La librería que preside el salón de Rafael Narbona (Madrid, 1963) es de madera oscura barnizada, tiene cuatro cuerpos y siete alturas. Es una de las que guardan los miles de libros que hay en su casa, quizá la más especial. En ella están los mejores ejemplares de su biblioteca, encuadernados por Alberto Cañizares. Hay primeras ediciones de Aleixandre, Torrente Ballester, Cela o Fernández Florez dedicadas a su padre, el escritor Rafael Narbona Fernández de Cueto (Córdoba, 1911 – Madrid, 1972). También la de Nada, de Carmen Laforet, y otras obras que autores como Vargas Llosa o Muñoz Molina le han dedicado a él.
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—Voy a empezar la entrevista leyéndole un párrafo de su libro que dice así: «¿Qué le parece la situación política internacional después de la caída del muro?». «Mucho mejor», afirmó Niemand, moviendo enérgicamente la cabeza. «Pero Rusia ha recobrado su estilo autoritario. Aunque ya no sueña con promover una revolución planetaria no ha renunciado a ejercer una poderosa influencia, especialmente en los países con los que comparte fronteras, y hace todo lo posible para desestabilizar a la Unión Europea».
—Como no me releo, ni recordaba que había escrito eso, pero si llegas a decir que es de otra persona diría que es muy interesante. Putin ha estado detrás de todos los movimientos que intentan desestabilizar Europa. Ahora mismo vivimos una situación parecida a la de 1984, con tres potencias que se están disputando el control del mundo: China, Rusia y Estados Unidos. Estados Unidos es una democracia imperfecta, y por eso mi referencia es la Unión Europea, que debería defender una política propia, con un ejército propio y un criterio propio. Rusia es una democracia de pacotilla y Putin quiere controlar, sobre todo, los países que formaban parte del Pacto de Varsovia. Yo creo que ya no tiene ningún tipo de fantasía sobre Rumanía, Polonia o Bulgaria, pero sí sobre Bielorrusia, Kazajistán y, por supuesto, Ucrania.
—¿Qué historia contaría hoy Hergé?
—No le gustaban ni Estados Unidos ni Rusia. Hergé subrayaría la importancia de que Europa tenga un perfil propio, alejado de las grandes potencias, y que se convierta en una referencia de una democracia plena, con un estado de bienestar como el que no existe en Estados Unidos. Hergé sería un europeísta convencido que habría condenado la invasión de Ucrania, pero al que tampoco le gustaría la política exterior de Estados Unidos ni su estilo de vida basado en el consumo y el lujo, con muchas desigualdades y mucha violencia. Su modelo político era el reino de Syldavia, una monarquía parlamentaria semejante a las que hay en el norte de Europa o en España.
—Una infinidad de personajes históricos desfilan por su libro. De Lenin, por ejemplo, destaca una frase que dice que “la victoria no es posible sin el máximo grado de terror revolucionario”. Y también recuerda que se disfraza de patriotismo lo que es simple depredación.
—El problema de la política es que se intenta manipular a la opinión pública mediante las emociones. No se puede decir que se va a entrar en guerra con otro país para controlar el precio del petróleo, eso nadie lo secundaría. Pero en cambio, si se empiezan a utilizar los símbolos nacionales y la historia hay mucha gente pacífica que acabará secundando una invasión o una guerra. Decía Samuel Johnson que el patriotismo es el último refugio de los canallas. Y hay algo de cierto. Una cosa es el apego a tu propia cultura o a tu idioma y otra es manipular la historia de tu país o utilizar recursos emocionales para manipular la opinión pública. En cuanto a Lenin, hay gente que intenta decir que Stalin era malo y él no, pero Lenin fundó la Checa, que luego se convirtió en el KGB. Hay que tener en cuenta que los bolcheviques llegaron al poder mediante un golpe de Estado contra un parlamento democrático. Rusia nunca ha sido democrática y siempre ha utilizado el estilo imperial y autoritario.
