¿De quiénes son los libros de los autores? ¿Qué ocurre cuando el escritor fallece? ¿A dónde van esos ejemplares tan mimados, las lecturas de toda una vida, una vez que su propietario ya no está? Pueden acabar en un contenedor… y luego venderse en El Rastro. En la mayoría de las ocasiones, los herederos no saben qué hacer. ¿Y estos libros? ¿Los vendemos, los tiramos a la basura, los donamos?
Marchamalo conoce más de 60 bibliotecas personales de escritores. El propietario debe enseñar a quien la visita cómo la ha ordenado. Y ahí surge el primer dilema: ¿cómo hacerla? Por orden alfabético. Por temas. Por afinidades. Los hay que juntan a amigos escritores en una misma balda. Y también existen lectores, como Javier Marías, que quitaba las “camisas”, el forro que cubre las tapas y el lomo de un libro. Hasta hace 30 años también la Biblioteca Nacional se desprendía de ellas.
Marías. Siempre Marías. El “joven Marías” como se escribía hasta avanzados los 90 para diferenciar el padre (Julián) de Javier, el hijo. Enseñaba la carta, escrita de puño y letra, de Josep Conrad. ¿La has visto?, preguntaba orgulloso aunque el visitante ya la hubiera visto dos o tres veces. Esos soldaditos de plomo delante de los libros o fotografías personales. Marta Sanz tiene imágenes de estrellas del Hollywood dorado en las estanterías azuladas de su piso del centro de Madrid y Luis García Montero tiene una parte de su biblioteca en proceso de transición, con libros aún sin colocar. Algunos rascacielos de papel y con “derrumbes” de ejemplares desperdigados por las estanterías o en el suelo.
Ahora muchas librerías agrupan los libros de una misma editorial en una zona determinada. Los que más suelen estar aliados son los de Acantilado y los de Libros del Asteroide, como ocurre en la malagueña Rayuela. En la Central de Madrid está agrupada una nutrida alineación de libros de temática japonesa. Es una tendencia que algunos escritores están adoptando. El íntimo sentimiento de estrecha afinidad lectora a una editorial.
Marcos Giralt Torrente tiene dos zonas en la biblioteca de su casa. Una más luminosa y otra más sombría. En una están los libros de los autores vivos y en otra los de los fallecidos. “No te puedes imaginar el lío que tengo. Cada vez hay más autores muertos”. Algo así le dijo Giralt Torrente a Marchamalo.
Bibliotecas con libros compartidos, como los de Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo. Bibliotecas dispersas, repartidas en varias ciudades o incluso en varios continentes como las de Mario Vargas Llosa. Bibliotecas que aún están separadas, como las de Felipe Navarro. “Qué cosa tan estúpida que tengas la pared de tu despacho ocupada por baldas en vez de por una pantalla de mil millones de pulgadas que no haga más que emitir imágenes que apenas duran tres segundos en la retina”.
Esta ironía y crítica de Navarro se complementa con su insistencia en comprar libros de varias ediciones de Cien años de soledad o Kaddish por el hijo no nacido, de Imre Kertész. Autores predilectos de un gigante lector de alta literatura. Y un cuentista predilecto, un hombre feliz, en Páginas de espuma. “Lo que siento ahora mismo es una enorme desorientación y sensación de casi abandono teniendo libros en tres o cuatro ubicaciones”, admite Navarro.
Bonilla cree que la situación ideal hubiera sido que sus libros estuvieran ordenados en un modo cronológico de lecturas y así se percibiría una evolución lectora. Pero no. No sabe si fue antes Bukowski o Truman Capote. Nabokov o Kafka. O quizá sí lo sabe y prefiere que el orden sea alfabético y no por nacionalidades. Antonio Soler sí guarda ese orden, aunque no en la disposición de su biblioteca. Tiene apuntados en una libreta —ahora transcrita a un documento de su ordenador— el título, autor y fecha de lectura de cada libro que ha leído desde que era adolescente. Una cartografía libresca única.
Porque, como dice Bonilla, nadie dice: “voy a tener una biblioteca”. Esa biblioteca llega o incluso desaparece por un incendio, una inundación o un perro que no sabe comportarse. Esos pueden tener dos pisos, como la bella biblioteca de Felipe Benítez Reyes en Rota. Y rotas, desiertas, quedarán las baldas de tantos escritores. Con suerte, pondrán el nombre del autor a una fundación o a una biblioteca pública. Quizá reciba algunas visitas, pero ¿quién lee los libros de una biblioteca que fue vivida y ahora solo es de consumo de estudiosos? ¿Los nuevos lectores visitarán bibliotecas apiladas en cajas nunca abiertas o en las que hay un horario estricto de visitas?
Y los hijos, que apenas entienden de libros y no han cultivado la lectura, se preguntarán:
¿Qué hacemos con la biblioteca de papá?
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