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Retrato del reportero adolescente, de Rafael Narbona - Zenda
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Retrato del reportero adolescente, de Rafael Narbona

Corre el año 2007 y llega a oídos de Rafael Narbona que Tintín podría encontrarse en una residencia de la tercera edad de las afueras de Bruselas. Le han asegurado que el famoso personaje de Hergé no es una criatura imaginaria, sino un periodista real que protagonizó algunos de los hitos del siglo XX, como...

Corre el año 2007 y llega a oídos de Rafael Narbona que Tintín podría encontrarse en una residencia de la tercera edad de las afueras de Bruselas. Le han asegurado que el famoso personaje de Hergé no es una criatura imaginaria, sino un periodista real que protagonizó algunos de los hitos del siglo XX, como el primer alunizaje.

Narbona se desplaza a Bruselas y allí se encuentra con un viejecito extraordinariamente parecido a Tintín, pero que niega ser él. Sin embargo, se ofrece a hablar del joven reportero del mechón pelirrojo, pues admite que lo admira y conoce muy bien sus aventuras. El viejecito, que dice llamarse Niemand, trabajó como periodista y entrevistó a grandes figuras, como Lawrence de Arabia, Churchill, Mishima o John Le Carré. Durante tres meses, Narbona y Niemand analizarán los álbumes de Tintín y los grandes acontecimientos de su época: el colonialismo, el racismo, la Segunda Guerra Mundial, la Shoá, el tráfico de drogas, los hallazgos arqueológicos, la conquista del espacio. La identidad de Niemand quedará suspendida en el misterio. ¿Se trata realmente de Tintín o de un simple sosias? Las fronteras entre sueño y realidad se difuminarán en una peripecia que oscila entre el examen crítico del pasado, la reflexión moral y la nostalgia de la niñez.

Zenda adelanta el primer capítulo de Retrato del reportero adolescente, de Rafael Narbona (PPC Editorial).

***

1

ENCUENTRO EN BRUSELAS

Cuando Álvaro Delgado-Gal me llamó por teléfono y me dijo que creía haber localizado a Tintín en una residencia de la tercera edad ubicada en un popular barrio de Bruselas, no me sorprendí, pues mi antiguo profesor de lógica siempre había poseído una asombrosa habilidad para abrir las puertas más insospechadas. Aún recuerdo sus dilatadas conversaciones con Ratzinger. Poco después de ser elegido papa, lo invitó a Roma y platicaron de temas que solo ellos conocen, pues sus encuentros nunca salieron a la luz. Yo me preguntaba de qué podrían hablar un escéptico y un tímido teólogo que había llegado a la cúspide de la Iglesia católica. ¿Quizá de lógica y mecánica cuántica? ¿O tal vez de arte? Hijo del pintor Delgado Ramos, Álvaro quizá abordó el conflicto entre la idea y su ejecución material, rozando planteamientos neoplatónicos. O quizá reflexionó sobre el expresionismo como técnica pictórica para captar y reproducir el paisaje de Castilla. Puede que solo hablaran de trivialidades. Los hombres que ejercen tareas intelectuales muchas veces se complacen con lo sencillo y pueril.

La llamada telefónica de Álvaro se produjo –si mi memoria no me engaña– en 2007. Hacia febrero. Lo recuerdo porque ese invierno fue particularmente frío, y en Madrid afloró la inclemencia del páramo castellano, que suele pasar inadvertida por el estrato de hormigón y asfalto que cubre su relieve. Álvaro me relató su descubrimiento con ese discreto entusiasmo que acompaña a los caracteres templados, prohibiéndoles expresar sus emociones de forma ruidosa y vehemente.

–No estoy seguro, pero creo que es él. Siempre sospeché que no era un personaje de ficción, sino alguien real. Ahora tenemos la oportunidad de comprobarlo.