—Usted viaja a Bruselas porque llega a sus oídos que Tintín podría estar en una residencia de la tercera edad a las afueras de Bruselas. ¿Termina encontrándole?
—Encuentro a un anciano que se llama Niemand, que en alemán significa nadie. Honestamente, mi intención inicial era que fuera Tintín, pero por problemas con Moulinsart, que mantiene una actitud muy estricta con los derechos de autor, lo transformé en un viejecito que se parece a Tintín, que conoce muy bien a Tintín y con quien hablo de Tintín. Eso sí, siempre se quedará flotando en el aire el misterio de si es o no el personaje de Hergé.
—Dice que “los grandes creadores suelen crear territorios imaginarios, donde es más fácil comprender y descifrar los enigmas y paradojas del mundo real”. ¿Es lo que ha hecho usted con este libro?
—No sé si debería decirlo, pero yo no he visitado Bruselas. Un chico que vivió en la ciudad varios años me dijo: “Me ha recordado, está muy bien retratada, realmente es así”. Convertí Bruselas en un territorio imaginario, como el Macondo de García Márquez o el Yoknapatawpha de William Faulkner. Lugares donde poder hablar del pasado, de la infancia, de literatura y de música. También de la realidad, de las emociones, de los sentimientos. Es un libro un poco inclasificable que está a medio camino entre el ensayo y la novela.
—Y que mezcla historia con filosofía y con reflexiones personales de su vida. Mas allá del Tintín que se imagina, ¿cómo era el de los álbumes de Hergé?
—De entrada, no sabemos la edad que tenía. En un principio, Tintín era un niño, que es algo que se ha obviado. En aquella época, cuando Tintín apareció el 10 de enero de 1929, era común en los cómics infantiles y juveniles que el protagonista fuera un niño que se metía en el mundo de los adultos y que resolvía lo que los adultos eran incapaces de arreglar con una mezcla de inocencia y clarividencia. Pero luego Tintín se va convirtiendo en un adolescente y un joven. Tampoco sabemos quiénes son sus padres ni si tiene hermanos, ni por qué nunca ha tenido novia. Hergé lo explicaba diciendo que era un cómic para niños y que meter una historia sentimental le parecía inadecuado.
—¿Pero es para niños en realidad?
—A partir de El Loto Azul, donde introdujo temas de política internacional o cuestiones éticas, desborda ampliamente el cómic puramente infantil. Lo puede leer y disfrutar perfectamente un niño de siete u ocho años, pero creo que, para apreciarlo de verdad, hay que esperar a los dieciséis, cuando se puede comprender la profundidad que tiene ese mundo.
—¿Qué destaca de la Historia, con mayúscula, de ese paseo por el siglo XX que realiza en Retrato del reportero adolescente?
—En primer lugar, la apuesta por Europa. El hecho de que Hergé cree Syldavia, un reino imaginario, representa el mundo en el que le gustaría vivir. Era una persona conservadora y anhelaba una sociedad donde hubiera orden, pero en la que también existiera libertad, democracia y tolerancia, y donde al mismo tiempo no prevaleciera la anarquía. Esa apuesta por Europa es uno de los aspectos más valiosos del mundo de Tintín. En segundo lugar, subrayaría una ausencia que es un poco triste. Hergé apenas habló de la Segunda Guerra Mundial. Ahí hubo una etapa un poco oscura en su trayectoria. Cuando los nazis invadieron Bélgica, optó por lo más cómodo, que fue enviar a Tintín a unas aventuras en los Andes o al océano para buscar un tesoro perdido. Hergé no fue un resistente, sino que escogió simplemente sobrevivir en un entorno hostil. Por último, destacaría que El asunto Tornasol, el álbum dedicado a la Guerra Fría, es un preludio del mundo que estamos viviendo ahora. La Guerra Fría, que había quedado atrás, ha vuelto, y en ese sentido Hergé ha sido profético.
