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Relatos ganadores del concurso #MolinosQuijote - Zenda
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Relatos ganadores del concurso #MolinosQuijote

Ya hay ganadores en el concurso de relatos ¿Qué haría hoy Don Quijote con los molinos?, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola. José Ramón Aliaguilla, autor del relato Tercera jornada, ha resultado ganador del primer premio, dotado con 2.000 euros.  Y cuatro autores, Marina Filoc, David Mediavilla, Susana Rizo y Silvia S. Rubio, han quedado, según el jurado, finalistas. Los 1.000...

Ya hay ganadores en el concurso de relatos ¿Qué haría hoy Don Quijote con los molinos?, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola. José Ramón Aliaguilla, autor del relato Tercera jornada, ha resultado ganador del primer premio, dotado con 2.000 euros.  Y cuatro autores, Marina Filoc, David Mediavilla, Susana Rizo y Silvia S. Rubio, han quedado, según el jurado, finalistas. Los 1.000 euros destinados al segundo premio van a dividirse entre ellos.

El jurado, formado por el escritor Juan Eslava Galán, la escritora y periodista Lara Siscar, la agente literaria Palmira Márquez, el crítico literario José Belmonte y Juan Mateu de Ros, por parte de Iberdrola, ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los relatos.

Para participar en el concurso, celebrado entre el jueves 21 de abril y el domingo 1 de mayo, había que escribir un relato en internet en lengua española que respondiera a la pregunta ¿Qué haría hoy Don Quijote con los molinos? Según las bases del concurso, el relato debía ser publicado en internet mediante una entrada en un blog, una anotación en Facebook o un tuit en Twitter.

Tercera jornada, de José Ramón Aliaguilla. Relato ganador

—Tome asiento frente a la mesa, don Sancho —se escucha la orden por un altavoz—. Y procure mirar hacia la cámara durante el interrogatorio. Se preguntará si le observan al otro lado del espejo. La respuesta es sí, sin embargo, no deje que eso le distraiga y procure concentrarse en las preguntas de mi compañera.

—Veamos señor Panza —interviene la joven de uniforme sentada frente a él—. Es usted el gerente de un club de la nacional IV, La ínsula, cerca de Valdepeñas ¿Fue en ese lugar donde trabó amistad con don Alonso Quijano?

El interrogado se remueve en su asiento y junta las manos bajo la mesa antes de responder. El borrón de su bigote suda como una jarra colmada de cerveza.

—Mucho tiempo ha pasado desde aquel nuestro primer encuentro —responde con la mirada perdida en el techo—. No recuerdo bien el nombre del lugar, pero fue aquí, en La Mancha, eso es seguro, cuando él rondaba los cincuenta. Nos unieron los negocios. Yo, mediocre, quería prosperar y él, caballero de aparentes posibles, de lengua decidida que disfrazaba su locura, me aceptó de escudero.

—¿De escudero? Entiendo. Cómplice refiere —escribe la funcionaria con trazo firme y su alta coleta se agita como la pluma de un escribano.

—Sin duda, algo la vida nos complicamos, sí —asiente con amistosa candidez el declarante.

—Se les ha visto por la comarca a lomos de monturas arrogándose, a inquisitivas de la autoridad, el título de expedicionarios, cuando bien es sabido que son más nativos que el queso de oveja, que los molinos…

—Mejor no miente estos últimos, señorita —interrumpe el manchego—, que, incluso de soslayo, citarlos agita mi pecho hacia el colapso. No pocos sobresaltos me ha llevado su encuentro. Sólo por evitarlos preferiría haber nacido en las vascongadas, por mucho que la siembra medre en laderas, casi verticales como sus frontones.

De inmediato, un hombre entra en la estancia y se inclina al oído de la interrogadora. Finalizada la confidencia ésta apaga la cámara y mira al recién llegado.

—Vamos Sancho —anima el hombre, apoyando sus puños sobre la mesa—, hicimos la vista gorda con el club a cambio de tu contribución como niñera. Convenimos que informarías, que racionarías el pienso de las cabalgaduras para evitar atropellos o revivir episodios pasados, sosegar la agitación que tanto trastorna a comarcas donde abunda el consanguíneo de fácil alineación. No queríamos imitadores y descubro que don Quijote vuelve a las andadas. La primera, la semana pasada: recibimos un aviso de un camionero camino de Ciudad Real. La puesta de sol reveló múltiples taladros en los cuartos traseros del toro de Osborne. La patrulla descubrió al pie de la valla una lanza y sus astillas. Rareza para los recién jurados, pero firma de hidalgos para esta comandancia. En seguida nos temimos la posibilidad de una recaída. Ya nos advirtió la doctora Alice Gould, que ante la avanzada edad de su paciente, sumada a la inquietud de Frestón, mano sobre mano desde que su juguete preferido se mostrara lúcido e ignorara sus citas, la confusión volvería a manejar la triste figura de don Quijote.