Eché cuentas y calculé que, si realmente se trataba de Tintín, debía rondar los noventa y tres años. Su primera aparición pública tuvo lugar en 1929, cuando tenía dieciséis. Me pregunté si conservaría su lucidez. Siempre había soñado mantener con él una larga conversación, preguntándole por su papel en siglo XX. Tintín pertenece a la galería de grandes personajes de una época particularmente convulsa. Su genio está a la altura de John Reed, Hemingway, Lawrence de Arabia o Churchill. Álvaro me dijo que había comprado un billete de avión para mí y que podía facilitarme el dinero necesario para pasar una noche en un hotel de tres estrellas. Me pidió que le hiciera una entrevista para publicarla en Revista de Libros, cuya dirección había asumido desde sus inicios. En esas fechas, yo ya no era un estudiante de filosofía, sino un profesor de filosofía que había saltado al periodismo, huyendo de la estridencia de las aulas.

–Será una gran exclusiva –dijo Álvaro, por entonces y aún hoy mi jefe, un cargo que siempre ha ejercido con notable indulgencia–. Es una excelente oportunidad para contrastar la realidad con los relatos de Hergé. Siempre pensé que el dibujante nos ocultaba muchas cosas por un absurdo sentido del pudor. Tintín desapareció de una forma tan misteriosa como Ambrose Bierce. Quizá ahora podremos averiguar cosas que han permanecido en la sombra, como quiénes eran sus padres, si se enamoró alguna vez o por qué no tuvo hijos.

–¿Cómo lo reconoceré? Las canas habrán borrado el rojo de sus cabellos y, probablemente, sus rasgos se habrán deformado. Se le perdió la pista en 1984. Han pasado más de veinte años.

–Sin duda es complicado. En la residencia no figura su nombre. Creo que ingresó con una identidad falsa. Tendrás que arriesgarte. Finge que buscas a un familiar lejano. Sois de la misma estatura y os dais un aire. Creerán que existe un parentesco entre vosotros.

Partí hacia Bruselas una mañana lluviosa. El tiempo parecía anticipar lo que me encontraría en la capital belga: cielos de color ceniza, lluvia insistente, parques impregnados de melancolía. «Aquí siempre es invierno», pensé, subiéndome las solapas del abrigo mientras bajaba del avión. Después de dejar la maleta en el hotel, salí a la calle con un paraguas y un callejero. Sobre el mapa, la residencia estaba cerca, pero la realidad y su representación, lejos de coincidir, suelen discrepar enérgicamente. Mientras caminaba bajo la lluvia, pensé en el mapa de Borges, cuya extensión coincide meticulosamente con el reino que reproduce. ¿Dónde se alojó ese mapa? No en un libro, pero tampoco en una biblioteca. La ficción a veces usurpa y rebasa el lugar de la realidad. ¿Era Tintín un personaje de ficción o alguien real, como sospechaba Álvaro? Cabe preguntarse qué es lo real: ¿un evento verificado en un laboratorio? Con ese criterio tendríamos que enviar al desván del conocimiento infinidad de creencias que hacen el cosmos inteligible. ¿Acaso la ficción no es un hecho más, un acontecimiento que modifica la realidad? ¿Sería posible entender el siglo XX sin Tintín? Creo que no. De hecho, el periodista del mechón pelirrojo me parece mucho más real que infinidad de personas cuyas vidas no han dejado ninguna huella en la posteridad.

En la residencia se mostraron muy amables. Me identifiqué como Monsieur Narbonne, explicando que buscaba a un pariente.

–Me temo que aquí no hay nadie con ese apellido –objetó la recepcionista, una joven que mordisqueaba un bolígrafo con aburrimiento.

Fingí una enorme contrariedad y pregunté si podía tomar algo en la cafetería.

–Sin ningún problema –contestó, dejando el bolígrafo sobre el mostrador, casi como el que entrega un arma admitiendo su derrota.

