Remedios Zafra trae un libro revelador y de mirada renovada para desmentirnos algunos tópicos y clichés que se nos habían acodado en la inteligencia. El cine, la literatura y algunos gurús predilectos del mañana nos habían colado la idea de que el futuro nos brindaría un horizonte liberado y esperanzador, despejado de trabajos embrutecedores y de tareas inútiles y empobrecedoras. Pero la realidad, hostil siempre con los sueños y los augurios, ha desmentido esa profecía social donde las máquinas trabajarían y el hombre podría dedicar la vida a compensar inquietudes y curiosidades.
El trabajo, con ayuda de la tecnología y los imperios económicos que se ocultan detrás de ella, nos ha arrebatado la conquista social del tiempo libre. Y, justo de esto, va El informe (Anagrama), un examen crítico de nuestra más inmediata contemporaneidad donde la escritora y pensadora nos muestra a las bravas y sin reparos el engaño que se esconde detrás de palabras asumidas, como «sacrificio» o «productividad»; enseña a las claras cómo se han instalado rutinas competitivas que nos deshumanizan y, lejos de lo que se pensaba, no son las máquinas las que imitan al hombre, sino los hombres los que han terminado comportándose como máquinas.
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—¿Viven mejor los jóvenes que sus padres o es un mito?
—La pregunta tiende una visión entre jóvenes y padres en la que habría que introducir una matización. Pienso en mis padres y yo misma hasta hace poco. Pensaba que yo vivía mejor que ellos; sin embargo, mi salud es peor que la suya por la forma de trabajo y de vida que tengo. Me parece que la tecnología tiene que ver con el actual empeoramiento de las vidas contemporáneas. No es cierta la idea de que la tecnología va a ayudarnos a vivir mejor y que esta forma de digitalización, bajo ciertas fuerzas productivas y económicas, contribuye a eso. Es lo que denomino «tecnocapitalismo». Lo hago para referirme a un tipo de poder que subordina la tecnología a la productividad y el capital. El problema es que esa tecnología nos deshumaniza. Creo, de verdad, que la tecnología podría ser distinta y que podríamos emplearla de otra manera, pero las formas en la que la estamos normalizando en nuestro día a día no impiden que tengamos unas vidas más vivibles.
—De hecho, asegura que nos han mentido con palabras como «rentabilización», «sacrificio laboral», «competitividad».
—Nos han metido un gol, porque esas palabras hablan de una filosofía que incentiva un trabajo más individualista. Ese espejismo, tan habitual y promovido por el capitalismo, de que si te esfuerzas lo suficiente vas a conseguir lo que te propongas es lo que nos lleva hoy a grandes frustraciones. Por otra parte, también nos conduce a pensar, en un contexto laboral cada vez más cuantificado, que cuanto más tiempo dediques al trabajo, más productivo eres y más competitivo serás. Muchos se dejan llevar por un contexto que pone muy fácil dejarse arrastrar por esa clase de ideas. ¿El motivo? Tenemos unas máquinas que nos permiten llevarnos el trabajo con nosotros y estar la mayor parte de nuestra vida pendientes de él. Vivimos bajo esa ilusión de que no anochece porque estamos con la luz artificial de la pantalla. Y ahí no anochece nunca.
—Jorge Luis Borges decía que los hombres estamos hechos de tiempo.
