Un suelo cualquiera se convierte en escenario cuando lo pisa Raphael (Linares, 1943). Y el telón en este teatro será inexistente para que nunca baje. El lado bueno de este artista es el izquierdo para los asuntos de la imagen. Han pasado 53 años de la publicación de Aquí! (Hispavox, 1969) y sigue calcando el mismo perfil que enseñaba en aquella portada: mirada distante pero directa, con el cuello cubierto. Escribía Robert Louis Stevenson en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (Longmans, Green & co, 1886) que «el hombre no es uno realmente, sino dos». Y en el caso de Raphael, él sigue siendo aquel.
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–Como escribe Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, ¿el llanto más antiguo de la historia del hombre es el llanto del amor?
–Gran amigo… Es una pregunta con muchísima profundidad, pero yo diría que sí.
–¿Por qué razón?
–Porque lo ha dicho Gabriel García Márquez… (risas) y Márquez pesa mucho.
–Era amigo tuyo.
–Mucho.
–Y Cien años de soledad tu libro favorito…
–Sí, mucho. Recuerdo la época que él vivió en México. Éramos muy íntimos. Hacíamos paellas los domingos y esas cosas.
–¿¡Paellas!?
–Bueno, arroz… Éramos un grupo de gente maravilloso. Eran tiempos maravillosos… ¡Qué pena!
–¿Cuál es tu Macondo?
–Está en el aire.
–¿Como el amor?
–No sé si como el amor, pero está en el aire.
–¿Sigues sintiéndote un águila?
–Soy un poco águila, sí.
–¿Solo un poco?
–No. Soy un águila. Un pajarito no soy. (Risas)
–Pero eres tauro, que dicen estar con los pies en la tierra.
–Sí, es verdad. Pero soy águila también. Si yo me tuviera que dibujar, sería el águila que agarra al toro y lo lleva porque tiene la ventaja de que vuela.
–Y tiene buena vista.
–No necesita gafas. (Risas)
–Francisco Umbral te definió como «la expresión viva de nuestro kitsch. Una muestra del barroco sentimental».
–¡Chúpate esa mandarina! ¿Qué quiere decir?
–Pues…
–Vamos a despertarle y que nos lo cuente. (Risas) Ya sabes cómo era nuestro querido amigo. El día que presentó un libro mío (¿Y mañana qué?), a la mitad dijo que, ya desde entonces, esa parte le interesaba menos porque ya me iba bien. Vamos, que a él le gustaba cuando yo lo pasaba mal. (Risas)
–«Todo escritor profesional sabe que es más interesante la pobreza que la riqueza, más sugestivo el fracaso que el éxito, es más importante (Fiodor) Dostoievski que Corín Tellado», añadió.
–No… Que si no, muerto de hambre, no tiene ni para comer. ¿Qué mérito tiene? Esas cosas son de Paco Umbral… ¡Un genio!
–¿Te olvidas de ti mismo?
–No. Nunca. Ni me olvido de mí, ni de los míos. Nunca.
–¿En ningún momento?
–A veces sí, también, pero menos. A veces quisiera no verme un poquito ahogado por las situaciones; si no estoy bien, si estoy enfermo, siento que es un agobio, porque, para mí, cantar es un alivio. Entonces si ese día no estoy bien y yo sé que no lo estoy, siento un agobio tremendo.
–Y eso que haces conciertos de dos horas y media o tres…
–Pero eso es igual. Hay días que no estás para dos horas y media ni para tres segundos. Hay días que no estás.
–¿Hablamos solo de la voz, de lo que tú sientas?
–Del estado. Hay días que no estás. Hay días que yo no me levantaría de la cama para nada, estaría durmiendo eternamente. Afortunadamente muy pocas veces me ha pasado eso, pero me ha pasado. En una vida tan larga profesionalmente pasa de todo.
–Cuando viste aquel teatro portátil en Cuatro Caminos, tú querías ser artista, ¿pero haciendo qué? ¿Valía solo con estar en el escenario?
–Exactamente. No artista… ni actor tampoco. Yo quería estar en el escenario, porque desde los cuatro años estaba en el escenario. Era la voz principal del coro y sin mí no se podía hacer nada.
–¡Como ahora!
