Rebeca Argudo es una de las plumas más mordaces del periodismo español. Me ha brindado la oportunidad de conversar con ella la publicación de su primera obra de ficción: una novela de amor y de humor titulada Todos los hombres tristes llevan abrigos largos (Harper Collins).
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—¿Cómo nace esta historia?
—La historia en sí surge porque me proponen escribir un libro y yo digo que sí, porque yo siempre digo que sí a cualquier encargo que recibo y que me apetece. Así que, de pronto, había firmado un contrato con una editorial, había cobrado un adelanto y tenía que contar algo. Y ahí es cuando me paro a pensar qué historia quiero contar. No quería pecar de demasiado ambiciosa en una primera novela, porque justo había leído varias primeras novelas y me parecía que todas adolecían de lo mismo: de una especie de estupendismo, de querer escribir Cien años de soledad o Guerra y paz a la primera de cambio. Parece que con la primera novela uno siente que lo puede hacer muchísimo mejor que todo lo que se ha hecho hasta ese momento, y quería evitar caer también en eso. Yo soy periodista, trabajo con palabras, pero escribo siempre de la realidad. Así que de pronto, al tener que cambiar de registro, me dije: “Tiene que ser realmente ficción”. Y me autoimpuse que fuese una historia totalmente inventada, que no tuviera nada que ver conmigo. La dificultad que encontraba era la manera de mantener una voz totalmente ajena a mí, así que lo más sencillo era que ella fuese también periodista y que estuviera escribiendo un libro. Fue una pequeña trampa para ponerme fácilmente en su mirada desde esa realidad compartida. Luego, el hecho de que sea epistolar, me permitía no perder de vista durante todo el tiempo a quién me estaba dirigiendo. La dificultad que implicaba era la de que colara que alguien le escriba una carta a otra persona de doscientas páginas. Porque hay que ser muy psicópata para eso. Pero creo que, al final, una vez compras la historia de que es una carta y la lees desde el punto de vista del receptor, entras en esa ficción y admites la mentirijilla. Aunque, si te paras a pensarlo, sea imposible que una tía esté tan loca como para tirarse días escribiéndole a alguien a quien quiere dejar.
—Me llama la atención que digas abiertamente que te encargaron esta novela, porque ya sabes que hay un cierto prejuicio contra la literatura de encargo.
—Pues yo creo que tengo prejuicios hacia lo contrario. No sé si “prejuicio” es la palabra exacta, pero creo que escribir es un oficio y así es como yo me lo tomo. Yo necesito respirar, comer, beber, follar, necesito una serie de cosas, pero no necesito en absoluto escribir para que mi día esté completo. No es una afición, algo que hago gratis porque me entusiasma. Lo que pasa es que me gusta hacerlo, se me da bien y, encima, me pagan por ello. Todos los días doy gracias por la suerte de vivir de algo que me gusta mucho hacer. Pero si no me pagaran no lo haría. Y siempre creo, además, que deberían pagarme más de lo que me pagan (risas). Yo reivindico que no se escriba gratis, que se escriba por dinero. Da igual que sea un libro, un artículo o una columna de opinión. Escribimos por dinero porque es un oficio y es nuestro trabajo. Si todos los que están escribiendo a cambio de visibilidad, o con la esperanza de que algún día sí les paguen, se plantaran y no escribiesen gratis, o casi gratis, a lo mejor conseguíamos dignificar entre todos el oficio y acabar con la precariedad. También es verdad que, si lo pienso, admiro a un tipo que se pasa ocho horas trabajando y luego llega a su casa y escribe porque tiene algo importantísimo que decirle al mundo, o porque tiene una historia que necesita ser contada. Y que luego, después de escribir trescientas o cuatrocientas páginas, las manda a una editorial, y a otra, y a otra, y se pasa años así hasta que le hacen caso, o no se lo hacen nunca y se queda su historia en un cajón. Yo sería incapaz. A mí, si no me lo llegan a proponer, no hay libro. Si no me llegan a pagar, no hay libro. Habrá a quien le suene fatal, pero yo lo tengo muy claro: no escribo gratis.
—¿Cómo se compagina tu escritura en prensa con el trabajo a largo plazo de una novela?
