se concluya, ninguna obra debería ser condenada por los crímenes de sus autores. Afortunadamente, pese a que la norma, en lo que a Polanski respecta no rece para algunos sectores, llevar cuarenta y cinco años maldita no ha impedido que la filmografía de este gran realizador haya sido una de las más largas y sobresalientes de la historia del cine.
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