—Esta palabra, «tiempo», es la que a muchos nos llena de brillos los ojos. Lo que da sentido al trabajo es ganar tiempo. Trabajamos para tener recursos que nos permitan tener más tiempo libre. Si esa relación entre trabajo y tiempo se subvierte, y el trabajo nos deja sin ese tiempo para nosotros y que da sentido a estar vivos, es que algo falla de manera clamorosa, porque el tiempo es el único valor real que tenemos cuando nacemos. El trabajo tiene que garantizarnos una vida larga para poder cargarnos de experiencias. Algo ocurre cuando nuestra vida está llena de trabajo y hace que muchas personas soñemos con la jubilación, y que esa jubilación llegue cuando el cuerpo está mermado o acumulamos enfermedades. A poco que lo reflexionemos, este pensamiento debería zarandearnos con dureza. Hay que tomar conciencia de que la vida se nos está yendo y que no disponemos de este tiempo para vivir más libremente. Y si no contamos con ese tiempo, tampoco disponemos de ese tiempo para darnos cuenta de lo que está sucediendo, de ese tiempo de extrañamiento que a menudo nos permite tomar conciencia de esta vida tan poco vivible que afrontamos. Recuerdo el miedo a ser un vago que antes inculcaban los padres, sobre todo en la posguerra. Nadie podía decir que éramos unos vagos, porque nos dolía. Ahora parece que hemos sustituido el miedo a ser un vago por el miedo al vacío. No podemos dejar tiempos vacíos en nuestras vidas. Ni siquiera para que se produzca este extrañamiento que hace saltar los resortes de la conciencia y darnos cuenta de estas dinámicas que predominan en nuestra sociedad y que ponen en riesgo nuestra salud y el aprovechamiento de nuestras vidas.
—Denuncia que este sistema pone en peligro el tiempo propio.
—El tiempo libre ha sido fagocitado por el capitalismo. Lo llena con cosas por hacer para dificultar los tiempos propios. El capitalismo ha sabido llenar las casillas vacías que nos quedaban para nosotros. Nos han inoculado esa sensación de que no podemos perder el tiempo, cuando precisamos más que nunca esos tiempos, esos en los que realmente somos más libres, para especular, imaginar, recapacitar, soñar y no llenar las cosas programadas en la agenda para completar cada parcela de nuestro tiempo. Esto contribuye a un mercado inhumano.
—¿Y eso tiene que ver…?
—Sobre todo, con el aumento de formas de deshumanización. Cuando los humanos son tratados como animales o, también, como máquinas, tienden a mecanizar su día a día. ¿Por qué? Eso les hace sentir activos, y creen que ese estar activos significa que todo va bien, porque cuando uno está activo, considera que va progresando…
—Sin embargo…
—Esta idea me interesa. Se está activo pero alimentando un bucle, una inercia, que nos deja en el mismo lugar en el que estábamos. Esa deshumanización a la que me refiero actúa de una manera más natural, sin resistencia, en contextos donde la vida se ha fundido con el trabajo y donde las pantallas completan los tiempos en blanco que tenemos y dificultan eso que es esencial para cualquier persona. Y lo sabemos porque es esencial para cultura. Es ese desvío necesario para plantearte preguntas, crear, disentir y discrepar sobre aquello que te dan ya por asentado. Estas acciones tienen que ver con la práctica cultural, pero estas prácticas culturales están puestas en riesgo bajo unas rutinas implacables que tienden a maquinizar y mecanizar a los humanos. Durante mucho tiempo se pensaba que la tecnología avanzaría hasta parecerse a los humanos, pero no es cierto. Somos los humanos los que cada vez nos parecemos más a las máquinas, porque estamos mecanizados, porque es imposible disponer de concentración para abordar nuestros intereses o pasiones. Siempre hay objetivos que cumplir a diario y existe esta presión híper-productiva que marca nuestros ritmos cotidianos.
—¿El planteamiento actual del trabajo imposibilita vivir los propósitos que nos habíamos hecho en nuestras vidas?
—Esto es lo esencial. Y esto es lo que está en juego. Cuando escribo El informe es bajo una motivación: que el desafecto se haya naturalizado en nuestras vidas de forma que aquello que nos movilizaba a hacer bien nuestro trabajo está perdiendo su lugar y ahora tendemos a hacer las cosas de cualquier manera, solo porque nos piden sin cesar cumplir requisitos, números y objetivos. Por otro lado, ese desafecto va unido a un dolor profundo que hila con este sentir de que algo en nuestras vidas se está viendo truncado. Esa sensación es una advertencia de que estamos perdiendo y que debemos actuar ya para evitarlo. Hay que preguntarse a dónde me lleva esta manera de implicarme en el trabajo cuando lo que daba sentido a mi vida era también dedicar un tiempo a otros asuntos, como escribir, dibujar, tocar el piano, escuchar música, jugar con mis hijos, asomarme a un balcón durante un rato. Estas cosas que son esenciales para sentir que nuestra vida tiene sentido. Y debemos recuperar este sentido de las cosas que existe en cada persona.