—Con dificultad. Esta ha sido mi primera experiencia y ha sido extraña porque he tenido que cambiar totalmente de registro. Estoy acostumbrada, primero, a trabajar con la realidad. Es decir, escribo de la actualidad, de política, de cultura. Son cosas que están ahí y que ocurren, y la materia prima es esa realidad, yo no invento nada, solo lo cuento. Así que de pronto ese cambio de chip era un reto. Luego, escribo con una fecha muy concreta y muy inmediata. La columna de opinión, por ejemplo, la escribo hoy para que se publique mañana. Y no solo es muy rápido el trabajo, sino que también es muy rápido el feedback. Yo mañana ya sé si la columna ha funcionado o no, si se ha leído más o menos, si me quieren matar o se quieren casar conmigo. Con el libro lo que me pasa es que, como los plazos son más largos, me lo tomé como: “Bueno, pues ya empezaremos, que hay tiempo”. No tenía una rutina, había veces en que me apetecía escribir y escribía mucho, y luego pasaban días y no me sentaba a escribir. Así que el método ha sido, como decía Cortázar, el no método. Luego de repente se acerca la fecha y dices: “Joder, que me pilla el toro y yo aquí tengo que sacar esto adelante y no puedo permitirme hacer trabajo de aliño”. Entonces, el proceso ha sido totalmente intuitivo, atropellado y atolondrado. He aprendido cosas en el camino, claro, así que si vuelven a confiar en mí, que espero lo hagan, creo que hay pautas que seré capaz de llevar a cabo de mejor manera.
—Eso te quería preguntar: ¿qué has aprendido escribiendo tu primera novela?
—He aprendido que hay que planificar y que el tiempo hay que administrarlo, que es algo en lo que soy malísima porque para mí el tiempo es una cosa abstracta sin ningún sentido que está constantemente atropellándome. Que la historia debe estar clara y definida para que puedas seguirla y no andar sin brújula. No es tan fácil bajar las musas al teatro. Lo que no he aprendido y llevo fatal es a manejar esa desvinculación que te comentaba. Ha pasado tanto tiempo desde que entregué el libro (lo corregí, hablamos de la portada, fue a imprenta y todavía no lo tengo en la mano) que a veces bromeo con mi editora y le digo que me lo voy a tener que leer para la presentación porque ya no me acuerdo de cómo acaba. No me ata a él absolutamente nada, como no me ata nada a un artículo escrito hace un año, que lo releería y a lo mejor opinaría diferente, matizaría algo, cambiaría alguna expresión… Pues con esto me pasa lo mismo: estoy desvinculada, como si fuera un hijo al que hace veinte años que no veo. Tengo una sensación extraña, de cercanía desprendida.
—Este libro combina dos tonos diferentes. Por un lado, tiene un tono intimista cuando la protagonista rememora la relación amorosa con su pareja y, por otro lado, tiene un tono humorístico que se manifiesta en la relación que mantiene con sus tres amigas.
—La parte intimista, de más sentimientos y emociones, es la que menos me interesaba. Tengo amigas a las que esa parte es la que más les ha gustado y me han escrito incluso para decirme que les había removido o incomodado porque se habían reconocido en algunas situaciones, pero nada más alejado de mi intención. Todo lo que es íntimo, emocional o identitario me interesa como McGuffin, pero poco más. A mí lo que me apetecía era divertirme mientras escribía, y el libro es casi una broma. Me estaba riendo un poco de la autoficción, que es una cosa que me pone nerviosísima, así que quería que formalmente pareciese autoficción, pero que no hubiese nada de autobiográfico. Todo el libro es la excusa para contestar a la pregunta de cuánta ficción admite la autoficción, hasta que clamorosamente deja de ser autoficción. Y también es la excusa para hablar de las cosas que a mí me obsesionan, que es el pánico a los cambios, la contraposición del amor y el desamor, la felicidad y la tristeza, la estabilidad y un cataclismo que hace que de repente todo se tambalee. Todos esos antagonismos vitales y cotidianos. Cuando me preguntaron desde la editorial de qué hablaba el libro, yo dije: “Del amor, del desamor, de la amistad, de la lealtad”. Pero en realidad no es así. O sea, todos esos son los grandes temas de los que al final acaba hablando un libro por cojones, porque los grandes temas siempre han sido los mismos, pero en realidad a mí lo que me obsesionan son los cambios. Los odio, me dan pánico.
—La novela plantea el dilema de qué hacer cuando descubrimos los secretos más íntimos de nuestros allegados. ¿Es necesario mantener algunos secretos para que una pareja perdure?
