En la sonrisa de Ray Loriga descansa el aire de un hombre desencantado. No es el perceptible cansancio vital que adorna a los detectives de ficción, sino el reconocible halo de novela negra que envuelve a tantos escritores. Ray fuma y Ray trae en la postura esa pose que algunos pueden correr el riesgo de confundir con el fatalismo y que en realidad solo es serenidad. «Decían que era un autor maldito… ya entonces me parecía banal. Ya te digo que no tiene nada de maldito ser escritor. Estás leyendo durante horas y trabajando mucho. Es una vida bastante sosa. Te dedicas a estar en un cuarto… es lo que he hecho prácticamente toda mi vida. No sé a que se referían con aquello de maldito…».
Ray no es un escritor inquieto. El calendario le ha dado esa quietud que tanto luce en las estatuas y que les da cierto sosiego. Cuando responde a las preguntas lo hace sin apenas moverse, solo lo imprescindible, como si quisiera pasar desapercibido y en el fondo le gustara que las preguntas las respondiera en su lugar la pared del fondo. Un punto encorvado hacia adelante, reduce el esfuerzo del movimiento a un ligero mohín de su expresión, un cierto encogimiento de hombros y una sonrisa que cuando asoma en los labios le da un aire desenfadado y lo vuelve muy cercano. «La juventud… yo nunca la he magnificado. Está sobrevalorada. Per sé no existía hasta los sesenta, cuando se convirtió en una parcela de consumo y en un objeto para vender cosas. Eso es lo que llamamos juventud. Por eso esta magnificación. Durante mucho tiempo no ha existido. Pasabas de niño a ganarte la vida. Este entretenimiento, este periodo solaz de ahora está creado duramente por el capitalismo. La juventud es una clientela. Los jóvenes son unos clientes muy aptos, y eso se explota, por eso nunca la magnifiqué».
Ray vuelve a la literatura donde asoma la pérdida de la juventud, se habla del tiempo pasado, la amistad, el amor que nos ha esquivado y la muerte. Cualquier verano es un final (Alfaguara) es una obra con el temple que le ha dejado el tiempo en la muñeca y el intelecto, y la decantación de sus últimas experiencias, cuando un tumor le condujo al quirófano y ahora le obliga a llevar un parche. Una sombra presente en uno de sus personajes que a la vez refleja y no lo refleja a él, que está hecho de un territorio de su alma, mientras otra parte proviene de la literatura. Una narración donde, desde el Rubicón de la madurez, se reflexiona sobre esa gran cuestión que es por qué vivir un día más.
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—«La inteligencia está en nuestros ojos» dice al inicio. También, que se «quita la vida a los ojos».
—La inteligencia estaba en nuestros ojos… Se refiere en la infancia. Me acordaba de Jünger, que dice que de lo que se ve en el camino que va de tu casa a la escuela se aprende más que en la propia escuela. Y coincido con él. Lo comentaba en «Tres caminos a la escuela». En cuanto a la segunda, no es algo literal. En realidad es una imagen. Se refiere a la enfermedad, a toda la degeneración del organismo, que es lo que uno teme en la vejez, que te va quitando alientos y te va arrancando la vida. Y también el coraje de cuando éramos niños. Los niños lo desconocen, pero poseen un coraje impresionante. Se atreven con asuntos que son más grandes que ellos. El temor ocupa en ellos una parte muy pequeña. El arrojo es la condición inherente de un niño. No proviene de la ingenuidad, sino de querer afrontar tareas que no sabes que son imposibles. Esa ilusión son cosas que se van amortizando. Esto son cosas que puedes echar de menos de mayor, aunque otras, como la bobería propia de juventud, está bien dejarlas atrás. Bueno, en esos consiste el proceso de maduración.
—¿Cómo te ha afectado al escribir el tumor?
—Digamos que la enfermedad es la enfermedad. No te da para nada una visión sublime sobre lo demás. La enfermedad es algo corriente, vulgar. Incluso cuando estás ahí, en el hospital, te das cuentas de que otros están peor. Aquello es como una factoría de males. Pero la verdad es que relativizas todo bastante. Terminas poniéndote en una perspectiva más humilde, porque allí, en el hospital, unos salen y otros, no. Pero no sales, como algunos piensan, con una visión iluminada del universo ni de la literatura ni de nada. Con suerte te vas con las mismas capacidades, las mismas incertidumbres, las mismas dudas y las mismas pasiones.