–(Risas) Muchos años después. Entonces decidí que yo iba a ser de esos que estaban ahí arriba y no abajo aplaudiendo. No tenía yo idea de qué. Me imagino que de ser el solista del coro, yo era un niño que se las sabía todas. Cuando me examiné… ¿Sabes que los artistas, los que queríamos estar en esta profesión, teníamos que examinarnos?
–Sí. Y os daban un carnet.
–Sí. Pues a mí no me dejaron cantar. Salí y estaban Augusto Algueró, los hermanos García Segura, Agusto Algueró padre, Antonio Ruiz… Era una cosa con un pianista. Me llamaron: «¡Rafael Martos!». Y yo salí… pero ni canté. «Basta, se puede marchar», me dijeron. Fue en el Teatro Fuencarral de Madrid. «¿Cómo?», pregunté. «Que se puede ir, se puede ir». Y me fui llorando. Supuse que era un suspenso como la catedral de Burgos.
–¿Cuánto tiempo estuviste en realidad en el escenario?
–Solo pude pasearme. O sea, el tiempo de salir, llegar al centro y al piano. Nada, 20 pasos. Y al mes siguiente, cuando pusieron los nombres, fui a la puerta y leí varios nombres conocidos, pero al único que habían aprobado era a mí. Cosa inverosímil. ¡Si no me habían dejado cantar! Pasaron dos o tres años y me encontré a Antonio (Ruiz), que trabajó con Los Chavalillos de España. Aquello se había roto y volvía solo con todos los honores al Teatro de Bellas Artes y México cuando yo ya era conocido. Dijo: «Inviten a Raphael, que además es amigo mío». Yo no tenía nada contra él, al contrario; le admiraba mucho siempre. «Pero Antonio… ¿Cómo que me invitas ahora? ¿Tú sabes lo que hiciste conmigo?». Se sorprendió: «¿Tú eras aquel niño?». Le contesté que sí, entonces me volvió a decir: «es que saliste de una manera…». Esa explicación, tres años después… ¡Imagínate! Si en la nota hubiera puesto «privado» y me hubieran dicho «es que vas a ser una estrella», ¿para qué íbamos a perder el tiempo? Era un trámite y me dejaron tres años sufriendo. (Risas)
–¿Cómo es eso de que actúas sin un telón para que nunca caiga?
–Yo nunca he dicho eso. Pero está bien… Me gusta.
–Se lo dijiste a Jesús Quintero.
–¿Eso lo he dicho yo? ¡Olé! Fíjate que no lo dudo. Es que va a ser horroroso, ¿tú te imaginas el último día? ¡Qué horror!
–¿Sabremos cuándo será el último día?
–Yo sí lo sabré.
–¿Cómo vas a saberlo?
–Porque habré decidido que pase. No voy a hacerlo de improviso.
–¿Estás preparado?
–Claro. Es que, si no estoy preparado, me da un síncope.
–¿Y ese día habrá telón?
–Y se moverá despacito.
–«No me he perdido ni una vez», cantas en Desde el principio. Siendo tan largo el camino, desde luego tiene mérito.
–Sí, pero esa es la fantasía de Pablo (López), que me quiere mucho y es un fan tremendo y saca todas esas cosas buenas de mí.
–¿Cómo ha sido la composición de ese disco? Manuel Alejandro escribía canciones pensando en ti, pero Pablo López es de otra generación mucho más posterior.
–Cuando quedamos en vernos Pablo y yo, le dije que quería que me hiciera un disco. No una canción e ir probando, no; un disco entero. Se puso verde. (Risas) Yo sabía que podía, porque tenía talento de sobra. Soy andaluz y eso lo sabemos. Además, le vi de pequeñito en un parque de atracciones que hay en Málaga. Su madre era una fanática, raphaelista hasta la médula, igual que todos los hermanos. «Yo sé que tú lo vas a hacer de maravilla, porque vas a estar escribiendo como si lo hicieras para el sum sum corda», le dije. Y así fue, efectivamente. No he tenido que decirle nada de nada de nada.
–Con Pablo López ya habías cantado con anterioridad.