La cafetería era grande y acogedora. Infinidad de plantas muy cuidadas combatían la tristeza que desprendía el exterior, barrido por una lluvia que oscilaba como una gigantesca cortina. Solo había un puñado de ancianos jugando a las cartas. Todos parecían gozar de autonomía y salud. Decidí hablar con ellos preguntando por Tintín.

–¿Está de broma? –preguntó un viejo con un bigote blanco de coronel retirado–. Tintín es un personaje de ficción. ¿No querrá también hablar con Astérix? Ya sabe que los dos rivalizaban en fama.

Sus acompañantes me miraron con una mezcla de perplejidad y sorna.

–Discúlpeme –respondí, intentando que mis pesquisas no montaran revuelo. No quería que alguien me invitara a marcharme, acusándome de estar mal de la cabeza.

Paseé por los pasillos con discreción, mezclándome con los ancianos y sus familias. Algunos de los residentes se encontraban en silla de ruedas; otros parecían ausentes, con la mirada perdida y la boca entreabierta, como si su mente se hallara muy lejos de allí.

Me senté en un sofá rojo y escruté el hueco de la escalera. Había tres plantas. La última parecía fortificada, pues una verja cerraba el paso.

–Quiere saber que hay ahí, ¿verdad? –preguntó un viejecito muy menudo que se sentó a mi lado.

–Me extrañan tantas medidas de seguridad.

–Es la zona de desguace o, si lo prefiere, el cementerio de elefantes. Ahí están los más graves, los que no pueden hacer nada sin ayuda. La mayoría ya no se entera de lo que sucede. Hace unos años, una señora saltó por el hueco de la escalera. Por eso está la verja.

Pensé que Tintín, si en realidad vivía en la residencia, tal vez se encontraría allí, babeando lastimosamente. ¿Había fracasado? No me pareció improbable. ¿Qué diría Álvaro? Sabía que se sentiría muy desilusionado.

–¿Ha venido a visitar a algún familiar? –preguntó el viejecito.

–No. A un mito, pero creo que acabo de darme de bruces con la realidad.

–Este no es un mal lugar. El trato es bueno y la comida aceptable. Solo echo de menos tener un perro a mis pies. Aquí no está permitido. Cuando era más joven, tuve un fox terrier blanco. Era muy inteligente, pero a veces cometía alguna travesura.

–¿Cómo se llamaba su perro?

–Milú. Le suena, ¿verdad? Siempre he sido un gran admirador de Tintín. Fue una manera de homenajear a uno de mis héroes de papel.

Volví la cabeza y observé al anciano. Tenía un mechón blanco y unos rasgos borrosos. Su rostro parecía una de esas caricaturas que hacen los niños: dos puntitos para representar los ojos, un círculo en el lugar de la boca, una nariz minúscula.

–¿Cómo se llama usted? –pregunté.

–¿Qué importa eso?

–Se parece a Tintín, el famoso periodista.

El anciano sonrió sin aclarar su identidad.

Le miré fijamente a la cara, incitándole con la mirada a decir algo más.

–Usted busca un mito, pero quizá le decepcione. Yo solo soy un periodista jubilado. Disfruté de cierta notoriedad, pero ya he caído en el olvido. Por su acento noto que no es francés ni belga. ¿Quizá español? Nunca puse los pies en España, pero una vez vi Santa Cruz de Tenerife desde la cubierta de un barco. También sobrevolé el país, pero me extravié por culpa de una tormenta y me estrellé en el Sahara.

Me levanté para observarle. No llevaba pantalones de golf, sino unos jeans y unas zapatillas de deporte, unas Adidas rojas con tres franjas doradas.

–¿Le llaman la atención mis zapatillas? A mi edad son lo más cómodo.

–¿Cuántos años tiene?

–Muchos. Nací en 1914. No se creerá dónde.

–Le aseguro que lo creeré.