—Aquí hay otro aspecto.
—Sí. Hay una complejidad añadida. Esas personas que se dedican a trabajos que les apasionan y que, de repente, se ven dolidas, frustradas. Hay trabajadores a los cuales les motiva lo que hacen, pero que se ven colapsados por tareas sin sentido o tareas que se hacen obligatorias y que se alejan de lo que daba sentido a su hacer. En el libro cito, por ejemplo, los trabajos académicos y creativos. Su seña de identidad es que la mayoría de las personas que participan en ellos vienen de motivaciones individuales. Ellas tienen unas vocaciones, pero también puede suceder con los agricultores que, en lugar de estar atendiendo a las tierras de cultivo, tienen que atender a pesadas burocracias. Los trabajadores que tienen pasión por lo que hacen tienen que dedicar la mayor parte del día a consultar correos y requerimientos urgentes. El tiempo que tiene que ver con su trabajo, como indicaba antes, ya sea escribir libros o realizar investigaciones, dar clases con sentido y movilizar a los alumnos apelando a la curiosidad… todo eso que da valor a lo que hacemos es a lo que cada vez le dedicamos menos tiempo.
—Enmienda a Keynes y asegura que la tecnología no ha traído más tiempo libre. Todo lo contrario. ¿Cree que es culpa de la tecnología o del mal empleo del ser humano, que tiende a abusar?
—A menudo se enfatiza eso, que no es la tecnología, sino el abuso del hombre… No estoy de acuerdo, porque pasamos por alto quién ha creado y por qué ha propuesto esa tecnología y no otra. Nosotros no podemos programar esa tecnología. Nos dicen que recurramos a la idea de autogestión para recuperar nuestros tiempos. Pero esta autogestión está siendo usada para sumar más tareas de las que ya teníamos. No diría no a la tecnología, sino a esta tecnología. Quiero llamar la atención sobre una tecnología dominada por unas fuerzas monetarias y unas lógicas tecnocapitalistas que pone el acento en la acumulación de riqueza como valor.
—¿La consecuencia?
—La acumulación de números y de audiencia promueve una desarticulación colectiva, hace una sociedad más individualista. Esas características, entre otras, son las respuestas a esta tecnología, que ha hecho que esta especulación de Keynes, de hace menos de un siglo, cuando hablaba de que sus nietos podrían ser más libres y tener más tiempo libre, no nos ha hecho ni más libres ni tampoco tener más tiempo libre. Es difícil imaginar el grado de dominio que las fuerzas capitalistas y monetarias están teniendo sobre la gestión tecnológica. Hay personas que tienen esa riqueza. ¿Cuál? Hay privilegiados que sí pueden tener esos tiempos que queremos todos. Esta desigualdad se hace progresivamente. Vemos cómo algunos tienen privilegios y ese privilegio es disponer de tiempo.
—La desigualdad del futuro consistirá en eso. Entre los que dispondrán de tiempo para sí mismos y los que no lo tendrán.
—El tiempo va a estar en la raíz de una desigualdad creciente, porque el tiempo es el gran valor del futuro. Aunque la movilización sea tener más sueldo, hay que pensar que nunca será suficiente para retirarse, para ser dueños de nuestro propio tiempo. Es la gran diferencia entre las clases trabajadoras y las élites, que tienen el poder para controlar la economía y la tecnología, y estas dos actividades están profundamente relacionadas.
—¿Con estos horarios infinitos nos están obligando a olvidar que somos seres humanos?
—Sí. Hay que hacer el trabajo más humano. Fíjate. Se usan palabras que enfatizan la amabilidad, la empatía, hasta el punto de convertirlas ya en «marketing», que es una de las grandes perversiones del mercado actual. Esa carencia de tiempo para lo que nos importa, como compartir la vida con otros seres humanos con los que vivimos, se puede rastrear en la publicidad, que es una herramienta del capital. La publicidad se afana en resaltar estos valores al anunciar una tecnología o una empresa que es, dicen, mucho más humana, más próxima… pero cuando se presume de asuntos como estos, hay que sospechar justo todo lo contrario, que no se está cuidando y que se trata de equilibrar con este plus de «marketing».