–Es el mismo caso que el de Vanessa Martín. Convoqué, para el disco Infinitos bailes, a gente nueva. Mi hijo pidió unas canciones a Vanessa Martín para mí. Ella se enteró y me llamó, y fue a verme al WiZink. «Maestro», me dijo. «Me han contado que has pedido una canción mía». «Sí. ¿Te importa?». «Pero maestro… Yo le hago a usted la canción. No va a cantar cualquier cosa». Y ella empezó a trabajar y me hizo la canción. En ese grupo estaba también Pablo, que me trajo una canción [Semilla o flor] que era como un geranio, una cosa muy modesta. Un día vino a verme a un sitio en el que yo tocaba y me cantó, delante del público, Escándalo al piano. ¡Quitó a mi pianista y se puso él! Ese chico era pa’ mí. (Risas) Después quedé con él en su casa y ahí empezó la historia. Sus hermanos son fanáticos no, lo siguiente, y yo estuve viéndole en el Teatro Rialto en Madrid. Tiene tanto estilo… Lo tenemos los andaluces. En fin, en ese concierto, en vez de hablar de mí, se puso a tocar Yo soy aquel y todo el teatro empezó a buscarme hasta que me encontraron. Todo el mundo se puso en pie para ovacionarme. La gente bramó y Pablo no se aprovechó de la situación. Es un chico muy humilde.
–Para escribirte una canción o hacerte un disco, ¿hay que ser humilde?
–No sobra. Para nada en la vida ser humilde sobra.
–Estaba pensando en José Luis Perales.
–Perales es un tipo maravilloso, un tipo así también, como Pablo, y el más gracioso del mundo.
–¿Por?
–¿Tú no le has oído contar chistes?
–Le he entrevistado solo una vez.
–Pues si lo vuelves a entrevistar, dile de mi parte me que nadie en el mundo cuenta chistes como él. Es famoso. Cuenta unos chistes que te mueres.
–Victoria es tu disco… ¿84?
–Yo en esto tengo mis dudas, pero seguramente tengan razón. Entre ellos está mi hijo, que no deja pasar una, pero yo debo de confundir los originales con las cientos de regrabaciones mías porque Riders in the sky está grabada tres veces, incluida en inglés. Eso ha abultado mucho y lo han dejado pelao.
–Llegaste a cantar Riders in the sky con Tom Jones…
–Sí. Canta muy bien.
–Comprende que impresiona…
–Y a mí también. Además, le regalé la camisa que yo llevaba.
–¿La negra?
–Sí. Se la puso y le quedaba bien. Buena gente el «minero» de Gales.
–¿Cuál ha sido el artista con el que te has sentido más pequeño estando a su lado?
–No, pequeño no.
–¿Ni con Rocío Jurado?
–No. Yo a Rocío la tenía en los altares. Tan buena, con esa voz que era toda la que quería y más… Un día, en un avión, yo iba en business y ella atrás. Me había buscado por el aeropuerto y me trajo un angelito que estaba tocando el tambor. Se acercó con él y me dijo: «Mira, este angelito tamborilero se muere por ir contigo tocando el tambor». Era maravillosa.
–¿Te llamaba…?
–Rapi. Mi Rapi.
–Nunca coincidisteis en el estudio para grabar Como yo te amo.
–No. Siempre era en estudios de televisión y la calidad no era la buena.
–Gabriel García Márquez decía que el secreto de una buena vejez no era otra cosa que un pacto honrado con la soledad. ¿Raphael no tiene soledades?
–No, pero podría tenerlas. Pero, a lo mejor, en estos tiempos en los que estoy dispuesto a entregar todo lo que tenga, mi conformismo me lleva al momento de hacer un pacto: «no me hagas daño, trátame bien».
–¿Eres conformista? ¿He escuchado bien?
–Soy conformista. Cuando ya no puedo hacer nada… Yo, primero lucho, pero no me voy a pasar la vida luchando por una cosa que no puede ser. Llegará un momento en el que piense: «¿Pa’ que? ¡Que le den!»
–¿Sigues pensando que morir en el escenario es antiestético?
–¡Sí!
–¿Por qué?
–Es el último momento que te van a ver tus fans y la gente que te quiere. ¡No! La estética es muy importante.
–¿Hasta el final?
–Sí. Hasta el final.
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