Trato de pensar en vosotros, profesores, queridos profesores, de todas las etapas de mi vida. Del colegio y de la universidad, de clases particulares, incluso de tenis o baloncesto. Profesores que han llenado mi vida hasta hoy, cuando ya no soy un niño, me acerco a los 50, pero sigo aprendiendo, en los libros y en los maestros que aún conservo. Algunos ya se me han muerto, pero otros, sí, los conservo.
Me doy cuenta de que recordar a mis profesores, prácticamente es recordar mi vida entera y que este recuerdo al final es como una novela. Decía Isabel Allende que la memoria es ficción, y no puedo estar más de acuerdo. Tal vez la ficción sea a su vez una clase de memoria. Desde luego la memoria es clave para escribir, es clave de lo que somos.
La memoria de mis profesores está también en lo que me enseñaron, en las materias que me dieron, en el tiempo y el espacio que compartí con ellos en las aulas o fuera de ellas.
Creo que pocas veces quise ser profesor, aunque como ha dicho alguna vez Mario Vargas Llosa, me ha “tocado” más de una vez serlo. Y no dudo que me tocará más veces en el futuro. Pero debo confesar que no soy profesor vocacional —sí soy escritor vocacional— y que me ha apetecido ser profesor sobre todo cuando he admirado especialmente a alguno de ellos: su figura, su forma de ser, sus gestos, su actitud, no sólo su forma de enseñar o de dar clase.
Siempre he admirado a los escritores, pero si lo pienso he admirado a muchos otros profesionales. En realidad he admirado y admiro a muchas personas, así, sin concretar sus ocupaciones. Es más, ellos, las personas concretas, me han llevado a admirar sus profesiones.
Para admirar hay que admirar a la persona, a su esencia más que a su actividad, pero hay que reconocer que lo que hace cada uno es importante para dilucidar lo que es, su esencia. Sin embargo es muy posible que la admiración y la gratitud que he sentido por los escritores me haya hecho valorarlos especialmente y que siempre, desde antiguo, quisiera ser como ellos. Además, he conocido escritores a los que si lo pienso bien también considero profesores míos, porque me han enseñado mucho, de escritura, de literatura y de la vida en general.
También he admirado a muchos profesores y les guardo profunda gratitud. Quizá haya algo importante en este asunto: lo que me apetecía asistir a los diferentes centros en los que he estudiado, en realidad dos, un colegio y una universidad, mis amados centros. Al colegio iba porque me mandaban mis padres, si bien le guardo un gran cariño, pero en cambio a la universidad, a mi Facultad, fui porque yo quería, porque lo había elegido —tenía vocación—, y a estudiar lo que había elegido estudiar, una carrera muy completa de Letras, una carrera que enriquecía mucho en el interior.
Lo cierto es que pasado el tiempo, el tiempo y el espacio del colegio también, los recupero gozosos, por todo lo que aprendí y por supuesto por los compañeros con los que me relacioné y los amigos que hice. Hasta los compañeros con los que peor me llevaba hoy se me aparecen como amigos y por supuesto no les guardo ningún rencor. Quizá me prepararon para la vida más que otros, nunca se sabe. Acaso les deba agradecimiento especialmente, y caigo en la cuenta de esto mientras escribo estas palabras.
No quiero dar nombres, nombres de profesores quiero decir; no quiero personalizar este texto, carta, artículo, que va saliendo más o menos ordenado, entre la verdad y la memoria, la sinceridad y la literatura. La pluma y el corazón. Son tantos profesores a lo largo del tiempo… Empecé en preescolar, o antes incluso, en el jardín de infancia —tengo pocos recuerdos de ello—, pero estudié hasta el doctorado, y luego tuve grandes maestros literarios, grandes escritores, y además famosos. He sido, en esto como en otras cosas, muy afortunado. No en todo lo he sido, por supuesto, pero nadie lo es, supongo. Yo doy gracias por lo que he tenido, que es tanto. Doy gracias desde aquí a mis queridos profesores. Todo mi ser os lleva.
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