Recuerdo haber visto La ira de Dios (Ralph Nelson, 1972), la última cinta que contó con Rita Hayworth en su reparto, el año de su estreno en la cartelera madrileña, que tuvo lugar en el Coliseum —la primera sala de la Gran Vía— en diciembre de 1974. Yo no era cinéfilo todavía. Tan solo un espectador entusiasta —dos o tres películas a la semana— que leía con avidez la queridísima enciclopedia El cine (Buru Lan, 1973), primer texto del culto, pilar del canon. Y, además de aquel júbilo incomparable que me proporcionaba ir al cine, las actrices con encanto, que menudeaban en la pantalla de entonces, ejercían un prodigioso magnetismo sobre mí.
Las de los años 40, las del Hollywood clásico en general (1930-1950), empezaban a ejercer una fascinación sublime sobre mí cuando vi La ira de Dios. Al encanto de las interpretes contemporáneas, esas del cine antiguo sumaban el embrujo de lo pretérito. Empezaba a descubrirlas entonces en algunas emisiones televisivas. La primera fue Gloria Grahame: me dejó loco en Una aventura en Macao (Josef von Sternberg, 1952); otro tanto me pasó con Madeleine Carrol en la segunda versión de El prisionero de Zenda (John Cronwell, 1937). Y el musical empezó a gustarme en una Semana Santa de los primeros 70 que, no sé por qué, en el UHF —que se llamaba entonces a La 2— en lugar de los peplums bíblicos habituales, programaron aquellos títulos legendarios que el gran Mark Sandrich rodó para mayor gloria de Fred Astaire y Ginger Rogers: La alegre divorciada (1934), Sombrero de copa (1935), Sigamos a la flota (1936)… Aún no era cinéfilo —ya digo—, apenas sabía lo que era una secuencia. Pero la de Ginger bailando junto a Fred Cheek to Cheek en Sombrero de copa, se me antojaba la mejor danza jamás filmada por un tomavistas.
Rita Hayworth aún era una referencia en ciernes en mi mitología personal. Mucho tiempo después, cuando me hice cinéfilo a comienzos de los 80 y empecé a llamar “filmes” a las películas —lo de “cintas” fue muy posterior— supe que, cuando aquella pareja fabulosa que fueron Ginger y Fred —quienes se odiaban cuando acababa el baile— decidieron no volver a trabajar juntos, Rita fue la única actriz que dio la talla puesta a bailar con Astaire. Recordémosles en Desde aquel beso (Sidney Landfield, 1941) y Bailando nace el amor (William A. Seiter, 1942). Y eso que el bailarín contó con compañeras tan cautivadoras como Cyd Charisse, una de las mujeres con las piernas más largas de todo el musical estadounidense.
Sin embargo, a Rita Hayworth se la recuerda por las maldiciones que sufrió y los estigmas que la impusieron. Raro es el pedestal, sobre los que elevo mis mitos a mi panteón cinéfilo, carente de fisuras. En el de la inolvidable interprete de Gilda (Charles Vidor, 1946) hay tantas que, a medida que las fui advirtiendo, comencé a considerar la posibilidad de que, aquel impresionante título de Nelson, La ira de Dios —un rutinario western, ambientado en el Méjico insurgente de los años 20 del siglo pasado, empero la hipérbole del lema— fuera una alusión directa al destino de Rita Hayworth. En sus secuencias, la antigua diva del Hollywood de los 40 incorpora a la señora de la Plata, una hacendada del lugar que, dedicada a sus plegarias y sus beaterías, ignora las impiedades y los crímenes que perpetra su gente. Siempre que entra en campo, la señora parece ausente. Pero no es interpretación. No es ni siquiera ese delirio alucinado de Klaus Kinski convenciéndose a sí mismo de ser la cólera de Dios para que Werner Herzog le rodase en su recreación de Lope de Aguirre en la cinta dedicada al conquistador español. Rita Hayworth, en su última película, ya sufría el mal de Alzheimer que habría de llevarla a la tumba quince años después. Pero nadie se lo diagnosticó. Se creían que estaba borracha, que tenía una petaca —como Adelaide Geary, su personaje en Llegaron a Cordura (Robert Rossen, 1959)— y que el frasco le hacía olvidarse del guión.
Ya en 2013, tuve oportunidad de entrevistar a José María Íñigo con motivo de la publicación de La tele que fuimos (Ediciones B), sus memorias catódicas. Entre los recuerdos no podían faltar los de sus célebres entrevistas en directo en los años 70 —Uri Geller haciendo que la audiencia doblase las cucharas, Chavela Vargas borracha cantando dos veces la misma canción, Joan Báez dedicándole un tema a la Pasionaria…— y entre aquellos hitos de la antena española no podía faltar el de una entrevista en Directísimo a Rita Hayworth. Quise saber sobre aquello, di por sentado que iba bebida y él, con muy buen criterio, me corrigió y me habló de su enfermedad: “Aquello fue imposible. No estaba en condiciones de contestar a las preguntas y, para evitar destruir su imagen, se optó por cortar la charla a los pocos minutos de comenzarla”.
