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"Revolución": El hombre que mira - Zenda
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«Revolución»: El hombre que mira

«A veces los de abajo me caen mejor que los de arriba», dice el joven ingeniero español Martín Garret a Pancho Villa un día de 1911 en Ciudad Juárez. «¿Solo a veces?», le responde el histórico líder revolucionario. «A menudo», corrige Martín. «Ahí lo dijo derecho, amiguito», aprueba Villa, complacido. Durante toda su carrera como...

«A veces los de abajo me caen mejor que los de arriba», dice el joven ingeniero español Martín Garret a Pancho Villa un día de 1911 en Ciudad Juárez. «¿Solo a veces?», le responde el histórico líder revolucionario. «A menudo», corrige Martín. «Ahí lo dijo derecho, amiguito», aprueba Villa, complacido.

Durante toda su carrera como reportero de guerra, Arturo Pérez-Reverte siempre encontró más tiempo para reflejar en sus artículos las palabras de soldados u oficiales de menor graduación que las de grandes mandatarios, y no porque acceder a estos fuera más difícil (de hecho, a menudo, sus ganas de salir en los papeles lo habría puesto fácil), sino porque son los que cuentan la verdad de lo que pasa sobre el terreno. Y por ahí precisamente es por donde Garret («¿qué hago yo aquí, si soy de Linares?», llegará a preguntarse alguna vez) se ve atrapado en la Revolución Mexicana de principios del siglo XX. Desocupado porque los alborotos han cerrado las minas donde trabaja, empieza a oír tiros, se asoma a ver qué pasa (con la curiosidad y la ignorante osadía de sus 24 años de edad) y cuando un espabilado mayor de brigada se da cuenta de que sus conocimientos sobre explosivos pueden resultar útiles a los rebeldes, ya no queda marcha atrás. Se confesará «horrorizado y excitado» al mismo tiempo, sí, pero a la vez impelido sin remedio a seguir adelante. Además, dicen los pinches güeros de la Unión Americana que en las catástrofes hay dos tipos de personas: las que corren de ellas y las que corren hacia ellas. Martín, atraído hacia lo segundo, empieza a averiguar tantas cosas sobre sí mismo, cuanto más se ve sumergido en ellas, que precisamente por eso mismo la fascinación aumenta. El propio Pérez-Reverte dice siempre que las guerras (que por otra parte odia, en contra de las caricaturas que a veces lo pintan al revés) es donde se ve cómo es cada uno, y que son algo que aumenta y saca a la superficie lo que cada uno lleva dentro: generosidad, cobardía, valentía, egoísmo, afán de medro… Como la vida «normal», pero multiplicado. «La balacera lo pone caliente», le llegará a decir Villa.

En su recorrido por México durante los años siguientes, Martín pasará por su «viaje del héroe», o su camino de Bildungsroman, o cualquier otra forma literaria que se prefiera usar para calificarlo, intensificando ese nuevo conocimiento de sí mismo con el de varios hombres y mujeres. Entre los primeros hay más revolucionarios, algunos más de fiar que otros, y varios personajes de más alcurnia, a los que tiene acceso debido a sus conexiones como ingeniero, la mayoría de ellos buscando ver cómo pueden sacarle partido a sus relaciones con este peculiar protagonista, fiable en lo profesional y a la vez con las agallas para pasearse por el lado más peligroso de la vida sin tener por qué. Porque por mucho que Martín responda a las preguntas sobre qué pinta allí con un lacónico «no tengo otro sitio donde ir», se le recuerda en varias ocasiones que cuando quiera puede comprar un billete de tren para salir del país, y el mismo Villa incluso le llega a decir que «hay toda una España para recibirlo, si quiere». Quienes realmente no tienen otro sitio donde ir son los mexicanos que llevan generaciones sufriendo hambre, penurias, violencia y maltrato, incluso siglos después de que ya no los gobernaran ni mayas ni aztecas ni españoles.

Y entre las segundas, tres mujeres en concreto. Una es Maclovia Ángeles, la soldadera que sigue fiel a su marido revolucionario de batalla en batalla. Indígena pura, taciturna, hacendosa, seria, cargada como una mula y siempre lista con unas tortillas de maíz con carne y trocitos de papa, es objeto de fascinación para Martín, principalmente por poder conocer a través de ella una parte de la experiencia humana que nunca se habría imaginado. Otra es Yunuen Laredo, lo opuesto en la escala social: una hermosa joven de ascendencia mixta, de rasgos indios pero ojos azul cuarzo, posiblemente resultado de algo como lo que ocurrió en otro relato de Pérez-Reverte, ambientado durante la época de Hernán Cortés y titulado, precisamente, Ojos azules. Aparte de encarnar, en opinión de Martín, al propio México, Yunuen también representa el mundo por el que Martín debería estar moviéndose de no ser por la revolución (recogiendo lo que dijimos al principio, Martín lo matiza más tarde diciendo que él pertenece «a los del medio, pero viniendo de abajo», en concreto viniendo de familia de mineros silicosos en La Unión, entre otros sitios). Las experiencias por las que pasa el joven le dan un aire de peligro excitante que atrae cierta atención entre la gente de alto copete, tanto masculina como femenina, que lo hacen descollar entre los demás gallos del corral, aunque si eso llevará a considerarlo o no un buen partido, eso ya es otra conversación. Y por último está Diana Palmer, una periodista estadounidense, con el nombre de la novia del Hombre Enmascarado (el primer «amor de cómic» de Pérez-Reverte), con el aspecto de toque masculino ya habitual en las novelas del cartagenero, y con el tono de arrestos de pioneras clásicas de aquella época como Nellie Bly. Esta será la más difícil de aquilatar por parte de Martín, ya que a veces sus encuentros son más bien desencuentros, pero todas ellas contribuyen, desde el punto de vista de él, a darle una visión de las cosas desde miradas diferentes. Y se vuelve así a confirmar la gran importancia que Pérez-Reverte da a sus personajes femeninos.