—¿La literatura ha dejado de ser tan importante?
—La palabra ha cambiado de sentido. Aquello que considerabas urgente, importante, esencial, de pronto ya no lo es tanto. Hay muchas cosas que cualquiera que haya pasado por determinadas situaciones trabadas con dificultades de este tipo le ayudan a percibir que aquello que consideraba grave empieza a pesar menos. No considerabas importantes tonterías como bajar a tomar un café en el bar de abajo, pero sí que la tienen. Las aprecias. Es la importancia que tienen las rutinas sencillas. Muchas cosas siguen igual. La pasión por la literatura me ha sujetado durante este tiempo. Me ha ayudado y sigue teniendo el mismo peso. Con la literatura no me refiero tanto a la mecánica de sacar libros, promocionarlos o tener más o menos éxito, sino a la pasión por la lectura y escribir.
—El protagonista se llama Yorich, como el bufón que hacía reír a Hamlet y frente al que él pronuncia un célebre pasaje… ¿Coincidencia?
—(Risas). Sí, tiene por eso cierta broma bufonesca. El padre del protagonista era un fanático de Shakespeare. La verdad es que todos los personajes, como este que he escrito, están hechos de trozos de ti mismo, de otras lecturas, de gente que he conocido y lo que les das. Con eso los vas formando. También tienes que tener en cuenta en sus características la trama que quieres contar. En realidad, metes en un astillero el barco con el que te vas a ir a navegar en una aventura. En ese viaje, que es la novela, hay mares y necesitas una embarcación adecuada para surcarlos, que es el personaje. Por eso lo vas diseñando, para hacerlo flotar. El personaje de Luiz es un Frankenstein de muchas amistades, masculinas y femeninas, no solo masculinas. Con eso lo moldeas y te sale ese otro monstruo, este individuo al que das un aliento de vida.
—«Aliento de vida». ¿Es lo crucial?
—Es el sueño de todos los escritores. Dárselo a tus personajes. La descripción tiene un límite y no haces vivir a un personaje por ser alto, feo, rubio o morenazo. Solo lo tipificas. Para que el personaje tenga aliento y sea creíble y conmovedor, que mueva emociones en el lector, tienes que conseguir que respire.
—«Uno se carga de remordimientos». Otra frase de su libro.
—La verdad es que uno no es joven en los 50. Eso antes, incluso, era la tercera edad, sin matices, paliativos ni eufemismos. Ya estás yendo hacia los años donde casi todo lo gordo ha quedado atrás, tanto en lo laboral como en lo emocional. Vas hacia otra zona. En mi caso, empiezas a tener menos por delante que por detrás. No es cómo ha sido hasta ahora. Es el instante en el que asimilas una serie de decepciones contigo mismo. Uno nunca es el individuo que soñaba ser en la juventud. Más bien es la suma de lo que has conseguido ser (risas). Uno queda lejos del sueño primero.
—¿De verdad?
—Hay unas grandes ingenuidades cuando uno se proyecta a si mismo en el futuro. Uno piensa en la vida y a veces es una resta más que una suma (risas). Bueno, por decirlo fácil, yo me soñaba mejor persona, mejor padre, mejor escritor, mejor cantante, mejor lo que sea, sobre todo mejor persona… luego te das cuenta de un montón de limitaciones.
—Hablas de la mediocridad que hay en la madurez.
—No te puedes engañar a ti mismo. Pero empiezas a ver los rasgos mediocres de tu carácter, las fallas que tienes en el alma, te das cuenta de tus limitaciones y los fallos de construcción que tienes. Las identidades son construcciones que tienen errores inevitables.
—Se nos caen las máscaras, como aseguras también en esta obra.
—Digamos que tu capacidad de engañar se vuelve más pequeña con los años. Cuando eres más joven, y ves lo que está mal, piensas que lo vas a arreglar luego, pero luego te das cuenta de que no, de que no arreglas nada (risas).