Uno de los grandes embustes en torno a la creación artística y literaria es la lucidez del alcohol, repito una vez más. Ahora bien, hay excepciones. William Faulkner, Jack Kerouac, Malcolm Lowry —aunque Kerouac se mató bebiendo y el gran Malcolm prendió fuego a su casa en un ciego—. Me descubro —como esta serie de artículos demuestra— ante quienes son capaces de disfrutar del don de la ebriedad sin desbaratar la realidad hasta el desastre. Con todo, eso de atribuir cierto alcoholismo a alguien que no bebía, me parece una falsedad censurable. Lo hice en su momento con Rita Hayworth para elevarla a mis altares, que solo atienden a la belleza sin ética, ni al bien ni al mal, y me arrepiento. Si ella sigue bailando en algún sitio, ruego a quien proceda que le lleve mis disculpas.
La de Rita Hayworth fue una estrella fugaz, con más estigmas que reconocimientos. Nacida en Nueva York en 1918, el primero en estigmatizarla fue su propio padre, el bailarín español Eduardo Cansino Reina. La futura Diosa del amor, que la llamarían en el Hollywood de los años 40, solo era una niña de trece años cuando su progenitor la hacía pasar por su mujer para explotarla laboralmente y abusar de ella sexualmente. Llegó a Hollywood como integrante de una compañía de baile español, aunque, al ser pelirroja, fueron muchos los realizadores que la hicieron pasar por irlandesa. Para Howard Hawks, sin ir más lejos, fue la Judy MacPherson de Solo los ángeles tienen alas (1939).
De una u otra manera, sus dotes para la danza y su distinción no tardaron en abrirle el camino, como bailarina y en pequeños westerns. En gran medida se casó con su primer marido —Edward C. Judson— para huir de su padre. Y fue Judson quien, en 1938, le procuró un contrato con la Columbia. Ya estrella de este estudio, vinieron esos musicales protagonizados junto a Fred Astaire.
Pero la fama mundial le llegó como protagonista de un noir clásico, ambientado en Argentina, que hubiera hecho feliz al doctor Freud. Se trata, de un modo tácito, del retrato de un memorable complejo de Edipo: Gilda. Convertida en todo un mito erótico merced a la secuencia en que, al bailar, se quitaba un guante negro, de seda y largo. Aunque aquí en España la cinta paso la férrea censura, topó de lleno con la, aún más férrea, moralidad del nacionalcatolicismo. Sus jóvenes más exaltados, acudían a las salas donde se proyectaba Gilda para arrojar botes de pintura sobre los carteles que anunciaban las películas y cantar sus himnos ante esa encarnación del mal que era Gilda/Rita. Por muy españoles que fueran sus orígenes, los nacionales escandalizados con la secuencia del baile, hicieron del personaje y la actriz que lo incorporaba la más genuina representación del mal. A buen seguro que todos aquellos, que rezaban el rosario frente a los cines, aplaudieron aquella bofetada que Johnny Farrell (Glenn Ford) propinaba a Gilda perturbado por los celos. Fue aquel un golpe que hoy, bajo ningún concepto, se hubiera consentido.
Rita era la imagen por excelencia de la mujer sofisticada de la segunda mitad de los años 40: se puso su nombre y se dibujó su imagen en una bomba atómica experimental, lanzada sobre el atolón de Bikini, y se subió una copia de Gilda a los Andes, para conservarla en el hielo para las generaciones venideras, si llegaba a producirse el holocausto nuclear. En fin, Rita Hayworth era un auténtico mito cuando la ira de Dios cayó sobre ella por primera vez.
Orson Welles, el segundo marido de la actriz, como el gran revolucionario del cine de la época que había demostrado ser, era considerado un sumo hacedor, una suerte de dios, pagano, pero dios al cabo, del Hollywood de los 40. Ya maldito él mismo por los magnates, el realizador tuvo tiempo de estigmatizar a Rita Hayworth. Puesto a ello, a modo de despedida de los tres años que pasaron juntos, el maestro le confió el personaje de Elsa Bannister en La dama de Shanghái (1948). Con tal motivo, le cortó el pelo, se lo tiñó de rubio platino y la mató a tiros en la célebre secuencia de la galería de los espejos.
Elsa no murió sola, con ella también sucumbió el mito de la mujer fatal, que se tornó un personaje aborrecible a los ojos de los hombres, por obra y gracia de esa suerte de sumo hacedor que fue su ya exmarido. En ciertos aspectos, podría decirse que la ira de Dios cayó entonces sobre Rita Hayworth por primera vez. El resto fue el declive, prolongado hasta la segunda ira, del que yo solo salvaría Pal Joey (George Sidney, 1957). Fueron también nuevos maridos como el Ali Khan, pero en lo que al cine respecta, poco más.
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