—Me gustaría profundizar en la figura del autor y en esas sospechas de posible antisemitismo. Comenta que no era un luchador antifascista ni detractor del colonialismo. ¿Hergé traslada ese comportamiento a Tintín?
—Como persona, Tintín es mejor que Hergé, que era alguien imperfecto.
—¿Quizá porque le hubiera gustado ser como Tintín?
—Probablemente Hergé proyectó en Tintín al héroe que le hubiera gustado ser, pero lo cierto es que era hijo de una familia de clase media. No fue un alumno especialmente brillante, pero sí responsable y aplicado. Empezó su carrera en un medio muy conservador, que era El Siglo XX [Le Vingtième Siècle], un periódico belga dirigido por el abate Wallez, católico y con tintes antisemitas. En un principio no quería enviar a Tintín ni a la Unión Soviética ni al Congo. Escogió estos destinos porque se lo impuso el padre Wallez, que también fue el que le aportó la idea del perrito. Como su protector era un anticomunista furibundo, mandó a Tintín al país de los sóviets. Durante mucho tiempo, Hergé se arrepintió de este álbum porque lo consideraba un panfleto anticomunista. No es su mejor trabajo, pero con todo lo que se sabe ahora de la Unión Soviética lo que cuenta no es una deformación de la realidad. A lo mejor es un poco caricaturesco, pero realmente no había libertades ni democracia y se violaban los derechos humanos. No creo que debiera sentirse avergonzado. Aunque no tiene una gran calidad estética, es un buen testimonio de lo que fue la URSS. Tintín en el Congo es más cuestionable. Parece que tiene una perspectiva colonialista, pero en esas fechas nadie criticaba el colonialismo. No se hablaba del genocidio que el rey Leopoldo de Bélgica había cometido en el Congo. Se creía que los africanos eran infantiles y que gracias a los europeos se habían incorporado a la modernidad. Además, se les había evangelizado. Hergé tenía una perspectiva paternalista, que era la de todas las personas de su generación. Pedirle otra cosa sería anticiparse a su tiempo. En cuanto al antisemitismo, a Hergé se le ha recriminado que Rastapopoulos parece la caricatura de un millonario judío, pero en realidad es un apellido griego. En El cangrejo de las pinzas de oro, hay un comerciante que sí parece esa caricatura del típico usurero judío y, lo que es peor, en La estrella misteriosa el malo es un millonario que se llama Blumenstein. ¿Era antisemita Hergé? Yo creo que no. Es cierto que tenía amistad con Leon Degrelle, fundador del Partido Rexista, pero nunca apoyó abiertamente el nazismo. No hizo declaraciones a favor de los nazis, ni del fascismo, ni de la ocupación. Puede ser que en su fuero interno llegara a pensar que el fascismo era un mal necesario para contener el bolchevismo, pero nunca lo dijo. Eso es algo meramente especulativo. Sí reconoció que, como otros niños de su generación, hacía chistes sobre judíos, pero no pensaba que eso fuera a conducir a Auschwitz. De todas maneras, La estrella misteriosa es el álbum más lamentable de todos, porque su publicación coincidió con la obligatoriedad de que los judíos belgas llevaran la estrella de David. Cerca de treinta mil judíos belgas murieron en campos de exterminio. Hergé no estuvo a la altura de Tintín, actuó de una manera un poco cobarde y oportunista. Los creadores son seres humanos imperfectos.
—Dice que Hergé era pudoroso.
—Lo era, pero al parecer engañó muchas veces a su mujer. No fue ejemplar en su vida privada. Se casó dos veces, la primera vez con Germaine, que era la secretaria del padre Wallez. Luego la dejó por Fanny Vlamynck [ahora Fanny Rodwell, tras casarse con el empresario Nick Rodwell], que tenía casi treinta años menos que él. Le gustaba el dinero y vivir bien. Era una persona normal, con sus luces y sus sombras. En absoluto un héroe, pero tampoco un canalla.
—Hay un episodio controvertido en la vida del dibujante, con la adopción de un niño.