—Me confié, mi teniente —asume Sancho—. Lo creí capaz cuando avistamos en la lontananza los molinos y los mencionó con desprecio. Los mismos que antaño confundiera con gigantes. Los apodó como hijos bastardos de Briareo y tiró de riendas hacia el este. En mi descargo quisiera referir que la noche anterior fue agitada en el club y  casi al alba retiré el embozo. Para mi desgracia y la del negocio, se presentó de madrugada la doña del alcalde en busca del electo y hubo que refugiar a medio ayuntamiento, y también a algún director espiritual. Ya sabe, por miedo al escándalo, pues el chantaje aquí se paga medido en arrobas, con lindes y horas de regadío, y a nadie le preocupa mover una estaca o abrir el grifo a medianoche, pero a más de uno, por repartir cariño, se ha encontrado, no con las maletas en la puerta, sino con la casa vacía y sin noticias de aquellos a los que llamó familia. Sin duda, la peor bofetada  desconocer el paradero donde poder llorar perdones. Así que a media mañana, en mi rol de escudero, traté de echar una cabezada en un aprisco después de dar un par de tragos a la bota. Antes de entregarme a la modorra, vi a don Alonso despreciando ramas en busca de una nueva lanza que supliera la astillada. Las pulgas no tardaron en despertarme, pero se me atragantaron los bostezos cuando, con la mano por visera, distinguí a mi señor cargando a paso de burra contra un aerogenerador. Cuando pude por fin llegar hasta él, juraba contra la talla de los nuevos gigantes, inalcanzables los brazos a la acción de su lanza, y la emprendía a espadazos contra la compuerta que da a los mecanismos, hasta llegar al chisporroteo. En plena acometida refirió que por el talón doblaría a esa enormidad como Aquiles rindió su leyenda.

—Esa es la segunda —confirma el teniente—. Y las eléctricas pagan a letrados, paradójicamente, muy ajenos a las letras, incluso a la más universal obra de todas ellas. Jodido lo tiene nuestro querido Quijote, aunque, esta vez, tendrá compañía. Al sabio Frestón se le procesará por instigador o autor intelectual. Cuestión que ya dilucidará su señoría, el señor Benengeli. Don Miguel, el decano, le asignó el caso a pesar de que por guardia le correspondía a Avellaneda. Ojeriza le tiene al de Tordesillas, no hay duda. En cuanto a usted, don Sancho, supongo que el fiscal entenderá sus confidencias como leales. Trataré de protegerle.

Con la mano tendida hacia la puerta, la cortesía cede el paso a la funcionaria, a quien el buen Sancho sigue de inmediato hasta que la otra mano del teniente se posa en su hombro.

—No se olvide de dar recuerdos a Dulcinea  —susurra—. Quizá me pase esta noche a invitarla a una copa.

Publicado en el blog de José Ramón Aliaguilla.

Relatos finalistas

Marina Filoc

¡Calla! Brama el hidalgo despatarrado mientras revolea la lanza, está como loco. Sancho se espanta: ¡¡de nuevo no!! Lo observa mientras se apea de la descuajeringada bicicleta. A unos metros un puesto de panchos, el gordo se tienta, se pide uno como al pasar. El centro de Buenos Aires es un hervidero, verano, hora pico, una tormenta promete pero no cumple (va a postularse a presidente). Súbitamente el hidalgo se manda a cruzar 9 de Julio con el semáforo en rojo al grito de ¡zombis! ¡zombis! Los autos frenan, quilombo, lío barullo. Sancho putea, no aprendo más, se dice, corre tras el pirado justiciero (en un abrir y cerrar de ojos les afanaron las bicicletas pero esto lo omitiremos porque queda mal) ¡Ey! ¡Compañero! ¡Son gentes! ¡Personas comunes y corrientes! Demasiado corrientes, piensa el escudero, pero no lo dice que el horno no está para bollos ¡Don Quijote! ¡Vuelva acá! (La puta que lo parió que no se está ajustando a la consigna del concurso y yo quiero la plata) El hidalgo se detiene en medio de la avenida al escuchar esto último y esto tienen los Quijotes, escuchan lo que el resto no, incluso los entre paréntesis. Lo mira algo agitado mientras señala con su dedo firme a la manada errante: ¡Son gentes, claro, mi gordo! ¡Pero están infestados con la peste! ¡Esos insectos luminosos en sus manos mirá, mirá! ¡Agraaaavio a la vistaaaaaaaaaaaa!

