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Raúl del Pozo: el periodista insomne - Zenda
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Raúl del Pozo: el periodista insomne

Los ochenta fueron unos años apasionantes y de eclosión de libertades que coincidieron con el final de mi niñez, mi adolescencia y primera juventud. En música me gustaban el derrotismo melancólico de Los Secretos y el casticismo pop de Gabinete Caligari, a las fiestas iban chicas vestidas con hombreras, me envicié con la novela histórica,...

Uno de los pocos placeres que mantengo intactos desde la infancia es ir al cine. Todo lo que lo rodea constituye un ritual: echarme a la calle ilusionado, hacer cola para comprar la entrada, elegir el asiento, llegar a la sala con minutos de antelación, el momento del apagado de la luz, chuparme los tráilers, ver la película y, si me ha gustado, hablar de ella al finalizar como Woody Allen cuando le dan cuerda. Antes, las fastuosas salas de cine, o tenían un regusto de teatros adaptados al celuloide o eran de dimensiones y aspecto palaciegos. Hasta sus nombres eran evocadores, como títulos de novelas de aventuras. El no va más era cuando se descorría el telón y aparecía con mayestática lentitud la enorme pantalla. Me gustaban las butacas de terciopelo y gutapercha, el ambigú para comprar chucherías, los acomodadores con su linterna y la cancelación del tiempo mientras duraba la película. Prefería sentarme en el gallinero, en primera fila, acodado sobre el grueso tablero de madera del voladizo, como un marinero de un antiguo navío de línea que mirase por la borda. Aunque por edad no vi en la gran pantalla las cintas de la época dorada de Hollywood, la cinefilia incubada de niño me condujo a disfrutar en la tele de las interpretaciones de los galanes clásicos, a fascinarme por sus modos de comportarse, de vestir y de hablar. Por todo ello, Raúl del Pozo podría haber rivalizado en apostura y clase con Gregory Peck en Vacaciones en Roma y birlarle el papel para llevar en la Vespa de paquete a Audrey Hepburn, sonriendo triunfal como un cónsul vestido por Giorgio Armani. A fin de cuentas Gregory Peck encarnaba a un periodista y Raúl del Pozo fue corresponsal en la Ciudad Eterna.

Los ochenta fueron unos años apasionantes y de eclosión de libertades que coincidieron con el final de mi niñez, mi adolescencia y primera juventud. En música me gustaban el derrotismo melancólico de Los Secretos y el casticismo pop de Gabinete Caligari, a las fiestas iban chicas vestidas con hombreras, me envicié con la novela histórica, me hice un adicto de la narrativa en general y supe que las Humanidades darían sentido a mi vida. Me acuerdo de los coletazos de una España de los Botejara en la que las caras de mucha gente mayor parecían daguerrotipos, de la irrupción de la informática, de la dulce inexistencia de la corrección política más acá del Atlántico, de la ausencia de telebasura y de la alborozada caída del Muro de Berlín. En mi casa se compraba el ABC y sus columnistas eran para mí tan familiares como los rostros televisivos, y poco antes de que mediasen los noventa comencé a comprar El Mundo por su osada línea editorial y audaz periodismo de investigación, pero sobre todo, porque me encandilaban algunos de sus escritores. Así, en tinta y papel, llegó Raúl del Pozo a mi vida. Y fue una epifanía literaria, una zarza que ardía sin consumirse cada vez que leía sus artículos en cuya coctelera se agitaban sin batirse Quevedo, el habla de germanía de los tugurios, la musicalidad del castellano antiguo y un descaro léxico que conseguían una prosa que de puro diferente era inaugural, una clásica modernidad en la que las palabras unas veces iban envueltas en seda y otras veces gastaban faca. Qué bárbaro, esa divina escritura tenía un acero templado en el Tajo, como las armas blancas que portaban los gariteros, los poetas cojos y los soldados del Siglo de Oro.

"Sus artículos eran un periodismo literario de estirpe hispánica, alejado de fórmulas guiris"

De vez en cuando lo veía en tertulias en la tele, donde vestía con empaque, se expresaba con garbo, agudeza y finezza, adoptaba un tono serio y en ocasiones sonreía y se retrepaba en la silla. En más ocasiones lo escuchaba en la radio, y era inconfundible su manera de expresarse: la de un periodista muy vivido y fogueado que acumulaba lecturas clásicas y poseía el don de sintetizar con malabarismos verbales que llegaban al sumun cuando escribía y daba una noticia. Ahí es donde deslumbraba: en las páginas de El Mundo, donde trataba de todo como sólo saben hacerlo los columnistas de raza, es decir, los escritores omnívoros, que se alimentan de cualquier aspecto de la vida para transformarlo en una literatura urgente y efímera, que nace con el día y muere al anochecer, como el periódico que la cobija. De la misma manera que los magos sacan conejos blancos de sus chisteras él, de los puños de sus camisas impolutas, sacaba metáforas que te descolocaban. Porque sus artículos eran un periodismo literario de estirpe hispánica, alejado de fórmulas guiris, y muchísimas personas más o menos conocidas o famosas amanecían con la vanidad de querer ver sus nombres en las famosas negritas raulianas —aunque fuesen sopapos tipográficos—, porque salir en las negritas significaba ser alguien en el cotarro nacional.