—Lo cuenta Pierre Assouline en su biografía. Dicen que adoptó un niño, pero sentía que alteraba su ritmo de trabajo y lo devolvió. También hay una cosa muy fea. Los estudios de Hergé estaban cerca de un colegio y los niños salían al patio, jugaban y alborotaban. Al parecer, protestó, y le dijeron: “Bueno, ¿usted qué espera? Esto es un colegio. Bruselas no es suyo”. Podía ser una persona muy fría y antipática.
—No le gustaban los niños, pero escribía las historias de Tintín pensando en su yo de la infancia.
—Sí, pensaba en el niño que había sido y en las aventuras que le habría gustado vivir. Aunque decía que contestaba todas las cartas que le enviaban y que no hacerlo sería traicionar los sueños de los niños, se ha contado que podía ser de una frialdad que dejaba estupefacto al interlocutor. Algunos niños se le acercaban y no se mostraba especialmente cordial. Insisto, era una persona normal, con todas las imperfecciones que podemos tener usted y yo, que también habremos hecho cosas que no son precisamente ejemplares.
—Hemos hablado de la Historia con mayúscula antes de conocer más a Hergé. De la historia con minúscula, de lo que transcurre en los álbumes de Tintín, ¿qué destaca?
—Los valores que transmite. Las historias de amistad son muy bonitas. De entrada, la de Tchang, que aparece en El Loto Azul y está basado en una experiencia real. Tchang existió, se llamaba Zhang [Zhang Chongren]. Era un estudiante de Bellas Artes que estudió en Bélgica con una beca y que enseñó a Hergé un montón de cosas sobre el dibujo. Le ayudó a depurar su estilo. Surgió una amistad que se mantuvo en el tiempo, aunque se perdieron la pista. Zhang se convirtió en un artista, en un escultor que sufrió la represión de la Revolución Cultural China, y estuvo en un campo de reeducación. Al final de su vida, cuando ambos estaban muy enfermos, se reencontraron y fue muy emotivo. La amistad desempeña un papel fundamental en los álbumes de Tintín. También está la que tiene con Haddock, con Silvestre Tornasol, con los insoportables Hernández y Fernández y con Bianca Castafiore, que es una amiga leal que siempre les protege y les ayuda. Creo que es uno de los valores más importantes. El otro sería la lucha contra los prejuicios raciales. Cuando Tintín salva a Tchang de morir ahogado, Tchang le pregunta: “¿Por qué lo has hecho? Si dicen que todos los occidentales son demonios”. Y Tintín responde: “A mí me han contado que todos los chinos se dedican a torturar a los niños y a las mujeres, y la realidad es que los pueblos se conocen mal y de ahí vienen todos los conflictos”.
—Ha nombrado a Haddock, Tornasol, Castafiore… Hábleme de esos personajes que a veces no son tan secundarios.
—Haddock apareció por casualidad. Es un borracho miserable, el capitán del Karaboudjan, y está totalmente manipulado por el segundo de a bordo. Cuando Tintín está pilotando un avión, le ataca por la espalda con una botella, se la rompe en la cabeza y hace que el avión se estrelle. Luego provoca un naufragio porque quema los remos cuando se quedan en un bote. En algunos momentos resultaba repelente, pero como sucede con todos los grandes personajes de la literatura se acabó imponiendo por sí mismo. Hergé no lo había planificado, de repente adquirió protagonismo y profundidad. Para mucha gente, el gran personaje de la saga no es Tintín, es Haddock. Dice muchas palabrotas y es un borrachín, pero es humano, entrañable y un amigo leal.
—En Retrato del reportero adolescente, usted sueña con un tal “Harrock”.
