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Quitar los andamios - Zenda
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Quitar los andamios

Toda novela tiene un chispazo inicial. Y Estación Sol surgió, cinco años antes de que tuviera título, utilizando la línea 5, la verde. Había quedado con un amigo en Gran Vía. Y solo el metro me permite ser puntual. Fue el medio que usé para acercarme a bibliotecas, librerías, escenarios y personajes de carne y...

Cuando tienes la idea de viajar cien años atrás, ya sabes que acabarás estornudando. Y pidiéndole cita al oftalmólogo.

Toda novela tiene un chispazo inicial. Y Estación Sol surgió, cinco años antes de que tuviera título, utilizando la línea 5, la verde. Había quedado con un amigo en Gran Vía. Y solo el metro me permite ser puntual. Fue el medio que usé para acercarme a bibliotecas, librerías, escenarios y personajes de carne y hueso para que un chispazo se hiciera papel.

El Madrid de 1919 era muy diferente al actual. Pero hay algo que permanece inalterable: el blanco de la camiseta del Madrid. Cuando yo era un niño que escuchaba en la radio los partidos de la Copa de Europa, aquellas épicas noches de las remontadas, se celebró una feria del libro en mi pueblo. Y me encontré con un volumen, bellamente editado, que atrapó mi atención. Historia de un gran club, escrita por un periodista que se llamaba Luis Miguel González. Y hojearlo me costó una reprimenda del librero, temeroso de que mis dedos dejaran una huella infantil en el papel satinado del libro. En ese momento no podía ni imaginar que aquel volumen volvería a mis manos, cuarenta años después, para conocer que los Madrid-Barça ya eran un asunto mayor que encendía ásperos debates en la Maison Dorée, que estaba ubicada a la altura del hoy número 22 de la calle de Alcalá. Algunos periodistas, para picar, llegaron a decir que el Barcelona era tan superior que le ganaría al Madrid, cuantas veces quisiera, hasta en la puerta del Sol.

"Gracias a un librito que se me desmigajaba en las manos, mi fotógrafa Julia se pasea por ellas en Estación Sol, arrastrando su pesada Goerz"

Pero no fue ese libro el que me hizo estornudar. No. Fue el de Chispero (¡Aquel Madrid!), que encontré en una edición de 1944 en una librería de lance, esos arcones llenos de tesoros, esas cajas de herramientas que siempre están abiertas para el novelista. Panaderos con sus cestones llenos de francesillas, molletas o largos, que salían de las tahonas. Sillas de hierro del Paseo de Recoletos, en lo que los que no tenían dinero para ir a veranear a Santander o San Sebastián llamaban “la playa de Madrid”. Café, leche merengada, sorbetes de mantecado… La cuarta de Apolo o la primera de Eslava. Y mil estampas del Madrid que se fue. Igual que sus cafés. El Fornos, en el que las cucharillas para mover el café eran de plata. El café de Lisboa, el preferido de Jacinto Benavente. El Colonial, donde iban las cupletistas. Los cafés eran templos. Había 65 en un radio de apenas un kilómetro. Y los había menos glamurosos, en los que solo podías beber café de recuelo, una cosa negruzca a la que le llamaban café mezclada con una cosa blancuzca que decían que era leche. Y todos, los postineros y los suburbiales, tenían algo en común: se discutía. A veces de tal manera que las discusiones acababan en duelos tras las tapias del Retiro, según leí en Historia de Madrid, de Federico Bravo Morata.

El ambiente andaba revuelto. Estamos en plena Primera Guerra Mundial. Las embajadas alemana e inglesa eran lonjas de contratación de periodistas, que malvivían. Casi como ahora. No ganaban más de 50 pesetas al mes. En eso hemos cambiado poco. Cualquiera podía trabajar de espía. Una artista de varietés es detenida con una maleta llena de papeles comprometedores. El libro España en la Gran Guerra, de Fernando García Sanz. Los submarinos alemanes disparaban, y luego preguntaban. Alfonso XIII no se iba a cazar elefantes, pero aprovechaba la mínima oportunidad para el galanteo y la aventura. La guerra no sació sus apetitos. Ni siquiera la huelga de agosto de 1917, que casi hace que se le acabe el chollo. Y que lleva al penal de Cartagena a sus cuatro instigadores: Besteiro, Largo Caballero, Anguiano y Saborit. Allí esperarán su destino. En la calle se cruzaban apuestas. Unos pensaban que acabarían en el paredón. Otros, que no. La onda expansiva de la Revolución Rusa llega a España. Leo que se ha suprimido el himno nacional que decía “Dios proteja al zar” y se ha sustituido por la Marsellesa. Aquí hay casi cien muertos. Lo lamento por mis vecinos de pupitre en el Salón General de la Biblioteca Nacional, pero no pude evitar estornudar varias veces mientras veía, como una película, la evolución de la huelga, calle a calle. Gracias a un librito que se me desmigajaba en las manos, mi fotógrafa Julia se pasea por ellas en Estación Sol, arrastrando su pesada Goerz.