Sus artículos me llevaron de la mano a sus novelas, de las que escojo Noche de tahúres y El reclamo. La primera por recrear un ambiente tan noir del sórdido mundo de las timbas que, a su lado, El jugador de Dostoievski parece una obra cándida. La segunda, la de los maquis, por su simbiosis de naturaleza serrana y psicología y por su tratamiento del paso del tiempo y su sedimentación en la memoria.

"El libro abre con un prólogo de Carlos Alsina —que puede leerse como uno de sus elocuentes monólogos radiofónicos— y cierra con un epílogo de Raúl del Pozo"

La Esfera de los Libros acaba de publicar No le des más whisky a la perrita: Vida, obra y milagros de Raúl del Pozo, un libro escrito a dos manos por Jesús Fernández Úbeda y Julio Valdeón. Aunque suelo desenfundar ante las obras conjuntas porque me temo lo peor (me malicio que serán algo desgalichado o un revoltijo), en este caso la escritura está organizada y repartida en capítulos firmados por su correspondiente autor. Eso enriquece el conjunto, pues cada uno de ellos interpreta la banda sonora rauliana con diferente orquestación, y como algunos de los títulos de los capítulos están tomados de canciones, el resto lo parecen: «Dios, bajo la sombra de los granados», «Frases cortas que relampaguean», «Moisés en el Júcar», «Mowgli entre maquis», «Cuando hablamos del desencanto», «Un ángelus blasfemo», y así.

El libro abre con un prólogo de Carlos Alsina —que puede leerse como uno de sus elocuentes monólogos radiofónicos— y cierra con un epílogo de Raúl del Pozo que, además de tener tantos quilates como cualquiera de sus escritos, tiene la virtud de que él aparece no tanto en calidad de biografiado al otorgarle al libro la cualidad de novela. Un genial pase de pecho.

La concepción de la obra se asemeja a una novela de misterio: Raúl del Pozo se niega a ser entrevistado a la manera canónica, no quiere contar su vida empezando desde el principio (la infancia y cosas por el estilo) por considerarlo algo tedioso y un poco ordinario, así que los autores deberán ejercer de detectives y preguntar por el periodista conquense a un puñado de amigos que lo conocen bien. A partir de entonces Raúl del Pozo abrirá paulatinamente las escotillas de su corazón y su memoria y completará algunos fragmentos capitulares de su vida evocándola y relatando una gavilla de anécdotas junto a amigos desaparecidos o, por fortuna, vivos. Y la pareja de escritores, con los retazos biográficos capturados a modo de teselas, compondrán el mosaico vital de Raúl del Pozo.

"Son antológicas las juergas nocherniegas con el donjuán, poeta y actor Paco Rabal, entre las que sobresale el episodio del teléfono del hotel romano"

Ambos autores se han repartido a tajo parejo los personajes a entrevistar y los temas a tratar. Quienes desfilan por las páginas son gente de tronío: Jesús Quintero, Arturo Pérez-Reverte, Paco Rabal, Federico Jiménez Losantos, Cela, Umbral, Manuel Vicent, José María García, Ramón Tamames, Félix Sanz Roldán, Carmen Rigalt, Marta Robles, César González Ruano, Jaime Campmany… Da lo mismo que algunos de ellos estén vivos y otros no, porque los muertos no son fantasmas invocados por el recuerdo, sino presencias en la memoria, por lo que todos comparten escenario.

Los capítulos de Julio Valdeón están dotados de encuadre y pulso literarios, y como sus charlas con los personajes fueron telefónicas debido a que él vive en Nueva York, no sé por qué me acordé de cuando yo era niño y, en mi casa, tras un nervioso timbrazo del teléfono, la operadora de una centralita anunciaba una conferencia. Entonces mi padre, tras carraspear, sostenía el auricular y hablaba en voz muy alta, como si la otra persona residiese en el extranjero en vez de en otra provincia, y los hermanos, apiñados en el pasillo en torno a mi padre, lo mirábamos con la devota admiración de quienes asistían a un milagro tecnológico.