—¿Merece la pena vivir sin plenitud? Es un tema de esta novela
—Sin una pasión plena por algo, por supuesto. Hay que tener una pasión plena en el amor, en el oficio, en la observación, en lo que sea, pero hay tener una dedicación plena. Para vivir lo considero esencial, porque es muy difícil levantarse de la cama sin una motivación íntima. A veces lo pienso del oficio, la escritura. Una de las cosas bonitas que tiene es que nunca estás del todo en las circunstancias que te rodean, para bien y para mal, en general para bien. Tú estás en tu historia, en la que has leído o soñando en la que estás construyendo. Cuando esperas en el bus, se retrasa y no pasa, y hay que esperar, al menos yo, tengo la cabeza puesta en algo. No piensas qué aburrido es. Otras personas, supongo, las que no leen, piensan en su vida, en si pueden pagar una factura o si su madre está enferma. El escritor en eso es egoísta y piensa en su cuento. Y me gusta. Eso me ha salvado la vida.
—La literatura es un descanso en el camino.
—Para mí, sí, sin duda. Cuando la haces es dura. Cuando estás empezando a imaginarla es muy placentera, pero cuando la construyes es dura. También la transición puede ser placentera. Pero luego es horrible, cuando estás corrigiendo, que es cuando se jode todo, cuando no te puedes engañar a ti mismo sobre lo que has hecho. Cuando la estás planteando, apuntando notas y desarrollando la trama y metiéndote en la harina, estás como en un estado de promesa emocionante. Esta etapa la vivo muy feliz. Pero cuando tienes que sentarse con lo que has hecho mal, ves lo que no funciona en toda la mecánica, porque la literatura tiene mucho de carpintería. Ahí es cuando se convierte en una lucha. Es cuando reparas en la diferencia que existe entre la promesa que te habías hecho de esa historia y lo que estás viendo, y, claro, hasta qué punto tiene arreglo.
—Muchas emociones.
—En un mismo día pasas por todos los estados de ánimo. El proceso de una novela es largo, incluso en una novela breve. Tienes días para todo. Unos crees que esto es una mierda. Otros, que esto me ha quedado fenomenal. Luego, claro, dudas de lo fenomenal. Es complicado. Atraviesas todo un arco de emociones porque has pasado ahí tanto tiempo y el proceso ha sido tan largo, que te afecta. Y por supuesto esas emociones repercuten en tu vida personal, porque unas veces estás eufórico, otras deprimido, aunque después de treinta años te acostumbras a vivir con ello.
—Llamas a la escritura oficio. Es darle un punto de normalidad.
—Considero que la literatura es un oficio y como tantos oficios requiere inspiración, talento, pero también la paciencia y la dedicación de un orfebre. Tiene su aprendizaje, su mecánica. Aprendes todos los días. Jamás debes creerte que lo tienes dominado. Siempre te topas con desafíos y estás avanzando. No hay un don, no hay un rayo de inspiración, hace falta un don, pero, como decía Pavese, lo normal no es escribir.
—¿Fracaso vital? Es una expresión que usan tus protagonistas.
—Es por la arrogancia con la que empezamos a vivir, que es formidable. A poco que te juzgues fríamente, te percatas de que has llegado hasta aquí y no has logrado ser la persona que querías ser. Imagino que es lo que les sucede a los saltadores de pértiga, que se quedan siempre con la impresión de que podían haber saltado más, que la barra debería estar más alta. Cuando se retiran con el récord del mundo, seguro que creen que podían haber saltado más centímetros. Más que nada porque la última siempre la tiran. Se triunfa con un fracaso. Esa última no la han saltado. Una cosa curiosa.
—¿Un libro alcanza alguna vez lo que se propone uno?
—Es una mezcla de expectativas y logros. Todo libro escrito, para mí, está lejos de la expectativa de la ilusión que te habías hecho, de esa promesa, pero, por otro lado, cuando llegas a un sitio de concordia y estás lejos de lo que más temías, es reconfortante. De un libro temes que sea un desastre, así que en cierta manera si es bastante mejor que el peor de tus temores, te reconcilias contigo. Uno se ve obligado a leerse a sí mismo durante las correcciones. Hasta sueñas casi frase por frase el libro, pero luego pasa el tiempo. Cuando de vez en cuando miras un libro anterior, con el pretexto de una traducción, lo miras un poco para presentarlo. Ahí, a veces, te dices, no estaba tan mal… Yo me conformo con que no me dé vergüenza.
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