El embotellamiento empeora. Don Quijote empieza a desparramar adargazos y tres o cuatro smartphone vuelan por los aires (un afanancio oportunista se los mete en el bolsillo y se pierde entre la marabunta, esto tampoco lo pondremos). Algunos comienzan a insultarlos, otros filman la escena y la postean en twitter ¡Son teléfonos, Quijote! ¡TELÉFONOS! ¡No insectos! De pronto Sancho ve venir aterrado al dueño de la panchería ¡Págueme, gordo atorrante! Agarra a Don Quijote de donde puede y se lo lleva a la rastra por entre los autos atascados. Se mete rápidamente por la boca del subte que acaba de estacionarse en el andén. Frena un momento, recupera el aire: Don Quijote, escuchemé, no podemos desviarnos más porque la fecha de entrega del concurso es YA, Quijote, YA, así que ahora tomamos el subte, nos bajamos directo en casa de gobierno y ahí, señor mío– Ahí nos esperan los molinos, ya lo sé, responde el hidalgo entusiasmado y yergue su lanza ¡A por elloooooos!

La manada errante de portafolios grises como sus vidas arrastra a nuestro dúo dentro del vagón. Y acá Sancho se la ve venir de nuevo: Don Quijote, cogote erguido, observa cual cacatúa alarmada a los transeúntes comprimidos ¡Nadie se mueva! Chilla el escuálido hidalgo. Sancho se toma la cabeza: ¿Y ahora qué pasa? ¿Cómo qué pasa, gordo? ¿CÓMO QUE PASA? ¿No ves? ¡Estamos siendo tragados! ¡La larga lombriz de la rutina nos está devorando! ¿Cuál lombriz, hidalgo, esto es u– ¡No me interrumpas! ¡El gusano de la falsa seguridad nos come, literalmente! Sancho observa a su alrededor, la multitud ni los registra entre tanta locura disfrazada de cordura. Don Quijote se escurre por entre los cuerpos estrujados y empieza a golpear la puerta con un paraguas que le revoleó una vieja en la aventura anterior. Pega y pega al grito de ¡La seguridad es una porquería! ¡La seguridad mata el amor! El subte se detiene en la siguiente estación, las puertas se abren. ¡Te lo dije, gordito! ¡La lombriz de la rutina no soporta los paraguazos del imprevisto!

Llegan finalmente a casa de gobierno. Una mujer los ve y pega un alarido, se acerca, les muestra que son tendencia en twitter, que se han viralizado en youtube, el video en la 9 de julio tiene millones de visitas. Le pide una selfie al Quijote. Otra gente se acerca a pedir autógrafos. Sancho confuso, mira el reloj, el tiempo se acaba, hay que improvisar YA algo con los molinos, algo contundente, que agrade a los jurados, poético, bello, original, con mensaje y la mar en cuatrimotor Y SÓLO NOS QUEDAN SESENTA PALABRA ¡Salgan!, arranca el escudero ¡Dejen ver sus aspas corruptas! ¡Gigantes de guante blanco! ¡Tirifilos! ¡Codiciosos! Sancho salta que parece una pelota de rugby. En eso liga un paraguazo en el coco, se da vuelta, es Don Quijote que lo mira indignado, algo en sus gestos ha cambiado ¡No, no, querido escudero! Así no es la cosa, en primer lugar acá la estrella soy yo y en segundo… La multitud no lo deja terminar, lo sube al caballo del monumento ecuestre de Belgrano; le piden que hable. El discurso demagógico del hidalgo lo omitiremos no así el intento del escudero de rescatar a Don Quijote de la peste infame, se acerca el pobre gordo al caballo de piedra pero antes de que pueda decir algo recibe otro paraguazo que casi lo deja tuerto.

