Alguna vez, con dieciséis años, fui a dar al Consejo Tutelar para Menores Infractores, conocido también como Tribunal para menores y todavía mejor conocido como El Tribilín. Había ocasionado un choque espectacular, mientras huía de una persecución de la que afortunadamente no quedó constancia, de modo que aspiraba a dejar en un par de horas las instalaciones del Tribilín y volver a la casa familiar. Recién bañado, me preguntaba cuál era el sentido de ponerme otra vez el overol caqui del uniforme, pudiendo de una vez tomar mi ropa y estar listo para largarme a la calle.
—Esta va a ser tu cama —señaló con el índice un trabajador social, mientras tomaba la toalla mojada y la tendía sobre la cabecera de ese mueble maltrecho que sobre mi cadáver sería mío.
Nunca, que yo recuerde, me cayó tan pesado un posesivo. Aun después de salir, a dos horas de haberme sentado fugazmente sobre la que ya nunca sería mi cama, seguía con los pelos parados ante la posibilidad de que lo hubiera sido. “Bienvenido a casa”, parecía haber dicho la expresión del fulano, y era como en aquellas pesadillas infantiles donde mueren tus padres y quedas al cuidado de ciertos tíos a los que aborreces. Todavía hoy, siempre que me veo envuelto en una situación que se anuncia infumable, tiránica e incierta, regresa a mi memoria la afectuosa condena del colaborador del Tribilin. “Esta va a ser tu cama.” Traduciendo, despídete del mundo.
Cumplo con este arraigo antipandémico hace ya once semanas, como tantos ilusos que entonces todavía se preguntaban si debían cancelar sus planes para mayo. Abusando de la metáfora, no quería mi toalla ni mi cama. Era uno de esos presos arrogantes que miran el reloj cada medio minuto, seguros de que sólo un lamentable error ha impedido que llegue su abogado a sacarlos. “¡Esto no puede pasarme a mí!”, rezonga uno a lo largo de esa etapa, seguro como un hijo de familia de que hay gente ocupada en rescatarlo. Luego viene el desgaste de días y semanas, mientras surge un acuerdo entre científicos y políticos, unos y otros claramente confundibles, sobre la mejor forma de que todo esto salga tan mal como se pueda. Para esas cosas siempre se cuenta con ellos. Solamente de oírlos, me parece advertir que al calendario se le borran los números. Junio, julio, septiembre, ¿qué tanto es un tantito?
“¡Hasta el próximo viernes!”, gustan de embromar reos y carceleros a quienes se despiden de las rejas. Parece que, en efecto, la mayoría apenas tardará en volver. ¿Y cómo no, si dejaron adentro su toalla y su cama? Por mucho que la calle invoque sus mejores fantasías y les invite a hacer fortunas raudas, ya le hallaron el modo a vivir bajo llave. Conocen de memoria los códigos no escritos y no albergan falsas expectativas en cuanto a aquel futuro luminoso que por lo pronto seguirá inaccesible. Algo me dice que me pasaré el año viendo a la gente entrar y salir de cuarentena como unos reincidentes insalvables. ¿Cuándo pienso, a todo esto, dejar el calabozo? No sé, pero ya tengo mi toalla y mi cama. Como tantos insectos mal fumigados, pasé de la premura a la resistencia.
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