El futuro del mundo
En los últimos meses del infausto 2020, Elvira Lindo publicó un librito, en edición no venal, en el que reflexionaba sobre el hermanamiento entre la literatura y la música y cómo su unión alcanza una de sus sublimaciones más perfectas en esas canciones aparentemente inocuas que surgen de forma espontánea en algún corrillo y se van incorporando poco a poco al imaginario colectivo. Ese pequeño ensayo se ha convertido ahora en un espectáculo en el que la propia Lindo y el pianista Antonio Galera funden palabras y armonías durante poco más de una hora para hacer aún más explícito ese vínculo, entretejiendo un discurso en el que desfilan los nombres de Federico García Lorca, Manuel de Falla y Antonio Machado —también el seudónimo del padre de éste, el folclorista Demófilo, uno de los primeros investigadores que de forma sistemática recogieron esas piezas populares que eran a la vez de todos y de nadie— y que reivindica a su modo el ideario viejo, que no anticuado, de la Institución Libre de Enseñanza, aquel colectivo que aglutinó a personas sabias y buenas en la convicción de que una sociedad sólo puede abandonar la mediocridad y la miseria si convierte la educación en un fin con validez universal y abre con ella las puertas que conducen hasta las diversas manifestaciones de eso que llamamos cultura. Se critica mucho esa distinción entre ciencias y letras que obliga a los estudiantes a elegir entre unas y otras cuando aún tienen edades demasiado tempranas para tener claro el campo hacia el que volcarán sus intereses, pero se habla menos de la brecha que —a menudo desde las instancias académicas que más deberían velar por preservar la unión entre unas y otras— se deja abierta entre las propias disciplinas intelectuales y artísticas, como si las manifestaciones pictóricas no tuviesen nada que ver con las literarias, la música siguiera derroteros distintos a los que rigen la arquitectura o la filosofía resultara absolutamente ajena a los argumentos cinematográficos o al desarrollo de los videojuegos. Se han ido aislando así, en compartimentos estancos, lo que no dejan de ser partes de un mismo todo, ése que conforman las distintas vías por las que la humanidad ha ido encontrando los cauces para dejar constancia de sus inquietudes y sus temores, sus fracasos y sus anhelos, y en ocasiones se da de manera soterrada una competición absurda entre unos y otros, igual que si el valor cultural de Mozart fuera superior al de Shakespeare o la aportación que a la belleza universal hizo Miguel Ángel palideciera en comparación con lo que al ramo del conocimiento pudieron aportar Kant o Descartes. Ahora que se habla tanto de guerras culturales —una expresión que me resulta antipática, por razones tan numerosas que ni siquiera me apetece desgranarlas en este apunte—, quizá convenga plantearse por qué en el microcosmos de las artes y las letras los creadores y los intérpretes optan por hacer la guerra por su cuenta, cada uno desde su trinchera respectiva y sin interesarse lo más mínimo por lo que ocurre en la de al lado, igual que si habitasen esferas ajenas e incomunicadas. Como si no hubieran sido nunca niños que, antes incluso de aprender a leer, se entretenían mirando libros ilustrados o se dormían al arrullo de las nanas que les cantaban sus madres o sus abuelas mientras apretaban sus pequeñas manos, ésas en las que, tal y como dice Elvira Lindo al final de su monólogo, estaba y está el futuro del mundo.
La cuestión de las lenguas
Ni vi un solo segundo del renacido festival de Benidorm ni he escuchado las canciones que compitieron en él —tampoco la que ha sido elegida para participar en Eurovisión—, pero sí ha suscitado mi atención que se cuestionara la idoneidad de que una letra en gallego representara a España en un concurso internacional. Más allá de que el tema recordara aquella negativa del régimen franquista a que Joan Manuel Serrat concurriera a ese mismo certamen con una pieza cantada en catalán y de que sólo quepa calificar la expresión de «idioma inventado» —que, según creo haber leído, pronunció un miembro del jurado— como fruto de la estulticia o la ignorancia, no deja de sorprenderme que quienes más insisten en que Galicia, Euskadi y Cataluña deben sentirse parte de España no se cansen nunca de referirse a las lenguas de esos territorios como algo absolutamente ajeno a nuestro acervo. Que Alfonso X escribiera sus cantigas en gallego o que una figura tan importante para la lírica medieval como Ramón Llull desarrollara su obra en catalán, en un tiempo en el que ambos idiomas se consideraban tan vulgares como el castellano, debería servir para eliminar prejuicios y comprender que no hay lenguas mejores o peores que otras, aunque no sé si el nivel intelectual de quienes se empeñan en despreciar lo que desconocen podrá dar algún día para tanto. Lo que me sorprende es que quienes se muestran reacios a reconocer la entidad de los idiomas que comparten dominio lingüístico con el español en un buen número de comunidades autónomas no parezcan tener el menor problema en que el inglés esté penetrando en el vocabulario y la gramática de la gran lengua común igual que un elefante en una cacharrería, retorciendo su sintaxis y suplantando términos perfectamente válidos por otros que a menudo se infiltran de un modo tan arbitrario como acrítico. Quienes se erigen a sí mismos en defensores de la pureza lingüística deberían preguntarse si realmente el gallego, el euskera o el catalán —me estoy refiriendo sólo a las lenguas oficiales, se podrían añadir el asturiano o el aranés— constituyen un riesgo para la supervivencia de la lengua española, y si mientras ellos se obstinan en plantar cara a rivales imaginarios no estará otro enemigo, éste real y mucho más fuerte, atravesando las murallas y atacando desde dentro.
Ustedes dirán qué hacemos
Siempre me inquieta que me inviten a impartir talleres de escritura o conferencias en las que se supone que debo o bien animar a otras personas a que se lancen a escribir o bien aportar algunas claves acerca de mi oficio. No es una cuestión de timidez ni de humildad: es que no considero que sea la persona más indicada para llevar a cabo esa misión. Cuanto más escribo, menos seguro estoy de saber hacerlo, y a medida que crece esa inseguridad se incrementan las dudas acerca de mi capacidad para explicar a otros cómo se hace. Sólo me consuela la certeza de que mi dolencia anda muy extendida por el gremio, supongo que porque es imposible sistematizar algo que, observado desde la frialdad aséptica de la técnica, carece de la menor lógica, por muchas herramientas de las que se disponga. Al poeta Nicanor Parra le pidieron una vez que diera un curso de escritura creativa. Era ya una figura consagrada de las letras chilenas, sus versos andaban por todas partes, lo adornaban premios y condecoraciones, su nombre había sonado para el Nobel alguna que otra vez. Cuando llegó al aula donde aguardaba un puñado de alumnos expectantes, puso sobre la mesa el montón de libros que traía bajo el brazo, los miró muy serio y dijo: «Bueno, señores. Ustedes me dirán qué hacemos, porque yo no tengo ni idea.»
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