—En una ocasión, Haddock se presentó como “Harrock’n roll” a Castafiore. También lo llamé así por los problemas con Moulinsart. Evidentemente, Harrock es una versión del capitán Haddock al que hago una falsa entrevista en Cheverny, que fue el castillo real que inspiró a Hergé para inventar Moulinsart. Es el castillo que vemos en la portada del libro. Inicialmente, en esa portada iba a aparecer Tintín, pero no nos dejaron. Se iba a llamar El asunto Tintín, pero tampoco fue posible. Como es el año del aniversario del Ulises de Joyce, se me ocurrió el título de Retrato del reportero adolescente, un guiño al Retrato del artista adolescente. En el dibujo, pusieron el castillo de Cheverny en vez de Moulinsart, y a mí caracterizado de Tintín con la gabardina, en compañía de uno de los perros que tuve, que era una Scottish terrier que se llamaba Marta. Me la encontré abandonada en una carretera y vivió ocho años y medio con nosotros. No puedo pensar en ella sin emocionarme.
—Me recuerda a un dibujo que he visto en una de las paredes de su casa, con el curioso título de L’affaire Raphael.
—Hay otra versión, que es L’affaire Narbona. Se trata de una composición que hizo Jaime González Galilea, el autor de la portada de mi libro. Es profesor de Literatura y un muy buen dibujante. Aparece Moulinsart al fondo y los personajes de Tintín: Tornasol, Haddock, Hernández y Fernández, Castafiore, Milú y yo. Salgo con un traje de chaqueta gris, las manos agarradas y se me reconoce perfectamente. Es como si me hubieran introducido en un cómic de Tintín. Inspiró la portada del libro. Qué mayor sueño que entrar en el mundo de Tintín y formar parte de sus aventuras. Con el cuadro y la portada lo he conseguido.
—Llevo un rato tratando de pasar de la realidad a la ficción, pero no sé si la ficción es Tintín o Retrato del reportero adolescente.
—Yo tampoco lo tengo muy claro, y creo que esa confusión es muy positiva para el libro.
—¿Qué hay de los demás secundarios?
—Después de Haddock, el segundo es el entrañable Silvestre Tornasol. Resulta imposible no simpatizar con él. Se basó en un personaje real, Auguste Piccard, un físico que medía casi dos metros. Hergé decía que no le entraba en la viñeta y por eso lo acabó convirtiendo en un hombre bajito. Que sea bajito y esmirriado le da un especial encanto. Es un sordo incurable, pero al mismo tiempo es un sabio que hace grandes hallazgos. Es un pionero de la televisión en color, fabrica el cohete que va a la luna e inventa unas pastillas para curar la adicción al alcohol. Siempre está con su bolita de radiestesia buscando no se sabe muy bien qué. Además hay un detalle, y es que está enamorado de Bianca Castafiore, algo que no se ve hasta Las joyas de la Castafiore, cuando inventa una rosa blanca a la que pone el nombre de la soprano. También está Néstor, el fiel mayordomo, y dos personajes que no son hermanos pero que se parecen porque están basados en unos que sí lo eran, el padre y el tío de Hergé. Ambos vestían igual. Cuando uno se compraba un sombrero, el otro también. Me refiero a Hernández y Fernández, en la versión española, o Dupont et Dupond en la francesa. Sólo se distinguen porque uno tiene las puntas del bigote hacia abajo y otro hacia arriba. Son la quintaesencia de la estupidez y dos zoquetes monumentales, pero al mismo tiempo divertidos y entrañables. Aunque a veces le crean problemas a Tintín, nunca obran de mala fe. No quiero dejar de mencionar a Castafiore, que no me parece una mujer insoportable, sino una gran amiga con mucho carácter. Es casi mi personaje favorito. Me resulta muy entrañable, una señora muy peculiar. Agradezco que haya una presencia femenina en el cómic. No creo que sea negativa. Lo que sí es cierto es que a Hergé no le gustaba la ópera y utilizaba a Castafiore para meterse con uno de sus estrechos colaboradores, Edgar Pierre Jacobs.
—Historietista y autor de Blake y Mortimer.
—Exacto. Unos cómics muy recomendables.
—Hergé y Jacobs terminan discutiendo.