Son antológicas las juergas nocherniegas con el donjuán, poeta y actor Paco Rabal, entre las que sobresale el episodio del teléfono del hotel romano, algo que ni el mismísimo Fellini hubiese fantaseado para Amarcord. Pero aunque el catálogo de anécdotas hilarantes y de alto octanaje es fabuloso, lo que destaca a lo largo de la lectura es el férreo sentido de la amistad, la pasión indómita por el oficio, el afán por vivir intensamente y la melancolía como un juego de muñecas rusas. La sensación que tuve al cerrar el libro fue la misma que cuando vi La gran belleza, la obra maestra de Paolo Sorrentino.

El manchego Jesús Fernández Úbeda es el causante de ello.

"Jesús Fernández Úbeda utiliza algo del método periodístico de Gay Talese al enfocar sus capítulos, y en ellos se introduce como un personaje más"

Tiene ojos de visir, voz de plata y pinta de músico acompañante de Andrés Calamaro, es chaparro y ríe a carcajadas, luce un pelo negrísimo, selvático y rizado (como de nubio), viste con despreocupación casual, ha echado barriga cervecera, posee el don de la escritura y mantiene un amor correspondido con el periodismo, es un lector tragaldabas aunque también selecto, nació en Ciudad Real y estudió en Daimiel (de donde remanece mi familia paterna), su buen gusto le hace ser madridista y es mi amigo. Nos entendemos con un cruce de miradas —las suyas, con la expresividad de un actor de cine mudo—, es un disfrutón irredento y un ligón, cuando alguien no le cae hace un apagón anímico, tiene injertado de fábrica el microchip de la lealtad e ignora el significado de las palabras «envidia» y «rencor», nos queremos aun en la distancia, se ha hecho un sibarita de los destilados porque sus amigotes lo han malcriado, pero aún no ha descubierto que el vino tinto de reserva sabe a besos de carmín rojo.

En este libro utiliza algo del método periodístico de Gay Talese al enfocar sus capítulos, y en ellos se introduce como un personaje más merced a narrar cómo acomete cada entrevista. Y aunque no recurre a los celebérrimos sostenidos silencios de Jesús Quintero, también succiona algo de El Loco de la Colina, pues alterna las preguntas incisivas con una pasmosa facilidad para que el entrevistado se acomode y comience a largar. Mantiene bien equilibrado el fiel de la balanza del escritor y del reportero, y tiene la habilidad de hacerle un TAC a cada personalidad y plasmarla en medio folio mediante un párrafo o un breve diálogo.

"El libro repasa la vida de Raúl del Pozo: su infancia serrana, la trágica muerte de su madre, su luminosa época parisina, la llegada a Madrid y su sueño conseguido de hacerse periodista"

Además, Jesús Úbeda —nombre artístico concedido en las negritas raulianas— tiene unas cualidades poco frecuentes en su generación millennial: la insomne curiosidad por quienes le precedieron y la asunción de que antes que él hubo gente brillante cuya genialidad continúa vigente. Esto le conduce no sólo a admirar sin tasa a periodistas y escritores muertos, sino a querer codearse con los vivos para aprender de ellos y granjearse su amistad.

Esta facilidad genética de Jesús Úbeda como constructor de puente generacional, de pontifex periodístico, hace no sólo que el libro se devore con frenesí, sino que debería ser lectura obligatoria en las facultades de Ciencias de la Comunicación por un doble motivo: para que los estudiantes aprendan cómo hacer una interviú y cómo escribir, y para que éstos sepan, por ejemplo, que José María García, Supergarcía —por su innata capacidad para crear suspense— fue el Hitchcock de las ondas, el comunicador que me hipnotizaba tanto como la canción Zu Asche, Zu Staub de la serie Babylon Berlin; o que Pérez-Reverte, el académico que comenzó siendo un Alejandro Dumas y se ha convertido en un Víctor Hugo, se curtió en la redacción canalla del diario Pueblo, una mítica escuela periodística donde confluyeron unos profesionales que harían época en la España de la Transición y en la que sobrevino.

