En la tele que no tengo se ha producido un rifirrafe a cuenta del color de la piel de un negro. Ha sido en el programa Espejo Público, de Antena 3, conducido por Susana Griso, que conectó con Serigne Mbayé, presentado como “activista y exdiputado por Madrid Unidas Podemos”. El africano les espetó que debían lavarse la boca con jabón por haber utilizado la expresión “gente de color” porque esta es racista, y conminó a la conductora y a una de sus colaboradoras a llamarle “negro”, que es lo que es y no otra cosa: “Aprende o fórmate para estar en un plató”, le dijo a Beatriz de Vicente. “La gente de color no existe”, le dijo también.
España tiene, no podía ser de otro modo, su particular relación con la negritud. Si lo recuerdan, en el Lazarillo de Tormes hay un negro. La madre se amanceba con uno y tiene un hijo con él, y por eso ofrece al mayor —Lázaro— al ciego. Los negros están aquí desde siempre aunque antes fueran muy pocos. Sin embargo hemos borrado nuestra historia patria de presencia africana y de mestizaje. Y posiblemente lo hemos hecho porque nuestras élites fueron importantes en el comercio triangular, arrancando negros de sus aldeas africanas para venderlos en América. Un pasado ominoso que mejor meter debajo de la alfombra. Lo curioso es que ese vacío interesado lo hemos llenado a lo largo del siglo XX por medio de la adopción a través del cine y la televisión de una moral respecto de la negritud que es importada de los Estados Unidos. Y en los Estados Unidos, con una población considerable de descendientes de esclavos negros, la situación ha evolucionado de un modo que, desde lejos, a duras penas alcanzamos a comprender.
Decir “gente de color”, que le afeaba Mbayé a de Vicente, yo diría que es propio de estadounidense blanco de los 90. Resulta inaceptable según la perspectiva de una persona de Senegal, y no solo, da risa porque es anticuado. Pero al mismo tiempo no se le puede reprochar gran cosa a de Vicente, puesto que en los Estados Unidos están muy perversos con la cuestión racial, han cambiado varias veces la terminología recomendada para dirigirse o referirse a su población negra y ya el que más y el que menos duda sobre qué decir. Black Lives Matter ha avivado el conflicto de un modo que difícilmente se cerrará o resolverá o apaciguará. Dogmáticos, se insertan dentro de la corriente woke que, versus trumpismo, polariza aún más a unos y a otros. Esa ya parece ser una lucha del tipo “el país para el que gane”, con lo que eso significa de punto de no retorno. Esto lo señala certeramente Costanza Rizzacasa d’Orsogna en su libro La cultura de la cancelación en Estados Unidos (Alianza editorial).
En España, durante su conexión televisiva, Mbayé toma ventaja en el debate —que para ello es político— gracias a la gazmoñería española respecto de este asunto. Llama “racistas” a las periodistas bienintencionadas (a las “aliadas”, podría decirse) y las hace recular bochornosamente, avergonzadas, tratando de hacer algo de virtud mediante su rectificación. Pero la gracia última es que el propio Mbayé utiliza la expresión “persona racializada”, que está “a la última” dentro del discurso de su ideología. Y yo no me puedo imaginar una expresión más estigmatizante para referir a las personas de otro color de piel. Habíamos quedado en que el color de piel daba igual y, ahora, renovados los términos del conflicto (conflicto que no debería serlo) hemos empezado a dividir a las personas entre “personas racializadas» y, acaso, personas “no racializadas”. Es decir, unas bien y otras mal, separadas, divididas, intoxicadas por la diferencia. Unas victimarias y otras victimizadas.
Desde luego esto no es lo que yo quiero para mí y para los míos, que a mis sobrinas les digan “personas racializadas”. Hombre, no, Mbayé. No nos racialice usted. Es lo que nos faltaba. Qué hace un negro utilizando conceptos creados por blancos que no tienen ni idea. Emplear la expresión “personas racializadas” es especialmente racializador. El color de piel no debe importar, carece de importancia. Conferírsela es un error.
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