—Y critica el planteamiento de las vacaciones como otro engranaje del consumo.
—Las vacaciones se han convertido en espacios que debemos cumplimentar, pero en unos casos no se pueden cumplir. Cuidado, porque si te tomas ese periodo de descanso y los demás trabajan, al consultar, por ejemplo, el correo electrónico, te llega un tsunami de trabajo. Esto sucede porque, precisamente, no sabemos transformar la tecnología para que medie en el trabajo. Esto es una crítica y una llamada a mejorar y transformar las cosas: estamos sufriendo cierta dificultad a la hora de poder gestionar la responsabilidad en el trabajo.
—Pero hay otra denuncia más.
—Cierto. Las vacaciones ahora son días que acotamos para llenarlos de actividades que, en el fondo, si uno reflexiona, son un correlato capitalista. Esas vacaciones pagadas son algo a consumir. Es este tiempo tan intensamente vivido, con lo que se ha programado, por cierto, que parece que luego hay que descansar de ellas…
—Llama la atención también sobre la infravaloración de los trabajos intelectuales.
—Es clamoroso este asunto porque esta infravaloración no es trivial. Y tampoco que acontezca en un mundo y una época que pone el valor del sujeto en lo cuantitativo. En esta métrica identitaria que reduce al individuo a unos datos numéricos. La cultura nos salva y esto lo sabemos quienes nos dedicamos a ella. Sabemos que las personas, durante esos momentos en los que se produce ese extrañamiento que hemos mencionado, ese desvío que tiende hacia la imaginación, es donde, de pronto, se hacen las preguntas sobre la vida y sobrevienen las analogías entre las cosas que se han vivido. La cultura tiene que ver con todo esto, y con esos extrañamientos imprescindibles para los que seres humanos. Esos instantes son los que nos permiten emocionarnos y cuestionarnos las cosas. Son estas determinadas formas culturales las que nos recuerdan que somos hombres.
—Es necesaria la cultura.
—La cultura forma parte de esta transformación necesaria, porque, aunque predominen hoy los ojos que solo miran o las manos que solo teclean, aunque exista esta cultura más individualista, más proclive a aislarnos, también estamos viendo el valor que tiene la cultura material. Hay una toma de conciencia. En muchas partes del mundo se están dando cuenta del daño que provoca este manejo tecnológico, más que de la tecnología, y empezamos a ver lo bueno que tiene para todos jugar en la calle, recuperar vínculos comunitarios y cómo la cultura forma parte de un motor que ayuda a esa costura comunicativa. Quien infravalora la cultura es quien no la conoce. La cultura es donde podemos pensar distinto y donde se permite a la vez la convivencia, porque la cultura ama el diálogo. Propone fórmulas para lo que es difícilmente narrable, como la poesía.
—Hay un riesgo de que el intelectual se vuelva obediente y pierda rebeldía.
—Otra de las motivaciones de El informe es justo esta preocupación. Que los intelectuales dejen de ser rebeldes y se vuelvan dóciles es una enorme preocupación. Sería terrible que los intelectuales se volvieran dóciles. Esto es un riesgo que vemos, entre otras cosas, por la presión burocrática y por las formas en las que trabajamos, que cargan de trabajo a las personas sin, digamos, un linaje de tiempo propio. En otras épocas, hubo muchas personas que no podían plantearse trabajos intelectuales, pero ahora, son muchas las que se están dedicando a ello. Pero si abrumamos con trabajo a estos individuos, esto limitaría el trabajo intelectual a los ricos. ¿Cómo sería un mundo donde solo tienen tiempo propio para escribir y realizar trabajos intelectuales los que son muy ricos? No lo quiero pensar. Es una de las razones por las que necesitamos que los intelectuales no se vuelvan dóciles y que la rebeldía forme parte de sus modos. Un pensamiento libre es un pensamiento rebelde, que sale a reivindicar.
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