Alboroto, flashes que estallan, periodistas que se enciman, comienzan a llegar las cámaras de televisión. Sancho no puede creerlo ¡Quijote, por favor! ¡No nos haga esto! ¡Qué será de nuestra patria! ¡Nuestra bandera! ¡Piense, Quijote! El Quijote se baja del caballo a pedido del periodista del talk show: ¿Pensar, Sancho? ¿Para qué pensar? Mirá todo lo que han pensado todos los que han pensado y seguimos estando como el culo. La patria no existe, hermano, y la bandera es un pedazo de trapo, inventos que usan los turros del poder para manipularnos ¿Tenes un peine? Una fan saca uno y se lo alcanza. El hidalgo le guiña un ojo y se arregla el bigote. Pero… ¿Y los molinos, Quijote? El loco cuerdo se ríe, mira a la multitud: los molinos les dan lo que necesitan, el rebaño no quiere cambiar, piden seguridad y la seguridad sale cara. No podemos rescatar a quien no quiere ser rescatado, gordo. Sancho se queda mudo, le da un mordisco a su pancho mientras Don Quijote se aleja firmando autógrafos. Y ya lo dijo Napoleón, la revolución fue por ego, la libertad fue la excusa.

Publicado en Facebook.

Susana Rizo

Los Molinos del Tiempo

Su caminar es vacilante, a pesar de la ayuda que le presta su acólito.

—Vigile bien el paso, mi señor, que ya estamos llegando.
—Pero, ¿a dónde dices que vamos?
—A un lugar que a buen seguro le recordará uno de sus más famosos lances, amigo y señor mío.

El viejo apenas recuerda ya, son cuatrocientos años que pesan por cada milímetro de su piel. Solo ha accedido a emprender ese viaje porque su guía le ha prometido que, desde allí, vislumbrará todas las grandezas que en su vida pasada alcanzó a realizar.

Al fin, llegan. El anciano fatigado se sienta sobre la hierba al pie de un alcor donde se alzan unas estructuras blancas, enormes, altísimas, como jamás imaginó. Tres colosales brazos como lanzas divinas giran en armónica cadencia desde la cúspide de cada uno de los relucientes pilares. La luz del sol proyecta destellos metálicos a lo largo de las gigantescas estructuras, mientras un zumbido cósmico silba a cada volteo de las afiladas aspas. Ya es tarde y el astro rey empieza a declinar en el horizonte, alargando las sombras y tiñendo la estampa de añiles, rojos y amarillos.

—¿Está usted viendo y oyendo lo mismo que yo? A qué esperamos… ¡vamos contra ellos! —exclama Sancho—. Mas su larguirucho amigo no responde. Es extraño verle tan abstraído, pues bien esperaba que su amo emprendiera una de sus insignes locuras ante los estilizados y sobrenaturales objetos que tienen frente a sí. Pero don Quijote ni se inmuta, se limita a mirar.

—Mi buen y querido Sancho, creo que ya acierto en mi memoria. Siéntate y reposa en silencio a mi lado.

Con lágrimas en los ojos, recuerda añorado. Ya no ve gigantes, pero los imagina. Resquicios de nobles ilusiones y forzosas empresas en las que acabó tantas veces malparado. Siente que esa España que hoy le brinda pleitesía y veneración, no fue antaño sino burla. Poco o nada ha cambiado apenas.

Junto a su fiel camarada, con quien compartió infinidad de desventuras, contempla esos extraños objetos que parece que jamás se detendrán, como el propio tiempo. Don Quijote sigue pensando ante los modernos molinos, sin hacer nada. Tal vez espera, y confía, que su movimiento no cese nunca y la gloriosa memoria que representan no borre su propio paso por la Historia. Al cabo, se levanta, y señala a su compañero el sendero de regreso.

—Vamos, Sancho amigo, ya es tarde y la cena espera, arribemos hasta el coche, que el tiempo es corto y la conversación ahora larga…

Publicado en el blog agentesiana.blogspot.com.es.

David Mediavilla

#MolinosQuijote

Desde el molino la vista alcanzaba todo el pueblo. Ahí estaba, con sus vidrios rotos, la fábrica donde no había querido trabajar. Allá estaban las casas nuevas de Carrasco, donde mis antiguos compañeros sobrellevaban sus crisis, la de todos y la personal de cada uno, como yo lo mía.

Hace unos años no quería acordarme ni del nombre de aquel pueblo. Pero yo también había caído en las redes sociales y, cuando alguien propuso que nos reuniéramos todos los de clase, me atrajo volver a saber del Curita, el Barbero (cada mote tenía su historia pero no es esta) y aquellos otros chavales entre los que había pasado mis primeros años.