El libro repasa la vida de Raúl del Pozo: su infancia serrana, la trágica muerte de su madre, su etapa como maestro de escuela, su luminosa época parisina, la llegada a Madrid y su sueño conseguido de hacerse periodista, amoríos y ligues, noches sonámbulas de alcohol, literatura clásica metabolizada, los salones alfombrados y las covachuelas del reporterismo… En las páginas encontramos tertulias en el Café Gijón, los años como corresponsal de prensa y enviado especial en Moscú, Roma, Londres, Buenos Aires y Lisboa, sus vínculos con el PCE y, sobre todo, su capacidad para hacer amigos de diversas ideologías, algo que caracterizó a los hombres y mujeres que, pertenecientes a distintas generaciones, protagonizaron en diferente medida la Transición y vivieron con plenitud la década de los ochenta, lo cual ya resulta raro en la España de hoy, donde muchos viven atrincherados en los viejos mapas del sectarismo colgados con chinchetas en la pared. Precisamente las virtudes de la generosidad y la amistad serán el territorio vital más destacado de la trayectoria de Raúl del Pozo, así como su facilidad para despertar admiración entre las generaciones más jóvenes, porque su periodismo no es crepuscular, sino tan vanguardista como siempre. Ése es su secreto.

La mujer de Raúl del Pozo era italiana. Natalia.

"«Un hombre enamorado», el último capítulo de No le des más whisky a la perrita, es también una gran historia de amor"

La serie Chernobyl me gustó. Y mucho. Pocos años antes había leído el libro en el que se basa: Voces de Chernóbil, de la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Alexievich. Tanto me impactó y sobrecogió esta obra de la Premio Nobel de Literatura en 2015 que me embaulé todos sus libros traducidos al español. Jamás me había topado con una forma similar de hacer literatura: con los testimonios de supervivientes de algo. Voces de Chernóbil (muchísimo más honda y dramática que su adaptación televisiva) empieza y termina con sendas historias de amor de alto voltaje.

Pues bien, «Un hombre enamorado», el último capítulo de No le des más whisky a la perrita, es también una gran historia de amor, porque condensa el abnegado cariño de la esposa del periodista y la absoluta entrega de él cuando ella enfermó. En este magistral capítulo diferentes personas certifican la trascendencia que Natalia tuvo en la vida de Raúl del Pozo, y Jesús Úbeda, el narrador, se nos muestra en su estado puro cuando visitó por última vez a Natalia en la clínica donde ella estaba hospitalizada, pues sin melodramatismos, con conmovedora delicadeza, nos deja una de las escenas de adiós más hermosas entre amigos que jamás haya leído yo, porque no hubo palabras de despedida.

"Raúl del Pozo ya es como nuestro Aquiles sin necesidad de que una flecha taladre su talón: su nombre es una leyenda"

Este libro no es un peloteo literario, una bacanal de ditirambos, una hagiografía laica antes de tiempo ni un ajuste de cuentas contra nada ni nadie. Se trata de una especie de biografía novelada de una personalidad viva que supo machihembrar el periodismo y la literatura a lo largo de su profesión. También puede leerse como una historia de éxito personal en la reciente historia de España, algo difícil de trasegar en un país donde los salieris, los antagonistas de los mozarts, suelen alcanzar los puestos de poder.

Raúl del Pozo ya es como nuestro Aquiles sin necesidad de que una flecha taladre su talón: su nombre es una leyenda. Y con un toque a lo Marcello Mastroniani.

No hay necesidad de comprar una bola de cristal en un chino para averiguar el porvenir de Jesús Úbeda, que ya ha dado avisos en Zenda con sus artículos de demoledora belleza. Este libro lo ayudará a convertirse en lo que está llamado a ser: uno de los grandes del periodismo y de la literatura. Que vaya comprándose en internet o en el Rastro un chaleco contra la balacera de la envidia para ponérselo por encima de las camisetas de gondolero y de series de dibujos que gasta. Entretanto, quiero seguir viéndolo venir con sus andares eléctricos, como recién salido de una película de Fritz Lang o de Tarantino, y tras sentarse con instantáneo aplomo en torno a una mesa, beber algo juntos en El Escorial, Madrid o Baeza y charlar y reírnos mientras anochece y celebramos la amistad y la vida.

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Autores: Jesús Úbeda y Julio Valdeón . TítuloNo le des más whisky a la perritaEditorial: La Esfera de los Libros. VentaTodostuslibros y Amazon

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Emilio Lara

Emilio Lara (Jaén, 1968), doctor en Antropología, Licenciado en Humanidades con Premio Extraordinario y Premio Nacional Fin de Carrera, profesor de Geografía e Historia de Enseñanza Secundaria. Es autor de la novela La cofradía de la Armada Invencible (Edhasa, 2016) y El relojero de la Puerta del Sol (Edhasa, 2017), Premio Andalucía de la Crítica de Novela. Su última novela, Tiempos de esperanza ganó el Premio de Narrativas Históricas Edhasa 2019. Su última novela es "Centinela de los sueños". @emiliolaral · mypublicinbox.com/emiliolara

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