–Mi padre era aviador comercial. De niño siempre estaba de un lado para otro. Con diez años yo ya conocía todos los instrumentos de vuelo: el anemómetro, el altímetro, el variómetro, el coordinador de giro y viraje, el horizonte artificial, la disposición en T. Más adelante me vino muy bien saber estas cosas. Me salvó de muchos apuros.

–Veo que tiene usted buena memoria. Aún no me ha dicho dónde nació.

–En una pequeña aldea del Congo. Mis padres vivían en la colonia. Mi madre era profesora de literatura en un colegio para hijos de familias blancas. Cuando estaba a punto de dar a luz, mi padre la subió al coche para que la atendieran en un hospital, pero el vehículo se averió por el camino. Unos nativos se toparon con ellos y los llevaron a su poblado. Entre varias mujeres y un hechicero lograron que yo naciera sin problemas. ¿No le parece una bonita historia?

–Sin duda.

–¿Caminamos un poco?

–¿Por qué no?

El anciano se movía con una agilidad inverosímil para su edad.

–Está usted en buena forma.

–Hago gimnasia desde joven y también algo de yoga. No he fumado ni bebido. Me he emborrachado alguna vez, pero fue por circunstancias excepcionales. En una ocasión me esperaba un piquete de fusilamiento y pensé que el alcohol podría ayudarme.

–¿Dónde fue lo del piquete?

–En Bolivia, en la época de la Guerra del Chaco. América Latina siempre está enredada en conflictos: golpes de Estado, gobiernos corruptos, guerras absurdas.

–Me ha dicho que su padre era aviador. Sería uno de los pioneros.

–Así es. Fue correo postal. Perdió la vida durante un viaje. Se estrelló contra uno de los picos de las montañas Virunga. La fatalidad quiso que mi madre viajara ese día con él. Me quedé huérfano a los doce años.

–¡Cuánto lo siento! ¿No tuvo hermanos?

–No. Era hijo único.

–¿Qué hizo entonces?

–Se hicieron cargo de mí unos misioneros. Fueron muy buenos conmigo. Mi madre me había inculcado el amor a los libros de aventuras: Verne, Salgari, Karl May, Zane Grey, Stevenson. Un sacerdote llamado Pierre Dubois me tomó mucho cariño. Fomentó mi afición a la lectura y me inculcó los principios de la moral scout. Cuando le trasladaron a Bruselas, me llevó con él.

El anciano y yo nos detuvimos en el vestíbulo, cansados de recorrer una y otra vez los pasillos. El interior de una residencia nunca es grato: ancianos en sillas de ruedas, expresiones que reflejan el avance de la demencia, olor a desinfectante, plantas artificiales, dibujos infantiles que solo acentúan la sensación de decadencia.

–Tengo un salacot en mi cuarto. ¿Quiere que se lo enseñe? –preguntó el viejecito, con ojos divertidos.

Su habitación era individual y estaba llena de recuerdos. Fotografías de los cinco continentes, un galeón, un mapa de Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, una imagen de la cara oculta de la Luna, un amuleto inca, un vinilo del Fausto de Gounod, con la soprano Maria Callas en el papel de Margarita. De la pared colgaba un salacot en buen estado de conservación. El anciano se lo caló y sonrió con una expresión infantil.

–¡Cuántos recuerdos tiene usted! –exclamé–. Se nota que su vida ha sido muy interesante.

–Una aventura tras otra.

–Parece que siente nostalgia.

–Ya estoy mayor para aventuras, pero echo de menos a los viejos amigos.

–¿Qué le sucedió a Milú? Imagino que murió de viejo.

–Una insuficiencia renal acabó con él poco antes de cumplir los diecisiete años. Se ve que la longevidad está de nuestro lado. Yo espero llegar a los cien. Milú está enterrado en un claro de la selva de Bolivia. Quizá habría sido mejor proporcionarle una tumba en los jardines del castillo de Cheverny, donde vivía uno de mis mejores amigos, un viejo lobo de mar, pero no fue posible.