Mientras nos poníamos al día y hacía recuento de daños (Aldonza ya no era la princesa que me parecía entonces aunque los millones de Carrasco lo disimulaban), me preguntaban cómo me iba en Barcelona. Yo me zafaba con vaguedades y les devolvía la pregunta. A la gente le gusta hablar de sí misma y yo prefería escucharles a volver a contar mis miserias. Al final la pregunta que no faltaba: “Sancho, ¿qué sabes de Jota? Os fuisteis juntos, ¿no?”. Poco podía decirles.

A todos los chavales se nos había ido la adolescencia en poco dormir y mucho soñar, pero solo Jota y yo habíamos seguido adelante con nuestros sueños. Barcelona se nos antojaba el primer paso del triunfo, donde nos codearíamos con aquellos melenudos con guitarras brillantes que veíamos en las portadas de los discos.

No es que “nos golpeara la realidad”, simplemente nos cayó encima y nunca salimos de ella. Conseguimos actuar (¡“La razón de la sinrazón”, el nombre que nos parecía de perlas en la tercera fila del cartel!) en varios festivales, hasta en algunos que en aquellos años tenían su renombre como el Rock Guinart. En otras actuaciones salimos quemados en el orgullo y en el bolsillo. Del Atari incluso volví molido a palos. En medio colaborábamos en trabajos alimenticios. Pero nunca llegaba “el éxito”. No teníamos el talento que nos creíamos en nuestro pueblo manchego.

Con el tiempo me fui acostumbrando a mi mediocridad y busqué lo que mis padres llamaban “un trabajo serio”. De Jota sabía lo que me contaba Hamid, un conocido común, y lo que me contaba cada vez me gustaba menos. Había conocido a Blanca, una chica que le llevó a lo que él llamaba el “lado salvaje” de la música. Yo alguna vez me tomé con ellos lo que llamábamos un “fierabrás” junto a la playa. Por poco no lo cuento. Jota en cambio siguió con Blanca y sus amigos.

Ya me avergonzaba que me relacionasen con aquel yonqui, que es en lo que se estaba convirtiendo. Cuando hablabas con él, todo eran castillos en el aire, “estaba en tratos con alguien”, “no faltaba nada para despegar” y habría un sitio para mí en el proyecto. Semanas después, Hamid me desengañaba. Jota seguía dando tumbos y perdiendo por un lado lo poco que ganaba por otro.

Pasaron los 27 años y ninguno de los dos entró en el club de los que dejan un bonito cadáver. Mi vida decente y mi trabajo serio me llevaron por otro camino y apenas me acordaba del pueblo y de Jota.

Por eso, cuando, después de la reunión de antiguos alumnos, Jota me contactó, no sé si la curiosidad, el afecto o la nostalgia me llevaron a quedar con él en este molino donde estoy esperando.

– “Sancho, ¿eres Sancho? Estás cambiado”.

– “Eh, tú eres Jota entonces, claro. Tú sí que estás cambiado.” – Me muerdo la lengua para no decir lo mal que le veo.

Vuelvo a recitar las generalidades que había contado en la reunión, pero Jota está en otra cosa. Le pregunto por su vida, le comento, como al caso, que uno de los excompañeros quiere montar un negocio de ganadería:

-“Si estás pensando quedarte en el pueblo, puedes hablar con Carrasco que dijo que necesita gente.”

– “Sancho, Sancho, sabes que eso son sueños como los que nos contábamos ahí.” – Señala al parque junto junto a la tienda de discos (Entonces el pueblo tenía una tienda de discos) – “¿Me ves tú de Alonso, el pastor?”

Alonso es su apellido, por el que le llamaba la policía y los médicos. Para nosotros siempre ha sido Jota. Notando una tensión en su voz que no era la de las fantasías de Barcelona, le pregunto “¿Estás bien, Jota?” sabiendo que no lo está.

– “Casi te digo que no he estado mejor en mi vida. Que ahora veo claro y reniego de todas aquellas fantasías. Nunca seré una estrella del rock y nunca pude serlo. Tendría que haber hecho como tú y conformarme con lo que puedo ser, que es bien poco.”

La tensión se ha ido. Le interrumpo e intento avivar los viejos sueños. Jota será yonqui pero no idiota. No lo estoy convenciendo. Le cuento lo que es mi vida y lo que pienso de mí mismo cada mañana de lunes, intentando animarlo por contraste. Se sonríe: “Metafísico estás”. Por supuesto lo que digo no sirve de nada y, aunque sirviera, veo que no me está haciendo caso. De pronto cae desmayado. Intento recuperarlo mientras llamo a emergencias y veo como la ambulancia sube por la carretera del molino. Me preguntan y respondo como puedo. Se lo llevan.