"Bebes de fuentes viejas. Y otras directísimas. No todo es exhumar legajos. Ni mancharse los dedos de polvo"

Los periódicos hervían. Me bastaba encender en casa el ordenador para ir viajando por sus páginas. Eso sí, igual que tienes que acostumbrar los ojos a la oscuridad, debes prepararlos para leer los textos amazacotados, de tipografía apretujada, de hace un siglo. Declarado el estado de Guerra. Motín con muertos en la Cárcel Modelo. Recompensas a los tranviarios que trabajaron a pesar de la huelga. Madame Curie, en la facultad de Medicina… Y a veces encontraba, como una pepita de oro, un suelto sobre el avance en las obras de construcción del Metropolitano. O pequeños accidentes, como la caída de un ciego al fondo de una zanja abierta en el paseo de Santa Engracia. Y descansaba un poco la vista, deleitándome con los anuncios de la época, constatando que nuestras preocupaciones no han cambiado. Ser más jóvenes. Ellos, luchar contra las canas. Ellas, que los senos se mantuvieran firmes con el Exuber Bust Developer. O la crema de almendras Calber para que la piel se conserve tersa. Anuncios que se repetían en las revistas ilustradas, que eran para mí como un recreo, antes de volver a las páginas apretadas de La Correspondencia de España, El Heraldo de Madrid, El Liberal, La Nación o El Imparcial. Una gran experiencia visual contemplar el trabajo de los fotógrafos de Mundo Gráfico, La Esfera, Mundo Nuevo, y por supuesto, el Blanco y Negro de ABC. Eso sí, tengo ya la cita pedida al oftalmólogo. Y sé lo que me va a decir:

—Chaval, has perdido vista. Ves menos.
—Pero sé más. Pierdo, pero gano.
—Sí, pero que sepas que te ha aumentado la miopía.

Bueno. No pasa nada. A fin de cuentas, no se escribe para enseñar, sino para aprender. Y las operaciones con láser dicen que salen ahora muy bien.

Bebes de fuentes viejas. Y otras directísimas. No todo es exhumar legajos. Ni mancharse los dedos de polvo. También escribir una novela te permite gozar de privilegios, como que Javier, el sobrino nieto de Miguel Otamendi, uno de los ingenieros impulsores del proyecto, haga de guía turístico exclusivo para ti, en la Nave de Motores de Pacífico, mientras te describe a su tío como un “sabio despistado, incapaz de freír un huevo, pero sí de imaginar un tren que viajara por debajo de Madrid”. Sus informes técnicos me resultaron muy útiles, explicando el proyecto desde su génesis hasta su ejecución final, prolijamente. Todo estaba pensado, tan medido que se produjo un hecho insólito en España: las obras se acabaron en el tiempo previsto. No se ha conocido un caso parecido.

"Estación Sol no solo me devolvió a Julio Verne. También al Baroja de La lucha por la vida. O al Blasco Ibáñez de La horda. O al Galdós de Misericordia"

Codo con codo con él trabajó Carlos Mendoza. De 1945 es su biografía Vida ejemplar de un ingeniero, en la que descubrí su pasión por Julio Verne. Yo voy más allá. Me imagino a los tres ingenieros leyendo fascinados De la Tierra a la Luna, o Veinte mil leguas de viaje submarino, convencidos de que esos inventos de fantasía eran posibles. Como un tren que pasara por debajo de Madrid. Solo era cuestión de ponerse a la tarea.

Estación Sol no solo me devolvió a Julio Verne. También al Baroja de La lucha por la vida. O al Blasco Ibáñez de La horda. O al Galdós de Misericordia. Y me llevó a admirarlos por su frescura, su habilidad de contadores de historias. Sin circunloquios. Sin prosa ensimismada. «Prosa sonajero», por usar la atinada definición de Marsé. Modernos. Como si la hubieran dado a la imprenta, o a Amazon, qué sé yo, ayer mismo.

Y acabada la obra, es momento de quitar los andamios. No es necesario que se vean, salvo en este artículo. Ya lo dejó escrito Pérez-Reverte. Y a mí no me gusta llevarle la contraria a los maestros. Él tampoco le haría eso a Conrad…

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Autor: Gregorio León. Título: Estación Sol. Editorial: Algaida. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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Gregorio León

Gregorio León nació junto a las vías del tren, un día muy caluroso de 1971. Se gana la vida desde hace treinta años como periodista de Onda Regional, la emisora autonómica de Murcia, donde dirige un programa literario que se llama Club de Lectura. En la radio también le dejan hablar de deportes, y dar algún fichaje de vez en cuando. Tiene siete novelas publicadas. Murciélagos en un burdel (Premio Ciudad de Badajoz), El pensamiento de los ahorcados (Premio Diputación de Córdoba), Balada de Perros Muertos (Premio Valencia de Novela), El último secreto de Frida K. (Premio Alarcos Llorach), La emperatriz de jade, La princesa de Macao, y ahora, Estación Sol.

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