Los antiguos romanos creían en dos muertes. Tras el deceso propiamente dicho de la persona, sobrevenía otro final a los finados. Ya cruzados el Aqueronte y el Estigia, cautivas ya sus almas en el inframundo, al cuidado de Plutón y Proserpina, una segunda parca aguardaba a los difuntos. No era otra que el olvido: el que habrían de empezar a dispensar a los ausentes quienes los conocieron en vida, en la misma medida que el recuerdo que dejaron, al emprender el viaje sin regreso, se iba desvaneciendo. Y además, según observan los divulgadores de lo oculto, esta segunda muerte era la más temida.
Ahora bien, a diferencia de esas luminarias musicales prematuramente fallecidas, en el cénit de su gloria, tres años después de su último pasote —a Fassbinder se lo llevó una ingesta de cocaína, somníferos y alcohol— las ovaciones con que le recibían en los festivales internacionales habían dejado de escucharse. Solo su madre, empeñada en sacar adelante una fundación para la conservación del legado de su hijo, parecía recordarle. De aquel Fassbinder que tras su paso por Cannes y Venecia dejaba un rastro de admiración no quedaba nada. Hasta esa compañía fija de técnicos y actores —las actrices Hanna Schygulla e Irm Hermann, el director de fotografía Michael Ballhaus, el músico Peer Raven…—, sin la que no hubiera podido realizar más de 40 películas en menos de quince años se había disuelto. Surgieron otros cineastas más modernos, a quienes la prensa comenzó a prestar su atención, y poco más se supo de aquella corte de Fassbinder, siempre iluminada por los flashazos y rodeada por los micrófonos, que a su paso por los festivales levantaba tanta expectación.
Con todo, puede que lo peor fuese reducir su filmografía a un solo aspecto: su retrato de la homosexualidad. El cineasta negó una y otra vez estar haciendo un cine en el que se tratase la homosexualidad como una problemática, pese a que algunas de sus películas más celebradas —Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972), La ley del más fuerte (1975), Querelle (1982)— están protagonizadas por homosexuales y él mismo nunca dudó en reconocerse homosexual.
Ya en épocas más recientes, a raíz de la reivindicación de la que viene siendo objeto de un tiempo a esta parte, concluido ya el olvido de la segunda muerte, Fassbinder ha sido definido como el Balzac del nuevo cine alemán. En efecto, a poco que se discurra se concluye que, lo que el novelista fue a la Francia posnapoleónica, el cineasta lo fue a la Alemania de Adenauer y la democracia cristiana. Vistas así las cosas, reducir el valor del cine de Fassbinder a sus referencias a la homosexualidad —por más infrecuentes que dichos apuntes fueran en la pantalla de los años 70— se antoja igual que reducir la grandeza de la obra del autor de la Comedia Humana a los deseos reprimidos en Eugenia Grandet o la prima Bette.
Rainer Werner Fassbinder fue uno de los realizadores más dotados del nuevo cine alemán de los años 70. Autor, además, de algunas de las películas más destacadas sobre el milagro económico alemán —El matrimonio de María Braun (1978)—, la era del canciller Adenauer —La ansiedad de Verónica Vos (1981), Lola (1981)—, o los años de plomo marcados por la violencia de la Facción del Ejército Rojo —La tercera generación (1978)—, fue una lástima que su muerte le impidiese ver la reunificación de su país. Y fue aún más triste que, por aquel entonces, su cine aún se entendiera como un retrato de la agonía de las relaciones personales, del envilecimiento de las emociones. No hay duda, en los años 90 este cineasta languideció en ese olvido que tanto temían los antiguos romanos.
Tiempo atrás, mediados los 70, las películas que llegaban de la República Federal Alemana se esperaban con avidez en las salas de arte y ensayo del resto de Europa. Era así desde que se estrenaron Una muchacha sin historia (Alexandre Kluge, 1966) y Signos de vida (Werner Herzog, 1968), acaso las dos cintas inaugurales de ese nuevo cine alemán, que haría las delicias de los espectadores más exigentes en la década siguiente. Sin embargo, el público no fue consciente de que aquella nueva pantalla era obra de un grupo de cineastas, más o menos compacto, hasta el estreno internacional de Todos nos llamamos Alí (1973), decimoctavo filme de Fassbinder. Premio de la Crítica en la cita de Cannes de 1974, medio siglo después sigue siendo uno de los títulos más conmovedores sobre el drama de la emigración. En realidad, Todos nos llamamos Alí era una variación de una cinta anterior de Fassbinder, El soldado americano (1970). Aunque narradas de diferente forma, ambas películas estaban basadas en un mismo hecho real. La historia era la de una viuda alemana, Emmi Kurowski (Brigitte Mira) que, buscando refugio de la lluvia, entrará en un burdel donde conoce a un emigrante árabe, Alí (El Hedi Ben Salem), de quien se enamorará yendo a contraer matrimonio con él, pese a las burlas y desprecios de su entorno, y pese a todas las desdichas que acarrea el amor conyugal surgido de la pena que un cónyuge pueda sentir por otro.
Nacido en Baviera en 1942 y muerto en Múnich 37 años después, a tenor de la velocidad a la que rodaba, bien podría decirse que Fassbinder sabía que su existencia iba a ser breve. Tras iniciarse como cortometrajista con 20 años, con 21 ya tenía su propia compañía teatral, la Action-Theater. Y en ella ya colaboraba con su musa, la actriz polaca Hanna Schygulla, sensual y simpática a la vez.
Con anterioridad a Todos nos llamamos Alí, Fassbinder había rodado con Hanna —quien junto al actor Bruno Ganz formó la pareja canónica del nuevo cine alemán— El mercader de las cuatro estaciones (1971) y Las amargas lágrimas de Petra von Kant. En palabras del propio realizador, dos “discursos independientes sobre el comportamiento humano”. El mercader era un vendedor ambulante que maltrata a su mujer cuando llega a casa borracho; Petra von Kant (Margit Carstensen), una aplaudida diseñadora de modas que se sume en la autodestrucción cuando la abandona su amante lesbiana, Karyn Thimm (Hanna Schygulla).
Los heridos por el amor, como los alcohólicos y toxicómanos, habrían de ocupar un lugar entre los prototipos de Fassbinder. Heredero de Douglas Sirk, su obra maestra fue El matrimonio de María Braun (1978). María —por supuesto Hanna Schygulla— era una mujer que medraba de cama en cama en un destino que quería simbolizar el de esa Alemania del milagro económico ya referido.
Aunque murió en la plenitud de su talento creativo, su vertiginosa forma de rodar hizo que, antes de expirar, Fassbinder dejase una filmografía que puede considerarse completa. Incomprensiblemente ya andando los años 80, cuando la nueva ola australiana —Peter Weir, George Miller, Ted Kotcheff…— comenzó a llamar la atención de esos espectadores que hasta entonces habían esperado con avidez las cintas alemanas, el cine de la República Federal comenzó a perder interés en el circuito de la versión original. Como Fassbinder fue el único de los germanos que había muerto, fue el primero en ser olvidado. Pero la actual coyuntura vuelve a serle favorable. El francés François Ozon estrenó el año pasado Peter von Kant, adaptación libre de Las amargas lágrimas de Petra von Kant.
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