—Yo estoy muy a favor de dosificar y de filtrar la información. Que no tiene nada que ver con mentir o con ocultar. Pero no quiero que nadie me cuente toda su vida, ni yo se la quiero contar a nadie. Y eso incluye a pareja, amigos, familiares… Creo que la gente necesita tener sus parcelas privadas, y además no tienen por qué ser todas para todos. A lo mejor lo que a ti no te cuento se lo cuento a otra amiga, y hay otro amigo con el que comparto otras cosas. Está muy bien que tengamos nuestras parcelitas íntimas. Y luego ya, llegados al punto de la infidelidad, no me lo cuentes para que recaiga sobre mí la responsabilidad de disculparte o no. Ponme los cuernos si quieres, pero cúrratelo y que yo no me entere. Y si no, no me los pongas, o déjame, pero gestiona tú tus emociones, no dejes que recaiga sobre mí, que yo bastante tengo con gestionar las mías. Eso es un poco lo que ocurre cuando la protagonista de mi novela deja a su pareja por carta, porque sabe que no lo va a poder hacer de otra forma. Porque, pese a todo, todavía le quiere. Esa parte me parece muy interesante, cuando quieres tanto a alguien pero lo que tenéis no funciona de ninguna de las maneras, ese momento en el que el desamor todavía no es desamor, que aún estáis con un pie en el amor, pero ya sabes que eso no va a poder ir a más. ¿Hasta cuándo se sostiene? ¿Cuánto tiempo más puedes aguantar? Ese “sé que tengo que dejarte pero me siento incapaz”, el “te quiero pero necesito huir de esta historia que me está haciendo daño” me parecía también interesante. Por lo que te decía de las dualidades, que es una de mis obsesiones. O sea, que a lo mejor hasta he hecho terapia mientras lo escribía sin saberlo (risas).
—En los libros escritos en primera persona resulta tentador buscar rasgos del autor en el personaje que habla. Voy a citarte una serie de opiniones literarias de tu personaje para ver si coincides con ellas.
—Seguramente (risas).
—La primera cita es: Elijo los vinos siempre por la etiqueta, sí, y los libros por la portada. Esa soy yo. ¿Tú eliges los libros por la portada?
—Efectivamente. Si los tengo que elegir, los elijo por la portada.
—¿Y qué tipo de portada generalmente te atrae?
—Pues me gustan portadas que no me tomen por tonta, que no sea una cosa muy explícita, que no sea una ilustración que resuma el contenido, que no sean descriptivas. Portadas que me parezcan enigmáticas, que piense: “¿Qué cojones me quieren decir con eso?”. O que el diseño sea brutal, que sea algo gráfico, pero que me entre por los ojos. Y que me gusten los colores. Yo es que soy muy básica: si tengo que elegir un libro, tiene que molarme. Lo elijo como elegiría una camiseta (risas). ¡Luego te lees cada bodrio! También hay amigos que me recomiendan libros y que digo: “Pero esta portada es una mierda”. No lo habría elegido jamás, pero me lo leo porque me lo han recomendado y me fío de su criterio. Pero, en puridad, si lo elijo yo, es por la portada.
—En Francia lo tendrías complicado, porque hay muchas editoriales que no tienen imagen de portada.
—Ahí me daría igual, porque pasaría de largo. No me llamaría nada la atención, así que no lo pasaría mal, porque no me interesarían. Sería como: “Pues ya está, me voy al bar”. Cuando lo paso mal es cuando llegas a librerías con ediciones que son todas maravillosas, porque entonces me quiero llevar todos los libros y me da igual hasta en qué idioma estén escritos. Me los llevo solo porque me han gustado aunque sepa que nunca jamás me los voy a poder leer. O con editoriales como Impedimenta, por ejemplo, que cuidan un montón los diseños de sus ediciones. Yo en Impedimenta me quedaría a vivir. Me lo leería todo (risas).
—Hay gente que tiene estanterías de libros únicamente porque quedan bonitos por el lomo, pero no los han leído.
—Yo los libros los tengo por todas partes: amontonados, en el suelo, encima de las mesas, en cajas, unos encima de otros. O sea, a mí los libros me molan, pero no son un adorno. Luego nunca encuentro el que busco porque los ordeno fatal. Sé que los tengo, pero no sabría decirte dónde. Lo que pasa es que no se me ocurriría jamás llamar “biblioteca” a ese desorden. Para mí una biblioteca es, por ejemplo, la del Real Colegio Mayor de San Clemente de los Españoles en Bolonia, que es una cosa deliciosa, con unos ejemplares increíbles que van del Rabano Mauro al Quijote de Ybarra, o los volúmenes de la Magna Glosa de Accursio. Aunque solo sea por no faltarle el respeto a algo como eso, lo mío es solo una acumulación de libros.
—¿Y qué te parece la portada de tu libro?