–¿Por qué no se quedó a vivir en Cheverny?

–Mi entrañable amigo se casó con una soprano. Odiaba la ópera, pero no quiso pasar solo sus últimos años. Me ofrecieron continuar viviendo en el castillo, pero yo no iba a cometer esa falta de delicadeza. Un matrimonio necesita intimidad. Preferí subirme a un avión con Milú y recorrer América del Sur.

–¿No tenía más amigos?

–Sí, claro, el profesor Tifón.

–¿Quién era?

–¿No lee la prensa? Vaya periodista. Fue el primero en diseñar redes de comunicación digital, pero un científico rival se apoderó de sus investigaciones y las vendió al Departamento de Defensa de Estados Unidos. Profundamente abatido, se marchó a vivir a una cabaña en Noruega, con la intención de profundizar en la lectura de Wittgenstein. De vez en cuando visitaba Cheverny. Dejó de hacerlo cuando murió nuestro amigo común, el capitán… Bueno, ¿qué importa su nombre? El profesor no soportaba recorrer el castillo, sabiendo que ya no se encontraría con él en los pasillos o en alguno de los salones. Volvió a su cabaña de Noruega. Pasó sus últimos días estudiando los agujeros negros. Se ahogó nadando en un lago.

–Una pena. Morir ahogado debe de ser horrible.

–¿Hay alguna forma agradable de morir?

–¿De qué murió su amigo el capitán?

–Del hígado. Demasiado whisky.

–¿Y qué sucedió con su mujer, la soprano?

–Póngase al día. Todos los periódicos contaron que su avión privado se estrelló en un lugar indeterminado del Mediterráneo. No es un mal destino. Quizá se haya encontrado con Saint-Exupéry. Dos de mis mejores amigos tuvieron una muerte mucho menos lírica.

–¿También eran cantantes?

–No, directores de la policía belga. Nadie dudó jamás de su integridad, pero haciendo pesquisas eran un desastre. Se electrocutaron arreglando la máquina de café de su despacho. Se empeñaron en cambiar un enchufe, pese a que había un servicio de mantenimiento. No sé qué hicieron, pero la corriente los fulminó. El Gobierno los honró con un funeral de Estado.

–Perdone que sea indiscreto. ¿Usted nunca se enamoró? ¿Jamás tuvo una novia?

–Sí, pero duró poco y no me gustó que otra persona se inmiscuyera en mi vida. Averigüé enseguida que no estaba dispuesto a renunciar a mi libertad. Algunos me han acusado de misógino e incluso de gay reprimido. ¡Que digan lo que quieran! Los que se aburren necesitan inventar chismes para entretenerse.

–¿Qué recuerda de su trabajo periodístico?

–Fui bastante irregular en mi trayectoria. En algunas épocas no publiqué ni un artículo. No sirvo para trabajar de asalariado. Soy un poco anarquista. Me gusta ir a mi aire, sin rendir cuentas a nadie. Sin embargo, nunca dejé de escribir. Acumulé más de mil páginas de recuerdos.

–¿Sus memorias?

–Tendría que encontrar al editor adecuado. Ahora solo se publican tonterías.

–¿Se considera un periodista o un aventurero?

–Un hombre inquieto, alguien que no se conformó con el papel de testigo. Cuando me limité a observar, sin involucrarme en los hechos, sentí que me traicionaba a mí mismo.

Bajamos al vestíbulo, cogidos del brazo, como dos viejos amigos. Animado por el encuentro, me atreví a tutearle.

–No caiga en la trampa del tuteo –me pidió con suavidad–. La amistad no excluye las reglas de cortesía.

–¿Me concedería una serie de entrevistas?

–Yo no soy nadie. Escribí unos cuantos artículos, conocí a personajes famosos, como Lawrence de Arabia, Audrey Hepburn, Churchill o Mishima, viví una época con grandes acontecimientos. Eso es todo.