He hablado con el médico. Oigo palabras que no puedo comprender. Da igual lo que me diga. Ahora creo que Jota, Alonso, había ido al molino a morir, mirando el pueblo y conmigo al lado.

Publicado en el blog heterodinasta.wordpress.com

Silvia S.Rubio
Fantasmas contra molinos

–Afloja Sancho. Conforme nos alejamos del pueblo y nos metemos en la plana de la autovía me cuesta más respirar.

–¿Qué pasa, Quijo? –mira Sancho de reojo a su amigo. –Tranquilo, tío. Ahora no te puedes rajar.

–Uff! Tengo la cabeza fatal. Me da miedo no soportar la distancia, añorar, no entender el idioma, no adaptarme a las nuevas condiciones… ¿Y si no encontramos un trabajo pronto? ¿Y si allí tampoco me puedo dedicar a lo mío?

–Pero vamos juntos, Quijo. Es nuestra aventura. Todo eso que dices siempre será menor si estamos juntos, aunque yo no pienso darte el calor de la Dulcinea. Eso ya te lo buscas por tu cuenta –ríe Sancho a la vez que sacude un leve puñetazo amistoso en el hombro de El Quijote. Sancho siempre encuentra la manera de sacarle de cualquier agujero negro, hasta de los de su coco. El Quijote envidia esa forma de ser que caracteriza a su mejor amigo, tan despreocupada y siempre optimista ante todo tipo de situaciones y desavenencias de la vida. Sonríe de puros nervios. Siente su estómago comprimido como una pelota de tenis, con una mezcla de sentimientos que van desde la excitación a la rabia.

–Para, Sancho. Disfrutemos por última vez de la grandiosidad de estos mitiquísimos molinos de nuestra tierra, La Mancha.

Sancho busca un sendero que lleva hasta los pies de un grupo de enormes molinos de viento y gira en dirección hacia ellos. Una vez allí, Alonso Quijano, al que todos en el pueblo conocen como El Quijote, y al que solo sus más allegados se permiten llamar ‘Quijo’, baja lentamente de la furgoneta, inspira y expira en silencio, con la mirada perdida en la llanura. Camina acercándose hacia los molinos. Quiere inmortalizar ese único momento, el sol colándose entre las aspas de aquellos monstruosos generadores de energía. Él mismo desearía llenarse con esa energía en aquel preciso instante. Dentro de cuatro horas, junto a su inseparable Sancho, cogerán un avión rumbo a Paris con una maleta, un único billete de ida y mil euros en el bolsillo para empezar una nueva vida. El Quijote continúa andando un par de minutos y cuando cree que ya ha cogido una buena perspectiva del grupo de molinos saca del bolsillo trasero de sus pantalones su bloc de bocetos, lo pone en horizontal y empieza a dibujar el paisaje de la tierra que lo vio nacer, un trozo del país que ahora mismo lo escupe hacia fuera, tras más de un año en paro desde que cerraron la tienda de pinturas y materiales de construcción en la que trabajaba en Albacete.

–¿Qué haces, Quijo? ¡Que vamos a perder el tren!

–Cinco minutos Sancho. Necesito vaciarme –‘y también llenarme, pero de valentía, para luchar contra los nuevos gigantes que se me aparecerán en Francia’, piensa El Quijote.

–Pero si estás pintando, no meando, ¿cómo te vas a vaciar? –a Sancho no le gusta profundizar en ningún aspecto sentimental, y siempre esconde todos sus sentimientos bajo su capa de humorista malo y casposo.

–Ven, Sancho. Siéntate aquí –insta El Quijotemolinos-quijote-1 a su colega. –¿Sabes? Mientras dibujo noto cómo se alejan todos mis fantasmas. Ahora mismo es como si las aspas de estos molinos los estuviesen triturando.

–Qué raro eres, tío. Siempre viendo cosas donde nadie más las ve –contesta Sancho mientras termina de liarse un cigarrillo. –Venga, acaba ya con los garabatos, mata a quien tengas que matar y nos olvidamos de los gigantes eólicos para siempre.

Termina El Quijote el dibujo de los molinos. Se levanta, guarda su libreta y, dejando atrás a todos sus fantasmas peleando con los molinos, sube a la furgoneta prometiéndose a sí mismo que nunca más volverá a pisar un país que no valore el talento artístico.

Publicado en migatekeeper.com

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