Remington Steele no podría hacerse ahora. Es una frase de cuñado, pero es verdad. La serie anima la guerra de sexos de la comedia clásica presentando un personaje masculino que se lleva los méritos del femenino, fruto de una suerte de acuerdo comercial entre ambos. La investigadora Laura Holt necesita a Remington Steele —una creación suya encarnada en un arribista— para que dé la cara en una sociedad que no vería con buenos ojos a una mujer detective. Y como esto son los ochenta, a nadie le avergonzaba querer ganar cuanto más dinero mejor. No es, por tanto, una serie para amigos de lo literal.
Si a Remington Steele no lo han querido cancelar es porque, sencillamente, los que cancelan cosas no la han visto. No está en ninguna plataforma (la primera temporada salió en España en DVD hace eones, pero las demás ni se olieron en la piel de toro) y solo rascando el bolsillo en el mundo de la importación uno puede meterse entre pecho y espalda sus cinco temporadas. Hasta que, claro, alguna plataforma de streaming tenga interés en ella. La serie no pretende ser una serie visionaria ni polémica, sino una lujosa recreación de misterios clásicos en clave de comedia romántica con dos actores llamados a triunfar (spoiler: Brosnan y Zimbalist se llevaban fatal porque, igual que en la serie, Brosnan se llevó toda la fama).
La serie se mantiene fenomenal. Tiene la estructura de caso semanal que odian todos los rascadores de series de “qualité” y eso significa que en tres cuartos de hora hay que resolver un caso. Elipsis, narración e interpretación. El individuo al que llamaremos Remington, que Brosnan encarna con toda la picardía que le llevaría directamente a James Bond (de hecho, fue fichado pero rechazado debido a su compromiso con la serie) es un verdadero disruptor de tramas, un mecanismo perfecto para crear enredo más allá de la trama de confusión de identidades de su capítulo piloto.
La farsa romántica se apoya en un look reforzado por las sinuosas notas musicales ideadas por Henry Mancini, un nombre que ya nos da el tono del invento. El acento no está en la acción sino en los diálogos, en la actitud de sus dos actores y la galería de secundarios habituales. Brosnan entiende el papel de fábula: en ciertos momentos, Remington es solo un usurpador que trata de salvar su patético pellejo, dando a Zimbalist todo el protagonismo. Ella, que nunca acabó de tener una carrera, también. La serie en ocasiones es enrevesada, no se enquista en diálogos o reflexiones, y requiere memoria para los nombres.
Hay una pregunta que, efectivamente, recorre toda la espina dorsal de Remington Steele y que me atrevo a asegurar que no es de ahora: ¿hace falta un hombre para resolver un caso? Y, entonces, ¿para qué hace falta un hombre? La conclusión, en una serie fundamentada en la tensión sexual no resuelta, es que para algo debe figurar, aunque igual en este caso el objeto era él. La serie, lo adivinan, era conciliadora en este aspecto.
Les escribo esto mientras, con su socarronería elegante, los capítulos de Remington Steele transcurren solos. El doblaje de los protagonistas, a manos de dos clásicos como Eduardo Jover y María Antonia Rodríguez, se me antoja igual de apetecible que la versión original. Es un sueño romántico no exento de los sinsabores de la vida, una aventura romántica muy difícil de imitar pese a su formularia estructura de tele vieja (aunque Luz de luna, la serie que creó después Glenn Gordon Caron, implicado en esta, salió mejor). Sus capítulos pasan, y por delante tengo cinco temporadas enteras que hacen más ilusión que cualquier otra novedad barata.
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