—Hergé se apoyó mucho en sus colaboradores, y hubo un momento en el que Jacobs le dijo que debería aparecer su nombre en la portada de los álbumes. Hergé se negó y se pelearon. Jacobs empezó entonces su carrera en solitario y creó al capitán Blake y al profesor Mortimer. A lo mejor fue una pelea fructífera, porque gracias a eso Jacobs aportó otros personajes que son también sumamente interesantes.
—Tintín y Blake y Mortimer guardan cierta similitud.
—Los personajes de Jacobs son más adultos y se meten en historias más complejas. Hay una vocación de llegar a un público mayor, con un entretenimiento sofisticado y unas historias muy bien ambientadas.
—¿Qué hubiera sido de Hergé sin sus colaboradores?
—No lo sé. Después de la Segunda Guerra Mundial, Hergé cayó en una profunda depresión porque le acusaron de colaboracionista. Cometió un error muy grande. Cerraron Le Vingtième Siècle y empezó a publicar en Le Soir, que era el periódico más importante de Bélgica, pero estaba intervenido por los alemanes. Las tiras de Tintín aparecieron en las mismas páginas donde se veía a la Wehrmacht invadiendo la Unión Soviética. Aunque luego se desecharon las acusaciones, su depresión dejó empantanado El Templo del Sol. Tardó muchísimo tiempo en terminarlo y no lo habría hecho sin colaboradores como Jacques Martin, que luego creó Alix, un personaje también extraordinario, o como Bob de Moor. Otro de sus colaboradores estaba especializado en vehículos. Tintín fue casi una obra colectiva. Hergé hacía el esbozo de cada viñeta y sus colaboradores lo coloreaban, creaban el fondo y lo terminaban. Tal vez sea un poco injusto que eso no se vea reflejado en los créditos.
—En su libro hay muchos secundarios: escritores, gente del mundo del cine, personajes históricos…
—Un personaje que me inspira mucha simpatía es Lawrence de Arabia. Era un hombre de un metro sesenta que de pequeño tuvo un accidente y se rompió las dos piernas. Por orgullo, volvió a su casa arrastrándose y eso le lastró el crecimiento. Siempre tuvo mucho afán de superación personal, precisamente por el hándicap de ser tan bajito en el mundo anglosajón, donde la gente es muy alta. En el cine, escogieron para representarle a un actor de metro noventa, Peter O’Toole. No me costaba trabajo imaginar a Lawrence de Arabia, un personaje interesantísimo y atormentado, autor de libros fascinantes como Los siete pilares de la sabiduría o Rebelión en el desierto, como Tintín. También aparecen Churchill o John le Carré. Me parecía inevitable que Le Carré hablara de la Guerra Fría. También menciono a Stevenson, La isla del Tesoro y Dr Jekyll y Mr Hyde. Otra cosa de la que hablo, y por la que nadie me ha preguntado, son los indios en Tintín en América. Para las personas de mi generación, los pieles rojas eran lo más fascinante, símbolo de la aventura y de lo salvaje. Recuerdo que mi padre, cada vez que venía del trabajo, me solía traer indios de plástico que compraba en unos puestos que evoco en un capítulo del libro. En el Parque del Oeste de Madrid había una señora que parecía india, muy pequeñita y con la ropa de colores. Vendía sobres sorpresa, soldados y pistolas de plástico. Esa caseta diminuta era un sitio mágico para un niño. Me he permitido hacer un homenaje a mi niñez.
—Un homenaje a lo que ha dado forma a su vida.
—Para mí el cine, la literatura y la aventura, y todo lo que aparece en el libro, ha sido fundamental.
—Parece que quiere dar las gracias a todo lo que le ha traído hasta aquí.