—Estoy encantada, me chifla. También es verdad que antes de esa descartamos algunas. A los del departamento de diseño los adoro, pero creo que a ellos yo no les caigo tan bien, porque les di mucha tabarra (risas). Pero precisamente por eso, porque veía la portada y decía: “Yo no me compraría este libro”. Y si yo no me compraría mi propio libro, no puedo salir ahí y defenderlo. Rozaba la mala educación decirle eso a alguien que ha estado currando mucho y con mucho cariño en la portada de un libro, pero es que me veía incapaz. Fui muy impertinente, como una niña mimada, pero ahora estoy contentísima y quiero darles besos todo el rato porque me encanta. Ahora sí me compraría mi libro.
—Otra frase que dice el personaje de tu novela es: Solo leo a escritores muertos.
—Eso es un poco mentira porque leo a escritores vivos, obviamente, y además a algunos los tengo que entrevistar. Aunque menos de novela y más de ensayo. Es una exageración. Pero sí que es verdad que hay libros a los que siempre vuelvo y que me dan seguridad, porque nunca me decepcionan. Y todos los autores de esos libros están muertos. Soy bastante pesimista con la literatura contemporánea, incluida yo, si es que se me puede considerar escritora contemporánea, que lo dudo. No me apetece jugármela porque, para el poco tiempo libre que tengo, casi prefiero releer e ir a lo seguro. Luego es verdad que lees La isla del doctor Schubert, de Karina Sainz Borgo, o Txalaparta, de Agustín Pery, o El novio de la muerte, de Ramón Palomar, y te reconcilias con la literatura actual. Pero después te llegan cosas que oscilan entre la afectación absoluta, con doscientas subordinadas –y a ver si me acuerdo de cerrarlas–, en las que parece que como te lo pases bien ya no es literatura, y la más insufrible banalidad pero con moralina. Y joder, no tengo ganas de perder el tiempo. Tampoco es que quiera decir que todo es una mierda, aunque parezca que es lo que estoy diciendo (risas).
—También dice tu personaje: Escribir para la posteridad me parece, de lejos, la mayor tontería de nuestros tiempos.
—Sí, esa opinión es mía también, porque me da la sensación de que hay gente que escribe con esa ansia de posteridad, como si se viesen a sí mismos como el nuevo Unamuno o el nuevo Galdós, y escriben como si tuvieran ochenta años y estuviésemos en 1920, y ya les estuvieran esperando para leerles con admiración en el 2350. Esa literatura tampoco me interesa en absoluto. A mí cuéntame cosas, háblame con tu voz propia, no me imites a nadie, que si quiero leer a Unamuno leo a Unamuno, y si quiero leer a Galdós leo a Galdós. Y si quiero saber cómo se escribía a principios del siglo pasado, pues leo a alguien que escribió entonces. No leo a alguien de ahora que escribe como si su futuro biógrafo estuviese sentado a su lado tomando notas. Creo que hay gente que se a ve a sí misma desde fuera con esa solemnidad y que en realidad la literatura, el ejercicio de escribir, les da un poco igual. Lo que les gusta es esa proyección, como si se vieran desde fuera pensando en cómo querrán que hablen de ellos dentro de cien años (risas). Esa gente me da una pereza infinita. No quiero leerte, no me interesas nada. Me los imagino escribiendo a la luz de un candil, estirándose las puñetas, y con pluma de ganso. A mí la afectación no me interesa en absoluto. Al final parece que no me interesa nada. Ese podría ser el titular: “No me interesa nada” (risas).
—Otra cita de tu personaje: Tampoco quiero desentrañar el sentido de la vida o dar una gran lección moral cuyo secreto no puedo guardar por más tiempo y debo compartir con el mundo. Para moralejas ya tenemos a Esopo. Nada de crítica social, nada de militancia, nada de activismo, nada de concienciar de nada a nadie.
—Sí, no quiero dar lecciones de nada a nadie con este libro. Por eso quería personajes que se movieran en puntos oscuros, que cometieran errores o que se comportasen directamente mal, y lo reconocemos, pero al mismo tiempo queremos que salgan de esa, poniendo a prueba nuestras propias convicciones. Las zonas grises en las que se mueve el ser humano me interesan. No hay una lección moral y tampoco hay una defensa de que, por ejemplo, la mujer es buenísima y el hombre es malvado. Últimamente me da la sensación de que todo lo que se publica, o al menos todo a lo que le dan mucho bombo, parece que tiene siempre que encajar con una especie de militancia en lo políticamente correcto: que es durísimo ser mujer, que tiene que haber minorías representadas, que no haya nada que pueda ofender a cualquiera de esos grupos identitarios… Y yo estoy cansada de que me digan qué es lo que me tiene que ofender o qué lo que debo defender. Quería alejarme de eso y que la novela fuera puro entretenimiento.
