¿Qué pieza musical escucharías los días previos a tu muerte? Sylvia Plath, en el Londres de 1963, escogió la Grosse Fuge, Op. 133 de Beethoven. En otra época, en otro lugar —concretamente Logroño— y a la edad de catorce años compré Ariel, editada por Hiperión, en un mercadillo de segunda mano. Ávida leí los tulipanes, las anestesias y el vuelo hacia la nada que ya profético anunciaba un desenlace aciago. Nunca llegué a comprender qué significaba todo eso, por lo que arrinconé aquel libro rosáceo y no lo volví a abrir hasta mucho después. Puedo decir que mi despertar poético cognoscente llegó con Lady Lazarus y con Hastío, de Carmen Jodra —que aún hoy sigo recitando—, pues ya se sabe que en la adolescencia está de moda ser baudeleriana. Y desde aquí, escribo.
Rememoro conforme escribo una conversación reciente sobre el binomio Plath-Hughes que tuve recientemente con un amigo. Él me decía que “una de las mejores cosas que ha hecho el feminismo —o el sentido común— ha sido revertir el eclipse Ted Hughes – Sylvia Plath a Sylvia Plath – Ted Hughes”. Ambos coincidíamos en que tanto Hughes como Plath fueron las voces de su generación y, por tanto, desde un plano hermenéutico, no sería justo boicotear la poesía de Hughes. Pero ah, con el canon hemos topado. Cuántas veces habremos oído eso de que sin Hughes no habría Plath, o de que Plath fue la esposa de. Además, pasa con ella lo mismo que con Dickinson, Shakespeare o Lorca: enaltecemos la figura del poeta extinto bien por la razón de su muerte o bien por la naturaleza de su recluida existencia: ¿misteriosa, oscura, o simplemente apartada de los focos? Hemos convertido a Sylvia Plath, sí, nosotros, igual que hacemos con Poe, Austen o Safo —esto no lo digo yo, lo muestra Redbubble— en una suerte de souvenir: llevamos a colosos poetas colgando de las mochilas reducidos a chapas —¿horrocruxes?—, de los hombros salen sus versos en bolsas de tela. Los exhibimos sin vergüenza ni permiso en camisetas de algodón para alardear de nuestros gustos, o simplemente para hacernos los chulos porque no nos interesa su literatura, pero sí dárnoslas de intelectualoides modernetes. Todo esto a una cierta edad imagino será hecho a conciencia, pero yo confieso que en esa adolescencia pseudo-maldita también convertí a escritores en productos. Este bautizar a poetas malditos —por malditos digo muertos jóvenes, en extrañas circunstancias u obsesionados con la muerte— en estrellas de la cultura pop, ¿no tendrá algo de morbo? ¿No es morboso y carroñero vestir con la imagen de un horno y que de su humillo salga «Dying / Is an art, like everything else. / I do it exceptionally well.»? A todo esto, dice Peter Davidson que este culto obsesivo y superficial por Sylvia Plath “está resultando contraproducente, achabacanando su verdadero y notable valor”. Amén.
Como Christina Rossetti, silenciada por los titanes prerrafaelitas, nuestra poeta de Boston entendió que no ser la primera era lo realmente difícil. En sus diarios, Plath imprime inmortal su sentimiento de liberación cuando Hughes sale de casa y la deja tranquila. Es, al contrario que Rossetti, plenamente consciente de la posición que ocupa en el grueso de la literatura norteamericana en la década de los 50 y se muestra “ávida, impaciente, convencida de [su] don”, sintiéndose deseosa y motivada por perfeccionar su escritura, por eclipsar a sus contemporáneos. Pero ah, la sombra de Ted Hughes, que también, como un coloso, asfixia aun en la distancia. La sombra de Ted con su violencia adánica, el fallecimiento del padre, la severidad de la madre, la depresión, la autoexigencia, la sexualidad, la maternidad o la carrera literaria… alicientes todos para acabar escribiendo que la mujer alcanzaría la perfección una vez muerta. Si no es esta la voz de una generación, que baje Ted Hughes y lo vea.
Cincuenta y nueve años después de su muerte —es decir, ahora podría tener noventa años— escucho Sylvia, de The Antlers, y pienso en cómo se desgarra aún su poesía, único umbral donde verter una vida ardua y maltratada. O donde verter ese “chorro de sangre”, como ella misma denominaba a su explosión creadora a caballo entre la vida —los partos, la maternidad— y la destrucción —la depresión, el suicidio—. Inconscientemente dibujo una analogía con Alejandra Pizarnik, porque si algo nos hace humanos es la capacidad de correlacionar. ¿Habría leído Plath antes de morir esos versos de Pizarnik que dicen: “Sin labios para recoger el zumo de las violencias / perdidas en el canto de los helados campanarios […]. / Sin manos para decir nunca […] para regalar mariposas / a los niños muertos? Y si es así, ¿podría haber encontrado consuelo? ¿Acaso leyó Lorca The Waste Land antes de escribir Poeta en Nueva York? Comparat/is(t)mos que me gusta anudar sobre todo hoy, 11 de febrero, porque Sylvia Plath murió probablemente pensando en que vendrían a buscarla (esa nota para el médico…), tal vez diciendo para sí: “Y yo / Soy la flecha, / El rocío que vuela / Suicida, unánime a la calzada / Hacia el rojo / Ojo, caldero de la mañana”. Tal vez tarareando un Opus 133 en la lejana memoria de una casa ya huérfana de madre y de leche.
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