«Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto, y de verdad que lo hace bien». Este era el epitafio que siempre quiso utilizar Jean-Baptiste de Poquelin, nuestro Molière, para iluminar con su habitual ingenio una lápida bajo la que descansar. Ese día, el del descanso eterno, llegó hace ahora 350 años. La anécdota en torno a su muerte que hoy llega a las Romanzas quizá la conozcan, aunque, como tantas otras leyendas, se mueve a medio camino entre la realidad y la ficción. Cuenta esta historia que el maestro de la comedia falleció durante la representación de El enfermo imaginario, un hipocondriaco algo extravagante que goza de una salud robusta. El protagonista se entrega con tanta pasión al cuidado de los médicos que llega incluso a casar a una de sus hijas con un facultativo para tener al experto en salud cerca. El caso es que, paradójicamente, Molière muere en este papel irónico con la muerte. La leyenda, además, cuenta también que Molière iba vestido de amarillo, y que este color fue estigmatizado ya para siempre como el color de la mala suerte.
Uno esta anécdota relacionada con la efeméride sobre la muerte de Molière con una que tiene que ver con la propia vida de quien escribe este texto. Me hallaba yo hace unos meses en París, con motivo de una feria literaria. Paseaba por el Puente de las Artes, allí donde la Maga andaba sin ser buscada, pero sabiendo que andaba para ser encontrada, cuando me topé con un grupo de cómicos que representaba una escena del Tartufo al aire libre. Me dejó alucinado, pero luego entendí el porqué de la escena. Resulta que hace un año se celebraban los cuatro siglos del nacimiento del dramaturgo, y que Francia se había volcado en el homenaje. Cierre de la Comedia Francesa para representar sólo sus obras; inauguración de un busto; exposiciones sobre su obra, sus escenarios o su vestuario; festivales, traducciones, nuevas ediciones… Una verdadera locura.
Es inevitable comparar con lo que supone el trato de los grandes autores clásicos aquí, a este lado de los Pirineos. Hace unos días escuchaba a unos jóvenes que, al ser cuestionados en un canal de YouTube por algún Quevedo homónimo al que triunfa con canciones de rap (¿eso es rap?), ninguno de los encuestados supo reconocer al genial bardo barroco que supo elevar las letras hispánicas al Parnaso. Quizá este desconocimiento tenga que ver con el trato institucional que las administraciones les dan a nuestros propios Molières. Tenemos que empezar a entender que un homenaje a Cervantes, por poner un ejemplo, va más allá de ponerle unas gafas al león del Congreso de los Diputados, como hicimos entonces. Tenemos que empezar a entender que la forma de agasajar a las glorias de nuestra cultura es un hecho directamente relacionado con la dignidad de la que gocen en el futuro. Al final siempre es lo mismo: uno mira los muros de la patria suya, y, si en un tiempo fueron fuertes, hoy los contempla ya, por mucho que nos pese, desmoronados.
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