—Perdí a mi padre a los ocho años. Me afectó muchísimo. Superé la tristeza agarrándome al Jabato, al Trueno y a Tintín. Por una serie de tragedias familiares, de mayor tuve otra depresión y salí de ella gracias a Tintín. Los psicólogos me sirvieron de muy poco y la medicación no me sirvió de nada. Creo que el mejor terapeuta ha sido el capitán Haddock. He encontrado en esos personajes amor por la vida y pasión por las cosas. En este libro he homenajeado a todo lo que me ha enriquecido y salvado de ciertos abismos. Si le quitas a Tintín, Hitchcock, John Ford o Stevenson, mi vida resultaría incomprensible. Me han permitido hacer del mundo un lugar agradable.
—¿Se ha convertido esta casa en la isla del Tesoro?
—Pues sí. Refleja mis pasiones y he creado una especie de fortín donde mantengo el mundo a raya. No es que me cree ansiedad, pero me siento muy incómodo al salir de aquí. Cuando salgo estoy deseando volver. Vivo en una casa grande en el campo y aquí tengo todos mis fetiches. Mis animalitos, que son como mi familia, todo mi mundo con Tintín, los libros y los vinilos, y mi mujer, que es el gran sostén de mi vida.
—Después de pasar por Churchill, John Ford y un sinfín de personajes, quienes lean este libo van a sonreír cuando se imaginen a Javier Marías dando volteretas o a Pérez-Reverte haciendo un cameo.
—Pérez-Reverte aparece en el libro. Es una persona a la que le tengo mucha estima y me ha demostrado una gran calidad humana. Siempre me ha apoyado en todo lo que he hecho. Al final le confío las memorias de Niemand, cuando nos encontramos en el restaurante chino del Palace que recuerda a El Loto azul. Y escribió una frase de cortesía que aparece en el libro. A Javier Marías, al que entrevisté hace poco, me lo imaginaba en Moulinsart dando volteretas. No es una invención mía, lo contó en una entrevista. Cuando era joven, iba con sus amigos Juan Benet y García Hortelano por el paseo de Recoletos y se ponía a dar volteretas. Extendían la mano para que la gente les diera algo de dinero y así Marías volvía a su casa en taxi.
—Se nota que fue profesor de Filosofía, porque el libro está cargado de reflexiones interesantes explicadas con claridad. Una de ellas es sobre el paso del tiempo. ¿A usted le da miedo enfrentarse a la vejez?
—Sí, me da miedo. No tengo más familia que mi mujer, pues he perdido a todos mis hermanos. Han muerto de forma prematura y trágica. También perdí a mi padre de pequeño. Mi mujer y yo no hemos podido tener hijos por problemas de salud. Hubiera soñado con una vida como la de Alberto Closas en La gran familia, con el abuelo, once hijos… Me preocupa muchísimo lo que está pasando en nuestra sociedad. A pesar de tener hijos, las personas de la tercera edad mueren solas en residencias. Me da un poco de miedo la soledad, perder a mi mujer o la idea de que ella se quede sola. Además, hay un porcentaje altísimo de suicidios juveniles. Son dos síntomas de un fracaso muy grande, un problema de valores. No sé si esto se revertirá, pero me aterroriza la imagen de una sociedad donde la gente vive encerrada en sus apartamentos, aislada, sin sentido de la familia ni de la comunidad.
—El destino de los viejos es vivir del pasado, dice Niemand.
—Tengo casi 59 años. No sé si soy exactamente viejo, pero ya no soy joven. Siempre miro al pasado. Cada vez que voy a Madrid y me acerco al barrio de Argüelles, me muero de nostalgia. Tengo la vista puesta en los años de mi noviazgo, el colegio, mis amigos, estar en mi cuarto leyendo a Tintín y escuchando a los Beatles.
—¿Recuerda lo que dice en el libro que es necesario para renacer?
—No…
—La fe.