—Oscar Wilde dijo, a propósito de otro escritor, que practicaba esa mezcla de buenas intenciones y mala literatura. ¿Crees que hay un auge del moralismo en el arte y que cada vez se juzgan más las intenciones y no la calidad artística?
—Totalmente. No conocía la frase, pero la suscribo con los ojos cerrados. Estamos en un momento de exhibición moral absolutamente exacerbado. Miguel Ángel Quintana Paz lo llama “el capitalismo moralista”, y yo creo que cotiza en alza porque en este momento en el que todo es un escaparate tú sabes que según qué te indigne y lo fuerte que lo manifiestes vas a conseguir más seguidores, muchos likes, que te llamen para colaborar con no sé quién… Estamos en un momento en el que las grandes diferencias no son tantas, porque el que más y el que menos tiene su coche, su casa, se puede ir de vacaciones, puede viajar… Ahora lo que nos diferencia, lo que nos eleva por encima del resto, es esa exhibición de la moral. Y la hemos llevado hasta el extremo y sin reflexión. Lo vemos en la literatura, en el arte, en el cine… Mira los Oscars, que ahora para aspirar al galardón una película debe cumplir con toda una serie de requisitos de diversidad de género, racial y en favor de las minorías. Y se olvidan de la historia y de la calidad de la cinta. Claro, luego yo, harta de todo eso, con lo que me lo paso bien es viendo John Wick, que son hostias a cascoporro durante dos horas (risas).
—En tu novela hay también una diatriba contra la autoficción. Dice tu personaje: No quería escribir autoficción. Siempre había pensado, lo sigo pensando, que la autoficción es aquello que escriben los que no tienen una vida interesante que contar, una biografía a sus espaldas de méritos e hitos que merezca ser narrada (y leída), pero tampoco la suficiente maestría o el talento como para inventarse unas vidas creíbles y plasmarlas en trescientas páginas, una detrás de la otra. […] Es hacerse trampas al solitario, fingiendo que puedes crear universos cuando lo único que estás haciendo es sublimar tu propio mundo y a ti mismo.
—¡Vaya rollo solté ahí! A mí es que no me interesa nada que me cuente nadie su vida (risas). Estoy harta de gente diciéndome: “Mira lo maravillosa que soy, mira mi familia, qué peculiar”. Pero si no has hecho nada. Me acabo de leer doscientas cincuenta páginas de alguien que no hecho nada más que contemplarse a sí misma a través de un filtro embellecedor. Si me vas a contar tu vida, por lo menos que seas Woody Allen. Que yo voy y me compro el libro de Woody Allen contándome su vida. Pero si tienes 28 años y tu mayor mérito hasta ahora ha sido vivir en un pueblo minúsculo de a saber dónde y estar alfabetizada, pues no me importa una mierda. Me da igual cuántos premios te hayan dado y cuántas entrevistas te hagan. Estoy muy harta de autoficción, harta de que si el consentimiento, que si me abrazaron demasiado, que si me abrazaron muy poco, que si mi cuerpo, que si no me acepto. Al final se te van las ganas de leer ficción por si te vuelven a salir con esas y acabas leyendo solo a los amigos. Afortunadamente, a ellos no les ha dado todavía por contar si abusaron de ellos de pequeños, ni la historia de su familia en un rincón de Cuenca, ni cosas así. Así que de momento doy gracias (risas).
—La última cita de tu personaje es: Nunca he sido muy buena titulando. Y aprovecho para preguntarte: ¿por qué llamaste a esta novela Todos los hombres tristes llevan abrigos largos?
—Pues precisamente por eso, porque soy malísima titulando, y esa frase me gustaba. Le he dado muchas vueltas desde hace mucho tiempo, porque es verdad que parece que cuando alguien está muy triste el abrigo siempre le queda grande, ¿no? Es como que te haces pequeño, como si la tristeza encogiese algo más que el alma. No es una metáfora, es literal: los hombres tristes llevan abrigos largos. Me sonaba bien, además. Luego Umbral, en la cita que hay al principio de su libro Diario de un escritor burgués, decía precisamente que su primer invierno había llevado el abrigo largo, demasiado largo. Y yo me lo imaginaba triste, demasiado triste. Además era un título largo, que a mí me gustan, como el abrigo (risas). Y no era descriptivo, no daba ninguna pista de lo que vas a encontrar entre esas páginas. Me gustaba: era evocador, intrigante. Pero en realidad no tenía mucho que ver con la historia, así que me permití el capricho de salpicarla de hombres tristes con abrigos largos, o de referencias a los abrigos largos o a la tristeza. O sea, que en realidad el título es un capricho absoluto y no responde a nada más que a eso.
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