Famosos son también en las novelas de Pérez-Reverte sus «héroes cansados», con mucha experiencia vivida y muchas ideas de juventud ya descartadas o reformadas. Garret representa, en este caso, el principio del viaje, el joven que se es antes de cansarse. El propio autor ha dicho que sí le ha prestado varios detalles de su propia biografía o, más bien, el tono de cómo se pasa de saber poca cosa a saber que poco se sigue sabiendo todavía (pero al menos más que antes). Sin embargo, no ha de confundirse esto con una autobiografía camuflada, y mucho menos una «autoficción». Estos toques pueden ir desde un detalle extraordinariamente específico, como pensar en que tu frente se va a chocar contra la pared si te colocan cara a ella para dispararte (Nicaragua, 1978), pasando por la revelación de ver a aguerridos guerreros, salvadores de tu vida, convertirse en violadores y asesinos en el mismo día unas pocas horas más tarde (Eritrea, 1977), hasta llegar a grandes ideas universales como la pasar por «un aprendizaje valioso para quien de un modo u otro, sin engañarse a sí mismo y dispuesto a pagar el precio, fuese capaz de advertir las líneas y curvas, ángulos y azares sujetos a reglas implacables bajo la bóveda fría de un cielo sin dioses». Para más detalles, véase El pintor de batallas.

Pérez-Reverte ya había usado México como lugar de inicio de una novela anterior, La Reina del Sur (cuya tercera temporada «oficial» en versión de telenovela, con Kate del Castillo aún al frente, se ha estrenado, por cierto, este mismo mes), y siempre ha dicho que si fuera mexicano nunca se le acabarían las ideas para novelas. También ha mostrado siempre un gran interés por el habla de la calle, desde la germanía del siglo XVII para la saga Alatriste (a la que incluso dedicó su discurso de entrada en la RAE) hasta lo más cheli del Madrid de los 90, que llevaba a la radio en el premiado programa La ley de la calle, pasando por la increíble creatividad del lenguaje mexicano. Y por mucho que se disfrute que la trama esté bien trabada, con batallas y misterios expertamente repartidos por las casi 500 páginas de Revolución, va a ser difícil, creo yo, que la parte favorita del libro, para casi todos los lectores, no sean las frases hechas, los refranes y las impagables réplicas de muchos de los personajes locales, entre ellos principalmente el simpar Genovevo Garza, a quien, lisa y llanamente, se echa de menos siempre que no está en escena. Garza tiene el grado de mayor en una brigada de revolucionarios, cuya viva imagen representa: valiente, bigotudo, canana doble cruzada al pecho, con su soldadera, Maclovia, siempre detrás de él con un plato listo de tacos de cecina y frijoles. «Los que quieran juntársenos pa pelear contra quienes exploten y humillan al pueblo, vengan a este lado». Y si disparar sus armas no se le da mal, sus balas verbales no le van a la zaga, con un arsenal inagotable de «dijendas», como las llamaría Ramón J. Sender. La favorita de Pérez-Reverte parece ser «aquí van a faltar sombreros», cuando se alude a una más que posible serie de muertes cercanas, pero también sobresalen muchas más. Su apellido es homenaje a Alejo Garza, otro mexicano, de cien años más tarde, cuya historia de hombre de hígados merece leerse entera sin necesidad de resúmenes.

Decir que el lugar donde ocurre una historia es un personaje más de ella es uno de los grandes topicazos al comentarlas, pero aquí sí que se llega hasta el punto de incluir el tema de qué es México y cómo definirlo en muchas conversaciones. Es un sitio donde Garza dice que «sólo mama el que tiene chiche, y los dueños son sanguijuelas». Diana Palmer, cuyo oficio es precisamente contar las cosas claras, llama a todo el país «bárbaro» y «tierra criminal y disparatada», ve «demasiada injusticia y hambre acumulada, demasiada desesperación», y por seguro que le parece un lugar que «no es un juego». A pesar de todo, de su boca sale una reflexión que comparte el propio autor: «Aquel país está maldito, y buena parte de la culpa la tenemos los norteamericanos». «No me gusta lo que los estadounidenses hacemos con México». Una serpiente de moqueta como Emilio Ulúa acude a que «en México se mata fácil» para complementar sus amenazas de salón, y Jacinto Córdova lo llama «singular, violento y raro». Raúl Madero lo considera «desgraciado» y «siempre enfermo de sí mismo». La propia Yunuen, desde su atalaya protegida, y por eso a la vez no libre de ataques, dice que «en México acabas por acostumbrarte a la violencia. Por encontrarla natural, como si formara parte del paisaje». «¿A quién puede gustarle este disparate?». Y su madre, doña Eulalia, señala que «la resignación en una mujer no depende de su posición social. Por desgracia, las mujeres en México lo sabemos bien». Martín, por su parte, reflexiona que México es un «perpetuo sobresalto» donde «las campesinas envejecían con rapidez», donde «nada acaba del todo, siempre vuelve a empezar» y que «es una buena escuela para alguien que mira». Al final, tras cada vez que se menciona al país, no hay otra manera de resumirlo que simplemente: «Esto es México».

«Claro que valió la pena», será el resumen final de Martín, hecho a la misma edad a la que Arturo Pérez-Reverte dejó de ser reportero de guerras y se puso a escribir novelas con lo que le habían dejado en la mochila y en la mirada.

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