—La fe, es cierto. También me preocupa el escepticismo religioso. Hoy la religión se banaliza, se puede convertir en algo pueril e incluso negativo para el desarrollo del ser humano. Cuando se convierte en dogmatismo, en intransigencia y en infantilismo, se transforma en un lastre, que es lo que pasa cuando las religiones se institucionalizan. El ser humano es un animal metafísico, que necesita pensar que hay un más allá y tener esperanza. Acercarme al legado cristiano también me ayudó a salir de la depresión y a tener una visión del mundo más esperanzada. El cristianismo ha aportado muchas cosas, pero en ningún caso debe meterse en la vida civil, ni tener poder político. Creo más en las comunidades horizontales que en las estructuras jerárquicas. El problema de la religión es que se convierta en integrismo, porque el integrismo siempre lleva, como el nacionalismo, a la confrontación. Pero yo creo que tener una perspectiva trascendente, y pienso en figuras como Etty Hillesum, Simone Weil o el padre Arrupe, que fue general de la Compañía de Jesús, es un ejemplo de fe enriquecedora.
—Le quiero pedir su opinión sobre los álbumes de Tintín. ¿Cuál es su preferido?
—Si tuviera que escoger uno, me quedaría con Las joyas de la Castafiore. Sin apenas argumento, Hergé consiguió una obra absolutamente encantadora con descubrimientos muy emotivos, como que Tornasol está enamorado de Castafiore o cuando Haddock acoge a los gitanos en Moulinsart y Tintín les escucha cantar en su campamento por la noche. Hay una viñeta preciosa en la que se ve la luna y Tintín dice: “Qué música más nostálgica”. Otro de mis álbumes favoritos es El asunto Tornasol. Desde el punto de vista del estilo, Hergé se aplicó a fondo. Por primera vez se desplazó a los escenarios originales para documentarse. Parece una película de Hitchcock, es una obra que está muy bien trabada y elaborada. El tercero es Tintín en el Tíbet, que tiene una escena que a mí me conmueve. Cuando están a punto de precipitarse al vacío, el capitán Haddock se queda colgando y le pide a Tintín que corte la cuerda, pero no lo hace. También el personaje del yeti es sumamente humano. No es un monstruo, sino un ser solitario.
—¿Y alguna viñeta en particular?
—Hay una en El secreto del unicornio donde se ve a El Unicornio de noche flotando en el agua. Tiene encanto y poesía. También cuando Tintín baja al fondo del océano a buscarlo y aparece con una escafandra. Es una imagen que tiene muchísima belleza.
—Llegamos al final de una entrevista igual que la que hace usted a lo largo del libro a Niemand. ¿Rafael Narbona es Tintín?
—Ojalá. De entrada, no lo soy porque soy cobarde. No soy un hombre valiente y si me hubiera visto en las situaciones de Tintín, probablemente no me habría liado a puñetazos ni a tiros como llega a hacer él. No soy intrépido, pero sí comparto sus valores. Le doy importancia a la amistad y a la lealtad. Él también es una persona que tiene pudor, decoro y es elegante, considerado y compasivo. Me identifico con sus valores y me gustaría parecerme a él en ese aspecto, pero en el otro, en el de héroe, me temo que nada.
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Terminada la charla, dejo a Rafael Narbona en la segunda planta de su casa, en un pueblo a las afueras de Madrid donde, junto a Piedad, convive con el campo y un silencio que solo alteran sus cinco perros, rescatados tras varios abandonos. Hay un gran billar y varias vitrinas con Madelman, Geyperman, Dragon Models, una serie de recreaciones de la Segunda Guerra Mundial y otras figuras como Pepito Grillo, Benito, el mejor amigo de Don Gato, o Pablo Mármol. Son el reflejo de su memoria de infancia, donde el sonido lo ponía una radio que compró su padre y en la que escuchaba el programa de Ángel Álvarez, Vuelo 605, gracias al que descubrió a Pink Floyd, Dire Straits o los Beatles. Todavía la conserva. Su rutina no se verá demasiado alterada cuando me marche. Por las mañanas lee y por las tardes escribe, quizá recordando, tras la cristalera, aquellas tardes en el barrio de Argüelles, cuando su madre le preparaba un Nesquik y se tiraba en el suelo junto a su pastor alemán para leer a Tintín.
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