–¿Le parece poco? Además, tenemos una pasión común. Los dos admiramos a Tintín. Podríamos utilizar sus álbumes para repasar el siglo XX.

–No suena mal. Me ayudaría a sobrellevar el tiempo. La vida en una residencia no tiene muchos alicientes. Pasa muy despacio, casi como si cumplieras una condena de prisión. ¿Cómo lo haríamos?

–Yo me acercaría aquí y charlaría con usted el tiempo que quisiera. Grabaría las entrevistas y, por supuesto, no las publicaría hasta que me diera el visto bueno.

–Acepto, pero con una condición.

–¿Cuál?

–Que no se publiquen hasta después de mi muerte. No quiero que se acerquen curiosos a darme la lata. Me agrada hablar con usted, y no sé por qué, pues con la edad me he vuelto huraño. Quizá me agrada porque tiene un aire tintinesco.

–Eso me dicen algunos amigos.

–Pues no se equivocan. ¿Acepta mis condiciones?

–¿Tengo otra alternativa?

–Me temo que no.

–Está bien. ¿Cuándo empezamos?

–¿Qué le parece mañana?

–Perfecto. Le espero a las ocho. Antes hago mi tabla de gimnasia y me ducho. Podemos desayunar juntos.

–Adiós, Tintín.

–No soy Tintín. Por favor, quítese eso de la cabeza. Tintín es un personaje de tebeo. Yo soy ciudadano belga, como su dibujante, el señor Georges Remi.

Volví al hotel bajo una lluvia persistente. Bruselas me pareció una ciudad elegante y discreta. Entre el gris y el azul, su cielo desprendía una suave melancolía, invitando a la nostalgia. Tendría que hablar con Álvaro y pedirle que me enviara dinero para prolongar mi estancia. El problema era que las entrevistas no podrían ver la luz hasta que pasaran Dios sabe cuántos años. El director de otra publicación me habría mandado al cuerno, pero Álvaro miraba a largo plazo. Se mostraría comprensivo. Su niñez y la mía, aunque separadas por dos lustros, se abastecían de los mismos mitos y habíamos llegado a la madurez pensando que el mundo se había vuelto más mediocre y previsible, lo cual constituía un signo inequívoco de vejez. Álvaro protestaría sin mucha convicción por la obligada espera, pero diría que adelante. Aunque no se tratara de Tintín, el asunto tenía buena pinta. Aquel viejecito no parecía un hombre cualquiera, sino alguien con un pasado interesante y quizá algún secreto. Estaba seguro de que Álvaro me apoyaría. Lo imaginé en su despacho preparándose una pipa mientras observaba el tráfico de Madrid, siempre caótico y bullicioso. Esa imagen despertó en mí el deseo de hacer algo festivo para celebrar la aventura en la que me iba a embarcar. Me senté en una de las terrazas de las galerías Saint-Hubert y pedí un mousse de chocolate acompañado por un café capuchino. Mi organismo demandaba una buena dosis de azúcar. Mientras el chocolate se derretía en mi boca, experimenté la sensación de estar llamando a las puertas de la eternidad. Algo me decía que aquel viejecito me revelaría cosas que yo ni siquiera podía imaginar.

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Autor: Rafael Narbona Monteagudo. Título: Retrato del reportero adolescente. Editorial: PPC Editorial. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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Rafael Narbona

(Madrid,1963). Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad Complutense de Madrid, ha trabajado como profesor de Filosofía. Desde 2000, colabora de forma habitual con El Cultural y Revista de Libros, dedicándose fundamentalmente a la crítica literaria, pero también ha escrito sobre cine, música, arte, cómic. Ha colaborado con Quimera, Letras Libres, Cuadernos Hispanoamericanos, Turia, Claves de Razón Práctica, Revista de Estudios Orteguianos y otras publicaciones de carácter cultural. En la actualidad, mantiene dos blogs: Entreclásicos y Viaje a Siracusa. @Rafael_Narbona

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